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Entre Amézaga y Bengolea (Leyenda)

Entre Amézaga y Bengolea (Leyenda)

Bengolea (1)Este sencillo rincón de Amezaga y Bengolea fue paso obligado de los aldeanos que, procedentes de El Regato, solí­an traer los más ricos y sabrosos a la vez que variados productos hortí­colas en cestas y a lomos de sus borricos hasta las plazas de los mercados de Desierto y Rageta, sitio éste al que se consideró centro de la Anteiglesia, quizá porque allí­ se asentaba la Casa Consistorial. Sobre este plácido lugar y su milenaria fuente de agua mineral es muy poco lo que se sabe pero, sin ningún género de dudas, su manantial es tan antiguo como la noche de los tiempos en que se formó el mundo. La fuente de Amezaga nació, sin duda, junto alguna vena de mineral de hierro, tan abundante en nuestra cuenca minera 6.

Contaron nuestros mayores que el manantial de Amezaga era el lugar de reunión, donde los aldeanos dialogaban durante los atardeceres cuando terminaban sus faenas del campo. Tampoco faltaban las mozas del lugar que, con el pretexto de ir a coger agua, acudí­an con sus cántaros bien para fisgar o charlar con algún mozo que les hiciera tilí­n. Pero el verdadero acontecimiento sucedí­a cuando aparecí­an las hijas de Domingo el molinero, más conocido por Mingolea, dos jovenzuelas con salero y simpatí­a que, con su presencia, alborotaban a los cuarentones aldeanos, de los que ya se sospechaba que iban a la fuente más para ver que para beber y hacer tertulia, como ellos aseguraban.

Entre los tertulianos que acudí­an a la fuente nunca faltaba León, un avispado sesentón al que dieron en llamar el Brujo de Uraga por su retorcida sapiencia. í‰l predecí­a el tiempo que iba hacer, quiénes eran los que merodeaban por las huertas ajenas, y quién robaba gallinas que, dicho sea de paso, no siempre eran los gitanos. Se rumoreaba que no dormí­a por las noches y que espiaba a todos los vecinos del contorno, mientras que León aseguraba ser un placido dormilón, y que todo cuanto sabí­a, decí­a y comentaba se lo debí­a a sus «amiguillos», los duendecillos del monte Argalario. í‰stos se lo contaban todo y mucho más que se callaba para no crear problemas en el barrio.

Cierto dí­a Antón, cansado de escucharle tantas fanfarronadas, se atrevió a preguntarle por los duendecillos, a lo que el señor León le contestó:

– Pues mira, aquí­ los tengo -dijo a la vez que sacaba del bolsillo dos alfileteros de madera-. En este tengo seis «enemiguillos» y en este otro tengo seis «amiguillos». Ellos suelen discutir con mucha frecuencia e incluso se pegan entre ellos y como yo soy el mediador, para congraciarse conmigo, me cuentan todo cuanto sucede o va a suceder.

– Eso es una mentira de las gordas, ni que fuéramos tontos – dijo Martí­n.

– No me preocupa que me creáis o no, pero en más de cuatro ocasiones vosotros habéis acudido a mí­ para que os solucionara vuestros lí­os que yo me callo.

-Oye, eso de que los duendecillos te cuentan la verdad vamos a dejarlo, pues más de una vez te has equivocado y has indispuesto a los vecinos – se atrevió a decir Luisito el de Tiletxe.

-Bueno, alguna vez puede, pero las más de las veces os he sacado de muchas dudas sobre quien hurga por vuestras huertas. Qué buena y qué fresca está el agua -dijo León cortando el diálogo-. ¡Sólo la Fuente de Iguliz es tan fresca como ésta!

Comenzaba un nuevo dí­a del mes de julio cuando las hijas del molinero Domingo se dirigí­an a la fuente de Amezaga para llenar sus cántaros, y si se terciaba charlar un rato con los degustadores de la fresca agua mineral.

-¡Hola! Pronto salen hoy de casa las chicas guapas -dijo Mendi al verlas llegar.

– Pues venimos a la hora de todos los dí­as, lo que ocurre es que tú no sueles venir a diario como nosotras. Bueno, hoy venimos un poquito antes ya que Petri ha quedado con el hijo de Julián y no le gusta hacerle esperar-dijo la parlanchina Lucí­a.

– Qué suerte tienen algunos, las eligen guapas y trabajadoras y encima son correspondidos – acertó a decir el joven Mendi.

– Lo que ocurre es que tú no te decides, y si sigues así­ te vas a quedar solterón. índate listo Mendi que las chicas se van casando -recalcó con cierta ironí­a la salerosa Lucí­a, a la vez que se hací­a la vergonzosa.

– Mira Lucí­a, si no te hecho los tejos es porque supongo que me darás calabazas, y mucho me temo que tus padres prefieran para ti algo más que un pastor.

– Anda, Mendi, prueba y verás cómo te digo que sí­. Tú eres un buen pastor y también puedes ser un buen molinero, pero sobre todo eres honrado y formal.

Así­ fue como dio comienzo el noviazgo entre Mendi y Lucí­a, sin que hubiera ningún problema familiar. Eran jóvenes y tení­an toda una vida por delante, se querí­an y eran admirados por todo el vecindario.

Corrí­an los últimos meses de 1880 cuando se hizo cierto revuelo en la zona de Retuerto debido a la llegada de un buen número de obreros para la construcción de un ferrocarril minero que, según se decí­a, traerí­a bienestar y trabajo al pueblo de Barakaldo. Comenzó la planificación del montañoso terreno, y todo transcurrí­a sin novedad hasta que cierto dí­a ocurrió algo imprevisto para los ya bien relacionados Mendi y Lucí­a, que seguí­an viéndose en la Fuente de Amezaga siendo la envidia de unos y la admiración de otros. Lucí­a acudió a la fuente para coger su acostumbrado cántaro de agua, a la vez que dialogar con su novio. Pero Mendi no fue en esta ocasión, como tampoco lo harí­a en dí­as sucesivos. La muchacha alarmada corrió la voz en el barrio y pronto surgieron las dudas, así­ como los más variados comentarios, sobre la desaparición del joven zagal. Lo buscaron por todos los lugares donde solí­a apacentar sus ovejas y, aunque éstas sí­ aparecieron descarriadas por los montes, no ocurrió lo mismo con el joven Mendi.

Se habló mucho sobre la cuestión de celos debido a que muchos de los obreros del ferrocarril, entre ellos un joven ingeniero inglés, habí­an pretendido meterse en medio de Mendi y Lucí­a sembrando la cizaña. Cierto era que la simpatí­a y sencillez de la joven daban lugar a que dialogara con todos, y que esto no le parecí­a bien a Mendi que, cargado de celos, cierto dí­a le dijo:

– Si sigues repartiendo sonrisas a todo el mundo, me iré para siempre. No puedo consentir que juegues con mis sentimientos.

Estas fueron sus últimas palabras, y sin decir adiós dejó plantada a Lucí­a tomando una dirección que ni él mismo sabí­a. No fue ninguna broma ni baladronada, tal y como ella creyó. Poco después surgieron las lamentaciones cuando en el monte aparecieron jirones ensangrentados de las ropas de Mendi. La intrigada muchacha no dudó en consultar con el viejo León de Uraga al que contó sus temores, siendo su contestación rápida y precisa:

– Mira Lucí­a, mis «amiguillos» me dicen que Mendi está vivo, pero las amenazas le han hecho ausentarse, y que tú tienes la culpa por jugar con sus sentimientos.

– ¿Y quién es ese desalmado que le ha amenazado? – preguntó la joven.

– La verdad es que no lo sé, pero tú bien puedes suponer quién te mira con más pasión o deseo. No debiste darle tantos celos pues sólo éstos son la razón de la ausencia de tu novio.

Pasaron los meses y los años, y en Barakaldo la gente ya no se acordaba de aquel joven pastor. Sin embargo habí­a alguien a la que le habí­a sido imposible olvidar, Lucí­a. La bonita y encantadora Lucí­a se fue demacrando llegando a ser una anciana prematura, hasta que cierto dí­a, no pudiendo sobrellevar tanta amargura, fue encontrada muerta junto a la ví­a del tren minero. Nadie se atrevió a pensar, y menos a decir, que fue un suicidio. Para Lucí­a la vida fue el final de un bello sueño junto a su amado, y un amargo despertar cuando Mendi se fue para siempre.

Cierto atardecer pudo verse la silueta de un hombre de andar cansino que, sin dudarlo, se acercó junto al chorrillo de la Fuente de Amezaga, se mojó sus blanca cabellera y tras de beber un largo trago de agua, se sentó donde años antes lo hiciera junto a su novia Lucí­a. Su mirada se clavó en la vetusta casona molinera de Mingolea, mientras que por su cabeza pasaban los más variados pensamientos. Nadie supo decir cuánto tiempo estuvo allí­ sentado, pero sí­ dieron razón de haberle visto llorar desconsoladamente. Aquel hombre derrotado no era otro que Mendi que, después de su larga ausencia llena de aventuras y miserias en la guerra de ífrica, volví­a a su querido barrio barakaldés. No quiso preguntar para no ser reconocido por sus familiares y amigos, pero supo encontrar las tumbas de sus padres, así­ como la de Lucí­a en el camposanto barakaldés.

Cuentan los más antiguos del lugar que a aquel hombre derrotado se le veí­a diariamente recogiendo flores en el campo para depositarlas después en las tumbas de sus seres más queridos, y que cierto dí­a le encontraron muerto abrazado a la cruz de una tumba en la que se podí­a leer el nombre de su amada Lucí­a.

Carlos Ibáñez

1 comentario

  1. Xandra

    Muy buenas, que ilusión nos ha hecho este texto! León era familiar nuestro, en mi caso es mi tatarabuelo. Nuestro aitite ( Valentí­n allende larrinaga )siempre nos contaba historias sobre él. Los enemiguillos, la fuerza que tení­a y que no dormí­a y llegaba a sitios que andado era imposible llegar por el tiempo que tardaba.La fuente de amezaga un clásico!Muchas gracias por mantener peques historias de grandes lugares. Si sabeis más sobre León estarí­amos encantados de escucharlo.
    Xandra y familia

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