Nochebuena de 1836: La batalla de Lutxana
Un error en la interpretación de una orden por parte de un corneta, que tocó «˜al ataque’ cuando le habían dicho que tocara «˜alto’, propició que los liberales derrotaran a los carlistas y tomaran Bilbao. La nieve en Lutxana se tiñó de sangre
La localidad de Lutxana fue testigo, hoy hace 180 años, de acontecimientos memorables que cambiaron el devenir de la nación. En aquel reducido espacio, el fiel de la balanza de la historia osciló mientras miles de hombres derramaban su sangre bajo las condiciones climatológicas más adversas.
Diciembre de 1836. Nuestro país sufre desde hace tres años una sangrienta guerra civil, un conflicto ideológico que posteriormente sería denominado la Primera Guerra Carlista. A su muerte, Zumalacárregui legó a su rey un ejército aguerrido y un embrión de estado que desafiaría mortalmente a la España de Isabel II que contaba con todos los recursos del Estado y con el respaldo de Francia, Gran Bretaña y Portugal, integradas en la Cuádruple Alianza. Sin embargo, en agosto de 1836 los liberales más radicales habían obligado a María Cristina, la Reina Gobernadora, a firmar la Constitución de 1812 y cundía la división y el desasosiego en las filas isabelinas.
El carlismo tenía también graves preocupaciones y la fundamental era la perenne penuria económica; precisaba desesperadamente recursos, y Don Carlos fijó su mirada en Bilbao. Si la rica villa fuera tomada por sus tropas, podría obtener los préstamos necesarios. La junta convocada en Durango en octubre de 1836 acordó la conquista de la capital vizcaina y los generales Eguía y Villareal dirigirían las operaciones.
El 24 de diciembre amaneció nuboso y frío. Llovía y había nieve en los altos. Aquel domingo, la villa se mostraba triste, oscura y angustiada, y muchos de sus edificios eran montones de escombros humeantes. Se cumplían sesenta y cuatro días de asedio y la situación era desesperada, pero la plaza no pensaba en rendirse. Desde los altos de Miribilla se miraba con ansiedad hacia Portugalete, donde el ejército del Norte, al mando de Espartero, se esforzaba en romper el cerco. Pero la salvación no llegaba y pasaban los días…
Los carlistas eran tenaces; uno a uno habían tomado los fuertes que protegían Bilbao: Banderas, Capuchinos, San Mamés, Burtzeña, Lutxana… y en ellos se habían apropiado de artillería que engrosó la suya propia para herir a la ciudad. El fuerte de San Agustín, en el solar del actual ayuntamiento, era la puerta de entrada al corazón de la villa, y allí fue donde con más denuedo golpearon. Los intensos bombardeos y asaltos del 17, el 22 y el 27 de noviembre convirtieron el edificio en una ruina que finalmente fue tomada a través de las alcantarillas. La consternación se apoderó de la ciudad; su pérdida parecía inminente. Sin embargo, en un golpe de audacia, guarnición y milicianos tomaron una suicida determinación; bajo un tiroteo constante que supuso un sangriento tributo, consiguieron acumular material combustible y dar fuego al edificio, logrando un tiempo precioso para establecer una segunda línea en la entrada del Arenal que conjuró el peligro. En claro desafío, los milicianos bilbainos colocaron en el lugar un gran cartel en el que se leía Tránsito a la Muerte.
Ese mismo día, 27 de noviembre, Espartero pasó el río Galindo y lanzó a sus hombres a la conquista del puente de Castrejana sobre el Cadagua. Los batallones alaveses y guipuzcoanos del general Villareal, unos cuatro mil hombres, se defendieron tenazmente de los quince mil liberales y, cuando refuerzos carlistas pasaron el puente de Alonsotegi, los cristinos hubieron de retirarse de nuevo a Portugalete ante el riesgo de verse envueltos.
Dos días después, el general liberal decidió hacer un intento por la margen derecha. La marina española y británica le procuró un puente de 680 pies desde Portugalete hasta la orilla contraria abarloando treinta y dos navíos. El 30 de noviembre los constitucionales marchan por Leioa y Erandio hacia Asúa; allí el puente sobre el río está cortado, las defensas son demasiado sólidas y los liberales se ven bloqueados en la margen derecha del río Asúa. Mientras tanto, un violento temporal ha destrozado el puente de barcas y la situación se hace crítica. Los isabelinos son atacados mientras se construye un nuevo puente; el día 7 evacúan la margen derecha y regresan a Portugalete donde les espera un refuerzo de cuatro mil hombres.
Llegan refuerzos .Un nuevo intento frustrado en Burtzeña hace cundir el desánimo en el ejército liberal. Sin embargo, una encendida proclama de su general y la llegada de dinero y nuevos refuerzos elevan la moral. La oficialidad liberal considera imposible la liberación de la villa, pero, alentado por los mandos ingleses, Espartero se impone: no hay alternativa; salvar la plaza o morir en el intento. El general sabe su prestigio en juego y, si es derrotado, Bilbao se perderá inevitablemente; pero ha de actuar con presteza, la plaza puede caer en cualquier momento y sus consecuencias serían desastrosas.
El apoyo inglés será decisivo; desde la posición fuertemente artillada por los británicos en el Desierto, frente a Erandio, se construye un nuevo puente el día 17 para el paso de tropas. El 23 pasan el Galindo y los liberales ocupan la margen izquierda frente a Lutxana, a la vez que se posicionan en Erandio.
El día de Nochebuena, Espartero se halla enfermo; aquejado de cólicos se encuentra encamado en Erandio, en el palacete de D. José María Jado, rico propietario bilbaino. Será su lugarteniente el general Oráa quien elabore los planes de asalto y dirija las operaciones; Espartero, desde su cama, recibirá información y dará las órdenes oportunas.
Al amanecer, un intenso bombardeo golpea las defensas carlistas en Lutxana que disponen de una batería en Montecabras, a 50 pies de altura, un fortín en la Casa de la Pólvora y un reducto de un solo cañón junto al destruido puente sobre el Asúa. Sorprendentemente, el mando carlista no es consciente de lo que se avecina y muchas de las tropas, ante un tiempo realmente horrible, han sido acantonadas en los alrededores.
Oráa sabe que la clave es el puente de Lutxana y ha puesto en marcha todo su ingenio. Tres batallones se han situado en la margen izquierda y sus cañones causan estragos en la otra orilla. Repentinamente, hacia las 4 de la tarde, el día se oscurece y cae una tromba de granizo y nieve; el momento es aprovechado y ocho compañías de soldados escogidos son transportadas desde la margen izquierda en treinta lanchas. Dos balsas británicas se dirigen al puente; aportan materiales para su pronta reconstrucción. La niebla y la cellisca impiden a los carlistas divisar a sus enemigos hasta que ya los tienen encima, y son muy pocos frente al masivo e inesperado desembarco. A pesar de la obstinada defensa, los carlistas han de replegarse y sus contrarios toman las posiciones una a una, apoderándose del puente y de Montecabras. Las balsas permiten el paso de varios batallones mientras los ingenieros se afanan febrilmente en la reparación del puente, que quedará apto en el plazo de una hora y media.
A la bayoneta Los liberales se lanzan monte arriba, pero a mitad de camino topan con una obstinada defensa que les detiene en seco. De Banderas bajan refuerzos; muchos de ellos son castellanos, hombres extenuados que han llegado cinco días antes con el general Gómez tras seis meses de un recorrido por toda la península que les ha llevado hasta Algeciras. Los siete batallones que pueden oponer los carlistas están incompletos, alguno de ellos no cuenta más de trescientos efectivos.
A pesar de la enorme desproporción, los carlistas resisten y los cristinos se ven en una situación crítica; el temporal ha destruido el puente que le une con la margen izquierda y la nieve cubre el paisaje y los cadáveres. Se dan violentos ataques a la bayoneta y nadie cede. Hacia las once y media, Oráa acude a Espartero y le expone lo apurado de la situación. El general pide un caballo y sobreponiéndose a sus dolores acude al lugar del combate siendo recibido por los soldados como a su salvador. En primera línea, el general Iribarren ha enardecido a sus hombres y se han lanzado de nuevo contra los facciosos. Espartero se ve frustrado; su idea era esperar el amanecer, aunque su situación es muy comprometida rodeada por montes infestados de enemigos y con dos ríos a retaguardia. Ante la precipitación de Iribarren exclama con irritación: «Sí, ya está empeñada la lucha y vamos a morir». Hacia la una de la madrugada un violentísimo aguacero hace imposible el combate. En la noche, Espartero creía perdida la batalla; no sabía que el frente enemigo era extremadamente débil y veía su posición en Lutxana muy precaria. Sin embargo, un hecho fortuito, cuando ordenaba el relevo de tropas, le entregó la llave de la victoria. Oráa ordenó a un corneta tocara alto; pero el soldado confundió la orden y señaló la de ataque. Y, milagrosamente, aquellos soldados extenuados y ateridos se lanzaron adelante como autómatas. Oráa hizo amago de atravesar con su espada al infeliz corneta, pero Espartero al ver la reacción de sus hombres, cogió del brazo a su lugarteniente y permitió que continuara la acción.
Los carlistas se hallaban extenuados y faltos de munición, y, ante aquel ataque inesperado, se desmoronó su voluntad y las líneas cedieron; todo fue confusión y los voluntarios no obedecían ya a sus oficiales. Increíblemente, sus mandos no habían reaccionado y los combatientes no recibieron los refuerzos que hubieran podido derrotar a los cristinos como hicieron días antes en Kastrexana.
Hacia las 4 de la mañana, los liberales tomaron el fuerte de Banderas mientras los carlistas se desbandaban hacia Asúa, Sondika y Derio. Tras la ocupación del molino de viento y las casas de Artxanda, la liberación de Bilbao era ya un hecho.
A las 9 de la mañana, Espartero hizo su entrada a pie en Bilbao, y quiso hacerlo pasando junto a las ruinas de San Agustín, recorriendo el Tránsito a la Muerte. En el Arenal formaba la Milicia Nacional y allí abrazó a todos sus jefes haciéndoles patente que «envidiaba mucho la justa y merecida gloria que habían adquirido».
La liberación de Bilbao resonó en toda la España liberal y desató el júbilo de los partidarios de la Reina. La villa fue declarada invicta, además de muy noble y leal, se otorgaron pensiones a viudas y huérfanos y Espartero obtuvo el título de Castilla con el apelativo de Conde de Luchana; empezaba para él una carrera fulgurante que le llevaría a lo más alto en el estado liberal.
Para los carlistas la batalla de Lutxana fue un absoluto desastre que de un plumazo hizo inútiles los enormes sacrificios realizados ante la villa. Eguía y Villareal fueron destituidos, cundió el desánimo y se habló de traición. Sólo la inactividad de Espartero impidió la total destrucción de las fuerzas realistas, que, no obstante, supieron sobreponerse a la adversidad. Pocas semanas después de Lutxana, plantarían cara nuevamente a sus bien armados oponentes. La guerra duraría todavía tres largos años…
Enrique de la Peña
Tomado de www.DEIA.es
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