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La irrupción del cine sonoro en Barakaldo

La irrupción del cine sonoro en Barakaldo

La margen izquierda de la Rí­a del Nervión experimentó en el último tercio del siglo XIX

una acelerada y profunda transformación de su estructura productiva. La incipiente industrialización que se habí­a registrado en la zona desde los años cincuenta cobró un nuevo impulso, esta vez definitivo, tras la finalización de la Segunda Guerra Carlista, en 1876. Los cambios económicos, sociales y polí­ticos que se derivaron de este desarrollo industrial provocaron que la tradicional sociedad rural fuera siendo sustituida paulatinamente por la naciente sociedad capitalista, que poco tiempo después acabó siendo hegemónica.

Barakaldo, cuya actividad industrial se habí­a iniciado en 1856 con la constitución de la

Fábrica de Hierro y Acero de Nuestra Señora del Carmen, ocupó un papel central en el proceso de industrialización que protagonizó esta área del territorio histórico vizcaí­no. A la inicial industria siderúrgica se sumó la extracción, con carácter intensivo, del mineral de hierro, lo que determinó un notable crecimiento demográfico y el surgimiento de los dos primeros núcleos urbanos de la anteiglesia, situados en las zonas del Desierto y Lutxana, que desplazaron social y económicamente a los barrios de San Vicente y Retuerto.

La suma de esos dos factores, industrialización y crecimiento demográfico, promovió el

comienzo de una notable mutación del espacio donde se asentaron tanto las fábricas como las viviendas. Estas acogieron a los trabajadores que acudieron atraí­dos por las oportunidades laborales que les brindaba el desarrollo industrial. Se produjo de esta forma, en un lapso temporal breve, el tránsito de un paisaje rural y agrí­cola a otro urbano e industrial.

El resultado del mismo, ante la falta del menor atisbo de planificación y control por parte del Ayuntamiento, fue que el crecimiento de la ciudad diera lugar a un «conglomerado monstruoso y antihigiénico e insalubre poblachón», como se la calificaba, en 1909, desde las páginas del semanario El Eco de Baracaldo. Donde se criticaba con dureza la pasividad y desidia de las autoridades locales al permitir que se construyera donde y como se quisiera.

El intento, en 1890, del arquitecto municipal Casto Zabala de ordenar la considerable expansión que experimentaba Barakaldo en ese momento, mediante un plano de población, se frustró por la oposición de los propietarios del suelo a que entrase en vigor ninguna ordenanza que regulase el caos urbaní­stico en que se desarrollaba la anteiglesia. Algunos de ellos, desde los diferentes cargos de responsabilidad pública que desempeñaron, tanto como concejales o alcaldes del municipio, intervinieron activamente en la defensa de sus intereses particulares en detrimento de los de la ciudad.

Hubo que esperar, por lo tanto, treinta y cinco años, hasta 1925 para que Barakaldo contase con su primer plano de población. Su elaboración no partió del Ayuntamiento, ya que respondí­a a una iniciativa legal promovida por el Gobierno y recogida en el Reglamento de obras y servicios municipales, promulgado en 1924. En su artí­culo cuarto se fijaba la obligación de elaborar un plan de ensanche que tení­an todos los municipios cuyo censo fuera superior a 10.000 habitantes y el incremento poblacional entre 1910 y 1920 representase más del 20%. La única excepción que contemplaba era la de aquellos que ya contasen con uno.

En Barakaldo se habí­a registrado un notable aumento demográfico, muy superior al que marcaba la cita normativa, cifrado en un porcentaje del 38,5%. En efecto, los 19.429 vecinos con los que contaba la anteiglesia en 1910 se habí­an convertido en 26.906 en 1920. No obstante, en el momento de acometer la elaboración del reordenamiento del municipio el número de sus habitantes se elevaba a 28.327.

El plano de población, titulado Proyecto de Urbanización, Reforma y Extensión de Baracaldo, fue entregado al Ayuntamiento en diciembre de 1925. El objetivo del mismo, según su re d a c t o r, el arquitecto municipal Ismael Gorostiza, era lograr que el municipio dejase de ser «un pueblo desperdigado, sin orden y sin obedecer a trazados previstos. No podí­a en modo alguno continuar de esta forma ya que los cálculos probables hacen preveer una población grande. Se imponí­a necesariamente una urbanización que trazase normas constructivas y p receptos higiénicos cual las poblaciones modernas necesitan».

El diseño que realizó Gorostiza para la ciudad planteaba la separación clara de la zona

industrial de la poblacional y la urbanización de una superficie de 560,14 hectáreas. Junto a ello proyectó el trazado de nuevas calles:

«Calle A. de 20 metros de anchura que partiendo de Burceña, va por Sacona, Landaburu, Bagaza a rí­o de Galindo. Otra llamada B. de 15 metros de anchura, que partiendo de la campa de Cruces, donde se hará una gran plaza, va unirse a la calle A. en Valejo. Otra llamada F. de 10 metros de anchura, que de los Fueros irá a San Vicente y otra E. desde la calle de los F u e ros, con 18 metros de anchura, se unirá a la actual carretera nueva, que con 24 metros de anchura, irá a dar a Retuerto».

La conexión de los barrios periféricos con los Fueros, supuso para esta última zona erigirse en el nuevo centro y eje del municipio. En su entorno se construyeron varios edificios que simbolizaban de manera paradigmática los cambios urbaní­sticos que se estaban produciendo: Caja de Ahorros Municipal de Bilbao (1930), Te a t ro Baracaldo (1930), Plaza del Mercado (1931) y Casa del Pueblo (1932), en cuyo interior se ubicó el Salón Marí­a Guerrero.

La remodelación y la nueva fisonomí­a que registraba la ciudad eran valorados positivamente en un artí­culo que publicaba el rotativo bilbaí­no El Pueblo Va s c o, en el que se podí­an leer las siguientes lí­neas:

«Baracaldo, el Bilbao industrial por antonomasia, emporio de riqueza, pueblo eminentemente fabril, que en la actualidad cuenta con una población de treinta y dos mil habitantes, atiende con celo a sus servicios de higiene y problemas de urbanización, dotándolos de toda la esplendidez y ornamentación que sus laboriosos vecinos se merecen.

El comercio, que tiene también en esta anteiglesia una magní­fica representación crece dí­a en dí­a y da a sus nuevas aperturas el ambiente de riqueza e importancia que ostenta en las más importantes capitales de provincia. (…..)

Son estos factores interesantí­simos: los diversos problemas municipales de urbanización, saneamiento, enseñanza, abastecimiento de aguas, etc, etc, en los que acusa Baracaldo un ascendente progreso en estos últimos años».

Una visión menos optimista se publicaba en El Nervión, donde Cecilio Garcirrubio contraponí­a la radiante belleza de Algorta y Bilbao, con la «prosaica, la tosca, la salvaje» de Barakaldo, donde el agua de la rí­a no era: «azul, ni poética, ni cristalina, sino barrosa, negruzca, turbulenta. A lo largo de los pretiles vamos viendo dos largos rosarios de luminarias que extienden sus destellos mortecinos a uno y otro lado. (……) Luego, veremos sobre el cielo y sobre las aguas extraños resplandores precedidos de ruidoso fragor, que nos da la sensación de tener a nuestro lado un gran infierno: los Altos Hornos».

1.- Desde sus inicios el cinematógrafo aspiró a fundir imagen y sonido en un mismo plano. Los diferentes intentos que se sucedieron en el tiempo no dejaron de ser meros esbozos que no lograron solucionar el problema que planteaba la sincronización entre las imágenes y el sonido, ni su amplificación en grandes recintos como los que ocupaban los cinematógrafos, por lo que tras sus primeras exhibiciones acabaron por desaparecer. No fue hasta comienzos de la década de los veinte cuando surgieron con fuerza nuevas iniciativas, que en esta ocasión cristalizaron en la consecución definitiva de los primeros sistemas sonoros. Estos se debieron a las empresas de teléfonos American Telephone & Telegraph (AT&T) y de radiodifusión Radio Corporation of América (RCA). La AT & T, a través de su filial Western Electric, puso a punto junto a la productora cinematográfica Warner Bros el sistema Vitaphone y con la Fox Film Corporation, otro estudio cinematográfico, el Movietone. La RCA, por su parte, logró igualmente el mismo objetivo con el Photophone.

La primera pelí­cula rodada con la nueva tecnologí­a del sonido, mediante el sistema Vitaphone, que llegó a las pantallas de los cines estadounidenses fue el largometraje Don Juan (Don Juan, Alan Crosland, 1926), cuyo estreno tuvo lugar el 6 de agosto de 1926. Un año después la Wa rner Bros presentaba su segundo largometraje E l cantor del jazz (The jazz singer, Alan Crosland, 1927). El éxito del filme llevó a las productoras Metro Goldwyn Mayer, Paramount y United Artists a suscribir, el 11 de mayo de 1928, un acuerdo con la AT&T que les permití­a incorporarse también a la producción de pelí­culas sonoras.

La Fox, que desarrollaba sus investigaciones, por medio de su filial Fox-Case, tras poner

a punto el Movietone, se decidió por la aplicación del sonido a la realización de sus noticiarios; proyectándose el 30 de abril de 1927 el primer número sonoro del Fox Movietone News.

La RCA, que no habí­a logrado cerrar ningún convenio con ninguna productora, en su intento de no quedarse fuera del negocio que representaba el cine sonoro decidió formar su propio estudio de producción: Radio Keith Orpheum, fruto del compromiso que alcanzó con la productora Film Booking Office y los circuitos de exhibición cinematográfica Keith Albee y Orpheum.

El cine sonoro se convirtió en una alternativa real al cine mudo, sin posibilidad de vuelta atrás, a partir del 20 de septiembre de 1928, fecha en la que se comenzó a proyectar El loco cantor (The Singing Fool, Lloyd Bacon, 1928). En esta ocasión, a diferencia de lo que habí­a ocurrido con Don Juan (que solo llevaba grabada la música orquestal), y El cantor de jazz (que solo eran sonoros los números musicales), la Warner Bros optó por un largometraje totalmente sonoro. Su éxito implicó que las principales productoras de Hollywood se decantaran de forma definitiva por el rodaje de pelí­culas sonoras.

A principios de 1930 se puede considerar que la transición entre el cine mudo y el cine

sonoro se habí­a culminado. Junto al triunfo de los filmes sonoros se impusieron también los sistemas ópticos, en detrimento de los fonográficos. De esta manera el Movietone y el Photophone, que llevaban incorporado el sonido junto a la banda de imagen, acabaron desplazando al Vitaphone, que se caracterizaba por la grabación del sonido sobre disco. El sistema óptico fue elegido como la norma estándar del cine sonoro tras la reunión que mantuvieron en julio de 1930 en Parí­s los representantes de los sistemas sonoros estadounidenses y europeos.

La presentación del cine sonoro en el Estado español tuvo lugar el 19 de septiembre de 1929 en el Cine Coliseum de Barcelona con la proyección del largometraje de la productora Paramount La canción de Parí­s (Innocents of Paris, Richard Wallace, 1929), y de dos cortometrajes.

Tal como relataba el enviado especial del periódico madrileño El Sol, Focus, la exhibición se realizó «con arreglo a los procedimientos más modernos que actualmente alcanza este nuevo espectáculo en el Extranjero. No se trata, por consiguiente, de una prueba más ni de un ensayo, tanteo o estudio, sino de una plena demostración de «˜cine’ sonoro perfeccionado. Las máquinas, los films utilizados son de idéntica condición a los que se están usando en Nueva York, en Londres y en Parí­s».

Pocas semanas después, el 7 de noviembre, Bilbao se incorporaba a la era del cine sonoro con el estreno en el Teatro Buenos Aires de El arca de Noé (Noah’s ark, Michael Curtiz, 1928). Si en la capital barcelonesa el sistema empleado fue el Movietone, en la bilbaí­na se recurrió al Vitaphone, al estar producida la pelí­cula por la Wa rner Bros. El Liberal recogió al dí­a siguiente la crónica de un acontecimiento tan esperado como exitoso:

«La novedad del cine sonoro llevó ayer numerosí­sima concurrencia al Teatro Buenos Aires en las dos funciones que se celebraron.

Aun cuando «El arca de No黝, que cinematográficamente es algo portentoso, por lo que respecta a la nueva modalidad no ofrece más particularidades que alguna leve salpicadura de diálogo y la circunstancia de aparecer sus diversos cuadros y situaciones subrayados por una música descriptiva, compuesta exprofeso y a base del más perfecto sincronismo, pudiéndose decir, en consecuencia, que se trata de un drama o pantomima lí­rico-cinematográfico, el espectáculo sorprende y cautiva de modo gratí­simo y además promete vislumbrar en un inmenso campo de posibilidades artí­sticas a que el invento dará ocasión en el porvenir y a medida que vaya siendo perfeccionado.

La fábrica de sueños habla: la irrupción del cine sonoro en Barakaldo Vasconia.

El numeroso auditorio que ayer invadió las distintas localidades del Buenos Aires, manifestóse, desde luego, complacido y comentó encomiásticamente la novedad. Hay espectáculo y de una sugestividad enorme».

El siguiente cinematógrafo en incorporar la exhibición de films sonoros a su programación fue el Coliseo Albia, que el 22 de noviembre proyectaba La canción de Parí­s. La introducción del cine sonoro en el resto de las salas bilbaí­nas fue un proceso más lento, que se dilató en el tiempo durante seis años: de 1930, cuando se equiparon con la nueva tecnologí­a el Teatro Trueba (3 de octubre), Cinema Bilbao (28 de octubre) y Salón Olimpia (21 de noviembre), hasta 1935, cuando lo hizo el Teatro Arriaga (27 de septiembre).

2. A diferencia de lo que habí­a ocurrido con la llegada del cinematógrafo (1904) y la aparición del primer cine estable (1909), que tardaron ocho y cuatro años respectivamente en relación a lo que habí­a ocurrido en Bilbao, la irrupción del cine sonoro en Barakaldo fue muy rápida ya que su demora no llegó a un año. El 5 de septiembre de 1930 tení­a lugar su presentación en el Teatro Baracaldo, coincidiendo con su inauguración, y el 28 de septiembre en el Gran Cinema Baracaldo. De esta manera el cine sonoro irrumpió antes que en el resto de los pueblos del territorio histórico vizcaí­no y la mayorí­a de los cines de la capital bilbaí­na.

Coincidiendo con la expansión que experimentaba la ciudad y la llegada del cine sonoro, el espectáculo cinematográfico conoció a partir de la década de los treinta una importante revitalización, que se concretó en la apertura de cuatro cines: Te a t ro Baracaldo (1930), Salón Marí­a Guerrero (1932), Cine Luchana (1933) y Salón Landaburu (1935).

Esta ampliación de la cartelera cinematográfica, que desde el cierre del Salón Petit Palais, el 16 de marzo de 1916, habí­a estado monopolizada por el Te a t ro Principal, primer cine de fábrica construido en el municipio, determinó el comienzo de una nueva etapa en la exhibición cinematográfica baracaldesa, a la vez que representaba la consolidación definitiva del cinematógrafo como espectáculo de masas en la anteiglesia.

El primer sí­ntoma de la época que estaba a punto de comenzar se produjo tras la conclusión de la temporada 1928-29. El paréntesis que la época estival abrí­a todos los años en la actividad del Teatro Principal fue aprovechado en esta ocasión por sus dueños Marí­a Esnaola, Nicolás Santurtun y Filomena Burzaco para vendérselo a Eugenio Solano Corcuera por 370.000 pesetas, de las que 330.000 corre s p o n d i e ron al cinematógrafo y 40.000 al terreno en que habí­a sido construido, que era propiedad de Antonia Esnaola.

Un año después de hacerse cargo del Gran Cinema Baracaldo, nuevo nombre que recibió el Teatro Principal, Solano decidió equipar al salón con equipos de proyección sonoros.

El 28 de septiembre de 1930, simultáneamente al comienzo de la temporada 1930-31, se ofrecí­a el primer programa sonoro. La Sociedad Anónima General de Espectáculos, concesionaria para España de los equipos Pacent, que eran los que se habí­an instalado en el Gran Cinema Baracaldo, publicaba en El Noticiero Bilbaí­no una información en la que daba cuenta del hecho:

«El público, numerosí­simo, que ocupó en su totalidad las localidades en las cuatro funciones que se celebraron, aplaudió sin reservas a la Empresa por la costosa innovación, y más especialmente al finalizar las sesiones; a juzgar por los técnicos invitados, la magní­fica y excepcional audición y sincronización del equipo permite colocarlo en primera fila entre los mejores, y así­ lo han entendido muchas Empresas españolas y, dentro de ellas, algunas de Bilbao (Ideal Cinema y Cinema Bilbao), que anuncian para en breve la terminación de sus respectivas instalaciones «.

La incorporación del cine sonoro no hizo desaparecer la exhibición de las pelí­culas silentes, aunque si las fue relegando a un segundo plano. De hecho al menos hasta 1934 la programación del Gran Cinema Baracaldo combinó la proyección de pelí­culas sonoras y mudas.

El Teatro Baracaldo, el otro gran cine de esta época, surgió impulsado por la Sociedad

Anónima Teatro Baracaldo, que se constituyó el 13 de diciembre de 1928 con un capital social de 300.000 pesetas, distribuido en 3.000 acciones de 100 pesetas nominales cada una.

A diferencia de lo que habí­a sucedido hasta ese momento el lugar elegido para la construcción del cinematógrafo no fue el barrio del Desierto, la tradicional ubicación de todos los cines que le habí­an precedido, sino los aledaños de la Plaza de los Fueros, junto a la parte posterior de la Plaza del Mercado. Este emplazamiento se situaba en plena sintoní­a con el ensanche que estaba experimentado en ese momento la anteiglesia.

La inauguración del Te a t ro Baracaldo, cuya capacidad era de 1.262 localidades, tuvo lugar el 5 de septiembre de 1930, con un concierto de música clásica, ofrecido por la Orquesta di Cámara de La Arenas. La prensa no escatimó elogios al nuevo cinematógrafo, cuyo coste habí­a sido de 350.000 pesetas, así­ La Tarde lo calificaba como «una sala de espectáculos que pueda compararse con las mejores de su categorí­a por todos los conceptos». En términos similares se expresaba El Noticiero Bilbaí­no: «Ayer tarde se efectuó la inauguración del nuevo «˜Teatro de Baracaldo’, construido en la plaza de los Fueros y dotado de todos los elementos exigibles en un salón de espectáculos instalado en una población a la moderna. (…) El nuevo local responde perfectamente a la importancia de Baracaldo».

Al dí­a siguiente comenzó la programación cinematográfica con la proyección, el sábado 6, de El canto del lobo (Wolf Song, Victor Fleming, 1929). A esta le siguieron, el domingo 7, Sombras blancas en los mares del Sur (White Shadows in the Sout Seas, Robert J. Flaherty y W.S. Van Dyke, 1929), y el lunes 8, Te n t a c i ó n (The Single Standard, John S. Robertson, 1929).

La circunstancia de que el cine sonoro empezara su trayectoria en España al mismo tiempo que se edificaba el Te a t ro Baracaldo llevó a su Consejo de Administración a estudiar la posibilidad de dotar al cinematógrafo con los correspondientes equipos sonoros. A ello aludí­a el Boletí­n Oficial de la Asociación de Empresarios de Espectáculos Públicos de las Provincias Vascongadas y Navarra: La fábrica de sueños habla: la irrupción del cine sonoro en Barakaldo «El nuevo Te a t ro, que se ha montado con todos los adelantos modernos, presentará por primera vez en Baracaldo, el cine sonoro, proyectando siempre las mejores producciones». El sistema elegido fue el denominado Filmófono, patentado por el ingeniero Ricardo M. Urgoiti, elección que el tiempo revelarí­a como desafortunada al ser un sistema de grabación y reproducción sobre disco, que era incompatible con el sistema óptico, que como ya hemos indicado llevaba incorporado el sonido a la pelí­cula y que acabó siendo el modelo estándar de reproducción del sonido.

La desventaja competitiva en que se encontraba el Teatro Barakaldo frente al Gran Cinema Baracaldo, que sí­ contaba con un sistema óptico, obligó a la renovación de los equipos de sonido pues al carecer éstos de célula foto-eléctrica, según se indicaba en la reunión celebrada por el Consejo de Administración el 22 de octubre de 1931, solo se podí­an proyectar únicamente las «pelí­culas sin banda, con el inconveniente de que la producción de esta ha disminuido extraordinariamente, aumentado en cambio el número de las de banda».

Poco tiempo después, el 25 de diciembre, se procedió a la instalación de una célula fotoeléctrica de la marca Erko-Cinaes, lo que repercutió favorablemente en el aumento del número de espectadores y consiguientemente en la recaudación.

Aunque parecí­a que los graves inconvenientes surgidos con la proyección de las pelí­culas sonoras se habí­a solucionado, no ocurrió así­. La instalación defectuosa de una de las células fotoeléctricas, a pesar de los intentos que se hicieron por arreglar la mala calidad en la reproducción del sonido, provocó que el problema se prolongase hasta finales de 1934, momento en que se consiguió resolver de forma definitiva la cuestión. En la Junta General de Accionistas, celebrada el 27 de febrero de 1935, se aludí­a a este tema:

«Han sido sustituidos los mecanismos que en diciembre de 1931 fueron montados como los más perfectos entonces por otros nuevamente creados al objeto de superar en calidad la expresión sonora de las proyecciones, mejora que ha sido debidamente apreciada durante el último bimestre del ejercicio finalizado en nuestro Teatro por los concurrentes al mismo, cuyo número, por cierto, ha sido bastante más elevado que el registrado en el mismo perí­odo de tiempo del ejercicio anterior».

La urbanización de la Plaza de los Fueros obligó a los socialistas a bordar la construcción de una nueva Casa del Pueblo, dado que el edificio que ocupaban estaba previsto que fuera expropiado por el Ayuntamiento. El proyecto de la futura sede social fue encargado al arquitecto Juan Carlos Guerra, que diseño un edificio de corte modernista, influido por Erich Mendelsohn, que rompí­a con el estilo tradicional predominante en las casas del pueblo socialistas. En su interior se construyó un salón-teatro, en él que además de servir de marco para acoger las habituales conferencias, mí­tines y otras actividades culturales que organizaban los socialistas, también estaba pensado para que funcionara como cinematógrafo.

La inauguración oficial de la Casa del Pueblo, cuyo presupuesto final ascendió a 210.618 pesetas, tuvo lugar el 3 de abril de 1932 con un mitin, al que siguió la representación de la obra El abuelo, de Benito Pérez Galdós. La actividad cinematográfica del salón, que tení­a una capacidad para 1.500 espectadores, no comenzó hasta el 2 de octubre. El responsable de la misma fue el cineasta, distribuidor y futuro productor cinematográfico navarro Miguel Mezquí­riz, que desarrollaba su actividad profesional durante esta época en Bilbao.

Dos meses después de hacerse cargo de su explotación cinematográfica Mezquí­riz decidió instalar un equipo sonoro Bauer, de la empresa Noldin y Cutheinz, de la que era representante para la Zona Norte de la pení­nsula. El primer tí­tulo que se exhibió, el 10 de diciembre, fue Arsenio Lupin (El ladrón de guante blanco), (Arsene Lupin, Jack Conway, 1932).

La actividad como exhibidor de Mezquí­riz se redujo a la temporada 1932-33, que coincidió con el tiempo que permaneció abierto el cinematógrafo durante esos dos años. Esta primera etapa cinematográfica concluyó el 7 de mayo de 1933, a partir de entonces se abre un largo paréntesis que se prolongó hasta diciembre de 1935, cuando se reanudó la exhibición de pelí­culas, impulsada en esta ocasión por el vecino de Sestao Honorato Navarro. Los socialistas, por tanto, en ningún momento llegaron a explotar comercialmente el Salón Marí­a Guerrero .

Una muestra más de la revitalización que experimentaba la exhibición cinematográfica

en Barakaldo fue la apertura del Cine Luchana, situado en el barrio del mismo nombre, con lo que el cine llegaba también a zonas distantes del centro de la ciudad. El edificio disponí­a de «una planta baja y otra alta, siendo los cimientos de piedra de mamposterí­a, la edificación de ladrillo y el tejado de teja plana».

De la modestia empresarial de este proyecto, cuyo artí­fice fue la Sociedad Muruaga y

Ferrera, da fe su bajo coste, 20.000 pesetas, según declaraban sus propietarios, José Ferrera Vidal y Miguel Muruaga Garay. Por ello más que como cinematógrafo cabe calificarle de pabellón cinematográfico, dada la similitud que presenta con los primeros cines que se construyeron en la década de los diez en Barakaldo.

Su apertura tuvo lugar el 4 de febrero de 1933, cerrando el 13 de diciembre de 1934. A

pesar de ello sólo llegó a funcionar seis meses el primer año y nueve el segundo. A tono con el carácter de cine de barrio que asumió tenemos que solo abrí­a los fines de semana y los festivos, cerrando durante los meses de verano. Su escasa vida hay que atribuí­rsela al hecho de que no contara con equipos sonoros, lo que limitaba mucho la posibilidad de elección de pelí­culas, y a que su público se circunscribí­a al barrio de Lutxana y sus alrededores, y por consiguiente su rendimiento económico era bastante limitado.

El último cine en aparecer fue el Salón Landaburu, que se inauguraba el 7 de abril de 1935 con la exhibición del largometraje estadounidense El secreto del mar. Situado en la Carretera Nueva, ví­a de comunicación que comunicaba la Plaza de los Fueros con el barrio de Retuerto, era un cine parroquial, con un aforo de 250 localidades y disponí­a de equipos sonoros.

Gestionado por el sacerdote Simón López, no era, por tanto, un proyecto de tipo comercial sino que estaba orientado hacia la acción pastoral y a ser un fiel intérprete de la doctrina oficial de la Iglesia católica en el campo del cine. Acorde con este planteamiento la moral estaba por encima de cualquier consideración económica, de hecho las pelí­culas que se proyectaban se sometí­an al expurgo de todas aquellas escenas que a su juicio se consideraban inmorales. Esta actitud censora no era algo que se ocultara, al contrario, se alardeaba de ello y se publicitaba, como uno de los rasgos que definí­an a este cinematógrafo, en la revista El amigo de los niños y de los mayores, que también editaba López.

3. La configuración de este panorama de la exhibición cinematográfica baracaldesa fue simultáneo a un crecimiento notable de la asistencia a las salas. Para entender en su verdadera dimensión el salto, cuantitativo y cualitativo, que experimentó el espectáculo cinematográfico, en la primera mitad de la década de los treinta, es conveniente echar una breve mirada retrospectiva a lo que habí­a sucedido durante los años precedentes.

En la década de los diez el mejor registro se logró en 1912 con 107.287 espectadores. Hubo que esperar once años para superar esa cifra, lo que se consiguió en 1923 con 124.223 asistentes, que significó el comienzo de una senda alcista que se prolongó hasta 1926, cuando se llegó hasta los 199.596, la mejor marca de la década de los veinte y por extensión un récord histórico. El retroceso en el nivel de frecuentación de los cinematógrafos que se produjo a continuación situó los espectadores en 168.734 durante 1929.

Con la llegada de los años treinta no solo se quebró la lí­nea descendente que se habí­a iniciado en 1927 sino que se produjo un incremento en la frecuentación de los cinematógrafos, y por consiguiente de los ingresos, como no se habí­a producido antes. En efecto, en 1930 el número de espectadores alcanzó los 357.420, cantidad que representaba un aumento de 188.686, en relación con el año anterior, un hecho inédito hasta entonces, aunque inferior a la subida de los 204.285 que se produjo en 1931, fecha en la que los asistentes superaban el medio millón, en concreto 561.705, y

se lograba de esta manera establecer un nuevo récord.

En los años siguientes el número de los espectadores disminuyó, primero de forma moderada en 1932 (8.609) y 1935 (11.114), y luego significativa en 1933 (32.989) y 1934 (58.975), cifras que sumaban un total de 111.687 en cuatro años, no obstante el grado de aceptación del cinematógrafo siguió siendo muy alto, con un media de 483.913 asistentes para este periodo.

Además, y esto es importante remarcarlo, el ascenso tuvo lugar en una coyuntura poco favorable como era la grave crisis económica por la que atravesaba Vizcaya, que repercutió de manera particular en Barakaldo y los municipios de la margen izquierda de la Rí­a, «cuyas poblaciones dan el contingente de concurrencia a nuestro Teatro «, como se encargaba de subrayar el Consejo de Administración del Teatro Barakaldo en su informe de gestión ante la Junta General de Accionistas, celebrada el 17 de febrero de 1932. Fue esta circunstancia de crisis en la zona la que se volvió a esgrimir, en los años siguientes, como uno de los elementos que incidí­an de manera negativa en la normal marcha del negocio cinematográfico.

En la Junta de Accionistas de 1934 se comentaba que el retroceso en los beneficios se habí­a producido «especialmente a la tan duradera crisis que venimos padeciendo». En este mismo año según informe elaborado por el Ayuntamiento de Barakaldo y enviado

al Ministerio de Trabajo se daba cuenta que el paro afectaba en el municipio a 7.935 personas, de las que 1.365 se encontraban en paro total y 6.300 en paro parcial. La mayorí­a de los trabajadores, 5.900, como no podí­a ser de otra forma, correspondí­an a la «gran siderurgia y metalurgia», sector en el que 800 estaban en paro total y 5.100 en parcial.

En cuanto a los ingresos de los cinematógrafos, indicar que crecieron igualmente de modo importante. Se pasó de las 92.000 pesetas de 1929 a las 213.604 de 1930, ascenso que se prolongó en 1931 con 301.042 pesetas. A partir de 1932 la recaudación se redujo durante los tres años siguientes en 69.685 pesetas, para subir 51.078 en 1935 y situarse en las 282.435 pesetas, la segunda mejor marca lograda hasta la fecha.

Protagonistas del ascenso de los espectadores y de la recaudación fueron el Gran Cinema Baracaldo y el Teatro Baracaldo, que sumaron entre los dos 2.829.187 espectadores (97,45%) y 1.535.925 pesetas (98,34%) del periodo comprendido entre 1930 y 1935. Los otros tres cinematógrafos, Salón Marí­a Guerrero, Cine Luchana y Salón Landaburu, se repartieron los 74.291 espectadores (2,55%) y las 25.868 pesetas (1,66%) restantes.

Su significación económica fue, por tanto, nula, desempeñando, por ello, un papel claramente marginal debido a los pocos meses que abrieron (Salón Marí­a Guerrero), y al tipo de cine que eran los otros dos: un cine de barrio (Cine Luchana) y un cine parroquial (Salón Landaburu). No obstante constituí­an un claro exponente de la expansión del cinematógrafo y del papel hegemónico que el espectáculo cinematográfico desempeñó en el tiempo de ocio de las clases populares baracaldesas, a pesar de la situación adversa en que se produjo la misma, presidida por la crisis económica.

La pugna que se estableció entre el Gran Cinema Baracaldo y el Teatro Baracaldo por liderar la exhibición cinematográfica en la anteiglesia, durante esta época, se saldó de forma clara en favor del primero, que logró atraer a 1.549.320 espectadores (53,36%), que dejaron en taquilla 878.543 pesetas (56,25%), mientras el segundo consiguió 1.279.867 asistentes (44,08%) y una recaudación de 657.382 pesetas (42,09%).

Esta diferencia de 9,28 puntos en el campo de los espectadores y de 14,16 en el de los ingresos, es atribuible al mayor tiempo que abrió el Gran Cinema Baracaldo durante 1930, el Teatro Baracaldo se inauguró en septiembre de ese año, y a los problemas que tuvo éste último con los equipos sonoros, que afectaron gravemente a su competitividad, a pesar de ser un cinematógrafo nuevo, como ya hemos indicado anteriormente.

Junto al aumento del número de los cines también se produjo un incremento de los dí­as que estos funcionaban. El Gran Cinema Baracaldo osciló entre los 162 de 1930 y los 232 de 1935, con una media anual de 197 dí­as. Mientras el Teatro Baracaldo se movió entre los 266 dí­as de 1931 y los 297 de 1935, lo que representaba un promedio de 277 dí­as al año. Cifras claramente superiores en relación con los dí­as que abrió el Teatro Principal: 112 dí­as durante la década de los diez y 156 en la década de los veinte.

El mayor promedio de dí­as que funcionó el Teatro Baracaldo, que contrasta con su menor rendimiento económico, se debió a que optó por abrir durante todos los meses del año, lo que no sucedí­a con el Gran Cinema Baracaldo, que durante la época estival siguió interrumpiendo su actividad cinematográfica como era su costumbre desde que se inauguró en diciembre de 1915. El espectáculo cinematográfico se convirtió de esta manera en un entretenimiento cotidiano al que ahora los vecinos podí­an acceder durante todo el año, sin tener que salir del municipio.

La programación de los cinematógrafos baracaldeses también registró cambios importantes.

La exhibición de pelí­culas, tanto sonoras como mudas, se convirtió de forma definitiva en mayoritaria, por no decir que exclusiva. Las variedades y el teatro fueron relegadas de manera irreversible de la cartelera, perdiendo el protagonismo que habí­an ocupado durante las décadas precedentes, sobre todo hasta la mitad de los años veinte, cuando nutrí­an con un peso propio los espectáculos que se podí­an ver en los escenarios de los cinematógrafos.

A este respecto conviene reseñar que en la memoria que presentó el Teatro Barakaldo ante el Ayuntamiento, en el momento de solicitar el permiso para su construcción, se señalaba que «este edificio se destinará casi exclusivamente a cine; y que nunca tendrán gran importancia las funciones teatrales que en él se puedan celebrar». Todo un indicio de la expansión que habí­a registrado el cinematógrafo.

Cabe considerar que la llegada del cine sonoro aceleró el paso de unas formas de entretenimiento y cultura popular a otras presididas por la industrialización del ocio, que encontró entre el público de las zonas urbanas e industriales su destinatario natural. Consecuentemente con esta mutación en la manera de producir los productos culturales acudir a los cines, a partir de ese momento, suponí­a asistir a la contemplación de un programa formado exclusivamente por pelí­culas. El cinematógrafo que habí­a alcanzado su estatus de principal espectáculo de masas, sin que ningún otro le disputase esa primací­a, configuró también en la década de los treinta la forma canónica de la exhibición de las pelí­culas que hoy conocemos.

Txomin Ansola

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Actualizado el 25 de junio de 2024

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