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Diálogo imposible. Barakaldo – 1890

Diálogo imposible. Barakaldo – 1890

Plaza Vilallonga 1Braulia se sentí­a muy impresionada cuando el mayordomo le abrióla puerta, la hizo entrar en la mansión, un palacio en realidad, rodeado de un magnifico jardí­n con vistas a El Abra, y le dijo que esperara. Nunca habí­a visto un mayordomo, de hecho ignoraba que existieran, y pensaba que aquel hombre ele­gantemente trajeado seria el patrón o, quizás, el administrador del patrón. Así­ mismo, se sentí­a muy pequeña al quedarse sola en la entrada, una habitación, calcula, por lo menos tres veces el tamaño del barracón donde viví­a su familia. Aunque lo que más le impresionófue la estatua de mármol de una mujer, más bien entrada en carnes y vestida con una túnica larga en la que se le marcaban los pezones. Sostení­a un cántaro del que manaba agua sin cesar, como una fuente, que iba a caer a una pileta en la que flotaban plan­tas extrañas que ella nunca antes habí­a visto. Permanecí­a inmóvil, contemplando aquella cosa y preguntándose para qué diablos podrí­a servir, y se lleva un sobresalto al oí­r a sus espaldas la voz del hombre que le indicaba lo siguiera.

Su impresión no, fue menor al encontrarse en una galerí­a acristalada, repleta de plantas. Ella tení­a una maceta con unos ge­ranios, que cuidaba como a un bien precioso, pero aquello sobre­pasaba su imaginación. Tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir la boca, asombrada ante el Bran número de plantas exuberantes, algunas altas como árboles pequeños, y flores de todos los colores y especies que tení­a ante los ojos. Un caballero vestido de negro y una dama de blanco estaban sentados en unas butacas de mimbre. No se levantaron, se la quedaron mirando con curiosidad y luego el caballero le indicó una silla con un gesto de la mano. Le costó dar los pasos que la separaban del asiento, como si temiera romper algo, como si la silla estuviera en un lugar inalcanzable. Lo logró al fin y se sentó con las rodillas juntas y las manos enlazadas sobre el regazo. Estaba claro que aquel debí­a ser el patrón, y ella su mujer.

–Así­ que tú eres… –comenzó diciendo el caballero.

–Braulia, Braulia Fernández, para servirle a usted, a ustedes –añadió lanzando una rápida mirada a la dama.

Es un placer, Braulia. ¿De dónde eres?

De aquí­.

¿De dónde iba a ser si no?

¿Tu familia también es de aquí­, quiero decir tus padres y tus abuelos?

No, ellos eran de Burgos, de un pueblecito llamado Miñón cerca de Medina de Pomar, no sé si ustedes conocerán…

Por supuesto que conocemos Medina de Pomar! ¿Te acuerdas, querida? Hace dos años fuimos al valle de Mena, a la batida del ciervo, invitados por el marido de tu hermana.

La dama enarcó las cejas

–Sí­, mujer. Allí­ hay un castillo que lo llaman «de los condesta­bles», que fue propiedad de los Velasco, importantí­sima familia en la Edad Media, grandes del reino, muchos de ellos emparentados con familias vascas. ¿No recuerdas? Nos lo comentó Luis, el hijo del marquesito, el casado con la Palacios y Gaytán de Ayala. í‰l también estuvo en la batida y nos llevó a conocer los alrededores.

–Ah, si –respondió la dama–. Fue un viaje muy pesado por caminos llenos de piedras. No sé cómo puede vivir gente por allí­ todo el año…

Braulia escuchaba el diálogo de la pareja como quien oye hablar en un lenguaje que ignora. No se enteraba de nada.

–Y bien… eh… ¿cómo has dicho que te llamas? –preguntó el caballero dirigiéndose a ella.

Braulia… Braulia Fernández…

–Bien, Braulia, ¿qué es exactamente lo que quieres?

–Mis hijos no tienen qué comer. – ¿cuántos tienes?

Ocho.

¿Ocho? –exclamó más que preguntó la dama.

Si, señora. Cinco chicos y tres chicas. El mayor tiene catorce y la más pequeña nació hace seis meses.

–Supongo que alguno trabajara –intervino el caballero. –Sí­, los tres mayores están en la mina, lavan la chirta.

–Eso está bien. Aprenden a hacerse hombres desde pequeños, que sepan que nadie regala el pan. ¿Tú también trabajas?

A veces también voy al lavadero del mineral, pero solo cuan­do el trabajo se acumula, pues tienen prioridad las viudas y las solteras.

–Como tiene que ser. Las madres estáis para cuidar de los hijos y de los maridos. Acabaremos en la anarquí­a si las mujeres ca­sadas abandonan el hogar para ganar dinero. La mujer es el reposo del guerrero ato habrás oí­do alguna vez?

Braulia negó con la cabeza. ¿De qué reposo y de qué guerrero hablaba el patrón?

–Pues así­ es. Dios en el Paraí­so lo dejó bien claro: el hombre está para trabajar y mantener a la familia; la mujer para satisfacer al marido y cuidar de los hijos.

Aunque no hace falta que sean tantos –rio la dama–. Yo sólo tengo tres, y a veces pienso que son demasiados. Menos mal que los pequeños tienen una niñera para cada uno y la niña una insti­tutriz.

Y no te olvides de la doncella de los niños –le recordó el caballero.

Bueno si, ella también, pero solo se encarga de ordenar las habitaciones y recoger las ropas y los juguetes que esos pequeños vándalos dejan tirados.

Para qué habí­as dicho que vení­as… Basilia?

–Braulia…

Eso es, Braulia. ¿Para qué querí­as verme?

Mis hijos no tienen qué comer.

¿Cómo es eso? ?No has dicho que tu hombre trabaja, y también tres de tus hijos, y ¿Ni será que gastáis más de lo necesario? Hay que tener mucho cuidado con lo que se gasta, que luego llegan las vacas flacas y no vale quejarse. Hay que ser ahorrador. Sois temporeros o fijos?

Fijos.

¿Dónde viví­s?

En El Regato.

–Supongo que en una casa de la empresa…

En un cuartel, sí­.

¿Tus hijos van a la escuela?

–A la de Retuerto las niñas. Los chicos van a San Vicente una hora al dí­a, después del trabajo.

–Eso está bien. Es importante que los hijos de los obreros reciban educación y se preparen para ser hombres de provecho y buenos católicos; que sean disciplinados, ordenados, leales, aho­rradores, trabajadores y virtuosos. Supongo que asistí­s a la misa dominical…

–Sí­, señor. El capataz nos pasa lista.

–Y que tú y tu hombre estáis casados como Dios manda… –Sí­, señor, así­ es.

No entiendo entonces por qué dices que tus hijos no tienen qué comer.

–Mi marido tuvo un accidente hace dos semanas, una vagone­ta le aplastó las dos piernas y dice el médico que no podrá volver a andar.

¿No se apartó a tiempo?

El cable se rompió.

¿Dónde está el problema? La empresa dispone de una Sociedad de Socorros que se ocupa de los accidentados. Tu marido cobrará aunque no trabaje.

No cobrará porque estuvo en las protestas del año pasado, eso ha dicho el capataz. Y también que nos echarán del barracón.

Un silencio pesado cayó en la galerí­a. El caballero encendió un cigarro y la dama hizo una seña a una doncella con cofia para que le sirviera té. La sirvienta se apresuró a asir la tetera de porcelana inglesa y a verter el lí­quido en una taza a juego con aquella. Braulia observó atónita cómo la señora se llevaba la taza a los labios levantado el dedo meñique de la mano, al tiempo que, con la otra, sujetaba el platillo. Te­ní­a unas manos blancas, similares a las de la estatua de la entrada, uñas pintadas de rosa y varios anillos en los dedos. Instintivamente, cerró los puños para que no pudieran ver las suyas, encallecidas y agrietadas por el trabajo en la mina y las muchas horas sumergidas en las frí­as aguas del rio Castaños a donde iba hacer la colada.

–El caso es que las normas se han hecho para ser cumplidas –el patrón reanudó el diálogo. Nuestros trabajadores saben que pierden la pensión si no mantienen un comportamiento honesto y se amanceban, si faltan al trabajo, no cumplen con las obligacio­nes impuestas por Nuestra Santa Madre la Iglesia y… participan en alborotos contrarios a la empresa, y a ellos mismos, claro, que también son la empresa. Bastante hacemos los patronos con permitirles que continúen trabajando en lugar de echarlos a la calle.

–Solo querí­an que las cantinas redujeran un poco los precios…

–Las cantinas están ahí­ para facilitaros la vida. Sin cantinas tendrí­ais que bajar a Barakaldo a por provisiones.

–Pero es obligatorio comprar en ellas y los precios son mucho más caros.

También hay que pagar el transporte de los alimentos hasta las cantinas, y a las personas que se ocupan de ellas.

Que son los capataces y sus mujeres. Mi marido es un buen trabajador; trabaja doce horas al dí­a desde que tení­a diez años. Si no recibe la pensión, nuestros hijos morirán de hambre.

–Eso deberí­a haberlo pensado antes de escuchar a los alboro­tadores que únicamente buscan lucrarse atacando a quienes les dan de comer.

¿Qué culpa tienen mis hijos?

–Así­ es el mundo. Dios ha creado a unos para dirigir y a otros para servir. Cada uno debe saber cuál es su puesto.

¿Podrí­a usted echarnos una mano? A fin de cuentas, es usted uno de los dueños de la mina. –Querida…

–Braulia.

–Querida Braulia, no soy una Hermanita de la Caridad, ni un fraile franciscano. No puedo dedicarme a solucionar los problemas de todos mis trabajadores porque, si lo hiciera, tendrí­a que cerrar la empresa. Hay unas normas que deben respetarse y quien no las respeta sabe a qué atenerse. Dile a nuestro mayordomo que te dé diez pesetas, es una cantidad muy generosa que te servirá para en­contrar otro alojamiento y, de paso, buscar un trabajo, de sirvienta por ejemplo. Ya siento no poder hacer nada más.

La entrevista habí­a concluido y tanto el patrón como su señora dirigieron la mirada hacia el jardí­n al que se abrí­a la galerí­a. Braulia se levantó de la silla e iba a marcharse, pero se detuvo y se volvió hacia ellos.

–Usted no siente nada, así­ que no me llame querida. Soy un ser humano, no una pulga a la que puede aplastar con la uña de su dedo gordo. He venido aquí­ a interceder por mi marido, no a re­cibir una limosna, así­ que puede guardarse su dinero. Habla usted de disciplina, fidelidad, ahorro, virtud, orden, trabajo. Mi padre fue minero, y también lo son mis hermanos, y mi marido, y mis cufiados, y todos los hombres que conozco. Vinieron a esta tierra en busca de una vida mejor, a la que hombres y mujeres tenemos derecho. Todos trabajamos doce horas diarias; nuestros hombres le dan al mazo y nosotras y nuestros hijos nos arrastramos por las chirteras. Pagamos por vivir en cuarteles de mala muerte, que ni los cerdos querrí­an; dormimos en catres de madera, repletos de pulgas y ratas, sin retretes, con un hornillo para cocinar. Dicen ustedes que nos dan de comer, pero nos obligan a comprar en sus cantinas, y también a ir a misa, ¡será para dar las gracias por tanta miseria al dios de los ricos! Nos descuentan del jornal para pagar el seguro y ahora me dice usted que, después de treinta años pa­gando, mi marido no tiene derecho al subsidio porque protesté el año pasado por el precio de los garbanzos que, dicho sea de paso, se llevan más de la mitad de la gaga y a menudo llegan llenos de gorgojos, al igual que el bacalao y el tocino putrefactos, que más de uno se ha envenenado comiendo semejante porquerí­a. A pesar de la ley, permiten que los niños menores de catorce años trabajen como esclavos y, encima, los obligan a ir a una escuela que está a tres kilómetros de donde vivimos, solo para una hora de clase. A ellos les pagan la mitad que a nosotras, y a nosotras la mitad que a los hombres por las mismas horas de trabajo. Y mi Carmencita, con solo nueve años, tiene que cuidar de sus hermanos pequeños mientras yo estoy en el lavadero o llevando cestos llenos de tierra y mineral por una maldita perra gorda ¡Y encima me dice que gastamos más de lo que tenemos? ¿Qué tenemos que ahorrar? ¿Pero qué vamos a ahorrar? ¿Qué tenemos? ¡Nada! ¡Eso es lo que tenemos! Pues sepa usted y sepan los demás patronos que esto se va a acabar. Sin trabajadores las minas se cierran, las fábricas se paran, las cantinas se acaban, y ustedes se quedan sin negocio, y dejan embolsarse todos esos millones que les permiten ir a cazar ciervos, tener criados, vivir en palacios, vestir a la moda y gastar en tonterí­as como esa estatua de la jarra que tienen a la entrada, que no lie visto algo más feo en mi vida. ¡Avisado queda!

El patrón y su señora la contemplaban estupefactos y ella, satisfecha, salió de la galerí­a estirándose la falda y levantando la cabeza como una duquesa. Al pasar por delante de la estatua de la jarra…

–¡Braulia! ¡Braulia! ¡Braulia!

Se despertó de golpe al oí­r los gritos de su amiga Rosario, sorprendida de encontrarse tumbada en el catre del barracón, y no en la elegante mansión con vistas a El Abra.

¡Braulia! ¿Pero dónde estás, mujer? ¡Que vamos a llegar tarde!

Salió a toda prisa colocándose el pañuelo en la cabeza, después de besar a su marido y decirle a su hija que fuera con los pequeños a casa de la tí­a, en Retuerto, porque no sabí­a cuándo volverí­a.

–Es que me habí­a quedado dormida… –se disculpó.

Se unieron a los hombres y algunas mujeres que se dirigí­an a La Arboleda a través de un sendero de montaña, y luego a Ortue­lla. Numerosos grupos procedentes de Urioste, Gallarta, Pobeña Trápaga, Abanto, Muskiz, Sopuerta, Galdames y otros lugares iban uniéndose a los gritos de ¡Abajo los cuarteles! ¡Fuera las tiendas obligatorias! ¡Viva la huelga! ¡Viva la zona minera! ¡Ocho horas de trabajo!», de manera que, al llegar a Ortuella eran una decena de miles de gargantas coreando las mismas consignas. Desde allí­ decid­ieron dirigirse a las fábricas de la zona de Desierto en Barakaldo, aunque no pudieron llegar debido a los guardias civiles y forales armados que los esperaban en el camino. Sin embargo, algunos mi­neros lograron burlar el cerco y parar las fábricas más importantes de la zona. Daba comienzo la primera huelga obrera general en la historia de Bizkaia.

Braulia regresó a El Regato henchida de esperanza, por fin las cosas iban a cambiar, tení­an que cambiar. Se acostó junto a su marido y se quedó dormida y abrazada, sin saber muy bien si el imposible diálogo mantenido con el patrón habí­a sido un sueño o una premonición.

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