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Perfiles Baracaldeses

Perfiles Baracaldeses

Vista 5Capí­tulo 1: EREZA

Del engolfado mar de montañas que con­figura la comarca baracaldesa, destaca gallarda, a cerca de mil metros de alti­tud, la imponente testa del Ereza, per­forando, unas veces, los vapores de la atmósfera, donde permanece largo ra­to en celestial embeleso, enjoyándose, otras, con blanca diadema de niebla, y mirando, las más, impávida como una colosal esfinge al Cantábrico braví­o, hasta que las primeras nie­ves le tocan de alba chapela de armiño.

Nos espolea el deseo de llegar allí­ arriba, en esta fresca mañana de abril, para escu­driñar desde lo alto el curso de los rí­os de nuestra anteiglesia; mirar a vista de pájaro los somos y los gayos caserí­os es­parcidos por vegas y laderas; contemplar las suaves ondulaciones de colinas y collados y las escarpadas cimas de los montes de Bara­caldo; queremos recrear los ojos con los be­llí­simos paisajes de los rincones, que nos son tan caros; queremos desentumecer nuestros miembros y saturar nuestros pulmones de aire puro; ansiamos, en suma, gozar en este dí­a de una más cercana presencia de Dios desde donde mejor puede admirarse toda Su majestad y grandeza: desde la eminencia de una alta montaña.

Hemos llegado a El Regato enjaulados en el renqueante y prosaico autobús de lí­nea en el momento que la campana de la iglesia de San Roque repica alborozadamente invi­tándonos a oí­r la santa misa. ¡Oh, estas misas domingueras en los humildes templos rura­les! Así­, de mañanita, el alma platica con el Señor, plácida y sencillamente, en un tono más í­ntimo, familiar y hogareño.

Salimos de misa con el corazón rebosante, saludamos ufanos a queridos amigos nuestros, insignes «regateños», e iniciamos despaciosa­mente la derrota del Ereza por el empinado y retorcido sendero que conduce a la misma cumbre a través de los somos de Tellitu y de Saracho.

Discurre el camino seccionando un enma­rañado boscaje de árgomas y helechos, bortos y castaños, patria de silfos y otras deidades silvestres invadida en esta hora matinal por mil suertes de poéticos ruidos. Los inverosí­­miles arpegios de las pequeñas avecillas, el suave bisbiseo del aura y el desgranado canto de los cristalinos regatos, forman esta sin igual armoní­a de la Naturaleza.

Estamos en primavera. La verde alfombra de yerba destila su lí­quido aljofar, las flores multicolores despiden sus gratos aromas y el alma se ensancha y amplí­a ante tanta belleza. Todo es poesí­a. Es la primavera.

Hemos cruzado Tellitu cabe blanca y tupida techumbre de flores, flores de cerezos y paví­os que al final de mayo se habrán trans­formado en sabrosos frutos, los más sabrosos frutos del orbe.

Y hemos llegado a Saracho jinetes del rús­tico puente que salva el abismo. ¡Qué lindo es Saracho! La ermita y la plaza son tan dimi­nutas que esta aldea parece la habitan enanos. Cinco caserí­os, uno de ellos prócer, esquilas de vacas, balidos lejanos, un mastí­n que ladra, chiquillos que berrean y una fuente que canta. Escuadras de limacos cruzan la calzada de­jando una blanca estela de babas. ¡Cuánta paz! ¡Qué calma! ¡Qué lindo es Saracho!

Bacigorta.

Aguirza. Ya estamos en Aguirza, último pel­daño del Ereza. Varios rebaños de ovejas apacentan tranquilamente, semiocultos por el alto yerbal. Pastan también buen número de ca­ballos montaraces que levantan la cabeza a nuestro paso y nos miran, cara a cara, altaneros y despectivos. Estos animales son, sin duda, descendientes de aquellos nobles y civilizados humsmhs que conociera Gulliver.

Un último y fuerte repecho y alcanzamos la cúspide del Ereza.

¡Soberbio panorama!

Tenemos de frente el mar anchuroso de horizonte infinito, cuya linfa verdosa se encrespa haciéndose lí­quido polvo ante la barrera de la costa. Junto al oro de las playas, limpí­simas las ciudades y villas costeras.

Un piélago de montañas, que preside el patriarca Gorbea con Cruz veneranda, se levanta en las demás direcciones: las sierras de Ordunte y Salvada, el pico de Amboto, las peñas de Lecanda, los montes de Oiz, de Sollube y de Jata; montes y más montes en cuyas entrañas, aún empapadas de sangre resuenan los épicos ecos de cien guerras y hazañas. Y aquí­, más cerca, a mano diestra se esconde Bilbao, tras la enorme tripaza de ese animal fabuloso llamado Pagasarri, las pezuñas hincadas muy hondo en la tierra que son la palanca que da movimiento a la Villa.

Volvemos de nuevo los ojos al mar galopante. Poderosas olas estrellan furiosas su fuerza contra esos ciclópeos muros que surgen de tierra, e impotentes, abriendo sus fauces, revientan en blancos penachos de espuma. Ha sido este el triunfo de un hombre -don Evaristo Churruca- en titánica lucha con el fiero Neptuno, a quien hizo clavar su tridente allá fuera, una púa en el ancho Serantes, otra en la Punta Galea, y la otra de en medio, a Bilbao dirigida, quedole arqueada, torcida, en la zona fangosa del mar.

Bellí­simo el Abra y gallardo y airoso el dintel de la rí­a: el puente colgante.

La rí­a.

Sestao; El Desierto, Luchana… flotantes a humos espesos que arrojan las mil chimeneas fabriles.

En el Desierto, al regazo de Róntegui, el corcovado montí­culo, empieza Baracaldo. Y luego las vegas que le dieron su nombre -no hay que olvidar que Baracaldo (barazalde) significa paraje de huertas en el idioma-, las vegas amorosamente abrazadas por los rí­os Castaños, Galindo, Cadagua y Nervión.

Y extendemos la pupila por los montes y collados de existencia perenne que hasta aquí­ llegan en anfiteatro; son los montes baracal­deses, nuestros montes.

Desde esta la más cimera atalaya, te ojeamos, Baracaldo, a nuestro sabor, y contemplándote desde aquí­, ¡oh solar querido!, el espí­ritu se desborda y se abre a chorros la fuente de la fantasí­a.

Vuela un aguilichu sobre nuestras cabezas, vuela hacia arriba en busca del cielo…

Capí­tulo 2: LA CIUDAD

No hace un siglo todaví­a, el paraje de la desembocadura del Galindo era una playa de­sértica de dunas movedizas. En un islote en­clavado en el brazo de mar a la altura de este desierto existí­a el convento de San Nicolás, cuyo islote desapareció cuando el hombre arremetió, con voluntad tesonera, la ingente obra del «relleno», consiguiendo aglutinar la isla con el continente.

Corrí­a el año 1855 cuando aquí­ se fundó la factorí­a denominada «Nuestra Señora del Carmen»-años después «Altos Hornos de Vizcaya»-, a cuyo arrimo y calor, siguiendo el ritmo progresivo de la incipiente factorí­a, nací­an las primeras casas de la población que hoy ocupa el primer plano baracaldés y aun el vizcaí­no después de la Villa de don Diego. Crecí­a la fábrica, y el pueblo crecí­a amaman­tado en ubre tan poderosa. Y aquel desierto, aquel arenal jaspeado por millones de cara­coles fosilizados, transformose, en pocos años, en un gran pueblo industrial.

Sigue medrando la fábrica, surgen otras nue­vas industrias y el pueblo se multiplica. Levántanse hermosos edificios, iglesias, escuelas, jardines, teatros, plazas, paseos, calle tras calle…; la moderna capital de la comarca ba­racaldesa adquiere categórica personalidad y fisonomí­a de ciudad, de importante ciudad No solo en aquel paraje desolado de las dunas movedizas, sino también se afinca la metrópoli en las vegas de Réqueta, Portu, Murrieta Lasesarre; se engarza en las colinas de Pormecheta, Rágeta y Larrea con calles pinas casas en tobogán que se apretujan y apoyan unas a otras; ocupa los antiguos lugares más altos de Arrandi, Landaburu y Carranceiru; allana la encañada de Zaballa; alarga sus tentáculos hacia Gabasa y Beurco, Lurquisiga y Arteagabeitia y amenaza con tragarse a San Vicente, la vieja capital lugareña. El esforzado trabajo, el laborar incesante, hicieron el milagro: ayer, desierto; pueblo grande, después hoy, importante ciudad; mañana.., gran urbe

Familiarmente, en Baracaldo, llamamos «la fábrica» al maremágnum siderúrgico de la Sociedad Altos Hornos de Vizcaya. Es curioso cómo describí­a este dédalo fabril un forastero que nos visitó un dí­a del pasado invierno. Este señor, tertuliano de casino y rebotica en su tranquilo pueblecito aragonés, escribí­a así­ a su amigo el galeno del lugar:

«… y ayer tarde visité los Altos Hornos de Bilbao, que no están en Bilbao, sino en Baracaldo. En Baracaldo hay que visitar los Altos Hornos lo mismo que los forasteros cuando llegan a Zaragoza, no dejan de visitar la Pilarica. Así­, pues, acompañado por un mi  amigo que ejerce un alto cargo en la Empresa, me adentré en la factorí­a. ¡No lo repetiré en los dí­as de mi vida! El extraordinario torbellino de máquinas, hornos, calderas, chimeneas, grúas, locomotoras, cabrestantes y mil artefactos más que no sé cómo se llaman me sobrecogió de terror y de espanto; es esto algo quimérico e incoherente, cuya impresión me dejó anonadado. Todo es estruendo y fragor. Me figuré precipitado a los mismos antros infernales, un infierno que Dante no soñó. ¡Horrible pesadilla! Multitud de rojos demonios semidesnudos, chorreando sudor,  azuzaban con grandes picaparrillas a las almas de los condenados que penaban en las entrañas de fuego de unas enormes calderas rebramanes. De cuando en cuando oí­anse unos chillidos ululantes, fatí­dicos, indescriptibles que sin duda eran producidos por el mismo Satán al que me pareció ver, arrebu­jado en su capa escarlata y envuelto en espesa nube de humo, escapar por una alta chime­nea. ¡Vamos, vámonos de aquí­! ¡Salgamos de esta mazmorra infernal!, hube de vociferar interrumpiendo las explicaciones del cicerone –que hací­a ya rato no escuchaba. ¡Vamos a la calle! Y, en plena calle, amigo mí­o, donde esperaba recobrarla tranquilidad, estuve a punto de morir del susto cuando unas a modo de enormes tazas de hierro lí­quido que la atravesaban, arrastradas por simiesca loco­motora, reventaron a mi paso en inquietantes fuegos de artificio. ¡Oh, estas locomotoras de los Altos Hornos! Cruzan las calles de la población como un viandante más y se paran en cualquier plaza o paseo, no para permanecer ­ociosas, sino para seguir trabajando, dedicándose al lucrativo negocio de asar castañas. ¡Así­ están luego las salas de los cines barakaldeses cubiertos por una espesa y cru­jiente alfombra de cáscaras…!»

Interrumpimos aquí­ la carta del genial aragonés para reproducir una parte del texto de aquel otro informador, no menos genial, que atravesó Baracaldo en el ferrocarril, ca­mino de Portugalete y de Santurce:

«Baracaldo es un pueblo muy sucio, donde el cielo no se ve, cubierto por los negros humos de la industria. A la hora del mediodí­a los obreros se desparraman por las calles de la población en busca de sus frugales condu­mios, siendo muchos los que, no teniendo ho­gar cercano al trabajo, despachan sus vituallas sentados en un banco de la plaza o arrellenados entre las traviesas del ferrocarril. Después de comer y hasta que los ladridos de los cuernos y sirenas anuncian la hora de reintegrarse al tajo, sestean tranquilamente tumbados en los mismos bancos o traviesas, utilizando de al­mohada sus chaquetas y` cubriéndose la cara con las boinas para no ser molestados por las moscas. De las ventanas y balcones de las casas cuelgan las coladas, predominando el azul del «mahón» y de la «francesilla». Por la noche, el cielo  llamea siniestro y letal… ».

Venga con nosotros el visitante imparcial de Baracaldo y le llevaremos, cordialmente de ta mano, a conocer nuestra ciudad. No se alarme ante la visión de la fragua de Vulcano ni abandone su imaginación a angustiosas re­giones avernales. Antes la exalte admirando el gran poema fabril forjado por millares de brazos del ejército trabajador. Y cuando mire al cielo, no vea en los negros nubarrones de humos presagios siniestros, sino a cendales gallardetes y banderas que fluyen de las erectas, chimeneas para saludar al Creador, que nos impuso a los hombres el deber de trabajar. Ven con nosotros, forastero amigo.

Subamos por esta calle, limpia y bulliciosa, que es la arteria comercial de Baracaldo; arri­bemos a la Plaza de España, nuestra gran plaza, pulquérrima y monumental, y perma­nezcamos inmobles, largo rato, en su con­templación; sigamos luego por el bellí­simo Paseo de los Fueros, bajo los porches umbrosos de los árboles enlazados; admiremos en él !a nueva iglesia de San José; miremos la ca­pillita de la Cruz, llena de ternura, y el serio obelisco de la linda plaza; dirijamos nuestros pasos hacia el Asilo Miranda y contemplemos la obra de aquel filántropo baracaldés que aseguró un tranquilo hogar a nuestros an­cianos pobres, un hogar que no tiene el as­pecto huraño de otros Asilos que conocemos, sino la magnificencia de un palacio suntuoso rodeado de repeinadas avenidas de jardí­n, de árboles copudos y de flores multitud. Visitemos el Hospital magní­fico, el espléndido Parque y las preciosas Escuelas de Altos Hornos. De­tengámonos admirativos ante el señero y so­berbio edificio de la Escuela Profesional del Trabajo. Adentrémonos en la bellí­sima iglesia de Nuestra Señora del Carmen, Patrona excelsa de la ciudad. Visitemos la iglesia, las aulas, salones y campo de deportes del Colegio re­gentado por los Padres Salesianos, forjadores merití­simos de varias generaciones cristianas, cultas y selectas de nuestro pueblo.

Podemos mostrarte, forastero amigo, otras cosas notables y bellas: otras hermosas calles, otros destacados edificios, más plazas y paseos…» pero ya es bastante por hoy, forastero amigo.

Marcha tranquilo. Es ya de noche. No os sobresalte nuestro cielo encendido. Desecha de tu mente los siniestros pensamientos, que nuestro cielo es coruscante, que nuestro cielo es envidiado por la misma luna en plenilunio. Adiós, forastero, amigo.

Capí­tulo 3:  SAN VICENTE

Desde el campanario de la torre parroquial de San Vicente colúmbrase toda la periferia baracaldesa, pero han de buscarse otros puntos afines para mejor distinguir los detalles un tanto difuminados desde este alto dispuesto para gozar en éxtasis mirando al cielo lapis­lázuli. Así­, desde Arteaga, Larrasolo y Lequeri­ca, disfrútase de la panorámica de Ansio-la más dilatada vega de Baracaldo y una de las más extensas e importantes del Señorí­o-, rematada al fondo por el panzudo Argalario -el vigí­a baracaldés de la cordillera de Tria­no-, flanqueado de pinos y moteada por las alegres caserí­as montesinas de Sobrencampa, Susúniga, Aguirre y Burzaco. Domí­nase la vega de Ibárreta, la patriarcal aldea de Zuazo, todo el estuario del Galindo de aguas amari­llentas, la marisma del juncal, en jurisdicción de San Salvador del Valle, y la vega sestaotarra de Beurco.

Situados en Arteaga-goico alcanzamos con la mano las heredades verdes y ocres de Lurquí­siga y Landaburu, la gibosa colina de Rón­tegui y los rojos tejados de El Desierto, junto a la rí­a, el tinglado abigarrado de la fábrica de Altos Hornos de Vizcaya, y luego Luchana, donde desagua el Cadagua, que baja por .Zu­bileta y Burceña como una lí­nea de plata y  forma con el Nervión la puntiaguda pení­nsula de Zorroza. Vemos desde aquí­ las feraces veguillas de Bitoricha, Lecúbarri, Ibarre, Serralta y Sacona, condenadas a desaparecer como tantos otros terrenos agrí­colas de nuestro pueblo para dar paso a las nuevas industrias; los cerros de Llano y Andicollano; las campadas de Balejo, Azula, Sarasti y Labróstegui; oteamos el collado de Basacho y las altitudes de Oscariz y de Sasiburu, plataforma esta de Arróleza; el montañoso calizal de Peñas Blancas, luego la muela de Apuco, más lejos, al final de esta cresterí­a, diví­sase el Ereza coronado por ingrávida gasa de niebla.

Tuvieron pues acierto, hace setecientos años, los fundadores de la iglesia de San Vicente, don Sancho López de Baracaldo, don López Gonzalo de Zorroza y don Galindo de Retuerto al situar el templo parroquial en la bella planicie de este cerro privilegiado, dominador de todo el espléndido escenario del ruedo baracaldés.

Aquí­, en la vieja capitalidad baracaldesa, de noble tradición labradora, junto a los sólidos muros de la parroquia, reuní­anse antaño los sesudos regidores de la Anteigles para celebrar sus juntas o batzarres. La acción demoledora de los tiempos pulverizó sus cuerpos en el anejo Campo-Santo, donde hoy los mo­zalbetes juegan al fútbol hollando las sagradas cenizas de sus antepasados. ¡Lástima que este lugar no esté cubierto de flores, flores que emanen el rancioso aroma de aquellos austeros varones!

El incremento constante de la población hizo necesaria una nueva necrópolis. Ahí­ está en Baibé, la silente ciudad de los muertos, tapiada por aí­tos muros, quejumbrosos los altos cipreses de fúnebre simbolismo. Ahí­ está, en Baibé. Nos espera a los que vivimos custo­diando a los que murieron.

San Vicente tiene aspecto señoril, con sus casas-palacios de encristaladas galerí­as por las que se filtran los rayos de sol, y los amenos jardines que las rodean. En el pórtico de la parroquia, un sacerdote, leyendo su breviario, pasea con paso silencioso, por las losas centenarias. Chiquillos juguetones corretean por la plaza como bandadas de gorriones. Sentados en un banco toman el sol, en grupito, varios ancianos que sonrí­en -con la apagada sonrisa­ de los ancianos- por las gracias y donaires que brotan espontáneas de la boca del más viejo de todos ellos, el octogenario Ramonchí­n de Gabasa, baracaldés de pura cepa.

Ramonchí­n es hombre de «trago y cigarro». Tiene la cara surcada por los arañazos de arrugas, la cabeza cenizosa cubierta por amplia boina muy bien colocada, la nariz grandí­sima y la «nuez» tan prominente qué le sale al nivel de la grandí­sima nariz. Menudo y enjuto, va enfundado en la corta blusa de color cuadriculado, limpí­sima siempre, así­ el remendado pantalón y la camisa blanca que lleva desabrochada por el cuello. Ya le conocéis a Ramonchí­n. A Ramonchí­n todo el mundo le conoce en Baracaldo, donde se le respeta como a un sí­mbolo que es de la más rancia solera. Aún tiene humor para obsequiar a las muchachas con camelias rojas y blancas, flores deslumbrantes de que se apropia en el Asilo. No falta a los «entierros». Cuando está un punto «alumbrado» saca la voz, recia  todaví­a y canta jotas baracaldesas, de sesgo inconfunible, con brí­o juvenil. Se le oye con­versar llevando siempre la voz cantante. Retiene con memoria prodigiosa las efemérides sobresalientes de su época y cuenta sus propios sucesos, siempre estupendos y exagerados, con frases imposibles de trasladar al papel, pero expresivas por los nerviosos ademanes que las acompañan.

Hoy Ramonchí­n refiere a sus amigos los episodios de una vieja «fiesta», las «carreras de gatos» consuetudinarias hasta hace se­tenta años en que desaparecieron y de las eran protagonistas los endiablados chavales de San Vicente.

Veamos cómo era esta «fiesta»:

En la mañana del dí­a de San José ocupá­banse los chicos en perseguir y dar caza a todos los gatos del barrio y lugares vecinos. El felino doméstico, el sentimental micifuz, permanecí­a en el secuestro toda la mañana prodigando sus miaus más elegí­acos. Por la tarde los trasladaban al juncal, donde se cele­braba entonces, como hogaño, la tí­pica ro­merí­a. Llevaban, asimismo, los más groseros instrumentos: pucheros desportillados, es­cobas decrépitas, «latas enroñecidas» que eran atados fuertemente con bramantes a los rabos de los infelices animalejos. A una señal convenida, daban suelta a los bichos propinándoles sendas patadas. Y aquellos fora­jidos gozaban del bárbaro y pavoroso espec­táculo con carcajadas estrepitosas.

Hasta doscientos gatos, con los ojos ful­gurantes y espantados, los bigotes erizados, dando saltos prodigiosos a través de los caños, junqueras y cañaverales que separan el juncal de San Vicente, produciendo en la loca huida una infernal algarabí­a de maullidos desgarradores y raros estrépitos de los originales re­molques… ¡Bárbaro y pavoroso espectáculo!

No paraba aquí­ la cosa. Infelices de aquellos gatos que no alcanzaban la deseada meta de su domicilio.. Aquella legión de demonios los perseguí­an y acorralaban de nuevo, y esta vez los que caí­an en sus manos eran rematados, despellejados y, ¡oh manes de Pantagruel!, se los comí­an. Que no siempre eran de cordero las cenas de San José en algunos hogares de San Vicente.

Ramonchí­n añoraba aquellos tiempos que él, con moceriles í­nfulas, estaba dispuesto a re­sucitar. Al terminar su narración brillábanle los ratoneros ojillos y alejóse con un guiño malicioso. Y los ancianos, que toman el sol sentados en un banco de la plaza de San Vi­cente, se sonrí­en, con la apagada soneisa de, los ancianos.

¡Tdnnn, tdnnn, tdnnn…! Las ocho en la «catedral» sanvicentina. Y también nosotros nos alejamos, temerosos que la noche nos al­cance antes de llegar a Arteaga. Hoy es vier­nes, y junto al depósito de aguas celebran sus aquelarres duendes, brujas y fantasmas a la luz fosfórica de mil ojos gatunos clamando venganza.

Nos persiguen las sombras de los geme­bundos cipreses de Baibé. Nos alucinan los miaus desgarradores de los felinos secuestra­dos.

Es viernes. .

Por fin, pasamos Arteaga.

Capí­tulo IV: DE MINGOLIA P’ARRIBA

Al descorrerse el negro telón de la noche impenetrable, nos despierta el sonoro clarí­n del gallo trompetero. Alborada fresca del mes de mayo. Una tenue neblina apenas impide percibir los contornos de los próximos collados de Guliendo, Espinóbeta, Cadorco y Garamí­lloba.

Ansio. Galsúa. Retuerto.

La fuente de Amézaga.

Ya ha limpiado totalmente el nuevo dí­a y despuntan tibios los primeros rayos del astro rey. Rezuma el praderí­o las lí­quidas perlas de rocí­o y los madrugadores pajarillos saludan alegres a la aurora con sus mejores melodí­as. Todo, todo es armónico y apacible en esta diana primaveral, como si Dios reservara los mejores instantes de gozo a quienes muy de mañana se apresuran a loarle y pedir Su ben­dición.

Una vaca, pesada y silenciosa, viene hacia nosotros ocupando el centro de la carretera. Su abrigo de piel representa el mapa de otro mundo de tierras remotas y mares descono­cidos. Es nuestro primer encuentro. Cuando esperábamos un cortés mugido de salutación deja caer a nuestra altura varias a modo de boinas verde-obscuras que, al estrellarse en el suelo, producen el clásico plaf de los objetos blandos.

Por las caprichosas cuevas y oquedades de aluvión asoman los muñones de los troncos y las descarnadas raí­ces de los árboles erguidos. Se ennegrece el rí­o sinuoso con la sombra de los chopos, se cuela hasta Telleche, uno de los más primorosos rincones de Baracaldo­- para reaparecer, doscientos metros más arriba, lamiendo la carcomida carretera.

Bajo los árboles corpulentos acampa una familia de gitanos. Dí­cese de la existencia de una carta geográfica, atribuida a Ptolomeo, en la que figuran trazadas las rutas que siguen estas tribus nómadas. Si esto es así­ no dejará de estar señalado en ella, con caracteres bien marcados, este soto de Bengolea, lugar de indefectible vivaqueo para las gentes trashumantes. Por el ventanillo de un carromato­-habitación asoma la desgreñada cabeza una vieja gitana que nos ofrece decir la buenaventura. Varios costrosos caballejos y valetudinarios jumentos pacen los jugosos yerbajos de la campa; cuatro famélicos perros permanecen atados a los carros; objetos diversos del ajuar yacen esparcidos por el suelo. Parece jefe de esta tribu un faraónico cincuentón de pañuelo grasoso anudado por el cuello en el que destacan los enormes mostachos negros y la gran navaja cabritera con que parte en rodajas su desayuno, un gran trozo de pan moreno al que acompaña una sardina gallega.  Un churumbel, enjuto y renegrido, berrea dentro del rí­o, donde una gitanilla graciosa, de aceitosos cabellos procede a su ablución. Otro cañí­ intenta esquilar a un asno carcamal que acaso, ¡infeliz!, haya dormido la pasada noche en el confortable establo de un próximo caserí­o y por eso las prisas de este matutino camouflage. Asusta al pollino el brillo y el ruido de la tijera y ofrece resistencia a ser despojado de la rala pelambrera, su único abrigo, con la gualdrapa de saco, en los muchos inviernos de su existencia. Los cortadillos de azúcar y las zalameras y adulonas palabras de los gitanos no conquistan al desobediente animal, hasta que otras contundentes razones, una atroz lluvia de palos, déjanle mohí­no y suave como un guante. ¡Pobre burro! Lejos del regazo de tu establo en el añejo caserí­, ¿qué será de ti?; quizás la muerte te dé a alcance allá por los remotos confines de Estambul.

Llegamos a la presa. El agua se desborda produciendo en su caí­da alegrí­a a la vista y grata música al oí­do. Delicioso paraje. La presa, con sus hilos de agua cascabeleros; el rí­o espejeante, con su fondo de lisas lastras y de guijos gordezuelos; el rústico vado; la campiña, pintada de esmeralda…; este arcadiano lugar es una filigrana que plugo a la Naturaleza dotar a nuestro pueblo. Con razón es el sitio preferido por muchas familias de El Desierto para sus yantares campestres del estí­o.

Seguimos nuestro paseo por la cinta  de la carretera. Ya vienen las lecheras, limpias como soles, con las relumbrantes cantimploras en las cestas de sus borricas; ya vienen, camino del mercado, los carros repletos de vendeja con sus aurigas las bizarras labradoras. Cestos llenos de lechugas, espárragos, puerros, cebolletas, habas verdes y berzas de primavera; cestillos con paví­as y grandes pericachos llenos cerezas, los frutos más caracterizados, de renombre universal, del pensil baracaldés.

Gorostiza.

La ferací­sima vega de Gorostiza, regada por el Bengolea o Castaños -que de ambos modos se le denomina-, en plena lozaní­a, es una de las más llamativas de nuestro pueblo.

Un arroyo saltarí­n, que baja canturreando de la montaña, se une en Bustingorri al curso pintoresco del Castaños.

En las fragosas laderas de los montes, que se alzan a ambos lados del camino, las roturas.

¡Roturas baracaldesas cuajadas de múltiples cerezos, cargados de gruesas y carnosas perlas de púrpura y carmí­n!, decidnos, roturas bara­caldesas, ¿sois acaso vosotras un resto del terrenal paraí­so?, ¿sois acaso el discutido Edén!

Igulis

La popular fuente de Igulis. Un agí¼ista tempranero hojea una revista sentado en uno de los  chatos poyos. Más arriba, Uraga, donde un mago baracaldés consiguió, en otros tiempos, someter a las sorguiñes y otros sañudos enemiguillos, introduciéndolos en un alfiletero. Y más arriba, en plena sierra, la Mirandilla, centinela del valle.

Irenguren

En su solar levántase hoy una caserí­a de labranza, donde antiguamente radicaba la linajuda torre. También existió aquí­ una de las ferrerí­as que fueron cuna de las modernas factorí­as.

Extrañas apiladuras de huesos de cerezas a los bordes del camino…

Retosarta.

Mendierreca.

Detrás de una curva aparece El Regato acurrucado a la sombra de los castaños, de los paví­os y de los cerezos. Triscan las ovejas y corderos en !a pendiente. Estamos ante una estampa bí­blica.

Dice una jota local:

Muy bonito es Castrejana

porque tiene cerca el monte

más bonito es El Regato

que además tiene a San Roque.

Sí­, aquí­, en el altar de la iglesia, está San Roque, con su cayado y su perrillo. Aquel santo provenzal, aquel mancebo de poderosa alcurnia que todo lo dejó para favorecer a los pobres, mira complacido desde e) cielo a esta humilde aldea baracaldesa que le proclama su patrón. ¡Que él la colme de venturas y a nos­otros no nos olvide!

Varios arroyuelos murmuradores júntanse al padre rí­o, y ya todos unidos saludan alegre­mente a la noble aldea con el cascabel de la corriente. Un frágil puentecillo surge de la misma portalada del caserí­o Mazorreca. Un sin fin de senderos amarillean por el monte; uno recto y empinado va derecho hacia Ar­nábal, pasando por Póceta y Mazcorta; otro, acaba en Trasquilocha; el de más allá, se dirige hacia Urtu, Loyola y Burzaco; aquel otro, culebrea en dirección a Tellitu, Salgueta y Saracho. Nosotros seguimos por la carretera hasta Subichu, donde muere, después de pasar Urcullu. Continuamos luego la excursión por el amplio camino carretil que conduce al Pan­tano.

El Pantano y aledaños.

Las flores acuáticas orlando las orillas, los peces multicolores que asoman boquiabiertos a la superficie, las aguas de la alta presa preci­pitándose en blanquí­sima cascada, el parque de amenas umbrí­as, la campa tapizada de yerba, los vecinos helechos, como verdes abanicos, movidos suavemente por la brisa, el ruiseñor que canta en la espesura, los barrancos escondidos que ignoran la existencia de la luz solar, los robles patriarcales, las sutiles florecillas silvestres, los brincos de bortos que nacen en las quiebras de las peñas, los ásperos can­tiles que ascienden rí­o arriba, los arrullantes regatos de linfa cristalina cantando sus fres­quí­simas sonatas, el intrincado y laberí­ntico boscaje,… la «selva» baracaldesa, la «yungla» del Bengolea.

¡Te saludamos, selva minúscula, selva de juguete, encantadora selva baracaldesa! ¡Te saludamos, jungla feliz donde el caimán se llama ligartesa y chindorrillo el marabú!

Te saludamos, rincón de la paz. Te saludamos, morada de los gnomos, de las hadas y del prí­ncipe azul apresado en el palacio de cristal.

Te saludamos.

Capí­tulo V: ALONSOTEGUI

Si acumulando toda la plétora de energí­as conseguimos en­cumbrar la podero­sa mole de Ganeco­gorta, podemos los baracaldeses posar un pie en el térmi­no de Oquendo, de la región alavesa, y descansar el otro en Arrabachu, de nuestro propio territorio jurisdiccional. Algunos de nuestros lectores experimentarán una ver­dadera sorpresa al tener conocimiento que Baracaldo, al que se imaginan tan solo como un punto negro arrimado al Nervión en las proximidades del mar, pueda confinar con ílava. Y así­ es, en efecto: Baracaldo confina con ílava desde el año 1888, en que se anexionó a nuestro Municipio la antigua Anteiglesia de Alonsótegui. Con esta anexión la comarca ba­racaldesa comprende 4.545 hectáreas de exten­sión, ocupando uno de los lugares preeminen­tes entre los municipios más dilatados del Se­ñorí­o.

En los pliegues y repliegues de esta alta cordillera de Ganecogorta y Pagazarra, se en­cuentran también los hitos y mojones que separan a Baracaldo de otros términos municipales de Vizcaya: el alto de Lingorta, Urquiza y Aspe, con Gí¼eñes; con Zollo;  Pagasarri, con Arrigorriaga; Pagasarri, Ganeta; ­Restaleco, Aránsuli, Udoy, Ingulis y Campichu,  con Bilbao. En la elevada meseta sestea el poblado de Artiba, semejando a una vieja acartonada y enjuta que dormita acariciada por ­el sol. Y es este de Artiba un somo baracaldés donde todaví­a puede oí­rse a Ios nativos el ­euskera privativo. Desde aquí­ podemos des­cender al pueblo de Alonsótegui por Sordolla, ­Ardaola, Mintechu y Azordoyaga o también, bajando por encrucijados atajos o senderos,  desde Gongueda a San Martí­n y a Ullate, rozando el gran pinar, de imponente negrura que jalona el brechazo de Zamaya.

Viajero: si la suerte te depara arribar a este pueblo de Alonsótegui, adéntrate hasta Sordoyga por el bucólico vericueto besado amorosamente por el murmurante arroyo que baja de Mintechu. Sordoyga es una aldea agazapada, perdida entre montañas, circuida por apretado ramaje en que los pájaros trinan y revolotean. Trinos de los pájaros, pí­o, pio de los polluelos apretujados bajo el palio de las alas maternas y lejanas baladas de pastores: estos son los barruntos de Sordoyga, el inefable e inocente remanso donde los ojos se ­deleitan y se embriagan los sentidos. Adéntrate, viajero, hasta Sordoyga y nos agradecerás las gratas e inolvidables impresiones que recibas. Y haz un esfuerzo mayor, si el caminar no te fatiga: sube la brava pendiente, y en una protuberancia de la cordillera alcanzarás el somo de San Martí­n y quedarás conmovido por la honda poesí­a de otra aldea virgiliana asentada a la sombra azulenca de los manzanos.

Más lugares pintorescos: Aldana, Aldanaza­rra, Zaramillo… y otros de industrial tempera­mento: Arbuyo, Aldanondo.

Y en el confí­n baracaldés de la ribera del Cadagua se encuentra Linaza, frente por frente de la  orgullosa casona de Lazcano; en medio se alarga el murazo de la presa dividiendo las aguas en que rebullen las truchas, las loinas y los barbos.

Más abajo, bajo el puente de Alonsótegui, fue encontrada, a principios de este siglo, una imagen de San Martí­n Obispo en un pozo del rí­o. El misterio de este hallazgo no ha sido todaví­a descifrado a pesar de las diversas con­jeturas que corren por el pueblo y lugares circunvecinos. La imagen fue trasladada al somo que ahora se denomina de San Martí­n, donde es venerada en una ermita minúscula construida a expensas de don Máximo Chávarri.

Alonsótegui cuenta con un hijo muy preclaro, al que algunos autores consideran natural de Arrigorriaga. Nos referimos al R. Padre Fray Miguel de Alonsótegui, Comendador que fue del Convento de Mercedarios de Burceña y a cuya pluma se debe un libro lleno de erudición que escribió en 1577, titulado «Coronicas de Vizcaya».

La majestuosa iglesia de San Bartolomé data del año 1500. Situada en la eminencia de una roca, domina un gran trecho del ubérrimo valle del Cadagua.

Alonsótegui tiene el aspecto sosegado y apacible de las antiguas anteiglesias vizcaí­nas: las casas emplazadas a ambos lados de la carre­tera, próximos el rí­o y el monte, y la iglesia, el más destacado edificio, en una prominencia. Pueblo de calmosa apariencia, que ejerce en los nervios influjo sedante, sus naturales tienen, sin embargo, el alma templada para la aven­tura y el peligro. La ambición les domina; pocos serán los hogares que no cuenten con un miembro emigrante. En Méjico, Perú, la Argentina, Chile… son muchos los alonsoteguiarras que batallan y luchan. Y si no todos triunfan, algunos alcanzan fortuna y renombre.

Por breves que sean los instantes que per­manezcáis en este pueblo, percibiréis inmedia­tamente un agradable tufillo de distinción y de rango. La corrección y !a afabilidad en el trato es proverbial en sus moradores. Nos­otros hemos tenido siempre hacia esta loca­lidad baracaldesa, afable, distinguida y formal, respetuoso y sincero aprecio. Y como nosotros, todo aquel que la conoce.

Capitulo VI: BURCEÑA

Presentes en la plazoleta de Llano, ante la escuela del lugar, somos invadidos por un tropel de enternecedores recuerdos in­fantiles. Nos parece estar como hace tantos años, ahí­ arriba, sentados en «nuestro» pupitre de la octava clase, próximo a la espaciosa ventana. Nos parece oí­r la enérgica voz de don Justo, el maestro paternal: « ¡Orden, silencio, atención!» Orden, silencio y atención que mantení­amos los alumnos poco tiempo; uno, que pinchaba a su vecino; otro, que, distraí­do, alejaba su mirada del encerado siguiendo el vuelo de una mosca: este, que pensaba en el nido de la sieve; aquel, en el rí­o…, hasta que el buen maestro gritaba otra vez agitando la regla: « ¡Orden, silencio, atención!»

Y nos parece oí­r ahora a don justo: «De pie». Y que cantamos bajo su batuta cual­quiera de aquellas bellas canciones que arru­llaron nuestra edad escolar:

Qué bonito es el nidito que el jilguero construyó

Domilindón las campanas tocan a misa

¿Recordáis, amigos de la escuela? Sí­. Re­cordáis. Y el recuerdo también os enternece. Aquel maestro meritorio, don justo, es hoy anciano. Y nosotros somos ya hombres. ¡Qué alegrí­a para el maestro, qué alegrí­a para nos­otros sus antiguos discí­pulos, reunirnos aquí­, en la vieja escuela, en torno a su venerable figura! Siquiera una sola vez…

Llano, con sus casitas mirando a Luchana, a Burceña, a Zorroza, a Deusto, a Bilbao… es uno de los lugares más bonitos y alegres de nuestro pueblo. Y sus vecinos, los vivaces vecinos de Llano, saben cosechar simpatí­a con la misma facilidad que en su próvido terreno se cosechan los inigualables pimientos chori­serillos. Estos vecinos, autóctonos legí­timos de su lugar, son de prosapia egregia: entre sus apellidos figura siempre el muy esclarecido apellido de Llano; corre por sus venas la sangre del muy noble señor de Llano. Aquí­ está, enhiesta y arrogante, la alcurniosa casa-torre, dignamente ocupada por un descendiente de aquel ilustre infanzón de tizona en ristre, ocupada por un Llano sin vasallos, por un Llano que alterna su trabajo en la fábrica y en la gleba para poder vivir modestamente.

Según vamos para Cruces, tenemos a la de­recha Sagarrasti, Andicollano, otros preciosos rincones baracaldeses. Y a la izquierda, en un gran trecho de camino, la sólida muralla de Munoa, vasta propiedad cuajada de flores y de árboles frondosos rodeando a la regia mansión de nórdica arquitectura.

Más fincas tapiadas. La arboleda de Sarasti. Policromos hotelitos veraniegos en Guruceta y Tellerí­a. Y luego, Cruces, con su amplia campada donde se celebran las famosas ro­merí­as; Cruces, la sede baracaldesa de los baracaldeses de arremango.

Descendamos a la capital del barrio, a Bur­ceña, la «ciudad» de los puentes, a Burceña señorial, a la piadosa Burceña que acude siem­pre en masa a los «entierros».

Donde muy antiguamente estuvo un con­vento de Padres mercedarios, hoy se levanta la iglesia en que los muy católicos burceñeses veneran a Nuestra Señora de las Mercedes.

Lo que más nos gusta de Burceña es su tí­pica calle del Tanque, con sus casas ceñidas al canal mojándose los pies. En los dí­as de bonanza, el rí­o besa amorosamente los cimientos de las casas; pero en los dí­as de agi­tado turbión, los descarna con furiosos gol­petazos. De la calle del Tanque son esos há­biles y resistentes tritones que extraen los relucientes bichis del fondo del Cadagua. Y nos creemos transportados a una perlerí­a del Pa­cí­fico.

Antaño, Burceña fue muy notable por sus astilleros del Responso, de donde salí­an bien paramentados veleros y bergantines.

Merece ser visitado este paraje del Res­ponso, porque en él se dan más y mejor que en cualquier otro las afamadas angulas de Bur­ceña, que siempre han alcanzado los máximos precios en el mercado pantagruélico. El Res­ponso debe visitarse en invierno, de diciembre a marzo, y de noche, de noche oscura y lloviznante, que es cuando las angulas -el «fideo fluvial», que decí­a un infortunado amigo nuestro- acuden a los lugares polarizados por la ­mortecina luz de los faroles. Si la noche es clara, la luna dominante y las estrellas titilando en el firmamento, se esparcen las angulas por toda la superficie de las aguas, resultando vana e infructuosa su captura.

¡Espectáculo solemne el de la pesca de la angula! Noche de siri-miri, de intensa negrura. Enfundados los anguleros en los gruesos capotones; situados cada cual al final de su carrejo, esas edificaciones de piedras apiladas, monumentos megalí­ticos que se adentran en el rí­o formando los rejules; pestañean los faroles, háceles el eco con sus guiños una estrella solitaria; óyense los rí­tmicos sonidos de los cedazos chapoteando con las aguas, que solo se interrumpen cuando arremete a su bota el pescador. Las angulas que remontan aguas arriba, con la marea ascendente, tuercen su ­camino atraí­das por las luces pirueteras de los fanales que las llaman al rejul, que es el ángulo que forma el entrante carrejo con las aguas. Y, como decí­a aquel mentado amigo nuestro: «si el rejul es el «angulo», no es nada sorprendente que la «angula» se deje seducir por el rejul». Y van cayendo poco a poco, muy poco a poco, en el cedazo y en el balde ad-hoc del angulero: una, dos, nada, tres, nada, nada, una.., y siguen las batadas durante horas y horas, para conseguir unas onzas o  dos cuarterones del preciado «fideo fluvial». ¡Qué baratas se cotizan en el mercado pantagruélico las angulas de Burceña! Pero el angulero, enfundado en su grueso capotón, junto a la misteriosa luciérnaga de su farol, interrumpiendo con sus botados el silencio de la noche lloviznante da intensa negrura, sim­boliza una de las virtudes más estimables en los hombres, simboliza la paciencia. Abandonamos la «ciudad» de los puentes, a Burceña señorial, a Burceña en que vimos la primera luz. Nos alejamos del Paí­s de los Cañeros.

Capí­tulo VII: RETUERTO

Después de Bitur, ya en Arteagabeitia, la recta y bellí­sima avenida taja en dos a la ostentosa vega de Ansio que, a derecha e izquierda, hasta Retuerto, muestra al paseante las ubérrimas piezas de hortalizas en ringulera y los verdeantes pastizales salpicados del blanco y amarillo de las febles chiribitas y del rojo sanguí­neo de las amapolas.

Retuerto, orgulloso y altivo, del más rancio abolengo baracaldés, tiene regusto de vieja hidalguí­a. Sin embargo, los retuertanos a ul­tranza jamás os dirán que son baracaldeses; ellos son de Retuerto. Tan acendrado es el amor de los retuertanos a su rincón, que de uno de sus hijos tenemos oí­do un peregrino suceso.

Tuvo nuestro hombre un disgusto de familia en un arranque acibarado, decidió alejarse de los suyos. Y en un patache embarcó en Portugalete con rumbo a ultramar. Llegó tarde a despedirle un pariente suyo, que luego cantó,  con local vibración, aquella jota tan oí­da por los chacolí­es baracaldeses:

A Portugalete juí­

por verte, primo del alma,

no te vi más que el sombrero

y el barco que te llevaba.

Méjico.

Oyendo a los mejicanos su hablar aguachi­nanguado y ausentes de sus oí­dos las recortadas frases de Retuerto; lejos de su mirada el argentado rí­o que atraviesa su lugar; lejos su novilla; lejos el prado; lejos el caserí­o; lejos el verde maizal; lejos el monte Argalario; más lejos su Retuerto amado… y tan alejado el corazón, que el buen retuertano, triste, triste, nostálgico y evocador, enfermó tan grave­mente que la tremenda murria le llevó a las fronteras de la muerte. Hizo Dios el milagro que un luchanés trotamundos, linyera en las zampas, apache en Marsella y en Méjico intrépido gaucho, cayera a la sazón en aquel rancho remoto donde un compatriota morí­a. Infor­mado el luchanés del lugar de nacimiento del moribundo, percatose al instante de la clase de mal que a la tumba le llevaba y, así­, sin pérdida de tiempo, puso en práctica la medi­cina conveniente. Salió al campo y en sitio que el enfermo pudiera oí­rle bien, gritó esten­tóreo: ¡Bandadas de quiñas me c… la uva! ¡Viva Retuerto! Y cuentan que el buen retuer­tano, que ya en los estertores de la agoní­a se hallaba, brincó de su lecho como picado por un aguijón… pidiendo a su madre, a gritos, la escopeta. Y el redivivo retornó a Retuerto, su mí­stico amor.

Pero no se crea por el relato que en Re­tuerto campea el melindre. Contrariamente, la juventud de Retuerto, la unida juventud de Retuerto, se ha hecho siempre temer, y respetar en reyertas y colisiones por sus puños enérgicos. Gente alegre, de humor, de humor abundante, tiene cara la pelea dureza diaman­tina.

Para trasladarnos de Retuerto hasta Ugarte hemos preferido siempre el andurrial de Cá­riga a la anchurosa carretera general, atrave­sando las aldehuelas de fuerte sabor clásico ba­racaldés denominadas Las Carolinas, Luí­siga, Gaztí­sulo, Cáriga y Ugarte la Vieja. Ristras de ajos y rosarios de pimientos al socaire; cerdos adiposos y gruñones revolcándose en el lodo; hiedra y musgo abrigando !os de­crépitos muros del camino y accesos abruptos y escarpados que conducen al fragoso Arga­lario.

Y en Cáriga, ¡ah en Cáriga!, uno, diez, cin­cuenta; hemos contado hasta más de cien burros diseminados por heredades, caminos y praderas. Salvo en un ferial de asnos o en un zoco ma­rroquí­, no habrá, seguramente, en todo el mundo, un lugar donde se encuentren reunidos tantos animales de esta clase. Jamás hemos llegado a comprender el por qué de esta afición hacia los burros que sienten los jocundos vecinos de Cáriga, aborí­genes de la más pura estirpe baracaldesa. Vemos aquí­ al jumento abúlico de lacias greñas, allí­, a varios borriquillos persiguiéndose juguetones, dibujando graciosos esguinces; allá, al temible onagro de mirada retadora; más lejos, al anciano jumento de carga que estornuda y enseña los dientazos amarillentos como teclas de piano derrengado. Aquí­, allá y acullá, pollinos y más pollinos. Y también pollinas abultadas que velan por la conservación de su especie.

De nuevo en Retuerto. Retornamos por la vetusta calzada que tiene su nacimiento en la plaza, junto a la modestí­sima iglesia de San Ignacio.

Beteluri. Labróstegui. Cruces.

Ha anochecido. Se oye cu-cu incesantemen­te.

Sarasti. Azula. Sacona.

Croan las ranas y persiste el cu-cu. El g­rillo «carbonero» canta feliz, en el hogar, uniéndose al concierto nocturno. Escondidos en los ­jarales, fosforecen tenues los gusanos de luz. Domina en el firmamento, tachonado de estrellas, el luminoso fanal de la luna.

En la tierra parpadean los gusanos de luz y en el cielo parpadean las estrellas. Y recordamos la frase del santo vasco, del santo de hierro, de San Ignacio de Loyola: ¡cuán baja me parece la tierra cuando miro al cielo».

Capí­tulo VIII: IRAUREGUI

En el capí­tulo destinado a Baracaldo en la «Historia General de Vizcaya», escrita en Munditibar en 1793 por don Juan Ramón de Iturriza y Zabala, puede leerse:

«Hay vn combento de religiosos Merceda­rios Calzados en el barrio de Burceña, dotado en 4 de Mayo de 1384 por el Conde de Ayala, Fernán Pérez y su hijo Pero López; en cuia Iglesia se venera vna imagen de San Antonio de Padua, hallada a primero de Octubre por un mozo que llebaba ganado al monte; y a obrado algunos prodigios según se relatan en vn manuscrito que se conserva en el archivo de dicho combento».

Es en este lugar de la fertilí­sima vega de Ibarreta, en el lí­mite con Burceña, donde co­mienza el histórico y legendario barrio ba­racaldés de Iráuregui, bordeado por el rí­o Cadagua y por el monte Cenicero, al que sin duda se dirigí­a aquel mozo con su ganado el dí­a 1.° de octubre de 1421, cuando encontró la milagrosa imagen de San Antonio de Padua.

Sobre Ibarreta está la loma de Peñascuren, y encima, en la ruta al santuario de Santa Agueda, se encuentra el poblado de Basacho, dominador de Abando, en que el monumento al Sagrado Corazón de Jesús dirige a la Villa su mirada protectora.

Más abajo la caserí­a de Alday, y a conti­nuación los caserí­os de Larracoechea, Picachea y Aldeco en un ribazo florecido.

En la ribera del Cadagua la exhuberante vega de Zubileta y el solar originario de aquel Juan de Zubileta, grumete baracaldés acom­pañante de Juan Sebastián Elcano en la histórica proeza del primer periplo realizado por ­los hombres.

Ascula, Larrazábal. Y luego la ermita montesina de Santa Agueda, blindada por el Norte con la sierra.

El puente de Castrejana. El achacoso puente de Castrejana, de fábrica medieval, con las piedras carcomidas y minadas por las aguas,  es un esqueleto piadosamente abrigado por las plantas trepadoras. Dice don Valentí­n Requena en su «Guí­a de Vizcaya»:

«El puente de Castrejana, todo de sillares y en un solo arco, por el que pasa el rí­o Cadagua, y en cuya atrevida obra invirtió menos de un año el maestro Pedro Ortiz de Lequetio, ya que lo empezó el 9 de junio de 1435 y lo concluyó el 2 de mayo de 1436, conserva ­según la tradición, una anécdota muy curiosa y admitida. Cuéntase que cuando no habí­a puente y se atravesaba el rí­o sobre atrancos o pasos de piedras, habitaba en su orilla izquierda una hermosa joven que amaba apasionadamente a un mancebo, su vecino de la orilla derecha. Esta joven tení­a por costumbre ­subir diariamente al monte Altamira y posternarse en hinojos bajo un añoso castaño, desde el que descubrí­a la iglesia de Begoña para dirigir a la Señora que ocupaba su trono las frases más fervientes de amor y de humildad. Llegó un dí­a en que el muchacho abrigó dudas de la fidelidad de su amada y en un momento de desesperación resolvió marcharse a la guerra. Desconsolada la pobre niña y no sabiendo cómo disuadirle de su empeño temerario le citó a las altas horas de la noche en un castañal que crecí­a a la otra parte del rí­o. La lluvia caí­a a torrentes; el Cadagua corrí­a impetuoso y salí­a de madre, aproximán­dose la fatal sin que fuera posible vadearlo. De repente, se presenta un hombre a la joven  y le propone construir un puente antes de que cantara el gallo por primera vez si en cambio ella le entregaba su alma. No titubeó la joven en prometérsela y vio, con el mayor asombro, que el puente se construí­a a impulsos de un poder extraordinario. Arrepentida de su debilidad cuando ya estaba próxima su terminación y comprendiendo toda la magnitud de la deuda que habí­a contraí­do, imploró, como tantas veces, el amparo de la Virgen de Begoña. No fue sorda a sus ruegos la excelsa Señora. Ocupábase el obrero de remover la última piedra, que era la clave del arco para encajarla en su sitio, cuando otro hombre, que apareció sobre el puente, dejó caer una vara en el claro que debí­a ocupar la piedra. Forcejeó aquel con indecible esfuerzo para arran­carla, bramó de coraje contra su impericia y brotaban de sus labios las blasfemias más impuras, en el momento que sonó en el espacio el alegre canto del gallo. Al escucharle huyó el maestre despavorido, el otro hombre quebró la vara, encajóse en su lugar la clave, atravesó el puente la niña, corrió a los brazos de su amante que la esperaba y se juraron amor eterno y  vivir siempre unidos. El arquitecto del puente de Castrejana era el diablo y San José el que dejó caer la vara».

Pércheta.

El cementerio aldeano sobre un montí­culo de piedra y luego Iráuregui; Iráuregui, propiamente dicho, donde radica la iglesia de San Antolí­n, construida en el siglo XVI, a expensas de los abuelos paternos de Fray Martí­n de Coscojales. Fue este religioso agus­tino y baracaldés eximio que en 1595 escribí­a en seis volúmenes «Las Antigúedades de Viz­caya».

Sasí­a.

Y arriba, arriba, cobijándose feliz tras Peñas Blancas, el tranquilo somo de Samundi, donde hasta las piedras son espontáneamente fecun­das; allí­ brotan nasidisos los ciruelos en las grietas de las peñas; allí­ surgen los cerezos, «a la buena de Dios», en los mismos cantiles del camino…

A la izquierda de Sasí­a, subiendo arriscada cuesta, se llega a Goicoechea y, después, a la caserí­a de la Llana. Y otra vez en la ribera del Cadagua, Coscojales, junto a la erguida y umbrosa chopera.

En la ví­a del ferrocarril maniobra fanfarrona una locomotora de la Robla, de rojas anti­parras: gruñe y resopla exhibiendo sus hu­mosos bigotazos que limpian los carriles. Nos acomodamos como podemos en el tren. A lo largo del trayecto repasamos con los ojos los lugares recorridos esta tarde. El rí­o y el monte. En las orillas y en las laderas amarillos alubiales, frondosos cerezos, viñas-muchas viñas de verde terciopelo-, hortelanos que trabajan y caserí­os risueños.

¡Barrio chacolinero de Iráuregui, poblado por gentes buení­simas! ¿A quién niegas tú hospi­talidad? iA quién no ofreces un trago?

Aún recordamos nuestros tiempos de la infancia, cuando vení­amos a Iráuregui en las tardes festivas del mes de mayo para alquilar un cerezo». Un cerezo repleto de fruta a nuestra disposición para toda la tarde. Nos costaba dos reales.

Añoramos…

El tren hace su entrada en la estación final. Luchana.

Capitulo IX: LUCHANA

Allá por el mes de diciembre del año 1836, Espartero, al frente de sus tro­pas, consiguió la victoria en la ba­talla de Luchana, de tanta transcen­dencia que por ella otorgose a aquel caudillo el tí­tulo de Prí­ncipe de Luchana. El nombre del hoy popular barrio bara­caldés está, pues, unido con histórica reso­nancia a los fastos de las guerras civiles del pasado siglo.

Luchana es sin disputa alguna, después del Desierto, la localidad de la anteiglesia, más importante en cuanto a número de habitantes, comercio e industria. Su crecimiento ha sido tan grande en los últimos años que hoy apenas si quedan en sus proximidades algunos huertos diseminados, sacrificados sus renombrados te­rrenos hortí­colas en aras del desarrollo de la población y del progreso industrial.

Humos blancos, amarillos, grises, rojos y negros coronan la barriada con el nimbo del trabajo fabril. Las fábricas, la rí­a, fin de lí­nea del ferrocarril de La Robla y del minero de la Orconera, estación de primer orden: ferrocarril de Bilbao a Portugalete y Santurce, carretera general de incesante tráfico, la tónica general de este barrio, eminentemente obrero, es el trabajo. Trabajo y trabajo, mucho trabajo con ­su secuela de ruidos; ruidos chirriantes: trenes y tranví­as, trepidar de máquinas, silbidos penetrantes de las sirenas de raro trémolo,  bufidos de locomotoras, estrépitos de cargas y descargas de vagones y bolquetes, pesado rodar de camiones y carros, ronquidos de los claxons… ruido ensordecedor y atmósfera pesada por los humos densos. Así­ es Luchana, como un suburbio londinense.

Actualmente, en la rí­a, el trají­n es mucho ­menor debido a la casi total paralización del comercio exterior a causa de la contienda vigente. Los buques, como gigantescos mastines permanecen meses y meses atados con grandes ­cadenas, cables tirantes y gruesos chicotes a las boyas del canal y a los bolardos del muelle.

Los cargaderos de mineral están repletos de piedras de hierro impacientes por precipitarse en rojo alud a las vací­as bodegas de los barcos. Las gabarras, varadas en el fango de las orillas, semejan en su incesante bostezo bocazas ham­brientas de monstruosos cetáceos aprisionados por el cieno.

Y así­ la rí­a, mansa, mansa, ha perdido en esta época su ruidoso temperamento. El «Zo­pimpa», popular «nao corsaria» luchanesa, digna por sus hazañas de particular historia, duerme pací­fica bajo un cargadero. Los viejos luchaneses, aquellos dí­scolos bebedores de potes, hablan y no acaban de sus continuas querellas con tripulaciones completas de buques de banderas extranjeras que, después de abun­dosas libaciones, creí­anse aquí­ dueños de una í­nsula por ellos sojuzgada. ¡Ah, si hablaran la mal adoquinada carretera de Luchana y el camino rojizo de Erotabarrí­a! Un marino luchanés nos refirió la sorpresa que experimentó una vez, hace unos años, en un figón de Tron­dhjem, puerto de Noruega, al oí­r en correcto castellano la popular canción:

«Qué paliza les dimos ellos a nosotros»

Quien así­ cantaba era un imponente no­ruegazo que años atrás habí­a perdido un ojo en una de las refriegas de Bitoricha.

Los muelles han sido siempre centro de operaciones de individuos de existencia hampona y holgazana. Hoy dí­a son raros estos ejemplares en el muelle de Luchana. Sin em­bargo no causará extrañeza a los habituados a pasear por este arrabal el que uno de estos caballeros», que están de tumbada en el terraplén o en la arboleda de Orconera, se incorpore desusadamente y dirigiéndose al paseante le pida un pitillo con indolente cor­tesí­a, expresándose así­: Eh, my frend, ekarri un pitillo s’il vous plait. Si accede, dirá: thonk you, amigo, o, ekarriasko, my boy. El frecuente contubernio de palabras de distintos idiomas es el lenguaje de estos vagos «polí­glotas». Ellos y ciertas damas amigas suyas, portadoras de sendas cestas de cacahuetes, constituí­an hace unos años la nota pintoresca del muelle de Luchana.

El pescador de la rí­a es inconfundible. «No le veremos como al arrantzale de Ber­meo o Santurce manipulando con las redes con un haz de remos a la espalda ni tam­poco le confundiremos con el pescador de costa o de rí­o, provisto de caña u otros trebejos de pesca. El pescador de la rí­a es el obrero del taller o de la fábrica que aprovecha los ratos de ocio para dedicarse a la captura de angulas, anguilas, quisquillas y carramarros. Para lograr estas últimas especies va provisto de varios quisquilleros, rudimentarios aparatos que consisten en trozos de harpillera cosidos a unos aros de alambre y colgantes de cordeles. Se atan estos aparatos a las estacadas, cables, cabrios y pretiles del muelle y se introducen en las aguas. La carnada preferida por las quisquillas son las tripas de pescado fresco, mientras que los carramarros, si deciden dejarse atrapar, lo harán más a su gusto cebados por el bacalao salado. En los dí­as de turbiada utilí­zase para la pesca un respetable mamotreto llamado rastra, también de harpillera, alambre y cuerda, cuyo manejo exige el esfuerzo de dos o más personas. Cuando se levanta el artefacto, que ha sido arrastrado largo trecho por el agua rozando las paredes del muelle, el pescador de la rí­a de Luchana sabe muy bien seleccionar las anguilas, quisquillas y carramarros de las mil porquerí­as que han penetrado subrepticiamente en la rastra.

El sistema de las jirrias es sin duda el más fructí­fero para los pescadores de la rí­a si bien sólo lo pueden ejecutar sus privilegiados propietarios, requiriéndose además disponer de bote, chinchorro, chanelo u otra embarca­ción. Consisten las jirrias en trozos de harpi­llera en forma de saco cargados de limo, que átanse a las estacadas y maderamen se­ñaladores del dragado de la rí­a. En la baja ma­rea acércanse los pescadores con su nave a los lugares donde previamente han sido fi­jadas las jirrias, que son luego levantadas cuidando de colocar un cedazo debajo; sacú­dese entonces la jirria cayendo la pesca al cedazo al desprenderse del barro al que ha estado adherida. Quien haya pasado de noche por el muelle de Luchana y haya visto e! singlar de los chinchorros a la luz de la lana que platea la superficie de la rí­a; quien haya oí­do las hermosas canciones de los levanta­dores de jirrios al compás del chapoteo de los remos; quien esto haya visto y oí­do puede estar seguro de haber disfrutado de tan románticas escenas como lo puedan ser las de las reputadas noches venecianas.

Muchas cosas quedan en el tintero que darí­an un cabal conocimiento de este barrio laborioso, tan querido y conocido por nos­otros. Id por allí­ los que no le conocéis. Id por allí­. No os asusten los rostros tiznados de los obreros del transbordo de carbón ni los extraños atuendos de los trabajadores de la fábrica de alquitranes. Saludadles, cono­cedles y veréis cuánta es su educación y mesura, cuánto hay en ellos de hombrí­a de bien y cuán pronto conquistan vuestra esti­mación. Luchana, como ellos, tiene hosca y ceñuda la fisonomí­a; pero es acogedor con quien se le acerca y entrañable con quien le quiere. Id por allí­, adentraos en él, hurgad su corazón y os convenceréis de lo bueno y honrado que es este barrio obrero, este barrio de humos y ruidos.

Capitulo X: ZUAZO

Estamos en la verde colina de Mucusuluba – mal llamada la Tarifa y también Monte Cabras-y a nuestros pies levántase altiva la casa-torre de Zuazo capitaneando una pequeña tropa de caserí­os. Escúdase el poblado al abrigo de la colina contra los furores del septentrión y enciérrase en un cí­ngulo de gravas centenarias muy bien determinado por la ruinosa calzada que por Subichúbeta, Zuloco y Récachu se dirige a San Vicente y por la carretera que desde este último lugar se lanza rectamente hacia Retuerto con el único col de Egusquiaguirre. Serpentea el rí­o sombreado por los chatos tamarises y extiéndese la vega, suave, suave, como un pañuelo de seda verde en rectangulares porciones dividida. Más lejos dibújanse ro­tundos los contornos de los montes en este dí­a de extraordinaria visibilidad, hija del viento sur, el gran pintor de paisajes. Arriba, en lo azul, las blancas nubecillas navegan blandamente. Por la famosí­sima cuesta de Egusquiaguirre descendemos a la ancestral aldea que tiene el sello de los tiempos re­motos.

En Juriendo, en el cruce con el camino que viene a Arteagabeitia, nos encontramos con un fornido boyero, al hombro la agui­jada, que trae el mismo paso cansino de su yunta. En el mismo umbral de Zuazo, a la vera de la añeja fuente, dos arrechas comadres baracaldesas platican animadamente.

Rubias mazorcas de maí­z cuelgan de las balconadas de los caserí­os y en !as portaladas descansan kokos, azadas, pericachos, escobas de bereso y otros aperos de labranza. Un borriquillo mamador chupetea en la ubre de su madre hasta que cansado la abandona y comienza a retozar en la pradera. Mugen las vacas en los establos y se oyen lejanos aullidos de canes. En las heredades, los hortelanos laboran inclinados mostrándonos los remiendos.

Nos conmueve profundamente la estancia en este lugarejo de nuestro pueblo al que es­tamos tan hondamente vinculados. Es segu­ramente este lugar el que mejor conserva las pristinas esencias baracaldesas a pesar de su proximidad con la ya crecida ciudad de El Desierto. Aquí­ se encierran las viriles caracterí­sticas de la raza. Si en la urbe nos sentimos cosmopolitas, en Zuazo nos sentimos baracaldeses,  ahincadamente baracaldeses, indí­genas acérrimos, respetuosos con la ­gleba de que vivieron nuestros abuelos

¡Salve a Zuazo secular!

Mas ¡ay!, ¿hasta cuándo podrás resistir ­rincón amado, la invasión de la vorágine industrial? Quisiéramos que eternamente. Que cuando nuestro cuerpo decline, nuestros hijos y los de nuestros hijos vengan, como ­nosotros, de vez en cuando, a asomarse al ventanal de Mucusuluba y ante tu venerada  visión aquieten sus espí­ritus en los momentos fatigados.

La tarde luminosa declina sumiéndonos en grata y placentera melancolí­a. Las amas de casa preparan en los llares ennegrecidos ­la clásica porrusalda. Lo delatan los tenues ­penachitos de humo que asoman por las  chimeneas.

En el umbral de Zuazo, a la vera de la añeja fuente, las dos arrechas comadres baracaldesas, que habí­amos visto horas antes siguen platicando animadamente. Y siguen hablando hasta que el reloj de la torre parro­quial de San Vicente deja caer pesadamente las ­siete campanadas. Entonces las prisas y entonces las imprecaciones. «Estas tardes de Mayo no tienen nada, Filo». «Ya hemos de hablar otro dí­a con más espasio, Frisca». Y se despiden. Las dos arrechas comadres baracaldesas que han iniciado a mediodí­a su animado parloteo, se retiran entre sombras, insatisfechas y presurosas, con el cántaro a ­la cabeza.

Riela el sol poniente. Muere la tarde nitida. Esfúmanse los contornos de los montes en la noche que avanza. Los aullidos de los canes en la lejaní­a tienen ahora acentos más lúgubres. Y ascendemos por la famosí­sima cuesta de Egusquiaguirre, donde la noche nos traga voraz.

Ya Zuazo duerme, duerme tranquila la  patriarcal aldea con el sueño reposado de siglos. Sin prisas. Sin vorágine. Con calma.

¡Salve a Zuazo secular!

Capí­tulo XI: ARGALARIO

Ha nevado copiosamente durante la pasada Noche. Por la mañana caen todaví­a, más len­tamente, los blancos vellones. Somos los primeros en hollar el inmaculado manto de nieve que arropa las calles de la población y dejamos atrás las redondas huellas de las tachuelas.

Cuando llegamos a Mesperuza ya ha cesado la pausada lluvia de pétalos blancos. Esta aldea montés, seductora en todo tiempo, tiene hoy el hechizo de una delicadí­sima estampa suiza.

Nos fascina la visión de la loma de Belga­rris y de la barrancada de Pasajes. Están borrados los caminos. Ascendemos paralela­mente a una lí­nea de encantadores árboles de navidad que son estos pinos jóvenes cubiertos de blanca túnica.

Y alcanzamos el somo de Santa Lucí­a, que resalta en el cautivante paisaje. Otros cuarenta minutos de marcha ascendente, y después de remontar los picos del Sel y de la Mota coronamos la cumbre del monte Argalario, acodada al final de la sierra de Triano, desde donde vigila, tutelar, a Baracaldo.

Ordeñadas por los ángeles las vaquillas del cielo Argalario, ha recibido el regalo de dos palmos de nieve esponjosa que sólo a nosotros, sus visitantes, permite pisar. ¡Gracias, abuelo venerable de barbas blanquí­simas! Bien nos compensas, montaña generosa, el esfuerzo realizado en tu escalada.

Y gozamos desde aquí­ de los más bellos paisajes alpestres. Vemos al portentoso Ereza cubierto con blanco capuchón semejando a un monje magní­fico. Allá abajo, sepultado en el fondo del valle, El Regato, al que miramos arrobados, El Regato sencillo y pobre, pobre y sencillo como Bethelem. Nos aturde un momento el espejismo de la nieve. Los montes vecinos Aldape, Ganeran, Pico de la Cruz, Mendí­vil, Bitarracho… se yerguen, se yerguen y bailan «a lo suelto» en mangas de camisa una fenomenal zambra de cí­clopes. Pero la mente se aquieta contemplando otras seduc­toras aldeas de nacimiento: Gorostiza, So­brecampa, Aguirre, Susúniga… que esmaltan valles y laderas. El poblado de Arnábal da la nota de inquietud, empingorotado en la roca como nido del águila. Arnábal parece caer al abismo. Las rojas entrañas de los montes mineros discordan en este ambiente de albura.

En la esplendente llanura montañosa en­cuéntrase una casucha abandonada que sirve de aprisco a las ovejas. Estamos en la que fue vivienda solitaria de Juan de Urcullu, el famoso Juanchu el de Argalario, que durante años y años llevo por los montes y extramuros baracaldeses su azarosa vida de juglar.

Hace ya mucho tiempo, antes de que Juan­chu pasara al somo de Artiba y a su cha­bola de Bacuña, tuvimos con él una casual entrevista en esta su lobuna morada de Argalarí­o. Aún nos parece que flota entre los muros que se desmoronan la imponente figura del rapsoda montesino.

En aquel lejano dí­a fuimos sorprendidos en estas proximidades por una lluvia torren­cial y corrimos a la cabaña para guarecernos. En el umbral nos detuvimos paralizados por el pánico. Oí­anse dentro unos formidables ronquidos que vení­an ventoleros por las fisu­ras de la puerta. Calmóse nuestro ánimo al descubrir que los tales ronquidos eran pro­ducidos por un ser humano. Era Juanchu, que dormí­a. Dormí­a vestido, sobre un jergón de helechos secos y crepitantes. En su labio inferior se sostení­a una colilla apagada. Des­pertóse con el ruido que hicimos al abrir la puerta desvencijada. «¿Ande vas por aquí­, majillo?», nos preguntó campechano sin sentirse molestado por nuestra intrusa pre­sencia. Le indicamos quiénes éramos, y al sabernos nieto de un buen amigo suyo nos prodigó de rústicas atenciones.

Un ardiente ósculo de nuestro pitillo encendió su apagada colilla. Y hablamos. Hablamos de su vida, de sus lejanos amorí­os y de sus enjundiosas jotas baracaldesas, en las que campea espontáneo el fuego divino de la poesí­a. Nos reveló varias leyendas y fábulas que creen a pies juntillas las candoro­sas gentes que habitan por estos agrestes pa­rajes y de las que él conocí­a muy bien el se­creto. Y aquel dí­a nos saturamos de atávico baracaldesismo con la compañí­a de Juanchu, el hombre de la montaña.

Este aprisco montaraz, estos valles, estos montes y barrancos cubiertos hoy por ní­veas galas virginales añoran los retumbantes ¡breas! con que Juanchu cerraba sus jotas baracaldesas viriles y pujantes. Hoy, Juanchu, asilado en el palacio que regaló a los baracaldeses don Antonio de Miranda, solí­citamente atendido por las beneméritas monjitas, avizora, ensoñador, «su» monte Argalario, donde discurrió la mayor parte de su vida libre y alegre como la de los pájaros sus compañeros trovadores.

 

Por Ernesto Perea Vitorica

Tomado de La Gran Enciclopedia Vasca

2 Comentarios

  1. Mikel Otxoa

    Kaixo amigos:

    Con mis orí­genes baracaldeses (nacido en Retuerto, estudiado en Burceña y el Desierto, y callejear por todo el pueblo), es lógico que me haya encantado rememorar esta obra de Perea.
    A ver si me doy una vuelta por ahí­ y me compro un ejemplar.
    Especialmente me ha gustado el recordar los toponimios tal y como los pronunciábamos: efectivamente los de Retuerto no í­bamos a Kareaga sino a Cáriga, etc..
    Por eso, creo ver una errata en esta transcripción con respecto a otra que se publicó en la revista k-barakaldo1, si por errata se entiende que aquí­ lo habéis puesto «correctamente».
    Se trata del toponimio de Sobrecampa, en el último capí­tulo y que nosotros llamábamos Sobrencampa (con n) tal como viene en la revista indicada.
    Al menos en mi casa, vecinos y yo creo que todo Retuerto, así­ lo pronunciábamos.
    Pequeños detalles, que espero os ayuden a mejorar si cabe, la página.
    Un cordial saludo.

  2. José Manuel Latorre

    Me gustan los contenidos y los comparto, pero el tema de la fotografía muchas veces no tiene nada que ver con el artículo que la las contienen. Cómo esté de hoy ese Piruli está en el Mendibil y no es terreno de Barakaldo

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Actualizado el 25 de junio de 2024

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