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Leyenda de Peñas Blancas

Leyenda de Peñas Blancas

foto5_m_bEsta leyenda se remonta a los lejanos años de 1700, siendo su escenario uno de los más bellos lugares de la anteiglesia barakaldesa.

Las laderas, que desde Peñas Blancas se deslizan por la barranca de El Regato, hacen soñar a las cristalinas aguas en sus cantarines arroyos. Tras un suave deslizar afluyen al Castaños y Oiola, y éstos a su vez resbalan para formar el rí­o Galindo, ya cercano en su desembocadura al rí­o Nervión.

Los ricos pastos de las laderas eran triscados por las blancas ovejas que, con su balar, contrastaban con el mugir de los numerosos terneros. Los cencerros hací­an el contrapunto sonoro de lo que pretendí­a ser una melodí­a, tan sólo escuchada por los pocos aldeanos que moraban en tan hermoso lugar. No lejos de los pastizales limitaban los bosques, donde los milenarios castaños y robles daban cobijo a las más lindas avecillas canoras, así­ como también a las más variadas «plumí­feras» de la nocturnidad. Era abundante la fauna e incluso, según aseveraron los nativos, abundaban unos seres vivientes de sucios harapos, cuyos largos y greñosos pelos escondí­an las coloradas y breñosas narices de unas malignas mujeres llamadas brujas.

– Pues sí­, es verdad que entre los bortales se esconden las brujas. Hace años que vamos notando las cosas más raras que ocurren en Peñas Blancas. Vemos grandes hogueras nocturnas y luego no somos capaces de encontrar los restos de madera calcinada, parece cosas de brujas – comentaba una anciano del lugar de Tellitu.

– Ya ves Josetxu que los fenómenos de la naturaleza son más frecuentes en verano y más cuando el calor aprieta. Creo que tenemos que ser cautelosos, ya que de lo contrario el señor cura nos puede perjudicar. Yo no dudo de que hay brujas, pero …pero… -decí­a resignado Patxi, un octogenario aldeano de Aranguren.

– Tenemos que tomar alguna determinación -decí­a el vejete de Tellitu- a la vez que, sin disimular, hurgaba con sus uñas por debajo de su mugrienta boina.

– Algo malo nos puede pasar si no nos guardamos de esas pécoras danzantes y, algo peor, si se enteran de nuestras creencias. Por eso creo que será mejor callar y andar. Hay veces que me acuerdo del pastor de Samundi, que el pobre contó sus andanzas al confesor y nunca se supo si fue cosa del Diablo o del clero, pero lo cierto es que nadie ha sabido dar razón de su paradero -comentó en voz baja el buenazo de Patxi.

Pasó algún tiempo en el que el barrio de El Regato no notó ninguna alteración «brujeril» y si algo ocurrí­a no tení­a trascendencia, quizá por el temor a las interpretaciones que hubiera lugar.

Cierta soleada mañana del mes de agosto, los nativos del barrio se dieron cita junto a la ermita de San Roketxu. Todos eran aldeanos «regateros» que se reuní­an para festejar el dí­a de su Santo Patrón. Entre cordiales saludos, abrazos, apretones de manos y algunos besos entre los más í­ntimos, fue transcurriendo el tiempo hasta la llegada del señor cura, cuya ridí­cula figura se acrecentaba aún más al apearse del pequeño burro que le transportaba.

– Buenos dí­as don Baudilio -exclamaron casi aún tiempo los presentes -¿Qué tal está usted, señor cura? -preguntaban a la vez que besaban la mano del mofletudo cura, mientras que «boquiabiertos» niños miraban al portador del bonete y sotana, como diciendo: «¿Quién será este bicho raro?»

-¡Saludad al señor cura! -dijo a los niños una aldeana de Burzako.

-Buenos dí­as tenga usted, señor cura -acertaron a decir la escasa decena de pequeños romeros.

– Estos chiquillos tienen maneras de ser inteligentes, por eso espero que no los malogréis con todas esas cosas que se rumorean en San Vicente. No es bueno creer en brujas porque además de ser un gran pecado mortal, atentáis contra la fe. Vosotros tenéis que creer, pero en lo que yo os diga, de lo contrario algún dí­a puede que seáis pasto de las llamas del infierno. -amenazó el patizambo curilla.

– Mire usted, señor Baudilio, en San Vicente se ignoran muchas cosas de las que ocurren en El Regato -dijo valientemente Patxi.

-Ya lo creo que sí­. No es lo mismo predicar que dar maí­z y difí­cilmente no podrá cambiar de opinión, cuando todos sabemos lo que está pasando. Hay muchos aquelarres de lamias en las cercaní­as, pero ocurre que usted opina como Santo Tomás: ¡Ver para creer!, y para ver hay que estar aquí­ – después de estas palabras se ruborizó el rostro de Arantza, la esposa de Patxi.

– Bueno, oigamos la santa misa y después ya charlaremos largo y tendido, y conste que todos estos chismes los pondré en conocimiento de los superiores – sentenció el cura.

Mucho tiempo duró el oficio religioso, debido a que don Baudilio se explayó en su arenga para con los asistentes al rito, a la vez que les estimulaba con la fe y la oración, sin darse cuenta que los bostezos hací­an aparición entre los mí­seros a la vez que algunos chiquillos pedí­an a sus madres con señas que querí­an hacer sus necesidades. Pero el cura, erre que erre, seguí­a dando la turrada y más, a sabiendas, de que en este lugar sagrado, nadie le llevarí­a la contraria.

Salí­an ya de la ermita para dirigirse a la pequeña llanada en el lugar de Euskauritza, cuando Txomin, el de Urkullu, con todo respeto y buenas palabras le dijo al cura:

– Don Baudilio, usted ha pretendido embaucarnos con sus palabras desde el púlpito, pero lo único que ha hecho es amenazarnos, y nos ha dejado a boqueras. Y tocante a las brujas haberlas «haylas», y no muy lejos de aquí­, ahí­ arriba en Tellitu. Puede hallar la verdad de cuanto le estoy diciendo.

– ¡Hijos mí­os! Veo que no nos entendemos y así­ no iremos a ninguna parte. Estoy pensando que sois todos unos herejes a la vez que posesos.

– ¡Mire usted, señor cura! – insinuó Manuel -. Hace unos meses que estuvimos en el Ayuntamiento y el señor Alcalde nada nos solucionó aparte de decirnos que estas cosas eran sagradas y por lo tanto pertenecientes a la iglesia, y ahora resulta que nosotros somos los únicos culpables de cuanto ocurre en este barrio.

– Luego… ¿ a quién tenemos que reclamar? -preguntó Perico, un viejo pastor, cuyas ovejas, según aseguró, hací­a dos años que apenas si daban leche y mal engendraban crí­as debido a los sustos que le producí­an al ganado los aquelarres, cuyas llamaradas originaban espantadas dentro de su redil.

– No solamente creo, sino que estoy completamente seguro de que terminareis por ir todos de cabeza al infierno -aseguró don Baudilio -. ¿Pero cómo es posible creer en semejantes tonterí­as? Yo quiero realidades y no bobadas, así­ que ya sabéis, portaros como Dios manda. ¡Ah, otra cosa!. Quiero deciros que por seis monedas de dos céntimos que habéis depositado en mi bonete, no estoy dispuesto a molestar a mi borrico en traerme hasta aquí­. ¡Sois unos miserables! El templo está ruinoso y con doce céntimos no se puede hacer el milagro de retejar la ermita, así­ que será mejor que os preocupéis de repararla en vez de decir tonterí­as.

– ¡Amén! -acertó a decir uno de los chiquillos, a la vez que se escucharon algunas risas.

-¡Caramba con el niño! No le he visto rezar en la ermita y ahora sin más ni más acaba la oración -dijo con muy mala gaita el curilla.

– Señor cura -insistió el viejo pastor- usted tiene que darnos alguna solución sobre el origen de esas improvisadas fogatas que aparecen en la noche. De no ser así­ será mejor ir al infierno de una vez a tener que vivir en él constantemente en la tierra. Y le juro, que ya sólo me falta dialogar con Satanás.

– ¡Qué dices, miserable pecador! Debes de tener más respeto con la autoridad eclesiástica. Te aseguro que comunicaré al Señor Obispo tus herejí­as, así­ como tu ultraje al clero -amenazó una vez más el cura.

– No sea terco don Baudilio, y escuche y después juzgue si tenemos o no razón y proceda en consecuencia. Sepa que no aseguramos que haya brujas o no, pero sí­ le certificamos que aquí­ están pasando verdaderas brujerí­as.

-Manu, cuéntale al padre lo que ocurre -animó Patxi al viejo pastor, a la vez que insistí­a en que se lo dijera todo.

– Suelta culebras y sapos por esa deslenguada boca y que Dios me perdone por escucharte. Consideraré que estoy confesando, pero difí­cilmente te podré dar la absolución -amenazó una vez más.

– No pido perdón y sí­ orejas que me escuchen -dijo de muy mal talante Manu el pastor.

– Pues cuenta… cuenta tus faltas miserable pecador -apremió el ya desencajado confesor.

– La pasada noche de San Juan fui atrapado por unas lamias que me retuvieron hasta el amanecer. Yo bien consideré que pudieran ser mozas de Galdames que se habí­an anticipado a las fiestas de San Pedro, pero no fue así­ ya que no llegué a conocer a ninguna. Las habí­a viejas y feas sin que faltaran jóvenes con buenas carnes. No tuve mayores problemas, pero me ortigaron mis í­ntimas partes.

– Hijo mí­o, no veo ningún motivo que te haga indigno. Estas cosas no ocurren siempre, pero ello no quiere decir que fueran brujas -asentó el cura enfrascado en la improvisada confesión.

– Hay muchas cosas y mucho más importantes y éstas se centran en mi estado de salud, por eso deseo que me escuche con atención, ya que le considero una autoridad de la iglesia y no deseo tener cuentas con la Inquisición.

– Manu, creo que te has pasado con tus apreciaciones, y para este tu gran pecado no hay penitencia y sí­ un castigo ejemplar – sentenció don Baudilio.

– Siga escuchando señor cura. Pocos dí­as después de la ortigada que me dieron las sospechosas mozas y cuando más plácido dormí­a en mi cama, sentí­ un fuerte ruido en la cuadra. Bajé rápidamente las escaleras con el candil en la mano, y pude ver a los indefensos corderillos pisoteados por sus propias madres, ansiosas por escapar del ruido ensordecedor que allí­ se producí­a. Cuando pisé la paja del suelo el ruido cesó y en ese momento un enorme perrazo negro comenzó a lamerme los pies. Poco después desaparecí­a cabizbajo. Se da la circunstancia de que yo no tengo perro en mi casa y ninguno de los que hay en el contorno se le parecí­a ni en el color ni en el tamaño.

Entonces el cura se atrevió a dar su consejo «milagrero» al pastor, con el fin de apaciguarle en su alterado estado de ánimo.

– Eso es cosa de San Roque que se ha valido de su perro para que tanto tú como el rebaño estéis resguardados del acechador Satán, que sólo desea que pierdas la fe en Dios.

– No me satisfacen sus opiniones, señor cura, -respondió el apesadumbrado pastor­ pues por más que lo pienso no acabo de saber qué es lo que ocurre, ya que desde que sucedieron los citados hechos no consigo conciliar el sueño en la cama y sólo, en cuclillas, consigo dormir en las escaleras donde el desconocido perro lamiera mis pies – aseguró Manu.

– Ni puedo ni quiero escuchar más majaderí­as, así­ que me marcho – dijo el cura a la vez que tomaba el ramal del burro.

– Querido amigo Manuel -medió Juliantxu- bueno será que por un dí­a olvides los hechos y vivamos la fiesta en paz. Por lo pronto, el cura ya ha tomado el camino de vuelta a su casa en San Vicente, para contarle todos los chismes al párroco. Por cierto que se ha marchado muy enfadado y la verdad es que hací­a muy buena pareja con su pollino.

– Es lo mejor que ha podido ocurrir, así­ se pierde la chuletada. Creo que recordarás el año pasado con que ansí­a comí­a el jodido cura que por poco nos deja a dieta – comentó Antonio, el de Gorostiza.

– Suerte que tienes Antón, pues comiendo le dejas atrás a cualquiera – dijo con cierta ironí­a un viejillo del grupo.

Caí­a ya la tarde cuando los romeros decidieron retirarse a sus caserí­os para recoger y atender al ganado. Todos coincidieron que era lo más correcto ya que el txakolí­ habí­a hecho mella en algunos. Las más interesadas en marcharse eran las mujeres que, sin disimulo, tiraban de la blusa de sus maridos.

La encañada de El Regato siguió viviendo un tiempo sin sobresaltos hasta que cierta noche se formó en el éter un extraño fenómeno de rayos y truenos -sin agua ni granizo- que iluminó el bello paisaje regateño. El resplandor era tan grande que los aldeanos temieron un nuevo aquelarre y la verdad es que si no lo era, lo parecí­a debido a que Tellitu era una gran hoguera. La fatal noche dejó un amanecer de suave brisa que acariciaba las cenizas del caserí­o de Manu, el pastor. El fuego habí­a arrasado la vida de un hombre, así­ como todos sus enseres.

– Pobre Manuel -decí­a Antón- las brujas quisieron que toda su bondad fuera pasto del fuego y lo han conseguido.

Las ruinas del viejo caserón pudieron verse durante muchos años, y sus calcinadas piedras fueron el recuerdo de lo que fue la pira funeraria del viejo pastor barakaldés. Sobre las brujas no se volvió a hacer comentarios. Pero las mentes de muchos barakaldeses siguen pensando que, junto a las laderas del monte Apuko, siguen merodeando estos desgreñados seres. Y de las brujas, qué vamos a decir… todo es cuestión de creer o no creer en ellas.

Carlos Ibáñez

1 comentario

  1. Antón Sánchez

    Peñas blancas… que ganas de volver a ellas.. con mis niños pequeños (tres Maite y cuatro Isidro, y 18 Aintzane) recuerdo y es memoria. Aquella posibilidad de moverse entre las cuevas sin necsidad de linterna. Los arroyos suaves y sinuoso nos mojaban los zapatos. El tostadero alpino, a medio camino entre Santa Agueda o bien… Peñas blancas. Un amigo y YO.
    Sobre brujas, jejejjejeje las hay. Aquellas eran otra cosa. También brujas, que duda cave. jejejjeje.
    Me gusta mucho esa imagen del carnero laureado con las mujeres y sus niños alrededor. El aquellarre.
    Animal capaz de vivir en lo mas arido y austero. Por ello era simbolo.
    Quizas estoy equivocado, pero cuando lo veo… eso entiendo.
    A peñas blancas hay que ir… y si en la mente hay una leyenda… la magia te envuelve,,,

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