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Derecha y poder en Barakaldo (1898-1979)

Derecha y poder en Barakaldo (1898-1979)
  • 1.- LA RESTAURACIÓN

1.1. Barakaldo a finales de siglo

La evolución económica y demográfica

Tras la última guerra carlista, Vizcaya vivió un acelerado proceso de transformación económica. En el último cuarto del siglo XIX, la exportación de mineral de hierro, que creció a ritmo exponencial en estos años, estuvo en la base de un «despegue del aparato productivo que puede identificarse con la revolución industrial«.

Estrechamente vinculadas a la actividad exportadora minera aparecieron las primeras industrias siderúrgicas que aplicaban las modernas técnicas productivas. La erección de altos hornos era una consecuencia lógica de la estrategia del poderoso y reducido grupo de beneficiarios del negocio del hierro que pretendí­an añadir valor a su actividad con la transformación del mineral en lingote. Sin embargo, aunque en sus orí­genes no fuesen más allá de la complementación de la actividad extractiva, la aparición de las nuevas siderurgias extendió los efectos del ciclo exportador de mineral más allá de los montes de hierro y la plaza comercial de Bilbao para revolucionar la configuración de la margen izquierda de la Rí­a del Nervión.

El moderno Barakaldo nació de este súbito y acelerado proceso de industrialización de las primeras dos décadas de la Restauración. La transformación en 1882 de la vieja Fábrica de Nuestra Señora del Carmen en la Sociedad Altos Hornos de  Bilbao, con una capacidad de unas 100.000 Tms/año sancionaba la rápida mutación de lo que habí­a sido un tradicional conglomerado de núcleos agrí­colas que no alcanzaban los dos mil habitantes en 1857 en un denso centro industrial de 15.000 habitantes a finales de siglo.

De 1860 a 1877 la población baracaldesa prácticamente se dobló. La llegada masiva de inmigrantes estaba en la base de este crecimiento. En el siguiente decenio, los inmigrantes siguieron llegando a Barakaldo aún en mayor número. Así­, de 1877 a 1887, la población de la localidad volvió prácticamente a duplicarse. Este ritmo de crecimiento exponencial se mantuvo en la última década del siglo si bien ligeramente atenuado y, sobre todo, cualitativamente transformado. Entre 1891 y 1900 los flujos inmigratorios cedieron el protagonismo en la explosiva demografí­a baracaldesa al crecimiento natural de la población que alcanzó en estos años la nada despreciable tasa del 1.78% anual. «En 20 años, de 1870 a 1890, se habí­a pasado de una población dependiente de una estructura económica preindustrial, basada en un semiautarquí­a agrí­cola familiar, de pequeños y medianos propietarios y arrendatarios, ayudados por otras labores, como la minera, carbonera, etc. al predominio del asalariado industrial y a una nueva estructura productiva de corte industrial».

Este crecimiento acelerado y su dependencia de las nuevas industrias determinó la configuración fí­sica de la localidad. El nuevo Barakaldo era un conjunto de núcleos de población sin continuidad y jerarquí­a clara. Entre el tradicional núcleo de San Vicente y la Rí­a, nació El Desierto, que serí­a el nuevo centro de la localidad. Subsistí­an además núcleos dispersos como Retuerto, Luchana, El Regato y Burceña, además de Alonsótegui a bastantes kilómetros del nuevo centro, con una fisonomí­a social y económica particular.

El panorama polí­tico local

El súbito cambio económico y social del último cuarto de siglo desequilibró en el terreno polí­tico el tradicional equilibrio de poder local en Barakaldo. El liderazgo de las fuerzas vivas tradicionales, fundamentalmente propietarios agrí­colas, se fue viendo progresivamente amenazado por el poder de las nuevas empresas que dominaban la economí­a local. Entre ellas destacaba de manera espectacular Altos Hornos de Bilbao que empleaba a 1850 obreros en 1891 y a 2850 en 1901 (aproximadamente el 18% y el 14% de la población total respectivamente). De ahí­, que Altos Hornos no fuese una más de las industrias que se desarrollaban en la localidad, sino la fábrica.

Como se indicó Altos Hornos habí­a determinado la formación social y fí­sica del Barakaldo de final de siglo. Además, sus propietarios no eran accionistas lejanos que se conformaban con ver satisfechos sus intereses económicos, sino piezas centrales de la nueva burguesí­a vizcaí­na, cuya voluntad de intervención polí­tica era firme. La pujanza polí­tica de la nueva burguesí­a vizcaí­na quedaba ilustrada por su copo de la representación polí­tica de la provincia. Incluso el propio distrito electoral de Barakaldo fue creado en 1896 para satisfacer las pretensiones polí­ticas de la familia Ybarra.

Dada esta correlación de fuerzas, no era de extrañar que el monarquismo fuese la opción polí­tica dominante en Barakaldo. Los gobiernos locales de finales de siglo eran consistorios monolí­ticamente monárquicos, en los que se alternaban propietarios y labradores con una general adscripción dinástica y elementos procedentes del campo tradicionalista.

 

Los disidentes

Existí­a en el Paí­s Vasco una larga tradición de oposición al campo liberal liderada por los carlistas. También en Barakaldo el carlismo contaba con predicamento entre algunos sectores de la población tradicional. Al menos esto parece indicar la  fundación de la Sociedad Tradicionalista en 1892, aunque su refundación en 1905 apunta a que el moderno Barakaldo no era en los años del cambio de siglo un contexto muy favorable al desarrollo carlista. A diferencia de lo que les sucedí­a a los tradicionalistas, los católicos tení­an una mayor implantación que les sirvió de base para la expansión polí­tica y organizativa que vivieron que en los años siguientes.

 

La rebelión de las fuerzas vivas

El fin de siglo coincidió en Barakaldo con una crisis en el funcionamiento polí­tico tradicional.  Se produjo en estos años un desafí­o de las fuerzas vivas a la dinámica polí­tica instaurada. Las tensiones entre las fuerzas vivas tradicionales de Barakaldo y los hombres de la fábrica no se derivaban del copo de la representación electoral a este nivel que los segundos ejercí­an. La viejas élites baracaldesas ni podí­an, ni pretendí­an competir en este ámbito. Tal tensión se circunscribí­a estrictamente a la esfera local y, más concretamente, al control del ayuntamiento. El conflicto transcendí­a la dimensión simbólica que para las fuerzas vivas tradicionales tení­a su permanencia al frente del ayuntamiento, aspecto al que la fábrica fue sensible hasta bien entrado el siglo XX. Las resistencias al dominio de los nuevos hombres de las empresas tení­an, además, una base material clara en la oposición de intereses entre la élite tradicional y la nueva.

El dominio del ayuntamiento suponí­a para las empresas industriales el control de los recursos del municipio y de sus mecanismos de financiación. La apropiación de las aguas del término municipal por parte de Altos Hornos era un claro exponente del primer punto. En cuanto al segundo, las empresas instauraron una polí­tica fiscal basada en los impuestos indirectos en detrimento de las Utilidades que habí­an de gravar sus actividades.

El éxito de las empresas en la consecución de sus objetivos en materia municipal dibujaba una pirámide de agraviados en función de su número y capacidad de resistencia polí­tica. En la base de tal pirámide se situaba la población en general que soportaba los costes de tal polí­tica, ya fuese viendo agravadas sus ya difí­ciles condiciones de salubridad por la falta de aguas o disminuida su capacidad adquisitiva por la fiscalidad indirecta. Puesto que el peso del común de la población en la polí­tica local fue muy poco significativo hasta bien entrado el siglo XX, sus agravios no suponí­an ninguna amenaza para la continuidad de los intereses fabriles. En un nivel intermedio se perfilaba un grupo más concreto de afectados: los comerciantes. Sobre los tenderos baracaldeses recaí­a el peso de la fiscalidad local, ya fuera gravando directamente sus actividades o indirectamente por las restricciones al negocio que implicaban los consumos. Sufrí­an, además, la competencia de las cooperativas de consumo impulsadas por las propias empresas. El hecho de que la cooperativa de Altos Hornos absorbiese en 1897 aproximadamente el 80% del salario de sus 487 afiliados constituye un indicio de que la magnitud de tal competencia no era despreciable. Sin embargo, la capacidad de resistencia de los comerciantes, mayoritariamente marginales en las redes de poder local, era todaví­a muy pequeña y sólo posteriormente, como se verá, entraron en el juego polí­tico local, manteniendo siempre una ambigí¼edad derivaba de su difí­cil situación en los sucesivos mapas de oposiciones locales. Finalmente, en el vértice de la pirámide se encontraban los propietarios agrí­colas que se veí­an limitados en el uso del agua y relativamente sobrepresionados fiscalmente. En tanto que núcleo central de las fuerzas vivas tradicionales su oposición a la fábrica habí­a de ser la de mayor alcance polí­tico.

En 1896, el semanario La Ortiga Baracaldesa se erigió en el portavoz de la resistencia de estas fuerzas vivas. A través de la publicación, los miembros más activos de las antiguas élites exhortaban a la movilización contra la situación municipal del momento:

«Los verdaderos baracaldeses, y especialmente los propietarios, deben sacudir esa incomprensible indolencia que les subyuga; deben mirar más por el porvenir de este pueblo y tomar parte más activa que hasta el presente en todos los acuerdos del Municipio. (…) Sí­; todos los hijos de Baracaldo deben agitar esta idea y despertar á sus habitantes de ese profundo letargo de indiferencia en que se hallan sumidos, para que, constituyendo un Ayuntamiento probo, honrado e imparcial, sea fiel salvaguardia de todos los intereses mora les y materiales del pueblo…».

Se trataba de una llamada regeneracionista a abandonar las inercias que presidí­an la polí­tica local. Sin embargo, la apelación regeneradora de La Ortiga no apuntaba a un programa democratizador de la administración local. Por el contrario, era fuertemente deudora de la nostalgia de un dominio pasado que se consideraba idí­lico. Esta armoní­a anterior tocó a su fin con la irrupción en la esfera local de la polí­tica, novedoso elemento perturbador desde la perspectiva de La Ortiga:

«aquel Baracaldo tranquilo, sosegado de bonacible calma se convirtió apresuradamente en un pueblo de odios, rencores y de polí­tica avasalladora.

La razón, la rectitud y la justicia quedaron encadenadas á la voluble vanidad del caciquismo.

Llegó a tal estado de algidez la perversión de la conciencia pública que, olvidándose de que eran vizcaí­nos y convirtiéndose en hijos expúreos de Baracaldo se arrastraron por el suelo para conseguir del mandón de la anteiglesia, un Monterilla de Real Orden».

Adornadas con los mí­ticos valores de rectitud, valentí­a e independencia de la hidalguí­a vizcaí­na, estas fuerzas vivas se autocontemplaban como la natural representación del pueblo, en sus dos acepciones. Su exposición de lo que habí­a sido el funcionamiento polí­tico del último cuarto de siglo era inequí­vocamente corporativa. En los primeros tiempos de la industrialización, «el pueblo de Baracaldo, penetrado de la importancia de esa industria, daba siempre representación en el Municipio á individuos que la fábrica elegí­a entre sus empleados»45. Mas el equilibrio entre este pueblo y los intereses de las industrias locales se vio definitivamente alterado con la proclamación del sufragio universal. La extensión del sufragio acababa con aquella situación en la que la fábrica «no podí­a luchar con ventaja contra el pueblo». Ya fuese por la incorporación efectiva de nuevos actores polí­ticos, hasta el momento desprovistos de derechos, o por las posibilidades de manipulación caciquil que ofrecí­a a la fábrica, el sufragio universal fue el tiro de gracia al dominio polí­tico local tradicional. En cualquier caso, la irrupción de la polí­tica se perfilaba como la principal responsable del derrumbe de un equilibrio considerado como natural.

El tema del agua ilustraba la extrema debilidad e impotencia de las élites tradicionales que aún permanecí­an a finales de siglo al frente del ayuntamiento. En el verano de 1896 denunciaba La Ortiga Baracaldesa que las fábricas captaban el agua más arriba del barrio del Regato en perjuicio de los cultivos y la salubridad, y llamaban a la movilización ante el anuncio de la construcción de un pantano en este rí­o. De nada sirvió, sin embargo, que la corporación se opusiese a la construcción de tal pantano. Representantes del gobierno local eran expulsados por guardias privados de las obras del pantano, que se estaba construyendo sin las licencias oportunas48, y burlados por el diputado Urquijo que les hací­a recorrer infructuosamente en su busca la margen derecha de Bilbao a Las Arenas.

La impotencia dejaba paso a la épica resistencial localista, invocadora de firmes valores consuetudinarios, pero incapaz de frenar los procesos que erosionaban el tradicional Barakaldo. El traslado del ayuntamiento de la anteiglesia de San Vicente al núcleo industrial de El Desierto sancionaba simbólicamente la consolidación del moderno Barakaldo, a pesar de las exacerbadas imprecaciones localistas de los hombres de La Ortiga: «¿qué hombre que lata en su pecho el amor al pueblo, qué baracaldés amante de sus tradicionales costumbres consentirá que se arranque de San Vicente la Casa Consistorial? ¿No se ha n puesto a pensar nuestros concejales lo que significa aquel santuario de nuestras tradicionales costumbres? ¿N o están allí­, alegó ricamente representadas todas las penas, todas las alegrí­as y los sobresaltos que experimentaron nuestros antepasados en las vicisitudes que asediaban á nuestro querido pueblo de Baracaldo?…»

La confirmación como alcalde de un empleado de Altos Hornos de Bilbao en 1896 cerraba el breve ciclo de abierta resistencia de las fuerzas vivas tradicionales. A partir de este momento, la confrontación se veí­a substituida por la implorante exposición de méritos a la espera de gratitud por parte de los nuevos dueños de la situación:

«porque la fábrica ha necesitado arena para sus hornos y Baracaldo le ha abierto espontáneamente y gratuitamente sus abundantes bancos de sí­lice en los filones de Cruces (…) porque la fábrica necesitó aguas para su industria y Baracaldo le regaló gratuitamente, con perjuicio de la higiene, de la salud y de la comodidad de sus hijos, el más puro y abundan te manantial que nace en su s montañas (…) porque la fábrica necesitó brazos, para sus labores, y Baracaldo en aras de la industria, sacrificó el sudor, la sangre y hasta la vida de sus hijos en el holocausto del trabajo «.

Estas fuerzas vivas no pudieron con la fábrica y tuvieron que someterse a la dinámica polí­tica que ésta impuso. Siguieron presentes en el ayuntamiento cada vez más subordinadas a los rectores de Altos Hornos. Se colocaron la etiqueta de liberales o conservadores según el momento, pero su breve rebelión muestra su preferencia por una especie de corporativismo arcaizante que eludí­a el sufragio universal y que reivindicaba una representación apolí­tica, natural.

En este contexto de reconsideraciones acerca de cómo habí­a de organizarse la sociedad y el poder polí­tico que erosionaba los principios liberales harí­an su aparición los primeros nacionalistas.

 

1.2.- La propuesta de futuro: los primeros nacionalistas

La historiografí­a vasca coincide en señalar el carácter integrista y antiliberal del nacionalismo vasco. El primer nacionalismo de Sabino Arana, fue según J. Corcuera, «el grito de un tradicionalista que se rebela ante un mundo tan diferente a la utópica sociedad preindustrial»1. Pero a pesar de su ruralismo y de su inicial antiindustrialismo, el discurso de Arana no fue una mera variante del tradicionalismo. Sabino condensó esta tradición y la fuerista en una formulación explí­citamente nacionalista que daba respuesta a nuevas demandas sociales. Así­ se ha generado un amplio consenso historiográfico en torno a la consideración del nacionalismo vasco como la expresión polí­tica de unas clases medias atemorizadas por las consecuencias de la súbita industrialización vizcaí­na: crisis de las jerarquí­as tradicionales, retroceso de la religión católica, emersión súbita del conflicto social encarnado en unas masas obreras foráneas de reciente llegada, etc. El lema «Dios y Ley Vieja» proferido por modernos profesionales y clases medias urbanas dejaba clara la ubicación polí­tica del movimiento.

 

Los orí­genes del nacionalismo en Barakaldo.

El ideal de Sabino Arana parece haber contado en Barakaldo con un buen núcleo de adeptos desde su formulación. En este sentido, la sociedad Euskalduna, o Batzoki de Barakaldo, fue fundada oficialmente en 1898, aunque según Camino, «pudo ser el primer Batzoki inaugurado en Euzkadi, pero por deferencia a Sabino Arana, se retrasó hasta la inauguración del EUZLEKDUN BATZOKIJA». Definida en estos años en la documentación municipal como una sociedad recreativa, en 1905 contaba con 86 socios.

Las voces de estos primeros nacionalistas barakaldeses no han llegado hasta nosotros. No se han encontrado escritos de propaganda ni editaron prensa alguna. Sus colaboraciones posteriores en la prensa nacionalista perfilaban la propuesta nacionalista barakaldesa como una variante xenófoba del tradicionalismo. La novedad estribaba en la atribución uní­voca a agentes exteriores de la responsabilidad de los males de la sociedad vasca, genéricamente la pérdida de las libertades, pero concretamente en estos años la disolución bajo los efectos de la industrialización del viejo mundo rural, ahora idealizado, y muy especialmente la secularización. Antimaquetismo y religiosidad constituí­an las coordenadas básicas del discurso nacionalista baracaldés o sobre Barakaldo de mediados de la primera década del siglo, como se verá con posterioridad.

Hasta qué punto este ideal era compartido por los primeros nacionalistas barakaldeses es una incógnita que nos obliga a una aproximación más sociológica que ideológica a este grupo.

Este discurso resistencialista parece apuntar a la reacción del mundo tradicional frente a las consecuencias sociales y culturales de la rápida industrialización vizcaí­na.

En este sentido, Ludger Mees, Santiago de Pablo y José A. Rodriguez señalan que los primeros apoyos del nacionalismo provení­an de un sector muy determinado «la pequeña burguesí­a urbana bilbaí­na ligada a actividades «preindustriales» o mercantiles tradicionales, amenazadas por el orden económico emergente. Empleados, pequeños comerciantes, artesanos, etc. fueron los primeros discí­pulos de un Maestro con el que, además de ilusión y utopí­a, compartí­an también juventud».

El caso de Barakaldo no parece desmentir la impresión de estos autores, con la salvedad de que esa pequeña burguesí­a no era urbana, sino rural. Sólo disponemos del nombre de siete de estos primeros nacionalistas, por lo que todo intento de caracterización global es muy arriesgado. Sin embargo, el análisis de la extracción social de estos siete hombres arroja unos resultados significativos.

El primer concejal nacionalista de Barakaldo fue Eugenio de Tellitu Lí­bano, presidente de Euskalduna, que entró en el ayuntamiento en 1902. En el censo electoral de 1910 aparece como jornalero, pero la contribución rústica y urbana de 1896 lo sitúa más cerca del mundo de los labradores tradicionales. Viví­a en una casa con tierras de su propiedad a las afueras de San Vicente.

De Tomás Palacios Barañano, concejal en 1904, se sabe que era labrador de Retuerto y que en 1918-19 aparecí­a en la parte baja de los mayores contribuyentes. Más información se tiene de los nuevos concejales nacionalistas de 1906. José Urcullu Santurtún viví­a como Eugenio de Tellitu en San Vicente, era labrador y propietario de su casa y tierras. Igualmente, Tomás Zavalla, labrador de El Regato, poseí­a la explotación en que trabajaba. Pedro Bolivar, también labrador de Burceña, poseí­a además de la explotación que trabajaba otra casa con tierras que arrendaba. Sólo el labrador Raimundo de Uraga, concejal desde 1904, no era dueño de su explotación.

Esta radiografí­a de la representación polí­tica del primer nacionalismo barakaldés parece circunscribirlo a un grupo social muy concreto: los labradores, un espectro social mayoritariamente propietario de la explotación que trabajaba. Solamente Guillermo de Ariño, presidente de Euskalduna en 1904, era carpintero. En todo caso, se trataba de un grupo social claramente vinculado al mundo tradicional bastante similar al descrito para Bilbao por los autores anteriormente citados.

Sin embargo, a diferencia de lo que señalan los autores citados para el caso bilbaí­no, la edad en el caso de los primeros nacionalistas barakaldeses no parece resultar un factor diferenciador. Ciertamente, Eugenio de Tellitu y Tomás Zavalla eran bastante  jóvenes cuando accedieron a la condición de concejal (34 y 29 años respectivamente), pero el resto de los concejales nacionalistas pasaba de los cuarenta. Además, otros concejales de filiación no nacionalista eran más jóvenes que ellos Resulta significativo que no se encuentre entre los primeros nacionalistas a ningún representante del otro grupo de fuerzas vivas del mundo tradicional: los propietarios agrí­colas que complementaban sus rentas con el negocio inmobiliario y que pretendieron hacerse con el control polí­tico de la población en los primeros años del siglo. El nacionalismo aparece, pues, en Barakaldo como la expresión polí­tica de un sector del mundo tradicional: aquél que no se vinculó sus medios de vida a la nueva situación creada por la industrialización.

Más que por el orden económico emergente en sí­, tal como lo expresan de Pablo, Mees y Rodrí­guez, estos sectores se veí­an amenazados por sus consecuencias culturales, ideológicas y simbólicas, de un lado, y por las polí­ticas, de otro. La insistencia en una invasión de gentes extrañas que corrompí­an unas formas de vida y costumbres tradicionales («la bestia exótica») deja claro el trauma que supuso para estos grupos la súbita transformación de Barakaldo. Pero además de esta conciencia de fortaleza asediada en el orden cultural y simbólico, el primer nacionalismo barakaldés respondí­a también a una amenaza polí­tica. Ante la nueva burguesí­a local de propietarios y las nuevas clases medias promocionadas por Altos Hornos, los nacionalistas apuntalaron la presencia de los labradores entre el personal polí­tico local, evitando a partir de 1904 un reflujo similar al que vivieron los propietarios. En este sentido, el primer nacionalismo barakaldés parece la reacción de los elementos medios de la sociedad tradicional frente a la deserción de las élites tradicionales, subordinadas polí­tica y económicamente a los nuevos tiempos industriales.

1.3.- La nueva polí­tica

El nacionalismo vasco no consiguió atraer a la burguesí­a vasca ni a sectores notables de la élite polí­tica restauracionista, que en el caso vizcaí­no vení­an a coincidir. Existieron movilizaciones económicas similares a las catalanas como la agitación finisecular de la Liga de Productores, las campañas para la renovación de los Conciertos Económicos de 1906 o las dirigidas contra los impuestos de beneficios extraordinarios de Alba en 1917. Todas ellas generaron plataformas suprapartidistas y cí­vicas que el nacionalismo vasco intentó capitalizar, pero el naviero Ramón de la Sota fue la excepción en el seno del nacionalismo vasco, y no la norma como en el catalanismo. En consecuencia, el nacionalismo vasco quedó limitado a su base social de clases medias atemorizadas por los efectos de la industrialización de Bilbao y la Rí­a y a islotes de notables locales en el resto del Paí­s Vasco. Libre del contrapeso de intereses sólidos, pragmáticos y concretos que templasen su discurso, el nacionalismo vasco siguió una evolución propia como un movimiento fuertemente ideologizado y claramente al margen del sistema de poder de la Restauración, circunstancia que lo hace diametralmente diferente del catalanismo. La rapidez con la que se moderó el catalanismo apunta a que la radicalidad discursiva y práctica del nacionalismo vasco fue el resultado de este fracaso a la hora de pactar con las redes de poder polí­tico y social restauracionistas, no su causa, como propone J. Corcuera. No fue la radicalidad del discurso lo que provocó que la burguesí­a vasca no se hiciera nacionalista (el nacionalismo catalán no era menos radical), sino que fue esta negativa a incorporarse al nacionalismo lo que permitió la continuación de esta pureza y radicalidad.

Sin embargo, la reconversión del entramado de poder restauracionista, si bien marca claramente las diferencias con el caso vasco, no basta para explicar la consolidación de un movimiento tan sólido y coherente como el catalanismo. La adhesión de notables y burgueses a un movimiento nacionalista no es fruto de un cí­nico y manipulador cálculo que aconsejaba en un determinado momento cambiar de fidelidad nacional, tal y como acostumbran a caricaturizar los que pretenden subrayar la implicación de estos sectores. La condensación del movimiento se efectuó lentamente a través de ese campo de convergencia de derecha antiliberal definido por la común desconfianza hacia las implicaciones potencialmente peligrosas del liberalismo del que se ha hablado en el primer capí­tulo. El discurso abiertamente nacionalista sólo era, como se ha indicado, la expresión más radical o más consecuente de un maremágnum de reconsideraciones, fobias y miedos comunes; ahora bien era el más operativo para encarar el segundo fenómeno que actuó como cuajo ante la diversidad de ingredientes ideológicos: la ofensiva de la izquierda.

La razón de fondo de este fracaso radicarí­a en la debilidad del desafí­o de la izquierda en el conjunto de la sociedad vasca. La fuerza polí­tica de la izquierda sólo era importante en las capitales de provincia, la Rí­a, la zona minera y alguna localidad guipuzcoana como Eibar. Fuera de Bilbao (donde los republicanos obtuvieron actas en diferentes ocasiones y el socialista Prieto fue diputado a partir de 1918), desde 1898 hasta la Dictadura de Primo la presencia de la izquierda entre los diputados vascos se redujo a dos actas por San Sebastián y dos por Vitoria. Incluso en la Diputación de Vizcaya la participación de la izquierda fue inexistente hasta 1909 y mí­nima partir de esta fecha.

Al margen de esta presión izquierdista tan acotada geográficamente, las derechas eran hegemónicas en el resto del Paí­s Vasco. Dinásticos, carlistas e, incluso, católicos independientes o neutros tení­an unas sólidas bases de poder. Nada les impelí­a a transigir con sus competidores de derechas. La propuesta movilizadora del nacionalismo vasco no compensaba las renuncias sectoriales cuando fuera de Bilbao era todaví­a posible en los años veinte ganar las elecciones por mecanismos tradicionales e, incluso en la misma Vizcaya, era posible compaginar el pacto tácito con la izquierda y la corrupción

La mayorí­a innominada de Barakaldo

Los avances institucionales del nacionalismo vasco fueron bastante limitados hasta 1917. El PNV, como se ha indicado, no contó con el apoyo de la burguesí­a vasca, ni con las redes de poder restauracionistas. Su primer éxito electoral (la elección de Sabino Arana como diputado provincial en 1898) fue posible gracias al apoyo del grupo euskalerriaco que aportó respetabilidad, contactos y dinero. Pero este grupo de fueristas liberales, procedentes de la sociedad Euskalerria y dirigidos por el naviero Ramón de la Sota, que se ha homologado a los burgueses regionalistas de la Lliga, distaba mucho de la representatividad social y la potencia económica del mundo burgués que pactó con los catalanistas. En consecuencia, el PNV tuvo que luchar realmente desde fuera del sistema, sin complicidades de los poderes fácticos. Por ello, la presencia institucional del nacionalismo vasco se vio limitada hasta la guerra mundial a los ayuntamientos, ya que incluso en Vizcaya, la única provincia donde el partido tení­a fuerza electoral, sus avances en la Diputación fueron extraordinariamente lentos.

La actuación del PNV como moderno partido de masas estuvo vinculada a la modernización del escenario polí­tico de la capital vizcaí­na. La gran inmigración de las dos últimas décadas del siglo XIX habí­a roto los ví­nculos personales que estaban en la base del clientelismo local, que fue substituido por la falsificación del sufragio a gran escala. Como sucedió en Barcelona, aunque no de una manera tan súbita, estos mecanismos caciquiles se colapsaron ante la presión de partidos polí­ticos modernos. En 1905 el alcalde de Real Orden Gregorio de Balparda era el único dinástico presente en el consistorio. Desde esta fecha republicanos y socialistas constituyeron los grupos municipales más numerosos, seguidos de los nacionalistas. La consolidación del nacionalismo vasco como la primera fuerza de las derechas en la ciudad de Bilbao fue paralela, por tanto, a la movilización de las izquierdas, de manera similar a lo que pasaba en Barcelona. La diferencia estaba en que el nacionalismo vasco luchaba en solitario y con complejas relaciones de competencia con el resto de las fuerzas de la derecha.

Sin embargo, esta competencia en Bilbao no ha de ocultar que se pueden detectar desarrollos del espacio de convergencia de derechas similares al catalán. La súbita victoria nacionalista en el ayuntamiento de Bermeo, donde obtuvo la mayorí­a absoluta en 1901, recuerda demasiado a la prototí­pica reconversión de notables locales catalanas. De manera similar, en Barakaldo los nacionalistas actuaron hasta 1917 como un grupo más de la mayorí­a innominada, la coalición de fuerzas vivas locales, que con las tradicionales prácticas caciquiles, dominó el ayuntamiento bajo la dirección de Altos Hornos.

La constitución de Altos Hornos de Vizcaya en 1901, por la fusión de la Sociedad La Vizcaya y Altos Hornos de Bilbao, acentuaba la concentración y el gigantismo que habí­a caracterizado la moderna industria vizcaí­na desde su nacimiento.

Subrayaba también el enorme poder del reducido grupo de familias que controlaban tanto la explotación minera como la producción industrial y los servicios financieros. De la misma manera que participaban en el control de la polí­tica vizcaí­na, los propietarios de AHV convirtieron el ayuntamiento de Barakaldo prácticamente en una sección más de su compañí­a. Hasta 1917, AHV dirigió la polí­tica municipal baracaldesa, combinando en un bloque de derechas hegemónico y fiel a sus intereses a las distintas sensibilidades polí­ticas y sociales de la derecha local. Este largo dominio de AHV puede dividirse en dos etapas.

La primera, de finales del siglo XIX a 1909, se caracterizó por la desactivación y final desaparición de la oposición tratada en el apartado anterior entre fuerzas vivas tradicionales y la fábrica. En un primer momento, AHV compensó la esterilidad polí­tica de estas élites tradicionales subrayando simbólicamente su viejo liderazgo. Respetó, así­, su derecho a ocupar los primeros cargos en los equipos de gobierno local para progresivamente reducirlos a la alcaldí­a. Bajo la teórica presidencia de algún miembro de las viejas familias baracaldesas, las nuevas clases medias del Barakaldo industrial, fueron haciéndose con el control del equipo de gobierno.

En la segunda etapa, de 1909 a 1917, fueron apareciendo los primeros desafí­os, externos e internos, al dominio de la fábrica. Desde fuera del poder local, la conjunción electoral formada por socialistas y republicanos fue sacando penosamente a la izquierda del ostracismo en que se hallaba sumida hasta el momento. En el interior del bloque liderado por AHV, un sector del nacionalismo pugnó por mejorar sus posiciones relativas frente a otros sectores. Ante estos desafí­os, la fábrica optó en estos años por consolidar su propia opción polí­tica, en torno a la cual habí­an de vertebrarse los sectores que se mantuvieron fieles a sus directrices.

La modernización polí­tica 95

La hegemoní­a polí­tica de Altos Hornos La primera década del siglo XX se caracterizó en Barakaldo por la disolución de la oposición entre los propietarios que pretendí­an mantener su independencia en la polí­tica municipal y los intereses de las empresas industriales radicadas en el término municipal. Hasta 1904 las fuerzas vivas independientes de Barakaldo controlaron los equipos de gobierno. Mas estas fuerzas vivas no eran en absoluto, a pesar de su discurso, la expresión del mundo tradicional. Su propia composición revelaba las contradicciones de la sociedad vizcaí­na del cambio de siglo a causa de la rápida industrialización.

El Barakaldo tradicional estaba representado por los labradores. Se trata de una categorí­a ambigua, pero el estudio de la contribución rústica apunta a campesinos medios o acomodados, propietarios de la casa y tierras que trabajaban, además de alguna otra de la que obtení­an rentas. Este es el caso de Separio de Goicoechea, alcalde de 1899 a 1903 que poseí­a una explotación en Luchana, del concejal Julián Zavalla, propietario de dos fincas, una de las cuales explotaba directamente, o del concejal Fernando Echevarria que explotaba una finca propiedad de su familia. Aquellos que ya no mantení­an un contacto directo con el trabajo en la tierra aparecí­an como propietarios. Pero los propietarios que intervení­an en el ayuntamiento ya no eran la expresión del mundo tradicional, a pesar de seguir obteniendo rentas de sus fincas. La mentalidad rentista de estos grupos acomodados no habí­a dejado escapar las oportunidades que los nuevos tiempos industriales ofrecí­an, concretamente las necesidades de alojamiento de las masas obreras que llegaban a Barakaldo. Los propietarios que participaban en el ayuntamiento a principios de siglo mantení­an sus propiedades en el campo, pero eran sobre todo los dueños de los nuevos edificios de viviendas para trabajadores de El Desierto, de los que obtení­an substanciosas rentas. Dadas las competencias del ayuntamiento en cuestiones de urbanismo y sanidad, eran sin duda el sector social de la localidad que mayores beneficios podí­a obtener del control del consistorio. El equipo de gobierno de 1902 situaba al frente del gobierno local a los mayores propietarios urbanos del municipio. Pero más allá del interés directo por beneficiarse el control del poder, su presencia en el ayuntamiento muestra su disposición a liderar polí­ticamente el nuevo Barakaldo.

Sin embargo, el mismo proceso de industrialización que parecí­a otorgarles la hegemoní­a frente a las élites más tradicionales estuvo en la base de su desaparición. Los efectos de la industrialización sobre la sociedad barakaldesa no se limitaron a consolidar a una burguesí­a local rentista que participaba de la novedad subsidiariamente frente a una masa de trabajadores hostiles. Se desarrollaron también, y en mayor medida, unas nuevas clases medias cuyo grueso no eran industriales y comerciantes de variada condición, sino básicamente empleados. Puesto que la mayorí­a de estos empleados dependí­a directamente de la fábrica, su promoción polí­tica cumplí­a una doble función. A la vez que implicaba modernización polí­tica frente a la hegemoní­a de los propietarios, reforzaba el dominio de Altos Hornos sobre el poder local.

En 1906 los propietarios habí­an desaparecido de los equipos de gobierno y se iniciaba el rápido reflujo de su presencia en el consistorio. En su lugar, las nuevas clases medias iniciaban un despegue hasta convertirse en el grueso del personal polí­tico local. La mayor parte de esta expansión correspondió a los empleados, mientras que la presencia de las capas medias independientes (comerciantes, industriales, etc) apenas varió en relación a principios de siglo En estos años recobraba protagonismo en el consistorio un hombre como Domingo Sagastagoitia, antiguo combatiente carlista y empleado de Altos Hornos, alcalde en 1896, a quien La Ortiga Baracaldesa denunciaba como hombre al servicio de la empresa, y que retuvo la primera tenencia de alcaldí­a de 1906 a 1910. En 1904 entraba en el ayuntamiento otro empleado que habí­a de tomar el relevo de Sagastagoitia como hombre fuerte de la fábrica. Rodolfo de Loizaga, presente en el consistorio de 1904 a 1923, se estrenaba como sí­ndico en el perí­odo 1906-1909.

AHV no pretendí­a, sin embargo, socavar la autoridad social de estos propietarios locales. Respetó la dimensión simbólica de su liderazgo sobre la comunidad y les reservó siempre la alcaldí­a. Como comentaba la prensa republicana en 1909, cuando la negativa del anterior alcalde Tomás de Begoña a seguir en el cargo hací­a sonar el nombre de Domingo Sagastagoitia, «sólo se echará mano de él si no hay ningún propietario importante que quiera la alcaldí­a, y nadie la quiere dada la función de ser subordinado de Altos Hornos». Y efectivamente Tomás de Begoña fue sustituido por el propietario Pablo Arregui, alternativamente conservador y liberal.

La variabilidad polí­tica del propietario Pablo Arregui muestra que las etiquetas polí­ticas no daban cuenta de los condicionantes básicos del poder en el Barakaldo en la primera década del siglo. Si bien los hombres más destacados de la fábrica fueron católicos sin filiación polí­tica, el calificativo de liberal, conservador a nacionalista no tení­a mayor transcendencia en cuanto al grado de fidelidad a la polí­tica de AHV. De hecho, la primera década del siglo se caracterizó en Vizcaya por la profunda desorganización de las fuerzas polí­ticas en el tránsito de la antigua dinámica polí­tica basada en la oposición entre tradicionalismo y liberalismo a un modelo polí­tico dominado por la oposición entre derecha e izquierda.

Esta transición se efectuó en Barakaldo bajo la batuta directora de Altos Hornos que combinó todas las sensibilidades de la derecha local en los equipos de gobiernos,  formando aquella «mayorí­a innominada, incolora, tocada de extraños influjos», sobre la que ironizaban los republicanos. La fábrica designaba los candidatos y amañaba las elecciones, pero no se decantó en esta etapa por una opción polí­tica propia. La práctica disolución hacia 1903 de la «Piña» que agrupaba a las fuerzas dinásticas en Vizcaya privaba tanto a la fábrica como a los dinásticos locales de un claro referente partidista.

Conservadores, liberales y nacionalistas se combinaron durante estos años en los equipos de gobierno sin que tal adscripción polí­tica pesara en exceso en la práctica polí­tica local. La aparición de una candidatura liberal demócrata en las municipales de 1905, que obtuvo las dos concejalí­as de mayorí­as en el distrito de Desierto, apuntarí­a a la existencia de un sector del liberalismo que pretenderí­a reafirmar la oposición al tradicionalismo. Sin embargo, la reafirmación liberal no iba a ser la salida al marasmo polí­tico de la primera década del siglo ni en Vizcaya, ni en Barakaldo. Por el contrario, los liberales fueron la principal ví­ctima de la reorganización de las oposiciones polí­ticas en Vizcaya que se fue fraguando en estos años. La candidatura liberal-demócrata de 1905 fue el canto del cisne del liberalismo barakaldés. Tras esta elección, el mayor éxito liberal fue la proclamación de dos concejales por el artí­culo 29 en las elecciones de 1909. A partir de esta fecha, el término liberal desapareció de los referentes polí­ticos baracaldeses de la misma manera que desaparecí­a del discurso del Cí­rculo Conservador fundado en 1909 en Bilbao para dirigir el monarquismo vizcaí­no.

La erosión del ámbito polí­tico liberal y la propia evolución del monarquismo vizcaí­no hacia los principios de orden, catolicismo y monarquí­a abrí­a un amplio campo de confluencia de derechas entre este nuevo conservadurismo y los sectores que provení­an del campo tradicionalista. Tres referentes polí­ticos se disputaban en Barakaldo, al igual que en Vizcaya, la herencia del tradicionalismo antiliberal: el carlismo, el integrismo católico y el nacionalismo.

 

LAS DERECHAS

El carlismo

La rápida transformación de Barakaldo en un núcleo industrial no dibujaba un panorama demasiado alentador para los herederos directos del tradicionalismo. El carlismo baracaldés se reorganizaba en 1905 con la refundación de la Sociedad Tradicionalista, ya existente en 1892, pero su estrella polí­tica local parecí­a declinar. El comerciante y labrador jaimista Leonardo Cobreros pasaba de la cuarta tenencia de alcaldí­a en 1902 a la mera concejalí­a en 1904, y, finalmente, a la exclusión del consistorio después de su fracaso electoral en la lucha por la minorí­a en el distrito de Burceña, en el que apenas cosechó 68 votos. En 1909 intentaron los jaimistas conseguir la minorí­a por el distrito de Retuerto, pero como denunciaban los nacionalistas, el carlismo no contaba ni con base social ni con capacidad electoral («les metieron más de cien bolillas») para impedir la victoria del candidato socialista64.

 

El catolicismo

A diferencia de lo que les sucedí­a a los carlistas, los católicos vivieron una significativa expansión polí­tica en este periodo gracias a los efectos combinados del favor de la fábrica y su amplia base asociativa. El asociacionismo católico local se concretaba en la conferencia de San Vicente de Paúl (1898), el Centro Católico Obrero (1903) y el Centro Católico Obrero de Alonsótegui (1908), además de las sociedades piadosas de las Hijas de la Cruz y de San Francisco de Sales. Sus efectivos eran, además, los más numerosos de la localidad. El Centro Católico Obrero y la Sociedad de Socorros Mutuos de San Vicente de Paúl, con 276 y 591 socios respectivamente, se distanciaba considerablemente del resto de las sociedades de resistencia y socorros mutuos como la Unión Obrera (82 socios).

Los presidentes de ambas sociedades ocuparon cargos como concejales en estos años. El presidente de San Vicente de Paúl en 1909 fue concejal de 1901 a 1905. Más peso polí­tico tuvo el ya mencionado Domingo Sagastagoitia, presidente del Centro Católico en 1905, que habí­a sido concejal en los periodos 1881-1885 y 1894-1898, además de alcalde al menos en 1896. El empleado de Altos Hornos de quien habí­an abominado los propietarios de La Ortiga volví­a a concurrir en las elecciones municipales de 1905 por las mayorí­as en el distrito de San Vicente junto al propietario conservador Begoña y pasaba a ocupar la primera tenencia de alcaldí­a desde 1906 hasta 1910. En 1904 entraba en el ayuntamiento el católico y empleado de AHV, Ramón de Loizaga, que permanecerí­a en el consistorio desde esta fecha hasta 1923, con la excepción del bienio 1911-1913 y durante la República, siendo alcalde de 1920 a 1923.

El catolicismo barakaldés, por tanto, mejoró sensiblemente sus posiciones en el poder municipal en esta primera década del siglo. A pesar de contar únicamente con dos concejales consiguió la primera tenencia de alcaldí­a en 1906 y la retuvo hasta 1918, incrementando además su presencia en el equipo en los años siguientes como ya se ha indicado. La movilización se realizaba a partir de La Gaceta del Norte de Bilbao.

 

El nacionalismo

El tercer vértice del viejo campo tradicionalista estaba ocupado por los nacionalistas que pugnaban por hacer gravitar a su alrededor a los dos sectores anteriores. Los nacionalistas se perfilaban como una nueva sí­ntesis de las tradiciones antiliberales y católicas, desprovista de los lastres dinásticos y polí­ticos carlistas, pero añadiéndole las radicales implicaciones polí­ticas de la ortodoxia sabiniana más o menos latente. En este sentido, el nacionalista retuertoarra Tabejón (Taranco) se definí­a «defensor empedernido de los intereses Católico-Bizcaitarras» y Aberri destacaba en su reparación (…) «¡A Barakaldo! A descargar el latigazo a la bestia exótica; a expulsarla de nuestro seno; en que se abriga y nos hiere traidora. ¡A Barakaldo!»  con un negativo diagnóstico sobre la localidad la cuestión religiosa:

«…Barakaldo, nobilí­sima Anteiglesia antes, y convertida hoy, por la invasión exótica, en pocilga inmunda donde toda mala pasión es engendrada, y donde tienen asiento el ponzoñoso virus de la irreligiosidad y cualquier clase de ideas disolventes, haciendo huir avergonzado todo sentimiento noble».

De hecho, las mayores movilizaciones públicas del nacionalismo local recreaban una comunidad armónica y tradicionalizante en la que el elemento religioso y, por tanto, la institución eclesiástica, desempeñaba un papel preeminente. Las Fiestas Vascas, tanto las de la Juventud Vasca como las celebraciones de aniversarios de batzokis, se vertebraban en torno a la Iglesia. Elementos fijos del programa eran la misa de comunión de todos los participantes como primer acto y la misa cantada como segundo. Luego vení­an los bailes frente a la iglesia, la comida y la excursión o el mitin según los casos.

Este tipo de fiestas constituí­an no sólo la auténtica y honrada expresión del pueblo vasco que habrí­a de atemorizar a la «bestia exótica», sino un ejemplo de virtudes terapéuticas sobre «los vascos corrompidos [que], fascinándose en la luz radiante del Nacionalismo, sentirán desaparecer de sus inteligencias las brumas que hoy les ciegan».

La novedad del nacionalismo se limitaba a la solución polí­tica que ofrecí­a a la nueva situación. Las identidades y concepciones del pasado en que el ideario nacionalista se basada no eran, sin embargo, algo nuevo. Ya se señaló en el apartado anterior cómo estas consideraciones vertebraban el discurso de las élites barakaldesas, incluidos los propietarios y rentistas, a la hora de evaluar la nueva situación. Lejos de presentarse como una novedosa opción anti-stablishment, los representantes del nacionalismo baracaldés constituí­an una manifestación especí­fica de un discurso ampliamente difundido y, en consecuencia, se combinaban sin problema en la mayorí­a dirigida por Altos Hornos junto al resto de las fuerzas vivas de la derecha local.

La implantación asociativa del nacionalismo permaneció reducida hasta 1905 a la sociedad Euskalduna de San Vicente. A partir de esta fecha, el asociacionismo nacionalista vivió una importante expansión. La segunda entidad nacionalista de Barakaldo se fundó oficialmente en Retuerto en 190669, aunque ya hay noticias de su funcionamiento desde 190570. La expansión organizativa del nacionalismo se completó en los años siguientes con la fundación en 1907 de la Juventud Vasca71 y, en 1908, del Batzoki de Alonsótegui.

Esta expansión asociativa se desarrolló paralela a la ampliación de la presencia del nacionalismo barakaldés en el gobierno local. De un sólo concejal en 1902, Eugenio de Tellitu, presidente de Euskalduna, el nacionalismo incrementó su participación en el ayuntamiento hasta los tres concejales en 1904 y los cuatro en 1906. Esta evolución invirtió su signo en 1909 reduciendo la presencia nacionalista a dos regidores. A pesar de sus limitados efectivos en la corporación (una media del 13% durante este periodo), los nacionalistas baracaldeses consiguieron posiciones significativas en los equipos de gobierno. Ocuparon la tercera y cuarta tenencia de alcaldí­a en 1904, la sindicatura suplente en 1906 y la tercera de 1909 a 1912.

La integración del nacionalismo en la coalición que lideraba Altos Hornos y en sus prácticas quedaba subrayada por la complementariedad de la candidatura nacionalista por la minorí­a de San Vicente con la oficial de la derecha. Los tres candidatos obtení­an aproximadamente el mismo número de votos. De hecho, no se trataba sólo de que estos primeros nacionalistas no se diferenciaran excesivamente para los votantes de los conservadores o católicos con los que se complementaban, sino que simplemente formaban parte de la candidatura oficial que se imponí­a en una elección de dudosa limpieza. Ni siquiera un copo perfectí­simamente organizado podrí­a hacer coincidir la votación obtenida por el total de los candidatos con el número de votos emitidos.

A la minorí­a por San Vicente, se añadí­a a partir de 1903 una concejalí­a por Retuerto. Sólo en esta ocasión disputó el candidato nacionalista en este distrito una elección reñida. A partir de 1905 contaba con su elección por la mayorí­a. Fueron concejales por Retuerto Raimundo Uraga y Tomás Zavalla, ambos labradores, que hasta la consolidación institucional del nacionalismo con el batzoki en 1906, se apoyaron en el Sindicato Agrí­cola del barrio.

El hecho de que los nacionalistas contaran con un regidor por Retuerto antes de contar con batzoki en el barrio sitúa su expansión institucional más en el equilibrio de las fuerzas vivas tradicionales que en una nueva manera de hacer polí­tica. Sin embargo, el nacionalismo barakaldés presentaba ya a finales de la primera década del siglo un elemento clave: una amplia base asociativa que habí­a de convertirse en su fuente de poder cuando las disensiones en el seno de la coalición de orden llegasen a ser insalvables.

La especificidad social, ya señalada, del nacionalismo baracaldés quedaba subrayada por contraste con la extracción social de los representantes del resto de las fuerzas polí­ticas. La identificación de la tradicional élite de propietarios con el conservadurismo resultaba absoluta. No se tienen datos de concejales propietarios que optasen por otra adscripción polí­tica que la de conservador durante este periodo, a la vez que la mitad de los concejales conservadores eran propietarios. Estos propietarios, junto a un médico, dibujaban un perfil social de los concejales conservadores en el que las clases altas superaban el 57%. El resto de los conservadores provení­a de las clases medias y muy destacadamente del sector de los empleados.

Sin embargo, no era el conservadurismo la adscripción polí­tica mayoritaria de estos empleados que iban ampliando su peso en la corporación durante estos años. Un tercio de ellos se declaraba liberal, constituyendo el grueso de los concejales liberales. La representación liberal, cuya extracción social nos es sólo parcialmente conocida, se perfilaba así­ como eminentemente de clases medias, llegando a incorporar a un jornalero entre sus filas. El otro tercio de los empleados se proclamaba católico, alcanzando en este caso la correlación entre profesión y militancia una intensidad sólo comparable a la del nacionalismo y los labradores. De los siete mandatos católicos, cinco fueron ejercidos por empleados, siendo desconocida la procedencia social del resto de los católicos.

En resumen, frente a conservadores y liberales, de extracción social más difusa, la representación nacionalista y católica tuvo un perfil social muy marcado, labradores y empleados respectivamente. El mundo rural tradicional, modesto, pero independiente en el primer caso; las nuevas clases medias en expansión y dependientes de la industrialización en el segundo.

LAS IZQUIERDAS

Al margen de la entente práctica de este amplio espectro de derechas, la fuerza polí­tica de la izquierda aparecí­a como extremamente débil e irregular. Los republicanos superaban a los socialistas en tradición e implantación asociativa. El Cí­rculo Republicano fundado en 1891 y la más reciente Juventud Republicana de 1904, con 197 y 68 socios respectivamente, situaban al asociacionismo republicano como el más numeroso de la localidad después del católico. Contaban, además, los republicanos con los Cí­rculos Republicanos de Alonsótegui y Retuerto (39 socios), consiguiendo una implantación en los diferentes núcleos del municipio similar a la nacionalista.

En los primeros años del siglo el republicanismo baracaldés se mantuvo en las coordenadas de la vieja oposición liberalismo – tradicionalismo. Como vanguardia del frente liberal sostuvo en la localidad la antorcha del antitradicionalismo con sus escuelas laicas y su denuncia de la creciente influencia polí­tica del catolicismo en sus distintas expresiones («sociedad jesuí­tica») fruto de la erosión liberal. Pero esta propuesta de desarrollo del liberalismo se estrellaba contra la estrategia de frente de derechas impulsada por Altos Hornos.

En el terreno de las oposiciones locales, el republicanismo baracaldés retomaba el testigo que habí­an abandonado los propietarios agrí­colas y pugnaba por convertirse en el cauce de expresión polí­tica del descontento del segundo escalón de la pirámide de agraviados por la fábrica: los comerciantes. Los ví­nculos del republicanismo con los comerciantes eran estrechos. Su estructura para las elecciones provinciales se articulaba en torno a las tiendas, y sus principales candidatos eran tenderos. Esta circunstancia ligaba í­ntimamente el republicanismo a la Unión Comercial, sociedad de defensa del comercio local, presidida por un republicano. La Unión Comercial y el republicanismo presentaron candidaturas complementarias a las elecciones municipales de 1903 y 1905.

Sin embargo, también en este ámbito de las oposiciones locales, y con mayores motivos, bloqueó Altos Hornos las estrategias del republicanismo local. Ni siquiera bajo la apariencia de representantes del comercio, consiguieron los republicanos ser considerados en las combinaciones electorales de la fábrica, y no obtuvieron más que un sólo concejal por Retuerto en 1905. En consecuencia, tanto la dinámica polí­tica general (imposibilidad de desarrollar el frente antitradicionalista) como el juego de oposiciones locales (imposibilidad de hacerse un hueco en las redes pactadas de poder local) abocaban al republicanismo a la ruptura definitiva con Altos Hornos y el monarquismo local y a la alianza con los socialistas.

Los socialistas habí­an constituido, por su parte, la Agrupación Socialista en 1902 y la Juventud en 1904, además de la Agrupación Socialista del Regato. Con 86, 28 y 30 socios respectivamente, se situaban ligeramente por encima de los efectivos del nacionalismo y le tomaban la delantera en la organización de las juventudes. A diferencia de la actuación más localista y coyuntural de los republicanos, los socialistas aparecí­an como una opción claramente polí­tica al margen del poder local y presentaban desde mediados de los años noventa candidaturas en todos los distritos. Sin embargo, obtuvieron un único concejal en 1899 y tuvieron que contentarse con rozar en 1903 la nominación en Burceña y Retuerto en 1903 y 1905.

Los escasos votos que obtení­an los socialistas en El Desierto, el nuevo centro nacido entorno a Altos Hornos, ilustran las dificultades de implantación del partido entre los obreros de la fábrica y obliga a matizar la imagen del partido como expresión polí­tica del moderno proletariado. De hecho, más que en la oposición entre capital y trabajo, los socialistas, al igual que los republicanos, se ubicaban en la más tradicional y genérica oposición entre Altos Hornos y el pueblo. Como en el caso de los republicanos, eran comerciantes e industriales, concretamente taberneros, quiénes desde el campo socialista demandaban el voto para alterar el estatus quo local.

La extensión del término municipal de Barakaldo y su fragmentación en diversos núcleos de población le privó de un comportamiento polí­tico más o menos uniforme. Cada distrito electoral de Barakaldo, y aún cada sección, presentó unas caracterí­sticas polí­ticas diferenciadas.

En San Vicente, viejo núcleo de la localidad, se impusieron sin dificultad las candidaturas de derechas o de orden basadas en la combinación ya señalada de un candidato nacionalista por la minorí­a y conservadores o católicos por las mayorí­as. Frente a esta combinación, la izquierda no sobrepasó los 180 votos, aproximadamente un 25% de los votantes.

El Desierto, situado entre San Vicente y la Rí­a, era la zona de crecimiento del Barakaldo industrial. En él se ubicaban la empresa Altos Hornos, las estaciones de ferrocarril y, de hecho, el centro del moderno Barakaldo. Sin embargo, resulta significativo que no fuera el núcleo más moderno del municipio el protagonista de la modernización polí­tica. Por el contrario, fue el distrito sobre el que la fábrica ejerció una influencia más directa y en el que por más tiempo se mantuvieron las viejas prácticas de manipulación del sufragio. Todo ello le convertí­a en inaccesible para los nacionalistas que no presentaron candidaturas por El Desierto hasta la II República. Tampoco fue un distrito favorable a la izquierda, aunque las candidaturas republicanas de la Unión Comercial rozaron la proclamación por minorí­as en 1903 y obtuvieron en 1905 un 15% de los votos. Las fuerzas socialistas fueron casi testimoniales (entre un 5 y un 9%). Era, por tanto, un feudo de las candidaturas dinásticas de la fábrica, y especialmente, del católico Rodolfo de Loizaga.

Existen indicios para otorgar crédito a las denuncias de abierta manipulación electoral tanto en San Vicente como en El Desierto. En ambos distritos las concejalí­as eran pactadas con anterioridad a la elección que meramente sancionaba el acuerdo previo. En 1905 este acuerdo incluí­a a un excombatiente carlista destacado dirigente del catolicismo local, a un propietario conservador y a un labrador nacionalista por San Vicente, y a dos liberales demócratas junto a un candidato de filiación desconocida por El Desierto. Ni siquiera se intentaba conferir verosimilitud al resultado manteniendo alguna distancia entre los concejales proclamados por la mayorí­a y el de la minorí­a; los tres eran candidatos oficiales y los tres obtení­an el mismo número de votos. De hecho, como ya se indicó, sólo un perfectamente organizado y poco verosí­mil copo en ambos distritos podrí­a hacer coincidir el total de los votos obtenidos por los candidatos y el número de votantes, en torno al 75% del censo en los dos distritos.

Así­, pues, más allá de la cooptación del nacionalismo en San Vicente, no hubo verdadera pugna polí­tica en los dos distritos que componí­an el núcleo urbano de Barakaldo.

La competencia electoral quedaba en realidad limitada a los distritos de Retuerto y Burceña, menos controlables por la fábrica.

Por Retuerto compitieron personalidades representantes de todo el espectro polí­tico. El hecho de que las candidaturas fueran siempre uninominales permite que sea el distrito dónde se conoce con mayor exactitud la fuerza de cada una de las sensibilidades polí­ticas.

Desde la elección del nacionalista Raimundo de Uraga en 1903, el nacionalismo se aseguró la concejalí­a por mayorí­as. Se disputaron la minorí­a carlistas, independientes, y, especialmente republicanos y socialistas, que en 1903 y 1905 consiguieron un 23 y un 19% de los votos respectivamente. La elección en Retuerto era especialmente reñida. En 1903 los republicanos quedaron sólo a tres votos de la victoria y los socialistas a veinte. En 1905 obtuvieron en este distrito los republicanos su único concejal durante este periodo.

El distrito de Burceña aparecí­a dividido entre Alonsótegui, «pueblo mitad fabril, mitad minero» en el interior, y el núcleo industrial de Luchana en la Rí­a. Dominado hasta 1909 por los liberales, se perfilaba ya en 1905 como un distrito abierto a la competencia polí­tica en el que los socialistas retení­an el 21% de los votos ya conseguido en 1903, mientras que la primera candidatura nacionalista se hací­a con el 12%.

La relativa independencia de estos distritos del control de Altos Hornos no cuestionó la dinámica polí­tica basada en el papel directivo de la empresa en la configuración de una amplia mayorí­a de derechas en el ayuntamiento afí­n a sus intereses.

La desorientación y reorganización del monarquismo dejaba un amplio campo de juego a nuevas sensibilidades polí­ticas como el nacionalismo. La empresa reconocí­a su representatividad y lo integraba, ya fuera dándole la representación de la derecha en Retuerto o combinándolo con sus candidaturas en San Vicente. Las peculiaridades ideológicas de cada uno de los sectores de derechas no eran óbice para su común funcionamiento y los incidentes de Retuerto eran un buen ejemplo de ello. En diciembre de 1905, el nacionalista Meabe pronunciaba un mitin en el Batzoki del Regato en el cual manifestaba abiertamente los postulados sabinianos: «los nacionalistas venimos sufriendo y sufriremos tres persecuciones por parte de los españoles. A saber: primero, la prisión preventiva, segunda la prisión en Ceuta, tercero el fusilamiento (…) Quizás sea yo una ví­ctima y mártir de nuestra causa, pero no importa. Lo seré con la frente muy alta (…) los españoles no tienen derecho á pisar este territorio vizcaí­no; porque llegará un dí­a que se enseñoreen de Vizcaya y nosotros tendremos que emigrar a América. Por eso aconsejo, que debemos convertirnos en nacionalistas de acción para arrancar á la fuerza lo que por derecho nos corresponde. (…) Los vizcaí­nos podemos gobernarnos solos, sin necesidad de que los extraños manden en nosotros.»

Jóvenes republicanos provocaron incidentes durante el mitin que se saldaron con su detención. Dada la indiferencia de las autoridades locales, presentaron una denuncia ante el gobernador («pues ante todo son españoles que no pueden sufrir tamaño insultos») que era desautorizada por el alcalde, quien expresaba su confianza en el presidente del Batzoki y cuarto teniente de alcalde.

De hecho, no era sólo que las fidelidades ideológicas del nacionalismo no cuestionaran la coalición, sino que resultaba difí­cil distinguir, más allá del antimaquetismo, sin duda compartido por amplios sectores, a estos primeros nacionalistas del resto de las sensibilidades de derechas herederas del tradicionalismo. El fundador y principal animador del batzoki de Retuerto en 1906, J.F. Tierra, «el que aquí­ era í­dolo de muchos nacionalistas; el que por sus campañas en la conferencia, en el mitin y en la prensa, enloqueció a muchos que hoy son socios de nuestros Batzokis», se integraba con posterioridad en la candidatura conservadora para las provinciales de 1913. Francisco Echave, concejal elegido en 1909 como nacionalista, se definí­a en 1921 como católico. De manera similar, cuando en 1921 reprimió como alcalde las manifestaciones festivas nacionalistas, Aberri recordaba al católico Loizaga el haber sido «tan asiduo concurrente en otros tiempos a jiras y fiestas nacionalistas».

Los primeros desafí­os

La entente de funcionamiento polí­tico descrita en el apartado anterior se enfrentó al primer desafí­o importante en 1909. En las elecciones municipales de diciembre la izquierda presentaba su primer intento coordinado de salir de la marginalidad polí­tica a través de la Conjunción republicano-socialista. La Conjunción retomaba el tradicional discurso de defensa de los intereses del pueblo frente a los de la fábrica. Como habí­a sucedido en 1896, el desafí­o a la fábrica daba lugar a la aparición de un semanario local, El Eco de Baracaldo, que reeditaba las denuncias de su predecesor sobre la cesión del agua a Altos Hornos, y la dependencia de los concejales: «vosotros sois concejales sólo, entenderlo bien, por la influencia que estas grandes industrias ejercen en las altas esferas del poder y en el elemento trabajador, de cuya inconsciencia se abusa.

Acudí­s á las sesiones con los mandatos imperativos y dependéis de un modo de directo de los Altos Hornos, Luchana Mining o la Orconera, y digo de un modo directo, porque cobráis sueldo de dichas entidades, y esos sueldos los disfrutáis también cuando tenéis que acudir a las farsas municipales ya aludidas; cuando abandonando el taller, ocupáis el escaño para administrarnos«.

A diferencia de la oposición de las viejas fuerzas vivas, la conjunción trascendí­a el lamento y la voluntad administrativista, para plantear un programa municipal basado en la revisión de las tarifas fiscales con miras a no gravar las subsistencias y el traslado de la carga fiscal a la propiedad y la producción industrial.

Fiel a sus hábitos de actuación polí­tica, Altos Hornos encaró el desafí­o intentando minar su carácter alternativo por medio de la inclusión de una parte del grupo opositor en sus combinaciones de poder. Así­, ofreció la proclamación por el artí­culo 29 en El Desierto al candidato republicano dirigente de la Unión Comercial. Esta cooptación llegaba, sin embargo, demasiado tarde para frenar el paso del republicanismo, que habí­a pugnado por ella durante años, al campo alternativo. Si bien buena parte del republicanismo veí­a en este acuerdo el éxito de su estrategia pasada, los socialistas lo denunciaron y amenazaron con romper la coalición electoral. Finalmente, el republicanismo optó por confirmar el desafí­o a Altos Hornos y, ante la insistencia del candidato en cuestión por mantener el pacto, decidió expulsarlo de la agrupación republicana y nombrar un substituto para la conjunción. La debilidad republicana no podí­a ser más patente. Por un lado, sólo conseguí­a ser tenido en cuenta en las combinaciones oficiales ante la amenaza al recurso alternativo a la movilización electoral, y por otro, tal movilización jugaba a favor de los socialistas, pues la candidatura de la conjunción sólo reservaba un puesto a los republicanos sobre siete.

Los resultados electorales confirmaban esta debilidad. Mientras el republicano expulsado casi cuadriplicaba sus votos en relación a 1905 y salí­a elegido con el mismo nivel de voto que la candidatura conservadora oficial, el candidato republicano conjuncionista fracasaba. Altos Hornos habí­a conseguido gracias a la cooptación de la Unión Comercial no sólo conjurar el peligro conjuncionista, sino además invertir el crecimiento de la izquierda en El Desierto. Si en 1905 republicanos y socialistas habí­an superado el 22% de los votos, en 1909 apenas rozaban el 19%. En San Vicente, por el contrario, la Conjunción remontó de unas posiciones testimoniales al 23% de los votos, un resultado que los efectivos socialistas no esperaban puesto que el dí­a de la elección abandonaran el distrito dándolo por perdido y marcharon a Bilbao. En Retuerto, con el 35% de los votos, la Conjunción lograba proclamar a su candidato por la mayorí­a y en Burceña, con el 28%, hacerlo por la minorí­a. En total, la conjunción habí­a conseguido más de un cuarto de los votos emitidos en Baracaldo y habí­a logrado la proclamación de dos concejales socialistas.

Las elecciones municipales de diciembre de 1909 cerraban un ciclo polí­tico en Baracaldo: el del dominio de la derecha sin resistencias notables. A partir de esta fecha, el funcionamiento polí­tico local irí­a abriéndose progresivamente a la competencia polí­tica.

Esta nueva circunstancia trastocó notablemente la mayorí­a innominada que hasta el momento habí­a regido la localidad. A medida que las resistencias a su continuidad crecí­an y el espacio polí­tico se ampliaba con la incorporación de nuevos sectores a la polí­tica, habí­a de resultar cada vez más difí­cil mantener unas pautas de funcionamiento polí­tico caracterizadas por la marginación del cuerpo electoral y la reducción del espacio polí­tico a un reducido núcleo de personas e intereses. La principal ví­ctima de esta reorganización del juego polí­tico fue el liberalismo baracaldés. Los liberales baracaldeses, que habí­an contado con 6 de las 19 concejalí­as de 1906 a marzo de 1909 y que mantuvieron 5 concejales desde esta fecha a las nuevas municipales de diciembre, prácticamente desaparecieron del mapa polí­tico local. Sólo uno de los concejales proclamados por el artí­culo 29 en marzo aparece definido como liberal y, tras la finalización de su mandato en enero de 1912, la única calificación de liberal hace referencia este año al alcalde de R.O. Pablo Arregui, quien tres años antes y en el mismo puesto, aparecí­a definido como conservador. La nueva oposición derecha – izquierda no dejaba espacio al liberalismo baracaldés.

La reorganización del monarquismo vizcaí­no, que no habí­a contado con organización alguna desde 1903, aparecí­a liderada por los conservadores. La ofensiva conservadora por dotar de instrumentos polí­ticos al monarquismo se concretó a finales de 1909 en la fundación del periódico El Pueblo Vasco y del Cí­rculo Conservador. Esta reorganización conservadora diferí­a de las anteriores en que no pretendí­a reforzar una identidad polí­tica dentro del campo liberal en oposición al tradicionalismo, sino hacer frente al desafí­o de la izquierda a través de la constitución de una derecha moderna antirrevolucionaria. «Su objetivo fue ahora combatir a los partidos de izquierda, republicanos y socialista, ante lo cual las fuerzas antiliberales tradicionales debí­an ser aliados naturales».

Tal reorganización del espectro polí­tico en torno a los principios de orden, catolicismo y monarquí­a dejaba poco espacio en Vizcaya a una identidad polí­tica especí­ficamente liberal, máxime en Baracaldo donde la influencia del lí­der conservador Fernando Marí­a de Ibarra, principal accionista de Altos Hornos, era más que notable. Abrí­a, sin embargo, esta reorganización del monarquismo la posibilidad de sancionar polí­ticamente lo que habí­a sido una práctica en la polí­tica baracaldesa de los años anteriores, es decir, la confluencia de las distintas sensibilidades de la derecha en un frente común. En realidad este frente se mantuvo en Baracaldo hasta 1917, pero el periodo de 1909 a 1917, cuando precisamente se lanzaba abiertamente la propuesta, se caracterizó por la paulatina demarcación en su interior de identidades polí­ticas progresivamente excluyentes. En Baracaldo la lógica de la posterior división y enfrentamiento radicó en las estrategias que cada sector polí­tico de la derecha adoptó frente al desafí­o de la izquierda.

Los distintos sectores de la derecha baracaldesa no eran en absoluto homologables respecto a sus bases de poder. Mientras los monárquicos derivaban su poder exclusivamente de su relación con el Estado y con Altos Hornos (no tení­an de hecho ni una sociedad ni centro), el resto de las fuerzas de derechas se fue dotando paralelamente al crecimiento de la izquierda de una estructura organizativa capaz de proveerlas de una amplia base social.

Ya se señaló en el apartado anterior la amplia base asociativa del movimiento católico a caballo entre la tradicional asociación piadosa y la obrerista. El catolicismo baracaldés se abstuvo, sin embargo, de dirigir hacia la movilización polí­tica su estructura organizativa tal y como sucedí­a en otros lugares. En realidad no lo necesitaron. Figuraron siempre en las candidaturas oficiales de sus núcleos de implantación (San Vicente y El Desierto), consiguieron ampliar su presencia en el ayuntamiento a tres concejales desde 1912, los cuales, además, tendieron a situarse favorablemente en los equipos de gobierno: mantuvieron la primera tenencia de alcaldí­a que ostentaban desde 1906 que completaban con la segunda tenencia de 1914 a 1916 y con la sindicatura suplente de 1912 a 1914. No teniendo que apelar a la movilización para conseguir posiciones favorables en las combinaciones de Altos Hornos, los dirigentes del catolicismo local pudieron obviar las consecuencias imprevistas del recurso a tal movilización.

La Sociedad Tradicionalista vertebró la sociabilidad del carlismo local, ausente del ayuntamiento desde 1906. Sus actos aparecen con irregularidad en los estados municipales, pero queda constancia de sus intentos de convocar en diferentes momentos ciclos de conferencias y veladas a la manera de los que hací­a la izquierda. En 1912 conseguí­a reunir en un mitin contra la polí­tica de Canalejas a más de 200 personas. A partir de 1915, tras la inauguración de sus nuevos locales, consolidó sus veladas semanales. Esta consolidación institucional fue paralela a su reincorporación a las mayorí­as lideradas por la fábrica. En 1914 retornaban los carlistas con un concejal al ayuntamiento, presencia que se amplió a tres en 1916, en ambos casos claramente alineados y favorecidos por la fábrica.

En contraste con el estatismo diáfano del conservadurismo y con el protectorado que ejercí­a sobre tradicionalistas y católicos, la expansión organizativa del nacionalismo en el periodo 1905-1910 perfilaba una estructura organizativa homologable a la de la izquierda.

Al igual que socialistas y republicanos, el nacionalismo baracaldés contaba desde 1907 con su propia Juventud e implantación en los distintos barrios. A los Batzokis de Retuerto (1906) y Alonsótegui (1908), siguió la fundación del Batzoki de Burceña, oficialmente en 1913, pero constituido desde 1910. Son escasas las actividades nacionalistas reseñadas en los estados municipales, pero su expansión organizativa apunta a que como mí­nimo el nacionalismo constituí­a un referente cotidiano de la sociabilidad de diferentes barrios. Esta estructura organizativa acabó por erigirse en la fuente de poder del nacionalismo local. A medida que avanzaba su implantación en los barrios, la presencia municipal del nacionalismo dejaba paulatinamente de depender del acuerdo con los poderes de hecho para apoyarse crecientemente en la movilización electoral. La transformación cualitativa que sufrí­a el nacionalismo baracaldés durante estos años puede constatarse en la procedencia de sus concejales. En el periodo anterior la integración en la candidatura oficial en San Vicente habí­a sido el canal básico de incorporación del nacionalismo al ayuntamiento. A partir de diciembre de 1909 la movilización electoral de los barrios iba a ser la base del grupo nacionalista municipal estabilizado en torno a los cinco concejales.

En este sentido, mientras el nacionalismo se consolidaba en Retuerto y Burceña, San Vicente perdí­a terreno hasta el punto de no conseguirse en este distrito la proclamación de concejales en 1915. De manera similar, si todaví­a en 1909 el distrito de San Vicente representaba el 45% del total del voto nacionalista, en 1915 este porcentaje se habí­a reducido al 19%, en favor del peso electoral de Retuerto y Burceña. Tras el desafí­o de la izquierda de 1909, el nacionalismo dejaba de ser una expresión más de las fuerzas vivas del casco urbano tradicional, para convertirse en el protagonista de la movilización polí­tica de los sectores no socialistas en Retuerto y Burceña, es decir, en aquellos distritos que escapaban al control directo de Altos Hornos. El nacionalismo presentaba la novedad de una derecha antisocialista que ya no basaba exclusivamente su poder en los acuerdos con los poderes tradicionales, sino en la movilización de sus bases, en competencia con la izquierda con sus mismos métodos.

Esta mutación habí­a de crear fuertes tensiones en el seno del movimiento nacionalista. Frente a los primeros nacionalistas, vinculados a una dinámica de equilibrio de fuerzas vivas, los nuevos sectores presionaban hacia una nueva lí­nea de actuación. De un lado, la movilización en función de apelaciones ideológicas entraba en contradicción con una actuación basada en la tradicional negociación de intereses de fuerzas vivas. Por otro, el eco social alcanzado por las propuestas nacionalistas fundamentaba la pretensión de que se les reconociese un mayor peso en la coalición de derechas que gobernaba la localidad.

Puesto que «las turbas revolucionarias que bajaron del monte a hacerle a Prieto diputado, no tuvieron aquí­ más barrera que la impuesta por los pechos nacionalistas, que así­ desafiaban las iras de esas turbas»85 en las elecciones de 1914, resultaba lógico que demandasen de la fábrica su reconocimiento como lí­deres de la derecha en sus respectivos distritos.

El descontento ideológico por la lí­nea transigente seguida por los concejales nacionalistas aparecí­a ya en 1908 a través de un escrito de un anónimo nacionalista retuertoarra que criticaba en Aberri la asistencia de un concejal «de filiación nacionalista y autoridad del partido» a una fiesta escolar en la que, desde una tribuna «engalanada con los colores nacionales españoles», escuchó la Marcha Real. La conclusión del denunciante no dejaba lugar a dudas sobre su desacuerdo con la polí­tica conciliadora del nacionalismo local: «No quiero hacer comentarios, sólo diré que en la polí­tica prudentear, transigir y conciliar, es pintoresco, pero casi siempre inconveniente y que no es de hombres que tienen por armas invencibles la fe y la verdad».

El nacionalismo baracaldés, sin embargo, estaba aún lejos de la práctica excluyente. Después de la publicación de varias réplicas y contra-réplicas patrióticas que ninguna información añadí­an al caso, Aberri descalificaba el escrito inicial tras recibir su redactor la visita de una comisión de batzikes y los sectores disconformes habí­an de sacrificarse a la reconciliación «en holocausto de Dios y de la Patria».

Consecuente con su rechazo de la transigencia local del partido, este mismo sector intentó presentar un candidato propio a las elecciones municipales de 1909 que, junto al nacionalista apoyado por Altos Hornos, habrí­a de otorgar el copo a los bizcaitarras. La pretensión alarmó a Altos Hornos y a la derecha, ya que esta candidatura, al competir por la segunda acta con un carlista, ofrecí­a el triunfo al candidato socialista. A pesar de las presiones, este sector se mantuvo firme hasta que, la ví­spera de la elección, «descendió de un coche un joven con el ukase de las autoridades superiores para que se retirara y con compromiso de Altos Hornos de apoyarle en las siguientes elecciones». En palabras de los propios afectados «pudo más el sentimiento religioso de nuestros directores que todas las conveniencias del partido y obligaron a nuestro candidato a retirarse…»

El compromiso se cumplió en las municipales de 1911. Idelfonso Taranco, Tabejón, resultaba elegido en esta fecha junto a un independiente en competencia con republicanos y socialistas divididos. La pugna se reeditaba, sin embargo, en 1913 y 1915 cuando, al igual que en 1909, junto a la candidatura nacionalista oficial y pactada con Altos Hornos, aparecí­an candidatos que pretendí­an alcanzar el copo nacionalista. En ambos casos, la operación se saldó con el fracaso.

La exclusión de esta candidatura de los pactos entre los poderes consolidados, abocaba a sus promotores al recurso directo a la movilización electoral de las bases. Aparecí­a, así­, por primera vez en 1913 la propaganda polí­tica electoral de la derecha. El discurso de los nacionalistas disidentes de Retuerto no se alejaba demasiado del discurso de las viejas fuerzas vivas de finales de siglo. Simplemente oponí­a la identidad vasca tradicional y sus valores asociados, ya no a Altos Hornos y a las novedades de la industrialización local, sino al socialismo. La incompatibilidad entre socialismo y linaje vasco era el argumento. El antimaketismo presidí­a la descalificación del candidato socialista: «Evaristo Fernández (a la reelección), natural de……no sabemos (…) ¿Que quiere un concejal nacionalista nombrar una barrendera barakaldesa para las Escuelas de Retuerto, Fernández dice que tiene que ser una de….que vive en el Desierto». Junto al antimaketismo, la defensa de la religión establecí­a el objetivo inmediato del nacionalismo en la lucha contra «seres inhumanos que en Luchana como en Retuerto han declarado guerra a Dios negando hasta el bautizo a sus hijos».

En definitiva, religión y antimaketismo constituí­an por el momento los parámetros ideológicos básicos del nacionalismo retuertoarra. A partir de ellos pugnaban por vertebrar en torno a la sí­ntesis sabiniana al catolicismo, al viejo tradicionalismo y a las energí­as inconformistas:

«Si sois católicos, veréis cómo él defiende pura é intangible la doctrina católica. Si sois tradicionalistas, observaréis como en su programa late intenso, él solo, el verdadero tradicionalismo vasco. Si suspiráis por la libertad, ella es la que informó el espí­ritu de nuestra antigua legislación, ella la que coronada por la Cruz, simboliza el Arbol. Sin embargo, ni siquiera el sector más radical del nacionalismo baracaldés desempeñaba ese papel «antioligárquico» que Real Cuesta atribuye al nacionalismo vizcaí­no ya desde 1898. Ninguno de los sectores nacionalistas cuestionaba las prácticas caciquiles de la fábrica, ni abogaba por la limpieza del sufragio. El anticaciquismo estaba ausente tanto de la actuación del nacionalismo mayoritario que se vinculaba institucionalmente a las candidaturas oficiales (en 1911 era elegido por San Vicente el vicepresidente de Euskalduna de 1917 y en 1915 el presidente de la Juventud Vasca por Retuerto) como de la disidencia retuertoarra. Por el momento, ésta se limitaba a pugnar por su reconocimiento en los encasillados de Altos Hornos y mantení­a un tono de lamento porque la fábrica «nunca nos ha dado sus votos de la 2ª Sección».

La frustración de este sector no harí­a más que ir en aumento dada la estrategia polí­tica de la fábrica en este segundo periodo. A diferencia de los que habí­a sucedido en la década anterior de desorganización dinástica, en estos años Altos Hornos, optó por una opción polí­tica propia ya claramente definida: el conservadurismo y, más concretamente, el conservadurismo maurista. En la coyuntura de 1913-1917 la dinámica polí­tica de la derecha local (y por extensión la del municipio) habí­a de depender de qué sector consiguiera hacer pivotar a su alrededor a católicos, carlistas y monárquicos indefinidos.

La pugna se estableció entre los mauristas, claramente vinculados a la dirección de Altos Hornos, que contaban a su favor con el poder de la empresa en asuntos electorales, y los nacionalistas, con incipientes pretensiones de hegemoní­a polí­tica, con unas bases electorales firmes y concentradas en Burceña y Retuerto. La disyuntiva se saldó rápidamente a favor de la fábrica que, ante la creciente autonomí­a de los nacionalistas, se apoyó en católicos y tradicionalistas, reintegrando a éstos últimos en la vida polí­tica. A diferencia de las pretensiones hegemónicas del nacionalismo, Altos Hornos no pretendió subordinar ideológicamente estos sectores al conservadurismo, simplemente los ancló a la defensa práctica de sus intereses combinándolos generosamente con los conservadores.

Así­, dentro de lo que ya se perfilaba como el grupo municipal de la fábrica por oposición a nacionalistas y a la izquierda, los conservadores no ostentaron durante este periodo más que 15 concejalí­as, mientras que 10 correspondieron a los católicos, 4 a los tradicionalistas y dos al exrepublicano de la Unión Comercial cooptado en 1909. A diferencia de los nacionalistas, Altos Hornos no estaba tan interesado en consolidar una opción polí­tica como en desarrollar un amplio frente de derechas afí­n a sus intereses.

Con la progresiva delimitación de dos campos de derechas, el de la fábrica y el nacionalista, se dibujaba el mapa electoral local que habí­a de mantenerse hasta la Dictadura de Primo de Rivera.

En Retuerto, el liderazgo de los nacionalistas parecí­a indiscutible. Sólo la mencionada pretensión de los nacionalistas disidentes de competir por el copo provocaba tensiones. Ambos candidatos conseguí­an en 1913 y 1915 el 51%. El resto dio la concejalí­a al socialista Evaristo Fernandez en 1913, quien desde su elección en 1909 parecí­a consolidar su posición en el distrito a partir de su acercamiento al Sindicato Agrí­cola local y a sectores del vasquismo95. La entrada del socialismo en las redes del poder local se saldaba con la no obstrucción a la decisión de la fábrica de contrarrestar el minoritario desafí­o nacionalista con el apoyo a un candidato jaimista en 1915. Una maniobra que los nacionalistas denunciaban como alianza «Carlo – republicana – socialista – médica – Altos Hornos y fuerzas vivas locales».

Menos disputado resultaba el distrito de Burceña. Desde las municipales de 1911, en las cuales el presidente del Batzoki de Alonsótegui consiguió el 43% de los votos, el distrito se perfiló como un feudo nacionalista en el que éstos obtuvieron el copo desde 1913, primero en alianza con un católico independiente y posteriormente en solitario. La hegemoní­a nacionalista sobre la derecha perjudicó notablemente a los socialistas que, pese a su continua progresión de votos (21, 28, 32, 34 y 37 por ciento de 1905 a 1915) se vieron marginados de las concejalí­as por este distrito.

La evolución de la derecha en el casco urbano era diametralmente opuesta a la seguida en los barrios. En San Vicente y El Desierto la fábrica respondió al crecimiento nacionalista, incipientemente alternativo, castigándolo con la expulsión de sus candidaturas e integrando a jaimistas y católicos en su ofensiva conservadora Si todaví­a en 1911 se mantuvo en San Vicente la caracterí­stica inclusión del nacionalismo en la candidatura oficial, en 1913 conservadores y jaimistas y en 1915 jaimistas y católicos, privaron de su tradicional acta a los nacionalistas quiénes en abierta competencia electoral apenas superaban el 20% de los votos. Más firme fue aún el control de la fábrica sobre su feudo tradicional de El Desierto donde conservadores y católicos monopolizaron las actas. La minoritaria presencia de la izquierda en ambos distritos (23 y 11% en 1909 y 1911 en San Vicente y 18 y 14% en Desierto) se convertí­a en meramente testimonial en los años siguientes (por debajo del 2% con la excepción del 6% de 1915 en San Vicente).

Esta progresiva definición de la triangulización polí­tica guardaba una notoria correspondencia con los realineamientos de los distintos sectores de la sociedad baracaldesa. El periodo 1910-1918 se caracterizó por el crecimiento del peso de las clases medias en la composición socioprofesional del ayuntamiento. Con anterioridad a 1910 este sector apenas alcanzaba a representar el 45% del total de concejales y más de la mitad de sus efectivos estaba constituido por labradores. Entre 1910 y 1918 rozó prácticamente el 60%, destacando en esta evolución la desaparición de los labradores. Las clases altas y medias se mantuvieron prácticamente en los niveles anteriores. Esta evolución en la extracción social de los ediles baracaldeses no se distribuyó en la misma medida entre todos los grupos polí­ticos. Existió una muy diferente vinculación de los sectores polí­ticos y las oposiciones sociales de la localidad. El desplazamiento de las bases de poder nacionalista hací­a los barrios y su creciente alternatividad al poder de Altos Hornos se correspondí­a con una profunda mutación en su composición social. Como se indicó en el apartado anterior, la representación nacionalista aparecí­a muy vinculada a un sector concreto de la sociedad baracaldesa, el de los modestos propietarios agrí­colas que accedí­an al conjunto de fuerzas vivas a través del nacionalismo.

A partir de 1910, los nuevos concejales nacionalistas provinieron de sectores claramente urbanos y de clase media en algunos casos de destacada solvencia económica. Estos sectores mesocráticos ejercieron en este periodo más del 60% de los mandatos nacionalistas, en contraste con el 23% correspondiente a las clases bajas y el escaso 4% de las altas. Más concretamente fueron las clases medias independientes (contratistas, carpinteros, etc) quiénes marcaron la pauta del nuevo perfil social nacionalista. Estos sectores representaron el 38% de sus concejalí­as frente al 23% de los empleados (sd 9%)98.

De hecho, su protagonismo en las mutaciones del nacionalismo baracaldés durante este periodo queda constatada si se tiene en cuenta que las cinco concejalí­as correspondientes a empleados fueron ejercidas por el sector más cercano a la dinámica polí­tica anterior, concretamente por el nacionalista «de Altos Hornos» Zorriqueta, candidato oficioso de la derecha en Retuerto, y por un concejal de Burceña que una vez en el ayuntamiento se proclamaba independiente.

Por tanto, el nacionalismo se erigí­a por primera vez en uno de los canales de expresión de los antagonismos entre una parte de las clases medias independientes baracaldesas y los intereses de la fábrica. Nada menos que el 72% de los concejales industriales eran nacionalistas (sd.9%). No contaba, sin embargo, el nacionalismo entre sus efectivos con el otro grupo profesional de las clases medias independientes: los comerciantes. La izquierda continuó siendo la ví­a mayoritaria de acceso al poder local de hombres procedentes del comercio. En este caso la correlación entre militancia y extracción socioprofesional era muy elevada: el 70% de los concejales comerciantes eran socialistas y todos los concejales socialistas provení­an del comercio. El resto de los comerciantes presentes en el ayuntamiento se alineaba con el grupo de la fábrica y fue elegido en las candidaturas de la Unión Comercial que, como se indicó, habí­a sido cooptada en 1909.

En contraste con este alineamiento de las clases medias independientes con socialistas y nacionalistas, los concejales empleados pertenecí­an al bloque de Altos Hornos.

El 25% de los concejales empleados era conservador, el 20% católico, el 5% liberal y otro 5% tradicionalista (sd. 5%). Si a este 55% se le añade el 25% correspondiente a los empleados nacionalistas ya mencionados, la estrecha vinculación de los empleados a las directrices de Altos Hornos quedarí­a suficientemente establecida.

De entre las identidades polí­ticas que se aglutinaban entorno a la fábrica el catolicismo la que contaba con mayor número de estos empleados en sus filas. El 40% de los concejales católicos eran empleados (sd. 20%), mientras que sólo provení­an de este grupo el 33% de los concejales conservadores (sd 6%).

Los conservadores, por su parte, continuaban siendo el grupo polí­tico más claramente vinculado a las clases altas baracaldesas. Cinco concejalí­as ejercidas por propietarios agrí­colas y dos por un médico adscribí­an al 63% de los concejales mejor situados en la pirámide social baracaldesa al conservadurismo (sd. 9%). De hecho, si se obvia la caracterización del alcalde y propietario Pablo Arregui, cuya ambigua significación ya ha sido comentada con anterioridad, este porcentaje se elevarí­a hasta el 72%.

A grandes rasgos, pues, la progresiva diferenciación de dos sectores polí­ticos en el seno de la mayorí­a de derechas que seguí­a rigiendo el ayuntamiento traducí­a una fractura clave entre las ascendentes clases medias baracaldeses: aquélla que separaba a los grupos que obtení­an sus ingresos de una actividad independiente que se movilizaban polí­ticamente en torno al nacionalismo y la izquierda, y aquellos sectores sociales para los que tanto su ubicación social como polí­tica dependí­a de las empresas.

Estas tensiones entre las diferentes identidades polí­ticas de la derecha en proceso de definición no afectaron a la continuidad de la mayorí­a innominada que gobernaba en el ayuntamiento. Se circunscribí­an, por el momento, a la obtención de mejores posiciones relativas en el seno del grupo que monopolizaba el poder local que ni siquiera se expresaban abiertamente. Solamente en 1916 los nacionalistas de Retuerto y Burceña utilizaron su representación en el consistorio para cuestionar el lugar que se les reservaba en el equipo de gobierno y, en todo caso, desde una perspectiva más defensiva que ofensiva. Las votaciones para la constitución del ayuntamiento de este año apuntaban a que lo mecanismos de negociación tradicionales comenzaban a entrar en crisis. Por primera vez, el equipo no era elegido por unanimidad y tuvo que ser renegociado en la búsqueda de votos necesarios.

1.4.- Las mutaciones

En los años finales de la segunda década del siglo, el protagonismo adquirido por el referente nacional acabó por fragmentar el espacio de convergencia de derechas que se ha expuesto en los capí­tulos anteriores. Los elementos que se habí­an puesto en juego en la búsqueda de unos nuevos fundamentos de la legitimidad polí­tica estrechamente vinculada al conservadurismo, al catolicismo y al tradicionalismo adquirieron suficiente autonomí­a para definir comunidades con fidelidades culturales y simbólicas progresivamente excluyentes y opuestas. Este fenómeno fue el resultado de la combinación de dos procesos: la desincronización de la polí­tica española que bloqueó la propuesta inicial de un programa moderno no liberal de legitimación del sistema polí­tico y la incorporación de nuevos agentes polí­ticos que ante este bloqueo presionaron en nuevas direcciones.

En lo referente al primer punto, la mayorí­a de los sectores dominantes españoles pudo prescindir de la necesidad de afrontar una reforma en ninguno de los sentidos fundamentales en que se estaba planteando. Ni se desarrolló el liberalismo polí­tico ampliando democráticamente la participación de los sectores excluidos, ni se apoyó los proyectos de modernización polí­tica de ámbito español que eludí­an esta democratización (fracaso de Maura y el maurismo). Dado que en gran parte de España su dominio no habí­a sido cuestionado seriamente, la clase polí­tica española continuó ejerciendo el poder desde una ideologí­a vinculada al tradicional liberalismo doctrinario y a una práctica caciquil, y se limitó a ofrecer contradictorias repuestas puntuales a los desafí­os planteados. El recurso al poder del Estado, y en último término al Ejército, resultaba menos arriesgado que intentar consolidar mecanismos de penetración social generadores de consenso en torno a su dominio.

Ante este bloqueo del espacio de convergencia de derechas que se ha venido estudiando hasta el momento, los discursos nacionalistas siguieron su propio desarrollo bajo la presión de los nuevos sectores que habí­an movilizado. El final de la I Guerra Mundial favorecí­a, además, esta evolución con su promesa de una primavera de las naciones. El regionalismo catalanista, tras sus fracasos a escala estatal, se replegaba sobre su territorio y movilizaba a la sociedad catalana en una campaña a favor de la autonomí­a. El nacionalismo vasco, por su cuenta, tomaba nuevos brí­os tras la victoria electoral que le dio el control de la Diputación de Vizcaya. Pero no eran los nacionalistas y regionalistas los únicos en rearmarse polí­ticamente. El resto de la derecha también se reorganizaba dispuesta a responder al desafí­o de aquéllos que rompí­an ese ambiguo y fluctuante espacio polí­tico hasta el momento común. En 1918 se fundaba en Vizcaya la Liga de Acción Monárquica con el fin de frenar el avance nacionalista y en 1919 le tocaba el turno a los dinásticos catalanes con la Unión Monárquica Nacional. La ruptura entre las derechas se habí­a consumado y su enfrentamiento abrí­a una espiral de interacciones que se retroalimentaba y de la que la apelación nacional salí­a reforzada.

La reivindicación comunitaria se convertí­a así­ en excluyente y exigí­a el alineamiento de unas masas de derechas para las que hasta el momento habí­a tenido un carácter fluctuante y ambivalente.

Pero la novedad de la situación no radicaba sólo la centralidad de la reivindicación nacionalista. La cuestión era que esta radicalización de la apelación comunitaria amenazaba con independizarla de la vieja matriz de conservadurismo, catolicismo y orden social a la que habí­a estado estrechamente anclada. El mismo éxito de la fórmula nacionalista a la hora de movilizar nuevos sectores atentaba contra la sí­ntesis originaria. Una vez abierta la espiral de oposiciones nacionales excluyentes, los nuevos sectores movilizados presionaban hacia nuevos desarrollos y proponí­an nuevas combinaciones de los elementos ideológicos asociados a la apelación comunitaria. Esta mutación estaba en la base de las graves tensiones y las escisiones que tanto el catalanismo como el nacionalismo vasco sufrieron en los años finales de la Restauración.

 

El fin de la mayorí­a innominada

También el año 1917 supuso un punto de no retorno en la dinámica polí­tica barakaldesa. La mayorí­a innominada que vení­a gobernando la localidad desde principios de siglo se escindió en dos sectores enfrentados en abierta confrontación polí­tica en las elecciones municipales de finales de 1917. En esta fecha, el nacionalismo barakaldés dejó de ser un polo de atracción dentro de un difuso conglomerado de derechas para aparecer por primera vez como una fuerza polí­tica claramente definida y excluyente.

Este salto cualitativo constituí­a un desarrollo lógico de las tensiones a las que la coalición de derechas estaba sometida desde unos años antes, descritas en el apartado anterior, y de la progresiva definición de dos bandos en su seno. Pero la eclosión de los enfrentamientos larvados no encontraba su razón de ser en la dinámica local, sino en la polí­tica vizcaí­na. Superada la crisis de 1915-16, el nacionalismo vasco se aprestaba a luchar en las provinciales de 1917 en un ambiente favorable tanto por la coyuntura interna como internacional. De un lado, la cuestión nacional habí­a adquirido un creciente protagonismo en la esfera internacional; de otro, la crisis polí­tica española y la movilización regionalista que habí­a desatado el proyecto de Alba reavivaba la viabilidad de un frente regionalista en España.

Tras el fracasado intento de crear con el resto de partidos de la derecha una «Solidaridad Vasca» contra los proyectos de Alba, el nacionalismo vizcaí­no optó en las provinciales de 1917 por presentarse en solitario y por las mayorí­as en todas las circunscripciones vizcaí­nas. Su victoria le otorgó el control de la Diputación. Por primera vez, el nacionalismo contaba con un centro de poder desde el cual poner en práctica su programa polí­tico y convertirse en punto de referencia de la acción polí­tica del partido.

La elección de Ramón de la Sota Aburto, hijo del industrial nacionalista Ramón de la Sota Llano, por el distrito de Balmaseda, suponí­a una victoria sin precedentes en un distrito que incluí­a los centros fabriles de la margen izquierda, dominados por los conservadores. Los resultados nacionalistas no eran, sin embargo, una novedad en Barakaldo. Ya en las provinciales de 1913, las primeras elecciones no municipales a las que concurrí­an, los nacionalistas habí­an obtenido más del 20% de los sufragios y habí­an confirmado su implantación en Retuerto y Burceña. Similares resultados obtuvieron en 1917. Pero esto no significaba que no existieran resistencias entre los votantes nacionalistas ante la nueva exigencia nacionalista de alineamiento. Los panages en Burceña y Retuerto entre el exnacionalista barakaldés Tierra integrado en la candidatura monárquica y de la Sota mostraban que una parte de los votantes se decantaba todaví­a por las tradicionales combinaciones locales frente la obediencia partidista. Con el referente del gobierno de la Diputación, los nacionalistas barakaldeses optaban en las municipales de 1917 por desmarcarse del antiguo conglomerado de fuerzas vivas de derechas arbitrado por Altos Hornos y presentarse como una opción polí­tica alternativa. Privado del apoyo de la fábrica y necesitado de la movilización electoral, el nacionalismo barakaldés tomaba partido en la vieja oposición entre intereses de la fábrica y numerosos sectores de la comunidad que hasta el momento habí­a eludido.

Por primera vez, el nacionalismo barakaldés se presentaba a las elecciones como una fuerza abiertamente anticaciquil, calcando el tradicional discurso de republicanos y socialistas en la presentación de sus candidatos como hombres «sin imposiciones ni mandatos de caciques de escritorios y empresas» que «solamente se someterán á las órdenes de su autoridad polí­tica local, con quien, guardando una constante y estrecha relación, llevarán al Ayuntamiento la más sana y fiel administración, sobre todo en estos momentos en que es necesario copiar todo cuanto nuestra infatigable Diputación está enseñando».

Con este giro, los nacionalistas vení­an a converger tácticamente con las tradicionales denuncias de la izquierda, y confirmaban el progresivo desengaño de diferentes sectores locales que habí­an esperado ver reconocido por Altos Hornos su peso en la sociedad barakaldesa. En palabras de El Liberal: «El malestar alcanza también a entidades tan importantes como el Sindicato de Labradores, la Unión Comercial y la Asociación de Propietarios que, representando una fuerza positiva y respetable y, sobre todo, constituyendo el verdadero pueblo baracaldés, se ven sin una representación legí­tima en el Ayuntamiento por culpa, única y exclusivamente, de Altos Hornos.

Antes de ahora, la Unión Comercial y el Sindicato de Labradores, han tratado, amistosa y cordialmente, de hacer entrar en razón a la soberbia Sociedad, para que se les diese en el Municipio la representación que, por lo que son y significan en el pueblo, les corresponde; pero, si hubo buenas palabras, justo es consignar que los hechos han sido fatales».

Aunque no renunciara a su tradicional discurso en relación a la Conjunción republicano-socialista que «deja traslucir al hombre primitivo, selvático, pletórico de incultura y lleno de odios hacia todo lo establecido», la convergencia práctica del nacionalismo y la izquierda en un frente anticaciquil, depurador y administrativista, auguraba el fin del tradicional dominio de Altos Hornos.

Las elecciones municipales de 1917 fueron las primeras elecciones modernas de la historia de Barakaldo, es decir, las primeras en las que fuerzas organizadas en torno a un programa competí­an por la captura del voto. Pero esta nueva realidad de movilización y competencia polí­tica no implicó que todos los sectores en pugna modernizaran sus estrategias. Las viejas prácticas todaví­a dejaban un amplio margen de maniobra a Altos Hornos. Ante esta nueva correlación de fuerzas, la fábrica aplicó su tradicional maniobra de cooptación del sector descontento una vez que este amenazaba con convertirse realmente en alternativo. Como habí­a hecho en 1909 con la Unión Comercial, integró en su candidatura a los sectores del nacionalismo de San Vicente que continuaban entendiendo el desafí­o nacionalista como un medio de presión para el reconocimiento de mayor representación por parte de Altos Hornos y recelaban de una ruptura total que hiciese depender tal representación de la movilización electoral.

Después de los fracasos de las candidaturas nacionalistas en las dos elecciones municipales anteriores, se reeditaba el tradicional y sospechoso panage con los conservadores en San Vicente. Así­, el carpintero nacionalista Ariño, que no habí­a conseguido ni la mitad de sus actuales votos en las convocatorias anteriores, se convertí­a en el candidato más votado. El copo de nacionalistas y conservadores dejaba sin representación por el distrito a la izquierda que habí­a obtenido el 38.9%.

También habí­a de recurrir la fábrica a la cooptación en El Desierto frente al avance de la izquierda. En esta ocasión reeditaba el copo con la Unión Comercial de 1909 y 1913. Con el 38.2% de los votos, la izquierda, en este caso republicanos, se quedaba a quince votos de la nominación.

En Retuerto, la lucha entre las tres fuerzas polí­ticas locales dio la victoria a nacionalistas y republicanos, y en Burceña, los nacionalistas consolidaban su aplastante hegemoní­a frente a la izquierda, obteniendo el copo con un 66% de los votos.

Los resultados de las municipales de 1917 (30% de los votos para los conservadores, 33% para los nacionalistas y 30% para la izquierda) inauguraban una etapa en la que la vida polí­tica local se habí­a de caracterizar por la casi aritmética triangulización del voto. La pugna sobre el liderazgo de católicos y jaimistas que en los años anteriores habí­an protagonizado nacionalistas y conservadores se habí­a resuelto ya claramente a favor de estos últimos. Conservadores, católicos y jaimistas monopolizarí­an con el apoyo de la fábrica la representación de la derecha en San Vicente y Desierto, mientras que los nacionalistas, con apoyo popular, lo harí­an en Retuerto y Burceña. Frente a esta concentración geográfica de la derecha, la izquierda aparecí­a más homogéneamente implantada en todos los distritos, homogeneidad que habí­a de limitar sus éxitos electorales en el sistema de elección por distritos.

 

El frente anticaciquil barakaldés.

Las elecciones municipales de 1917 configuraban un consistorio compuesto por siete nacionalistas, nueve concejales de la fábrica, dos socialistas y un republicano. El desafí­o nacionalista, a pesar de su éxito electoral, se saldaba con el frustrante resultado de tener que pactar con una de las fuerzas polí­ticas del triangulo local para hacerse con el ayuntamiento. La trayectoria polí­tica anterior apuntaba a un pacto con Altos Hornos que habrí­a de readaptar sus pretensiones al nuevo peso del nacionalismo. Esta era la opción del nacionalismo tradicional del centro de la localidad, el sector cooptado en San Vicente. Pero la fuerza nacionalista ya no provení­a de estos notables, sino de los sectores movilizados que no estaban dispuestos a transigir con las antiguas componendas. Las primeras elecciones modernas en Barakaldo se habí­an desarrollado bajo la máxima del anticaciquismo, y el sector nacionalista triunfante impuso su desarrollo. Sin embargo, era ésta una opción que entraba en contradicción con el núcleo de valores primarios de antimaketismo y antisocialismo que habí­a constituido el motor de la movilización nacionalista local hasta el momento. La llegada del nacionalismo al poder en Barakaldo no pudo superar las graves tensiones internas a la que le sometí­a esta disyuntiva.

Los nacionalistas retuertoarras y burcetarras optaron por la alianza con la izquierda que el ambiente anticaciquil favorecí­a para conseguir la alcaldí­a. Las principales resistencia a tal objetivo provinieron del mismo grupo nacionalista. Como apuntaba El Liberal, discrepaban de tal opción Manuel Solaeche, antiguo presidente de la Juventud Vasca, definido más tarde como católico y candidato oficial frente a Idelfonso Taranco en 1915 en Retuerto, y el concejal electo por San Vicente, Guillermo Ariño, que «se apresuraba a declarar que, a su juicio, el no votar al candidato de la fábrica implicaba una traición, toda vez que salió triunfante en las urnas gracias a los votos de los amigos de la poderosa Sociedad, que le fueron otorgados luego de haber adquirido el compromiso de apoyar al nombramiento del Sr. Loizaga para la Alcaldí­a».

Finalmente, los nacionalistas consiguieron la alcaldí­a, que se sometí­a a votación después de largos años de designación por Real Orden, gracias al apoyo de la izquierda.

El anticaciquismo habí­a triunfado y presidí­a la primera intervención del nuevo alcalde popular quien, a pesar de ser accionista de Altos Hornos, inauguraba la presidencia con un duro ataque a los concejales que respondí­an a los intereses de la fábrica.

Tanto nacionalistas como socialistas se apresuraban a justificar este espectacular giro que revolucionaba el tradicional juego de oposiciones locales. La izquierda insistí­a en el anticaciquismo y señalaba que, puesto que los nacionalistas necesitaban sus votos para «para arrebatar a la fábrica la Alcaldí­a, no han vacilado en dárselos». Se cuidaba mucho, sin embargo, de mostrar excesivo entusiasmo con el pacto y marcaba la distancias con el nacionalismo: «las dos fuerzas contrarias a los intereses populares, rompieron esas relaciones, quedando frente a frente, y en actitud hostil, las huestes de la casa Sota y de la fábrica (…) Altos Hornos, decimos, ha perdido la Alcaldí­a de Baracaldo. Pero, ¿la habrá ganado el pueblo?».

La prueba de que la solución alcanzada en Barakaldo era audaz y suscitaba grandes recelos en el seno del nacionalismo vasco fue la actitud del diario nacionalista Euzkadi. De hecho, la toma del ayuntamiento de Barakaldo era un gran triunfo para el nacionalismo que se hací­a así­ con la segunda localidad de Vizcaya. Junto a Barakaldo, el control de la Diputación y el Ayuntamiento de Bilbao conferí­a a los nacionalistas una sólida base de poder para expandir su modelo polí­tico al resto de la provincia. Sin embargo, tan importante victoria no fue resaltada por el periódico. Por el contrario, la toma del poder local por los nacionalistas fue relegada a un segundo plano sin comentarios especí­ficos. Euzkadi obviaba el apoyo de la izquierda y se aplicaba a tranquilizar conciliatoriamente a los desplazados del poder: «no teman los que crean erosionados sus intereses con dejar el mando de pueblo, nada se lesiona, todo se cura…». Estas prevenciones de las direcciones provinciales tanto nacionalista como socialista han conseguido que el olvido histórico caiga sobre el pacto anticaciquil de Barakaldo. Así­, la historiografí­a polí­tica sobre el periodo no da cuenta de este pacto que, como se verá, resultó contradictorio con el desarrollo de las alianzas polí­ticas provinciales en los siguientes años. No por ello, deja de ser una prueba patente de las posibilidades polí­ticas abiertas que ayuda a entender la evolución del partido nacionalista más de una década después.

A pesar de estas reticencias que las justificaciones públicas de sus órganos de prensa dejaban entrever, sectores tanto de la izquierda como del nacionalismo local se mostraban firmemente dispuestos a desarrollar el frente anticaciquil, por el momento limitado al coyuntural apoyo al alcalde, en forma de un acuerdo para el reparto de las tenencias de alcaldí­a. Así­, el dí­a siete de enero nombraba la Juventud Socialista en asamblea una comisión para negociar con la Juventud Vasca el reparto del equipo. Las negociaciones configuraron un equipo de gobierno de mayorí­a nacionalista en el que el socialista Ortega ocupaba la tercera tenencia de alcaldí­a.

Para cualquiera que leyese la prensa vizcaí­na del momento, el anticaciquismo triunfante presidí­a la polí­tica barakaldesa en enero de 1918. Euzkadi reseñaba el homenaje que los nacionalistas brindaban al nuevo alcalde de elección insistiendo en la denuncia del dominio de Altos Hornos:

«Todos tuvieron palabras de execración para los persistentes atropellos é inicuas persecuc iones por parte del ominoso caciquismo que en los treinta y más años ha disfrutado del presupuesto, ha tenido la anteiglesia falta de todo y en particular de urbanizadas ví­as de comunicación, excepción hecha de aquellos lugares en que algún Juantxu tiene fijada su residencia».

El Liberal, por su parte, publicaba una entrevista con el nuevo alcalde en el que éste exponí­a sus planes para hacer frente a las dificultades a las que se enfrentaba el ayuntamiento (subsistencias, deuda) que concluí­a con un significativo «me interesa la vida de este Ayuntamiento renovador«.

No escapaban a los dinásticos las contradicciones internas del frente y, aún, las del propio nacionalismo. Por ello, antes de que los nacionalistas pudieran desplegar una estrategia reivindicativa desde la institución, se adelantaron presentando una moción en la que pedí­an la restauración de los fueros. Tal como pretendí­an mauristas y carlistas, además de cogerlos por sorpresa, el debate revelaba las diferencias entre los propios nacionalistas. Mientras el concejal nacionalista Larrinaga exponí­a con claridad que no era esa la reivindicación y que habí­a que superar el tema de los fueros, el nacionalista retuertoarra Taranco defendí­a la más ortodoxa vuelta a la situación anterior a 1839. Finalmente, el frente funcionó y nacionalistas y socialistas hicieron abortar la cuestión.

Sin embargo, pronto el frágil frente anticaciquil barakaldés iba a verse pronto sometido a graves tensiones que difí­cilmente podí­a superar. La convocatoria de elecciones a Cortes en febrero de 1918 subrayó la flagrante contradicción existente entre la dinámica polí­tica local y la del resto de Vizcaya. Mientras los nacionalistas se preparaban para revalidar sus victorias del año anterior, socialistas y mauristas parecí­an llegar a un acuerdo tácito para repartirse los distritos. A cambio de no obstaculizar la candidatura de Prieto por Bilbao, los socialistas renunciaban a presentar candidatos en el resto de las circunscripciones vizcaí­nas. En Barakaldo, este acuerdo de no intromisión suponí­a que, sin la presión y vigilancia de la izquierda, Altos Hornos y los monárquicos tení­an manos libres para forzar su maquinaria caciquil en contra del candidato nacionalista. Las consideraciones de la dirección polí­tica provincial socialista frustraban la movilización y el avance de la izquierda local, máxime cuando existí­an presiones para convertir la neutralidad en apoyo al candidato maurista Ibarra, consejero, además, a la fábrica.

Con la deserción de la izquierda, el discurso anticaciquil y democrático se convertí­a en patrimonio del nacionalismo que pasaba a capitalizar los descontentos. Así­, la Unión Comercial, que tradicionalmente habí­a oscilado entre el republicanismo y la cooptación por Altos Hornos, expresaba su apoyo anticaciquil, aunque apolí­tico, al candidato nacionalista:

«Necesario es que los comerciantes todos de la anteiglesia nos unamos para la defensa de nuestros intereses. Para ello nos ofrece su apoyo el candidato don Alejandro de Zaballa y Loizaga, persona prestigiosí­sima que, aunque afiliado a determinado partido polí­tico, se ha prestado á defender nuestros legí­timos derechos en las Cortes de Madrid, ampliando su ofrecimiento de que aún en el caso poco probable de que no fuera elegido diputado, sus compañeros de filiación polí­tica se colocarán en nuestra defensa y en la del Comercio de este distrito.

Por las razones expuestas, esta Junta, atenta siempre al cumplimiento de su deber que es la defensa del Comercio de esta anteiglesia, y teniendo en cuenta el a poyo ofrecido por don Alejandro de Z aballa, y dejando aparte la polí­tica, de la que esta entidad quiere estar completamente separada, pe ro en justa reciprocidad al ofrecimiento hecho, ruega encarecidamente á todos los comerciantes apoyen la candidatura del señor Zaballa en cuyo triunfo vemos la consecución de nuestras aspiraciones».

Incluso algunos sectores de la izquierda local se resistí­an a subordinar la dinámica polí­tica local a los designios de la dirección provincial socialista y más aún en favor del candidato maurista que era un insigne representante de la patronal. El Liberal publicaba un rotundo desmentido republicano-socialista que negaba la existencia de ningún acuerdo a favor de Ibarra:  «porque se opusieron importantes elementos que no estaban conformes en votar la candidatura del señor Ibarra, por entender que así­ se traicionan los ideales y se destruye dos urnas rotas, tiros y un nacionalista herido de arma blanca («De Bilbao al Abra» El Liberal, 25-II-1918) y, de hecho, los niveles de participación fueron sospechosamente altos: 81.5 % en general, 93% en la primera sección de San Vicente (94% en municipales de 1917), 87% en la segunda del Desierto (63%) y 88% en la primera de Retuerto (76%).

¿Cómo nosotros, fervientes socialistas y republicanos, vamos a cooperar con nuestro sufragio al triunfo de un maurista, que a su significación polí­tica une la de un burgués explotador directo de nosotros mismos?».

El mismo número de El Liberal publicaba a continuación sin comentarios el apoyo de la Unión Comercial al candidato nacionalista y reseñaba un manifiesto de «un importante grupo de trabajadores aconsejando la abstención en esta lucha, señalando como preferente para la concesión del voto a cualquier candidato menos al señor Ibarra, miembro de una polí­tica cruel y persecutoria para el obrero».

La elección de 1918 en Barakaldo es referencia obligada de los estudios de polí­tica vizcaí­na tanto por la competencia en manipulación de actas y compra de votos como por las reacciones de los obreros barakaldeses ante la ajustada victoria final del candidato nacionalista. Citando a Ybarra y a El Liberal, Fusi señala que «centenares de obreros de Altos Hornos habí­an marchado en manifestación hacia Bilbao en protesta, en parte espontánea, por las irregularidades electorales cometidas por el candidato nacionalista y sus agentes, vitoreando a España, a Prieto y al candidato dinástico por Barakaldo, Ibarra». Estos sucesos han sido tradicionalmente interpretados como la manifestación del españolismo de los obreros barakaldeses. En este sentido, el maurista Javier Ybarra en su Polí­tica nacional en Vizcaya reseñaba las palabras del candidato maurista a la multitud congregada a la vuelta de la manifestación en Barakaldo: «Todos vosotros, como yo, nos consideramos servidores de la Patria, y prescindimos de todo otro interés para sacrificarlo todo en aras de la Patria, por amor a España».

No se trata aquí­ de negar la animadversión de las bases de la izquierda a los nacionalistas. No era sólo una cuestión de profundas diferencias ideológicas en cuestiones sociales y religiosas. Basta repasar las proclamas nacionalistas sobre la bestia exótica y demás diatribas antimaketas para entender que difí­cilmente podí­an sentir simpatí­a por los nacionalistas con los que, de hecho, vení­an combatiendo en la calle hasta pocos meses antes. La cuestión es que la constatación de esta animadversión no es suficiente para postular la existencia de un españolismo entre las bases electorales de la izquierda barakaldesa capaz de dirigir el sentido de su voto.

El protagonismo de la dialéctica españolismo – nacionalismo vasco en la polí­tica barakaldesa fue, como se verá, posterior a esta fecha. De hecho, la estrategia de la izquierda barakaldesa entraba en oposición con tal dialéctica de confrontación que, más que de adscripciones nacionales previas, era el resultado de la estrategia práctica de la dirección socialista vizcaí­na. Como señala Fusi, a consecuencia del ascenso nacionalista en la coyuntura 1917-1918 y de la creación de la Liga de Acción Monárquica, en 1919 la balanza del poder polí­tico de Vizcaya quedarí­a en manos del partido socialista».

Prieto inclinó pragmáticamente la balanza a favor del acuerdo con la Liga manteniendo el distrito de Bilbao a cambio de no obstaculizar las candidaturas monárquicas en Barakaldo y Valmaseda. La elección de Prieto por Bilbao en 1918 coincidió además con los momentos más bajos del movimiento obrero vizcaí­no después del fracaso de la huelga de 1917 y con la primací­a de los intereses polí­ticos de la organización sobre la dinámica sindical. En estas circunstancias, la exaltación españolista no sólo justificaba la entente entre monárquicos y socialistas, sino que constituí­a una fuente de legitimación de Prieto y el socialismo sobre sectores sociales no estrictamente ligados al mundo del trabajo. A partir de su acuerdo con los dinásticos, Prieto dejaba de ser el abanderado de la democracia y los derechos obreros, para convertirse en el adalid vizcaí­no de la defensa de la civilización española frente a la barbarie bizcaitarra. El españolismo era más una consecuencia de la opción pragmática de poder tomada por el socialismo prietista que su causa. El españolismo como fuente de movilización polí­tica aparece estrechamente vinculado a la figura de Prieto. En este sentido, resulta muy ilustrativo de la conexión que se iba a desarrollar entre ambos elementos el comentario de Euzkadi cuando, denunciando la «compenetración de patronos mauristas y obreros socialistas de Barakaldo», afirmaba: «Es que tienen un ideal común, repiten: el españolismo. Y este  ideal común lo descubren, añadimos, al grito de ¡Viva Prieto!«.

En conjunto, los resultados de la elección en Barakaldo arrojaron una victoria conservadora con el 62% de los votos frente al 36% de los nacionalistas. Estos resultados apuntarí­an a primera vista al trasvase casi aritmético del voto de la izquierda a los conservadores. De la suma de los 1230 votos de la izquierda en las municipales de 1917 y de los 1037 de la derecha resultarí­an 2267 votos, cifra muy cercana a los 2338 votos obtenidos por el conservador Ibarra. De esta operación cabrí­a deducir el éxito de la estrategia prietista entre las bases electorales de la izquierda. Sin embargo, el estudio pormenorizado de los resultados electorales y la consideración de todas las hipótesis de combinación de voto verosí­miles problematizan seriamente este tipo de inferencias. Si se atiende a la evolución del voto nacionalista, el trasvase de voto de la izquierda a los conservadores pierde su aritmética claridad. Puesto que el nacionalismo ganó en esta elección cerca de 400 votos que volvió a perder en la repetición de la elección en julio, cuando la izquierda también compitió, y puesto que no parece probable la existencia de 400 abstencionistas que sólo votasen a los nacionalistas en febrero de 1918, no existen razones de peso para no postular que estos votos procedí­an de la izquierda. En tal caso, al menos un tercio de los votos ganados por los conservadores en esta elección, puesto que no podí­an proceder de la izquierda, habrí­an de proceder de la abstención. Un precedente de tal comportamiento lo encontrarí­amos en las provinciales de 1917 en que, a la vista de los resultados en las municipales, los conservadores contaron con votantes que luego se abstuvieron. Sin embargo, no parece lógico que votantes conservadores en las provinciales de 1917, cuando el triunfo era seguro, se abstuvieran en las municipales, cuando sus votos eran más que necesarios para la victoria. De igual manera, cualquier otra hipótesis de combinación electoral lleva a resultados contradictorios o poco verosí­miles si se atiende a sus implicaciones para el comportamiento del total de los agentes en juego. Por tanto, el análisis de los resultados electorales de estos años en lugar establecer una lógica del comportamiento electoral de los barakaldeses apunta a la inexistencia de cualquier lógica polí­tica. De ello se deduce que, o bien, los barakaldeses votaban aleatoriamente en función de criterios que nos son desconocidos, o bien, que la lógica del voto era independiente de las preferencias polí­ticas de los  votantes, es decir, que la elección estaba manipulada. En realidad, esta hipótesis de la corrupción del sufragio es la única que encuentra abundantes indicios en la que sustentar su verosimilitud.

En primer lugar se encuentra el hecho de que la participación en estas elecciones a Cortes (87%) en las que no participaba una de las tres opciones polí­ticas fundamentales fuese notoriamente superior a las elecciones mucho más competitivas en que todas fuerzas concurrí­an (76% en las municipales de 1917, 77% en la segunda elección a Cortes de 1918). En segundo, el análisis del comportamiento electoral por secciones parece indicar que más que fruto del españolismo de la izquierda, el reparto del espacio electoral de la izquierda respondió a las posibilidades de corrupción del sufragio de cada uno de los contendientes. Finalmente, hay que tener presente que se trataba de una elección que fue anulada por las numerosas manipulaciones tanto de nacionalistas como de conservadores. En definitiva, poco puede deducirse acerca del comportamiento polí­tico de los barakaldeses a partir de una elección que fue anulada por corrupta en un sistema que convertí­a la manipulación de sufragio en una de las premisas básicas de su funcionamiento.

En todo caso, lo que quedó meridianamente claro a principios de 1918 era que la dirección provincial socialista defendí­a una estrategia contrarí­a a la ensayada en Barakaldo. A los dos meses de su constitución, uno de los pilares del frente anticaciquil barakaldés se tambaleaba seriamente. Tampoco el nacionalismo habí­a de ser una base firme para su continuidad. El nacionalismo recién llegado al poder distaba mucho de ser un grupo homogéneo con una estrategia polí­tica clara, tal y como ya se hizo evidente en la propia votación de constitución del ayuntamiento. En la complicada coyuntura de 1918, se perfilaban básicamente tres posturas en el seno del grupo nacionalista. De un lado, se encontraban aquéllos que recelaban de la ruptura con Altos Hornos y el conglomerado de derechas que la empresa lideraba y que pugnaban por la vuelta al  antiguo clima de entente práctica. Frente a ellos, se impusieron los partidarios de configurar el nacionalismo como una opción polí­tica claramente definida, con objetivos propios e independientes del núcleo de poder tradicional. Sin embargo, éste mismo grupo se debatí­a ante la disyuntiva entre utilizar las cuotas de poder alcanzadas en favor de la depuración y democratización de la vida pública o, contrariamente, subordinarlas en favor del ideario nacionalista a la manera del viejo caciquismo.

De un lado, el alcalde aparecí­a como partidario de ahondar el frente anticaciquil evitando el enfrentamiento con los socialistas y asentando las bases de un funcionamiento polí­tico que permitiese la competencia entre las dos fuerzas con bases electorales, nacionalistas y socialistas, marginando, por tanto, a los hombres de la fábrica. Frente a él, los protagonistas del desafí­o nacionalista defendí­an la utilización tradicional del poder (amplia intervención del alcalde sobre las sesiones, control de la guardia, etc), pero esta vez al servicio del ideario nacionalista.

Las discusiones durante los primeros meses sobre cuestiones relativas a la dimensión simbólica del poder público (festejos, religión) comenzaron a dejar traslucir en la primera mitad de 1918 estas diferencias. El alcalde quedaba en solitario con su talante conciliador frente a un grupo nacionalista dominado por posturas claramente beligerantes en contra del socialismo y partidarias de la utilización del poder público en su lucha por el control de las masas.

Así­, la mayorí­a de nacionalistas y conservadores se reeditaba para la afirmación de la alianza del poder municipal y la iglesia. Esta mayorí­a aprobaba la asistencia de la banda y la corporación a las funciones religiosas en enero44, y de nuevo su presencia en la procesión en junio. Los socialistas protestaban en esta ocasión no sólo por la presencia municipal en actos religiosos, sino por la actuación de guardia que obligaba a los transeúntes a descubrirse ante su paso. Mas la postura de la mayorí­a nacionalista no dejaba lugar a dudas a este respecto. Como señalaba el primer teniente de alcalde Taranco en una discusión sobre la conveniencia de que los maestros municipales llevasen a sus alumnos a una función religiosa en los salesianos, no habí­a de cuestionarse la subordinación del poder público a la Iglesia, «siendo católica la religión del Estado».

Por el contrario, la misma mayorí­a de nacionalistas y concejales de la fábrica negaba la banda a las entidades de la Casa del Pueblo para la celebración del 1 de mayo, desestimando las argumentaciones de la izquierda acerca del carácter no polí­tico de la fiesta. Un concejal nacionalista señalaba además que «votarí­a a favor de ésta si no fuera porque la fecha que trata de conmemorarse más que de regocijo y jolgorio, es de luto».

Sólo el alcalde mantení­a una actitud conciliadora, «pero advierto que he de votar con mis compañeros». Poco después veí­an frustrada los nacionalistas su pretensión de utilizar la misma banda para la romerí­a nacionalista de Santa ígueda.

Antisocialismo y religión uní­an pues a nacionalistas, conservadores y jaimistas en unas sesiones que daban lugar, además de a la agitación del público, a acusaciones de traición que mostraban la ambigí¼edad de la polí­tica de alianzas de la izquierda. Los socialistas, a la vez que criticaban a Ibarra por «romper las buenas relaciones» (que, por tanto, existí­an), concluí­an con una genérica descalificación de toda la derecha: «Solo existen dos grupos muy amigos (…) enemigos polí­ticos de ayer os dais un abrazo para hundir el deseo de la clase obrera. Tan malos sois unos como otros».

Anulada la elección a Cortes de febrero de 1918, su repetición a finales de junio trasladaba la dialéctica de enfrentamiento entre los nacionalistas y la izquierda a sus respectivas bases sociales. A diferencia de lo que habí­a pasado en febrero, la presencia de una candidatura republicana en junio implicaba directamente a las bases de izquierda en la elección. De esta elección arrancó una espiral de violencia callejera entre los efectivos movilizados por nacionalistas y socialistas que acabarí­a por frustrar cualquier intento de entendimiento entre ambos sectores.

La nueva convocatoria electoral confirmaba la triangulización de la correlación de fuerzas locales, aunque esta vez con destacada ventaja de la izquierda. Con 1751 votos la izquierda se hací­a con el 49.7% del voto, mientras que nacionalistas y conservadores reducí­an sus posiciones a un 27 y 22% respectivamente. Se confirmaba, también, la distribución tradicional del voto por distritos. En contraste con la distribución homogénea de la izquierda, más del 80% del voto conservador provení­a de San Vicente y El Desierto y los nacionalistas obtení­an sus mejores resultados en Retuerto y Burceña.

No faltaron voces nacionalistas que denunciaran el apoyo de los mauristas a la candidatura republicana, pero lo cierto era que, a diferencia de lo que habí­a ocurrido en febrero, competí­an en la calle contra los nacionalistas esas «hordas» que saciaban

«sus odios africanos en los abnegados patriotas del distrito de Barakaldo».

Durante la elección se produjeron agresiones a jóvenes nacionalistas en Landáburu y varios tiroteos, entre ellos el que hirió de gravedad al hijo del conserje de la Casa del Pueblo, al parecer de tendencia nacionalista. Las agresiones socialistas encontraron en las semanas siguiente su repuesta en la implicación de la guardia municipal en la violencia partidista. Así­, ya en julio podí­an los socialistas podí­an efectuar una radiografí­a de la situación local en la que quedaban claramente perfiladas los instrumentos de poder de que disponí­a cada sector de la derecha: «En el mando de la fábrica, cuando la poderosa Sociedad tení­a su imperio en Baracaldo, los enemigos polí­ticos, obreros en su mayorí­a, eran condenados con el despido a la miseria. Hoy que el nacionalismo, por las artes ya conocida, impera polí­ticamente en la ciudad fabril, combate a sus enemigos con un procedimiento mucho más repugnante, con el palo. Y lo triste es que vista de uniforme a determinados hombres a quienes encarga esta «delicada» misión».

La espiral de violencia callejera era azuzada por la prensa. Mientras Euzkadi insistí­a con renovada beligerancia en los tópicos xenófobos sobre las hordas incivilizadas, El Liberal se erigí­a en defensor de la civilización ilustrada y se enzarzaba en una ardiente campaña contra el matonismo bizcaitarra que serví­a de base para encendidas proclamas españolistas.

El incidente más grave en esta espiral de violencia callejera se registró a mediados de julio. Varios disparos efectuados por una militante nacionalista en un mitin celebrado precisamente contra los malos tratos de la guardia municipal costaron la vida al presidente de la Juventud Republicana Radical. Ante la aparente tendenciosidad de la guardia municipal, se produjeron intentos de asalto al batzoki. El Liberal dio cuenta de los sucesos en los dí­as posteriores con truculentos titulares y crónicas que los La modernización polí­tica. «En el crimen del viernes último no debe verse únicamente el hecho vulgar de una riña que tiene consecuencias sangrientas. E s algo más que eso, porque parece responder a un plan trazado por los nacionalistas para imponerse por el terror; porque no es un hecho aislado, fortuito, imprevisible, inesperado, sino por el contrario, según todas las referencias y todas las impresiones recogidas en el lugar del suceso, estaba premeditado y dispuesto de la manera que más convení­a a la impunidad. Así­ vemos que acude a un mitin organizado por republicanos y socialistas uno de los más exaltados bizcaitarras baracaldeses; que va armado de pistola; que sabe situarse enfrente del presidente de la Juventud Republicana de aquella localidad; que busca la cuestión interrumpiendo a los oradores; que dispara un tiro contra los que le mandan callar; que hiere mortalmente, no a un ciudadano cualquiera, no a un individuo de los mucho s que allí­ habí­a, sino precisamente a uno de los más caracterizados; que los a gentes de la autoridad municipal protegen la huida del agresor y toman atestado contra los que quisieron detenerle; que un abogado poco escrupuloso, de acreditada especialidad criminalista por la maña que tiene para probar coartadas, un abogado muy «popular», toma la dirección del asunto y hace hablar de legí­tima defensa y prepara testigos y trata de embrollar el enjuiciamiento dificultando la saludable acción de la justicia; que todo el partido nacionalista parece asistir con sus cuidad os al criminal y que el órgano de ese partido no tiene una sola palabra de condena para el crimen» (…) «Vemos también que quedan en la impunidad los tormentos denunciados por el concejal socialista Agustí­n Gondra y que es éste detenido tan pronto como los guardias presentan una denuncia contra él». «Le matan con alevosí­a y le entierran con vilipendio» El Liberal, 15-VII-1918.

Finalmente, la implicación de la guardia municipal en los enfrentamientos callejeros provocó la primera crisis grave del nacionalismo barakaldés en el poder. Ante el incremento de las denuncias, el alcalde Juan de Garay destituyó al cabo de la guardia. El grupo nacionalista se opuso a tal medida, pidió la expulsión del partido del alcalde y amenazó con que si ésta no se producí­a dimitirí­a la Junta Municipal en pleno, en versión de El Liberal. Si bien el alcalde Garay no llegó a dimitir de su cargo, solicitó una licencia por asuntos personales que le alejó del ayuntamiento durante meses. Taranco, el lí­der del nacionalismo retuertoarra, se hací­a cargo como alcalde interino de la situación.

Negándose a reconocer al nuevo cabo y confirmando en su puesto al antiguo entre protestas del resto de los concejales, se alejaba de cualquier postura conciliadora.

Afrontaba la cuestión del orden público publicando un bando que establecí­a el cierre de todos los establecimientos a las nueve y prohibí­a la circulación de grupos superiores a tres personas durante la noche y las «reuniones o conversaciones de menosprecio a algunas personas y muy concretamente a la religión Católica, a S.M. el Rey, o al Gobierno de la Nación, así­ como proferir blasfemias contra Dios y sus Santos, o cosas sagradas, silbar, ultrajar, apostrofar a persona alguna…».

Finalmente, el sector más beligerante del nacionalismo se habí­a hecho con el poder a costa de los antiguos conciliadores con Altos Hornos y del talante independiente y conciliador con la izquierda del alcalde. Su victoria le colocaba, sin embargo, en una posición de extrema debilidad en el consistorio que le dejaba a merced de los votos de la fábrica y del recurso al autoritarismo por parte del nuevo alcalde interino.

En estas circunstancias se produjo la primera gran discusión acerca de la simbologí­a nacional en el consistorio. Los concejales jaimistas y mauristas presentaron una moción solicitando explicaciones sobre la substitución del himno nacional por el de San Ignacio en la misa mayor de Burceña y de la retirada de la percalina con los colores españoles del kiosco de la banda municipal. Correspondió a los mauristas la glosa de las glorias de España ultrajada por estas medidas.

Los concejales de izquierda se situaron inicialmente al margen del debate. El Liberal señalaba la secundariedad del asunto apuntando que «hoy contenderán frente a frente los que ayer fueron aliados y acaso también mañana lo sean, por oponerse a la aprobación de otras cuestiones más urgentes y de mayor interés para el vecindario».

Los socialistas sólo intervinieron en el debate cuando los ánimos de concejales y público se crisparon ante la intervención del nacionalista Larrinaga: «Además el Sr. Sanz habla de una España grande; no será tan grande cuando trenes cargados de hombres que proceden de esa España vienen a matar el hambre a Vizcaya». Respondió el concejal socialista Gondra a esta declaración defendiendo la dignidad de los inmigrantes, su contribución a la riqueza de Vizcaya y su condición de explotados de quienes les despreciaban. Hasta aquí­ la intervención socialista se mantení­a fiel a los parámetros tradicionales anacionalistas y antixenófobos. Sin embargo, la última parte de su intervención mostraba cómo el discurso de los dirigentes socialistas se iba impregnando no sólo de españolismo, sino de un españolismo legitimador del sistema polí­tico vigente:

«aunque parece que no tienen importancia los actos que se discuten, la tienen mucho, y él que, sin embargo, no pretende sentar «pregón de católico» ni de «Empresa» entiende que quien ocupa un sillón presidencial, bajo el retrato de S.M. el Rey, tiene la imperiosa y primordial obligación de rendir los honores correspondientes á las altas jerarquí­as en todos los actos oficiales».

Como se indicó con anterioridad, la dureza nacionalista coincidí­a con una situación de extrema debilidad en el pleno que obligaba al alcalde interino a forzar sus atribuciones. Así­, ante las peticiones jaimistas de una comisión investigadora y su sometimiento a votación, el alcalde suspendió la sesión asumiendo todas las responsabilidades. La sesión se clausuró con una violenta discusión entre concejales nacionalistas y jaimistas. Estos últimos atizaron el enfrentamiento proponiendo en la sesión siguiente que constasen en acta textualmente las afirmaciones del nacionalista Larrinaga, lo cual, a pesar de los intentos de éste de dar un nuevo sentido anticaciquil a su declaración, consiguieron en votación.

A finales de septiembre de 1918, los enfrentamientos multilaterales de los nacionalistas liderados por Taranco con el resto de las fuerzas polí­ticas y con su propio grupo habí­an desembocado en el bloqueo de la acción polí­tica del consistorio. A estas alturas, la salida a esta caótica situación provocada por los enfrentamientos cada vez más violentos entre los nacionalistas y el resto de la derecha pasaba por un realineamiento de las fuerzas polí­ticas locales en el que los socialistas se perfilaban como un valor en alza. Los intentos de tender puentes hací­a los socialistas por parte de los dos sectores de la derecha se multiplicaron en los meses siguientes. En octubre, los socialistas apoyaban la moción nacionalista de protesta contra la supresión de la ley de 183968, mientras los mauristas puntualizaban que, si bien estaban en contra la abolición de los fueros, Vasconia antes y después de ella formaba parte de España. Una semana antes de esta votación, el propio alcalde Taranco habí­a hecho suya la argumentación socialista de negar a la Conferencia de San Vicente de Paúl recursos para ayudar a las ví­ctimas de la epidemia de gripe por competer tal ayuda a la Junta de Beneficencia. En diciembre los mauristas, con jaimistas y nacionalistas, se plegaban a la negativa socialista de que la banda acudiese a los funerales por las mismas ví­ctimas70. Sin duda, el mejor ejemplo de las distintas sensibilidades que conviví­an en los sectores de la derecha barakaldesa y su pragmatismo a la hora de halagar a los socialistas lo constituí­an las continuas contradicciones y realineamientos que se produjeron en la discusión acerca de la redacción concreta de una moción congratulándose del fin de la guerra mundial.

Los intentos de acercamiento a la izquierda no evitaron a los nacionalistas el rotundo fracaso que implicaba perder el control de la representación del ayuntamiento de Barakaldo en la Asamblea de Municipios convocada por la Diputación para presentar al gobierno un proyecto de autonomí­a. Paradójicamente, un ayuntamiento teóricamente gobernado por los nacionalistas enviaba a la Asamblea una comisión compuesta por el católico Loizaga, el jaimista Saez y el republicano Vilda, quienes se alinearon con el maurista Ramón Bergé en el intento de sabotearla. La impotencia nacionalista no podí­a ser más manifiesta.

Los alineamientos estrictamente coyunturales en función de los beneficios a obtener por las partes se impusieron en la polí­tica local. De ahí­, que el discurso socialista La modernización polí­tica fluctuase alternativamente entre la adscripción a la dinámica de enfrentamiento españolismo- nacionalismo vasco y el periódico resurgir de los planteamientos anticaciquiles. Por un lado, El Liberal continuaba con su ofensiva antinacionalista con titulares como «el matonismo bizcaitarra», «el salvajismo bizcaitarra», «los crí­menes de Baracaldo» y acusaba a los conservadores de haber favorecido el, a su juicio, nefasto ascenso al poder de los nacionalistas en Barakaldo: «Este absurdo estado de cosas habí­a de producir indignación y la produjo. Germinó la protesta en los obreros, mayorí­a de este vecindario; en los comerciantes, en los propietarios y en los labradores. Esto suponí­a una grave amenaza y se pensó, no en un cambio de conducta municipal, sino en una nueva y oscura alianza con los nacionalistas, a los cuales se darí­a cinco o seis concejales a cambio de que continuaran los fabriles con la primera vara y la dirección de los asuntos. Amamantaron la ví­bora y hoy ésta amenaza sacarles el corazón».

Simultáneamente, desde el mismo periódico, el concejal socialista Gondra replicaba a El Pueblo Vasco, que acusaba a los socialistas de ser el apoyo de los nacionalistas, con el tradicional discurso demócrata anticaciquil, desmarcándose del juego antinacionalista: «le diré que serán conservadores o jaimistas los concejales que el informante alude; pero que en el Ayuntamiento baracaldés no hay más que un considerable número de concejales que, salvo raras excepciones, están únicamente para defender los intereses de poderosas Empresas (…) Este Ayuntamiento está compuesto por siete nacionalistas, tres jaimistas, tres conjuncionistas, dos republicanos independientes, un conservador maurista, otro conservador no definido. (…) un tradicionalista que no sabe si lo es, y un concejal alcaldable que toda ví­a germina en su cerebro la idea separatista. Pero bien, de todo este considerable número de minorí­as (…) pertenecen a las Empresas de este pueblo (…): un accionista de A.H. de V., otro accionista de Industria y Comercio, seis empleados en A.H. de V., un empleado en la Luchana Mining….»  Así­, el resurgir de la violencia callejera entre nacionalistas y socialistas, con nuevas denuncias de actuaciones irregulares de la guardia en enero de 1919, no era obstáculo para que éstos llegaran a acuerdos que parecí­an revivir el frente anticaciquil.

Socialistas y nacionalistas pactaron la renovación de los vocales asociados, arrebatando a la fábrica su tradicional control sobre el presupuesto.

Sin embargo, la vuelta de Juan Garay a la alcaldí­a a principios de febrero de 1919 no consiguió consolidar ninguna alianza polí­tica mí­nimamente estable. De hecho, su polí­tica en torno al tema de las subsistencias le llevó a un enfrentamiento con aquellos sectores de comerciantes cuyo voto habí­a sido solicitado por los nacionalistas en las elecciones a cortes de 1918. Los contactos entre la Unión Comercial y la Casa del Pueblo para abaratar las subsistencias no mejoraron la situación. En abril de 1919 se produjo una manifestación de mujeres que amenazó con asaltar el ayuntamiento y que profirió insultos y abucheos contra el alcalde Garay77. El ayuntamiento respondió a estos indicios de posible desbordamiento del descontento popular tasando el precio de los productos. Esta acción provocó la animadversión de los comerciantes que se quejaban de que: «es un error pretender exigir al pequeño comerciante precios más baratos que los que nosotros tenemos que pagar por los comestibles, una vez que esto no es posible llevarlo a cabo; prueba clara y terminante de ello es que las Cooperativas obreras y socialista de la provincia no han podido acatar los precios fijados por la Junta Provincial de Subsistencias y que esto podí­a redundar en perjuicio del público, una vez que, de pretender exigir artí­culos a precio de tasa, los comerciantes tendrí­amos que dejar de suministrar éstos».

La oposición de los comerciantes a la tasación desembocó durante el mes de abril en un cierre de establecimientos y un agrio conflicto entre múltiples partes. El Liberal, mostrando cuál la clientela polí­tica que le interesaba ganar, se poní­a de parte de los comerciantes, mientras el alcalde Garay, desbordado por el conflicto, se vio obligado a ceder autorizando la apertura de los establecimientos a finales de mes y tolerando los viejos precios hasta que la alcaldí­a pudiera suministrar productos al precio de tasa.

En este convulso clima llegaba una nueva convocatoria de elecciones a Cortes en junio de 1919. De nuevo, la estrategia de la dirección provincial socialista frustraba cualquier salida depuradora al marasmo polí­tico barakaldés. Pero, por otro lado, el acuerdo de monárquicos y socialistas tampoco conseguí­a mantener las viejas prácticas de corrupción del sufragio, puesto que el acta de Barakaldo tuvo que ser anulada por el Tribunal Supremo.

El alcalde Garay volví­a a abandonar el cargo entre julio y octubre de 1919, cediendo la alcaldí­a de nuevo al primer teniente Taranco. A finales del año, se reproducí­an las denuncias de extralimitaciones y malos tratos de la guardia municipal, La modernización polí­tica a la vez que le procesamiento del socialista Gondra por no descubrirse al paso de una procesión atizaba el enfrentamiento ideológico entre la izquierda y el nacionalismo en el poder. En consecuencia, el bloqueo polí­tico presidió el resto del mandato nacionalista.

El desafí­o nacionalista de 1917 se habí­a saldado con un rotundo fracaso. El grupo nacionalista habí­a mostrado su incapacidad para presentar una acción de gobierno contí­nua y coherente, no habí­a conseguido colaborar en el proceso de construcción nacional desde las instituciones al perder la elección de los delegados que habí­an de representar a Barakaldo en la asamblea de municipios, se habí­a visto afectado por fuertes tensiones internas que habí­an provocado la retirada intermitente del alcalde y, finalmente, habí­a sido incapaz de anclar en la causa nacionalista los apoyos coyunturales obtenidos de sectores de la localidad tradicionalmente no nacionalistas, como los comerciantes. En este negativo balance de su paso por el poder, el nacionalismo barakaldés no se alejaba demasiado del fracaso del ciclo expansivo del PNV iniciado en 1917. Pronto serí­a la hora del reflujo y de la reconsideración.

El fracaso de la convergencia de derechas.

El pragmatismo socialista

En 1920 el bloqueo de la situación polí­tica barakaldesa se resolvió al consolidarse una alianza entre dos de los vértices del triangulo polí­tico local. Los socialistas barakaldeses acabaron con sus ambigí¼edades, olvidaron el precedente de frente anticaciquil y optaron por aplicar la estrategia prietista al ámbito local en el momento en que en Barakaldo se daban unas condiciones similares a las que habí­an determinado la actuación de la dirección socialista a escala vizcaí­na: la posibilidad de obtener cuotas significativas de poder.

Las elecciones municipales de 1920 no alteraron substancialmente el equilibrio de fuerzas electorales existente en 1917. La izquierda, esta vez dividida entre republicanos y socialistas, consolidó sus resultados de la última elección a la que concurrió erigiéndose con más del 40% de los sufragios en la fuerza más votada. A pesar de que Euzkadi publicara la intención de los nacionalistas de pasar a la ofensiva en el distrito de El Desierto presentando un candidato80, el mapa electoral de 1917 se mantuvo sin grandes modificaciones. Los dinásticos seguí­an controlando los distritos de San Vicente y El Desierto, y los nacionalistas hubieron de conformarse con renovar el copo por Burceña. Se produjo, sin embargo, un cierto reequilibrio del voto de derechas. Los nacionalistas se resentí­an de sus crisis internas y del duro enfrentamiento que, a causa de la cuestión de las subsistencias, habí­an mantenido con los comerciantes en 1919.

Si los resultados electorales globales no variaban con respecto a 1917, la composición del ayuntamiento sí­ que se vio significativamente alterada por efecto del sistema de votación por distritos. La pretensión de mauristas y jaimistas de ir al copo en tres distritos redujo su éxito a un sólo concejal, con lo que el grupo de la fábrica reducí­a su presencia en el ayuntamiento a sólo cinco concejales, el mí­nimo en todo el periodo estudiado. Por el contrario, los socialistas conseguí­an actas para tres de sus cuatro candidatos y con cuatro regidores alcanzaban su máxima representación en el consistorio. Por último, los nacionalistas conseguí­an hacer triunfar a todos sus candidatos, a pesar de su retroceso relativo. Con nueve concejales, los nacionalistas constituí­an el grupo municipal más numeroso y volví­an a quedar a sólo un voto de la mayorí­a absoluta.

Tal composición ampliaba los efectivos del frente anticaciquil de 1917. Sin embargo, a estas alturas, semejante pacto ni siquiera se planteaba. Al igual que ocurrí­a en el ámbito provincial, la izquierda optó por la alianza antinacionalista con los monárquicos a cambio de amplias cotas de poder. Las pretensiones iniciales de El Liberal no eran pocas: apuntaba la alcaldí­a para el socialista Evaristo Fernández a cambio de la primera tenencia de alcaldí­a para Altos Hornos.

Los nacionalistas sólo podí­an esperar el desacuerdo entre las otras dos fuerzas o la disidencia o incomparecencia de algunos concejales. En este sentido, parece que no estaba exenta de intencionalidad la campaña de Euzkadi en la que se denunciaba la implicación de dos concejales socialistas en el atentado sufrido por un trabajador nacionalista.

Finalmente, los socialistas no consiguieron la alcaldí­a, pero la fábrica hubo de pagar cara la primera vara municipal para el católico de Altos Hornos Rodolfo Loizaga: la primera y la cuarta tenencias de alcaldí­a para los socialistas y la tercera para los republicanos, un resultado que difí­cilmente podrí­a haberse obtenido de los nacionalistas.

La estrategia polí­tica de los socialistas no habí­a de ayudar precisamente a relajar el enfrentamiento callejero entre las bases de izquierda y las del frustrado nacionalismo. Una nueva espiral de violencia se abrió en junio, cuando una manifestación nacionalista y una jira socialista coincidieron en la zona de Barakaldo. Según el relato de El Liberal, los nacionalistas dispararon contra la manifestación socialista provocando intentos de asalto al batzoki de la calle Fueros y de linchamiento de los detenidos nacionalistas, además de enfrentamientos entre los manifestantes y la guardia civil. Euzkadi, por su parte, diferenciaba entre tres incidentes independientes y subrayaba que el resultado de las escaramuzas (dos nacionalistas muertos y un herido frente a un republicano muerto) difí­cilmente podí­a sostener la campaña de El Liberal acerca del matonismo bizcaitarra.

A diferencia de lo que habí­a ocurrido en el periodo 1918-1920, los nacionalistas se encontraban ahora en desventaja ante este rebrote de la violencia polí­tica callejera. La ofensiva represiva gubernamental se veí­a agravada por la pérdida del control sobre la fuerza pública local. El nuevo alcalde, Loizaga, destituyó al cabo de la guardia nombrado por Garay, que incluso fue cacheado por orden del juez municipal durante la sesión de constitución del ayuntamiento.

Los socialistas tuvieron que pagar un alto precio electoral por su pragmatismo polí­tico. De entre las tres fuerzas polí­ticas en juego, fueron los que más castigados electoralmente resultaron por el cambio de alianzas. En las municipales de 1922, el nuevo Partido Nacionalista recogió el voto tradicional del nacionalismo barakaldés e incluso mejoró resultados con relación a 1920. También mejoraba resultados con relación a esta fecha la derecha dinástica. La principal ví­ctima, pues, del juego de alianzas establecido en 1920 eran los socialistas que perdí­an casi la mitad de sus votos y no obtení­an ningún concejal, sin que la recuperación republicana consiguiera recuperar los niveles de voto de la izquierda de las convocatorias anteriores. El prietismo no parecí­a acabar de convencer a las clases obreras de Barakaldo que desafiaban la lí­nea socialista tanto en su vertiente polí­tica como en la laboral, pugnando por romper la estrategia de armoní­a social y contención reivindicativa seguida por los sindicatos socialistas.

Sin embargo, estos resultados adversos no hicieron variar la estrategia de los dirigentes socialistas barakaldeses. La estrategia prietista no se basaba en la ampliación de las bases electores socialistas, sino en el pragmático aprovechamiento de la coyuntura polí­tica para ampliar las cuotas de poder del partido. Así­, tras la debacle electoral de 1922, los socialistas optaban por desarrollar crudamente esta estrategia.

La composición del ayuntamiento en 1922 volví­a a situar a los nacionalistas, con nueve regidores, a sólo un voto de la mayorí­a absoluta. La fábrica habí­a superado su escasa representación del mandato anterior y obtení­a seis concejales (dos jaimistas, tres conservadores y un católico). Entre ambos sectores, la minorí­a de izquierda con tres regidores socialistas y un republicano volví­a a convertirse en la clave del poder.

Habiendo conseguido el católico Loizaga, alcalde desde 1920, la alcaldí­a por Real Orden, la reedición del pacto entre la izquierda y los dinásticos hubo de adecuarse a la nueva situación de reforzamiento de los dinásticos. Los resultados de la primera votación apuntan a que la minorí­a socialista se dividió entre el veterano concejal Fernández, en el ayuntamiento desde 1910 y partidario de la alianza con los dinásticos, y los dos nuevos concejales socialistas que se abstuvieron en las votaciones. El equipo quedó, por tanto, interinamente formado por nacionalistas. En estas circunstancias, la cotización de los votos socialistas se disparaba y Altos Hornos se vio obligada a pagarlos caros.

En la siguiente sesión, los dos socialistas se reintegraron a la disciplina antinacionalista. El equipo resultante otorgaba la primera, la tercera y la cuarta tenencias de alcaldí­a a los socialistas y la sindicatura suplente a los republicanos. La lógica pragmática de la polí­tica socialista habí­a dado sus máximos frutos: los tres únicos concejales socialistas conseguí­an colocarse en el equipo de gobierno.

La estrategia socialista de condicionar el apoyo a los dinásticos a la obtención de amplias cotas de poder volví­a a ponerse en práctica un mes después al suspenderse la alcaldí­a de R.O. En la votación para alcalde, los dos socialistas se abstení­an de nuevo y el católico Loizaga habí­a de conformarse con ocho votos frente a los nueve del nacionalista Atxabal. Hicieron falta tres sesiones para que Loizaga consiguiese los votos socialistas, precisamente cuando se mantení­a un largo conflicto huelguí­stico en Altos Hornos. Las reticencias socialistas no parecí­an, pues, derivadas de la voluntad de no incrementar la contradicción entre oposiciones laborales y oposiciones polí­ticas en la localidad, sino de su estrategia meramente pragmática de obtención de la máxima presencia en el poder. Como se indicaba irónicamente el diario Aberri: «¿Qué les dá el compañero Loizaga a estos ciudadanos universales para que se le muestren tan sumisos y obedientes? Les dá, todo lo que se puede dar en estos casos: guardias municipales diurnos y nocturnos, terrenos comunales, clientes, etc.»

Vista en perspectiva, la evolución de la derecha barakaldesa no podí­a ser más contradictoria. Tras una común andadura cimentada en su oposición a la izquierda, sus enfrentamientos internos habí­an acabado por ofrecer amplias cuotas de poder a la izquierda, paradójicamente en sus momentos de máxima debilidad electoral.

 

Mutaciones y escisiones

De manera similar, el amplio frente interclasista articulado por el nacionalismo vasco habí­a de imponer al partido soluciones propias ante el bloqueo polí­tico. La presión de los nuevos sectores movilizados abrí­a a finales de la década un periodo de fuertes tensiones, crisis y mutaciones en el seno de los nacionalismos periféricos. L. Hooghe da cuenta de estas mutaciones en lo que denomina modelo de conflicto – movilización – actividad de la pauta cí­clica del nacionalismo. Dejando aparte la oportunidad del nombre, el modelo de este autor resulta útil y puede sintetizarse de la siguiente manera.

Algunas personas deciden desafiar a los que detentan el poder por medios no convencionales de actuación polí­tica. Tal desafí­o se difunde por el sistema polí­tico en función de los agravios existentes (conflicto) y de las posibilidades reales de  éxito (estructura de las oportunidades) y de la fuerza de los contendientes. A medida que se expande la movilización nuevas organizaciones y nuevos sectores se añaden a las inicialmente inspiradoras del procesos. Con ello los temas y las tácticas se diversifican e incluso algunos sectores se radicalizan más allá de los objetivos iniciales de la protesta.

Una parte importante de los movilizados se retira, sin embargo, en la medida en que sus demandas inmediatas son satisfechas o cuando consideran que los costos y los riesgos no compensan el objetivo a conseguir. El movimiento pierde fuerza y se desintegra, pero el ciclo ha alterado sus caracterí­sticas. Se han socializado nuevos tipos de participantes, han emergido nuevos actores y se han introducido nuevos temas. En este proceso las pautas y valores asociadas a la nación pueden haberse transformado de manera radical e, incluso, volverse en contra de sus iniciales inspiradores.

Esta era la dinámica que estaba latente bajo las escisiones que vivieron los movimientos nacionalista y catalanista en los primeros años veinte. El golpe de Estado de Primo llegó antes de que el proceso iniciara su reflujo y se completara el ciclo, aunque sí­ que puede detectarse la retirada o el intento de volver a la situación anterior de algunos sectores. A lo largo de estas escisiones los temas se solaparon y se combinaron de diferentes maneras en los debates, pero es importante separar analí­ticamente las tres fuentes de fricción básicas y posibles ví­as de desarrollo:

a) La primera era la de la radicalidad nacionalista. Dado que la soberaní­a procedí­a de la nación y ésta ya se habí­a definido en contra de la española en toda una serie de escaramuzas durante los años precedentes, buena parte de los movilizados comenzó a considerar que la defensa de la catalanidad o de la vasquedad exigí­a una práctica polí­tica que no se correspondí­a con el posibilismo y regionalismo de las direcciones de los partidos nacionalistas-regionalistas y defendí­an una polí­tica más radicalmente nacionalista.

b) La segunda fuente de disensiones procedí­a de la dimensión social de los programas nacionalistas. Toda idea de comunidad nacional implica de alguna manera la de solidaridad. A pesar del blindaje originario de los nacionalismos en este tema, a medida que los sectores populares se incorporaban a la nación se incrementaba la tensión entre la comunidad espiritualmente solidaria y las desigualdades materiales que se producí­an en su seno.

c) La tercera fuente de fricción era la más estrictamente polí­tica y la única que atentaba directamente contra el núcleo ideológico que habí­a actuado de motor de la expansión nacionalista. Aceptada la idea de una comunidad que aspiraba al autogobierno, definida en la práctica por la lucha polí­tica, la estrecha vinculación originaria con contenidos substantivos como el orden social y la religión comenzaba a relativizarse. El autogobierno de la nación tomaba una significación autónoma que no habí­a tenido hasta el momento. Todas la propuestas de ordenamiento polí­tico futuro de la nación comenzaban a ser teóricamente posibles, hasta las liberales o democráticas. La misma práctica polí­tica cotidiana favorecí­a estos planteamientos. La experiencia de la represión y de las intervenciones autoritarias del Estado legitimaba los principios democráticos. Para horror de parte de sus impulsores, el inicial regeneracionismo ultraconservador y corporativista nacionalista podí­a desembocar en la práctica, a través de mecanismos no previstos y mucho menos deseados, en un fuerte motor democratizador.

En el caso vasco, el detonante de la crisis nacionalista fueron las expectativas frustadas de las victorias de 1916-17. La táctica posibilista del partido nacionalista amplió notablemente su base electoral como partido de orden y permitió un ciclo expansivo que comenzó con la consecución de la mayorí­a en la Diputación de Vizcaya y se manifestó espectacularmente en las elecciones a Cortes de 1918. Un partido que no habí­a tenido ningún diputado hasta el momento se hací­a súbitamente con todas las actas de Vizcaya, menos la de Bilbao, y una por Guipúzcoa. Después de estas victorias no era de extrañar que la campaña en pro de la autonomí­a generara grandes expectativas que se frustraron estrepitosamente al cabo de dos años. La reorganización dinástica, la ofensiva represiva estatal y las mismas contradicciones y rigideces del nacionalismo, redujeron estas victorias a la nada.

Las fuertes tensiones internas que culminaron en la ruptura del partido en 1921 no derivaban tanto de la oposición a la estrategia moderada y posibilista llevada a término hasta el momento como de la brutal frustración de expectativas que implicó su fracaso. Para buena parte de las fuertemente ideologizadas bases nacionalistas, la ortodoxia se convertí­a en el único agarradero sólido en esta frustrante coyuntura. En este sentido, el escindido PNV aberriano fue básicamente un fundamentalismo, es decir, una radical y confortable reafirmación en los principios como guí­a de actuación en una situación adversa. El importante papel que las juventudes jugaron en la escisión y el carácter popular de la base nacionalista les permitió crear un juego de imágenes socializantes, que, en el sentido de la segunda fuente de fricción, enfrentaba la verdadera raza vasca a los débiles burgueses de la Comunión (el partido tradicional).

Pero este populismo no era más que aranismo. Fue la primera fuente de fricción, la cuestión de la radicalidad nacionalista, la que rompió el movimiento de arriba a abajo, incluidos los obreros nacionalistas, no una oposición de programas o composición social. Aparte de la fidelidad a la Comunión de la escasa gran burguesí­a nacionalista, ambos partidos se distinguí­an más por la radicalidad asociada a la juventud de sus miembros que por su composición social. Sólo algunos sectores de la Juventud Vasca de Barakaldo, con un proyecto de Partido Nacional Vasco, se atrevieron a avanzar por la tercera ví­a de desarrollo atentando directamente contra la sí­ntesis racial-integrista sabiniana para plantear abiertamente un nacionalismo aconfesional, socializante, democrático y abierto a todos los habitantes del Paí­s Vasco.

Las escisiones barakaldesas

Tras su audaz desafí­o y su llegada al poder, la situación del nacionalismo barakaldés a principios de los años veinte reflejaba la frustración general del nacionalismo vasco ante el fracaso de su ofensiva. Perdido el ayuntamiento y privado de la fuerza pública local en la lucha callejera, el nacionalismo habí­a de sufrir en mayo de 1921 la destitución de sus nueve concejales por el gobernador civil por haber votado una moción en la que censuraban la suspensión gubernativa de un acuerdo de la Diputación acerca del uso del euskera por parte de los funcionarios. La evolución del contexto polí­tico para el nacionalismo local era paralela a la general y el fracaso de la ofensiva iniciada en 1917 igualmente notorio. Sobre este clima de frustración incidirí­a la polémica entre los aberrianos y la Comunión que habí­a de llevar a la escisión del nacionalismo.

Los batzokis de Burceña y Retuerto y la Juventud Vasca apoyaron durante el verano de 1921 la campaña de depuración y petición de responsabilidades sobre la situación que inició Aberri. Existe constancia de una junta celebrada el 2 de septiembre por la Juventud en la que, sin duda, se tomó partido en la crisis abierta en el nacionalismo vasco. Igualmente, el dí­a 3, la sociedad Euskalduna celebró otra junta en la que se decidió la expulsión de varios socios. A finales del verano eran expulsados de la Comunión la Juventud Vasca de Barakaldo, los centros vascos de Alonsótegui y Retuerto, y la sociedad Euskalduna, más los votantes a favor de las tesis aberrianas de la asamblea de Alonsótegui y los batzokis de Regato y Burceña.

La escisión aberriana contó, pues, con el apoyo inicial en Barakaldo de las principales entidades nacionalistas. Este apoyo se vio rápidamente ampliado a la totalidad del entramado institucional nacionalista barakaldés. En diciembre, las entidades nacionalistas respondí­an a las declaraciones del diputado provincial de la Sota en contra del PNV renunciando a su representación y negándose a continuar los contactos tendentes a solucionar la crisis nacionalista. Firmaban la declaración la Junta Municipal de Barakaldo, la Juventud Vasca, la sociedad Euskalduna y los Batzokis de Retuerto, Regato y Burceña. El nuevo partido nacionalista incluí­a ya, por tanto, a aquellos dos Batzokis que no habí­an sido expulsados en septiembre. Una semana después la Junta Municipal ratificaba la adhesión al PNV.

Por su parte, en Alonsótegui, el Centro Vasco habí­a decidido prestar apoyo a Aberri en dos juntas sucesivas de 22 y 28 de julio de 1921. En noviembre, el presidente de la junta municipal comunicaba a Eguilor la falta de información sobre la fundación del nuevo partido y la decisión de retener las cuotas hasta decidir a qué partido adscribirse. La adhesión al PNV se confirmó en la primera semana de enero de 1922 por una votación de 40 a favor, 10 en contra y 8 abstenciones.

A principios de 1922, la totalidad de las entidades nacionalistas barakaldesas se habí­a escindido de la Comunión y adherido al nuevo PNV. Con tal apoyo institucional, no era extraño que el nuevo partido se aprestase a luchar con renovada beligerancia y en exclusividad en las elecciones municipales de febrero de 1922. Aunque anunció su intención de presentar por primera vez candidatos en El Desierto, finalmente hubo de conformarse con la más tradicional competencia por las mayorí­as en los distritos de San Vicente y Retuerto y el copo en Burceña.

Los buenos resultados electorales obtenidos por los nacionalistas en 1922, similares a los de 1920, no encandilaban al nuevo partido: «el fin supremo del Nacionalismo no son las luchas electorales». La composición del ayuntamiento de 1922 confirmaba el alejamiento del poder institucional del nacionalismo barakaldés iniciada en 1920, que habí­a condicionado el surgimiento de la escisión de Aberri y, en consecuencia, nada invitaba a un replanteamiento del camino emprendido por el nacionalismo local en el otoño-invierno de 1921.

Viejos y nuevos temas se solapaban en esta crisis de la Comunión de 1920-21. Más, concretamente, resurgí­an los viejos temas conflictivos en el seno del nacionalismo, pero en un nuevo contexto. El nacionalismo barakaldés ya no era el mismo de 1917.

Durante la ofensiva de los años posteriores, el nacionalismo habí­a sufrido importantes mutaciones: se habí­a erigido en un referente nacional claro y excluyente y, además, habí­a conseguido un éxito notable a la hora de movilizar a nuevos sectores de la población en torno a su programa

La radicalidad nacionalista, a diferencia del catalanismo, habí­a sido teóricamente explí­cita en el nacionalismo vasco desde su nacimiento. Sin embargo, como denunciaban los aberrianos, el propio éxito del movimiento habí­a llevado a una práctica regionalista. Tal como denunciaba un editorial de Aberri: «A medida que el Partido Nacionalista va ganando en cantidad, va perdiendo en calidad. El espí­ritu sabiano se va entibiando y aquella austeridad de principios e intransigencia patriótica que el Maestro infundió en los primeros Jetzales, se va mistificando. Vamos de concesión en concesión, de dejación en dejación, olvidándonos de nuestra primitiva fiereza…»

Una práctica polí­tica radical era aún más novedosa en Barakaldo, donde, como se ha expuesto, el nacionalismo habí­a mantenido estrechos lazos con las fuerzas vivas y a las redes de poder local. Desde 1917, con el desafí­o a Altos Hornos, la situación se habí­a clarificado, pero cabe recordar que hombres como Ariño, presidente de Euskalduna en 1904-05, se mostraban reticentes a la nueva dinámica excluyente. Lo cierto, es que a partir de esta fecha, ya no eran posibles ambigí¼edades como al fundador del batzoki de Burceña, Francisco Tierra, posteriormente diputado provincial monárquico, o la del propio alcalde de Altos Hornos, Rodolfo Loizaga, que dirigí­a en este periodo la represión de las manifestaciones nacionalistas, habiendo sido, según Aberri, «tan asiduo concurrente en otros tiempos a jiras y fiestas nacionalistas, donde sabe él muy bien que la más franca alegrí­a y la mayor corrección son los digní­simos acompañantes de todos los concurrentes….

Las juventudes suelen ser señaladas como un factor de radicalización consecuente de los principios nacionalistas. De hecho, la Juventud Vasca de Bilbao fue el bastión del PNV en todo el proceso de escisión de 1921. Sin embargo, si bien la Juventud Vasca de Barakaldo, como se verá, tuvo un protagonismo incuestionable y actuó como punta de lanza de la evolución nacionalista en estos años, los datos disponibles para Barakaldo no apuntan a una oposición generacional en este sentido.

En 1917, la media de edad de la Junta directiva de Euskalduna era de 33.8 años, pero esta relativa juventud no constituí­a una novedad en el nacionalismo barakaldés. El primer concejal nacionalista entró en el ayuntamiento con 34 años y la media de edad de los nuevos concejales se mantuvo siempre entorno a los 38 años. Igualmente, la media de edad del grupo nacionalista en el ayuntamiento fluctuó en torno a los 40 años.

Por tanto, no se constata una diferencia apreciable en cuanto a la edad entre los primeros concejales nacionalistas y los del periodo posterior a 1917. Si bien es cierto que en este año se produjo un notable rejuvenecimiento de los nuevos concejales, también lo es que el PNV aberriano llevó por primera vez al ayuntamiento hombres mayores de 55 años, con lo que la media de edad del grupo nacionalista de 1922 resulta ser la más elevada del periodo estudiado (44,5). Mayor peso que la edad estrictu sensu en la radicalidad nacionalista parece tener el grado de imbricación en las redes sociales tradicionales de poder local. En este sentido, sí­ que resulta notoria la transformación social del nacionalismo barakaldés durante las dos primeras décadas del siglo XX. Hasta 1910, los escasos datos que tenemos sobre la base social del nacionalismo barakaldés apuntan a su vinculación a los sectores medios bajos autóctonos (labradores, jornaleros). Coincidiendo con la consolidación del grupo municipal en torno a los cinco concejales, se produjo una significativa transformación social entre 1910 y 1917. La presencia de labradores se vio reducida a un único concejal (9.5%) y la de las clases bajas a un 23%. En su lugar, las clases medias y, especialmente, las clases medias independientes (comerciantes, industriales, contratistas) constituyeron el grueso del grupo municipal (61.9%). La expansión del nacionalismo local, en compleja relación de amor y odio con Altos Hornos, pareció coincidir con su adopción por una parte de las clases medias urbanas.

Sin embargo, a partir del desafí­o de 1917 y más acentuadamente a partir de 1920, esta configuración social varió notablemente. Las clases medias mantuvieron sus posiciones, pero en el resto de la composición del grupo se produjeron importantes variaciones. En estos años, las clases bajas recuperaron un creciente protagonismo, pasando a constituir el 55% del grupo aberriano de 1922. Similar proceso, aunque más limitado, siguieron los labradores. Por otro lado, y esto constituí­a una novedad sin precedente, las clases altas irrumpieron en el grupo nacionalista (12%), concretamente jóvenes profesionales liberales.

Por tanto, el nacionalismo barakaldés del periodo de ofensiva y crisis aparece como un movimiento claramente interclasista, con un importante componente popular incluso entre sus representantes en las instituciones y con presencia de profesionales acomodados. En resumen, todo un espectro social alternativo a la sociedad no nacionalista. Era esta una composición similar a la apuntada por Ludger Mees para el grupo aberriano, aunque, a nuestro entender, en el planteamiento de este autor existe una confusión entre la ausencia de la burguesí­a industrial nacionalista en el PNV con la negación del carácter acomodado de la dirección peneuvista. Abogados, gerentes, ingenieros o el propio caso del médico barakaldés, José Larrea, miembro del BBB del partido, no diferencian socialmente de manera substancial al PNV de la Comunión, aunque resulte claro que el primero no contó con el apoyo de la minoritaria gran burguesí­a que apoyaba a la Comunión.

En una localidad eminentemente industrial como Barakaldo, esta composición interclasista implicaba un notable peso de los trabajadores en el movimiento nacionalista. Así­, en 1917, tanto la junta de la Juventud Vasca como la de Euskalduna estaban í­ntegramente compuestas por trabajadores. Igualmente, los jóvenes trabajadores eran hegemónicos en la junta directiva del batzoki del Regato de 1922. A finales de 1921, el núcleo dirigente del nuevo PNV confirmaba esta preponderancia de trabajadores combinada con la presencia de jóvenes profesionales liberales. Presidí­a la Junta Municipal un joven abogado de 30 años, que contaba con la ayuda de un modelista y un albañil como tesorero y secretario respectivamente. La cúpula dirigente del nacionalismo barakaldés se completaba con un albañil en la presidencia de Euskalduna, un forjador en la del Batzoki de Retuerto y Juan de Garay, alcalde en 1917 y marino acomodado, en la del Batzoki de Burceña. En Alonsótegui, por su parte, era un jornalero de 40 años quien presidí­a la Junta Municipal que se completaba con un empleado de 24 años como secretario y un capataz de 29 como tesorero.

Por tanto, la radicalidad nacionalista aparece relacionada con el establecimiento de un espectro social alternativo, vertebrado por esta ideologí­a, e independiente de los intereses y tradiciones de un grupo social determinado.

Ahora bien, el notable peso de trabajadores en las filas del nacionalismo vasco habí­a de incidir en el convulso panorama nacionalista. Aceptada la exclusividad de la identidad nacional quedaba pendiente el escollo de las diferencias sociales en el seno de esta comunidad, es decir, la segunda lí­nea de desarrollo.

La armoní­a de las clases y, en todo caso, la subordinación de la cuestión social a la cuestión nacional era el lema tradicional del nacionalismo vasco. Ello no obstó para que, como expresión de la base popular autóctona, surgieran desde muy pronto propuestas en favor de un sindicato nacionalista. En Barakaldo existió una sociedad de obreros vascos de la que sólo se conoce su reglamento de 1909. Sin embargo, el sindicato SOV-ELA se fundó bastante tarde en la localidad: en 1919 en Barakaldo y 1920 en Alonsótegui, contando con unos 500 y 100 afiliados respectivamente, según Euzkadi. En noviembre de 1921, un estadillo municipal recoge la existencia de este sindicato y de las agrupaciones de madera, oficios varios (Barakaldo y Alonsótegui), caldereros y ajustadores.

Ya en 1919, Antonio de Villanueva, dirigente de la SOV barakaldesa, habí­a tomado parte en el debate sobre el contenido social del nacionalismo. Defendí­a Villanueva la necesidad del abandono del «neutralismo» de la Comunión y la elaboración de un programa social claro y vinculante. Es de suponer que defendiera similares ideas en la conferencia que pronunció en la Juventud Vasca de Barakaldo en marzo de 1920. Esta crí­tica al conservadurismo social de la Comunión fue uno de los aspectos que configuró el clima de descontento sobre el que habí­a de producirse la escisión nacionalista. Sin embargo, aunque por oposición a la Comunión tildada de conservadora, el nuevo PNV apareciera más cercano a la cuestión social, la realidad es que no llegó a formulaciones claras al respecto. Para ambos partidos, la cuestión social no era solamente secundaria con respecto a la nacional, sino que quedó relegada del ámbito de los compromisos programáticos.

Sin embargo, existí­a desde 1920 en Barakaldo una coyuntura favorable para la expansión de un nacionalismo obrerista y demócrata. La tradicional hegemoní­a socialista sobre el movimiento obrero local empezaba a resquebrajarse dada su contradictoria posición. La alianza polí­tica socialista con la dirección de la fábrica entraba en contradicción con la dinámica de la lucha social en la localidad. Además, la votación de la alcaldí­a en plena huelga en Altos Hornos convertí­a esta contradicción en flagrante.

Para los descontentos con la estrategia españolista de Prieto, surgí­a por la izquierda una escisión comunista que en junio de 1921 aprobaba su reglamento y que con su actividad regular a partir de 1922 constituí­a un desafiante referente en la sociabilidad polí­tica de la izquierda local. También en el terreno sindical la tradicional hegemoní­a socialista se veí­a cuestionada por la formación a partir de agosto de 1922 de un Sindicato íšnico de Trabajadores de Barakaldo.

Resultaba evidente que las bases de la izquierda barakaldesa no podí­an tener ninguna simpatí­a por el nacionalismo vasco tal como se habí­a formulado hasta al momento, puesto que el agresivo antimaketismo y antiizquierismo constituí­an elementos definitorios de este movimiento. Seguramente, profesaban ese españolismo primigenio que señalaba Fusi, pero en todo caso no acababan de ser convencidos por el españolismo prietista, tal como muestran los resultados electorales socialistas. La izquierda barakaldesa habí­a remontado el bache electoral de 1913 y 1915 en la municipales de 1917 con 941 votos (30%) y alcanzaba su mejor resultado en las de 1920 con 1545 votos (42%). La estrategia de alianza con los hombres de Altos Hornos invertí­a esta tendencia. En las municipales de 1922, la izquierda no superaba los 900 votos (23%). De hecho, esta evolución era aún más marcada en el caso de los socialistas.

El rápido incremento del voto socialista entre 1917 y 1920 (415 y 1005 respectivamente) se tornaba en una verdadera debacle en 1922. Los 447 votos de este año se situaban por debajo de los resultados obtenidos en 1911 y 1913.

Este descrédito socialista entre parte de sus bases electorales fue explotado por los nacionalistas. Por primera vez, los nacionalistas podí­an abandonar el integrismo y el conservadurismo en su discurso antisocialista. En la campaña electoral de junio de 1918 el nacionalista Esteban de Isusi se mantení­a todaví­a en el esquema tradicional de crí­tica a los socialistas: «Acordaos de Agosto en que tení­ais planteada un huelga justa y la intromisión de los elementos perturbadores de los Prieto y comparsa hizo que se convirtiera en revolución aria y ser perdida por vosotros; los mismos que mientras poní­ais el pecho a las balas del ejército, preparaban cuidadosamente su huida a Francia «Sólo un año después, el también candidato nacionalista Epalza «ensalzó y elogió la labor desarrollada por Pablo Iglesias [y] atacó duramente la actuación del candidato por Bilbao, Sr. Prieto, manifestando que no se le puede considerar como demócrata por pertenecer a la camarilla que obtiene los triunfos inclinando la rodilla ante las gradas del Trono». La entente de Prieto con la derecha dinástica permití­a que por primera vez los nacionalistas pudieran atacar a los socialistas desde su terreno tradicional: el de la democracia y la defensa del trabajador. En este sentido, tras el pacto municipal de 1920, Euzkadi insistí­a en la traición socialista a sus bases, aunque no podí­a evitar rematar la crí­tica con una vuelta a la más rancia ortodoxia antimaketa: «son aquellos que arribaron á este pueblo con alforjas, erigiéndose hoy en administradores de nuestra hacienda».

Esta variación del discurso que sin duda, tal como revela el anterior pasaje, era meramente pragmática por parte de los dirigentes nacionalistas, tení­a posibilidades reales de calar entre las bases trabajadoras del nacionalismo barakaldés. Mientras la anterior generación del nacionalismo vasco veí­a con profunda desconfianza cualquier democratización que pudiera desembocar en el acceso al poder de los izquierdistas y moralmente corruptos maketos, la generación nacionalista forjada en la lucha electoral y social de este periodo podí­a adoptar las reivindicaciones democráticas y antiburguesas que el prietismo habí­a abandonado, puesto que, dado el pacto de la izquierda con el poder estatal, eran ellos las principales ví­ctimas de la represión polí­tica del régimen.

Sin embargo, ni la Comunión ni el PNV dieron cuenta de esta evolución. Tanto en el terreno social como en la cuestión religiosa o en las formulaciones polí­ticas sobre el futuro Estado vasco, el PNV aportaba pocas novedades. La radicalidad fundamentalista le confirió una áurea dinámica e innovadora frente a la instalación de la inercia cauta y acomodaticia de la Comunión, pero distó de dar solución a las cuestiones que estaban en la base de su nacimiento. Resulta, así­, comprensible que la Juventud Vasca barakaldesa, después de haber jugado un decidido papel en la escisión a favor de los aberrianos y haber ayudado al establecimiento del PNV aberriano en Barakaldo, mostrase pronto su insatisfacción ante el nuevo partido y mantuviese su independencia de criterio entre ambas organizaciones nacionalistas. Ya en diciembre de 1921 asistí­a su junta directiva, para escándalo de Aberri, a una conferencia de Eleizalde, destacado teórico de la estrategia gradualista de la Comunión y polemista antiaberriano. A finales de 1922, la insatisfacción ante ambos partidos llevó a un grupo de jóvenes barakaldeses a lanzarse de lleno por la tercera ví­a de desarrollo con la fundación de un tercer partido: el Partido Nacional Vasco.

El ideario del Partido Nacional sólo es conocido indirectamente a través de las conferencias que se realizaron en la Juventud Vasca desde noviembre de 1922 a febrero de 1923, con una asistencia media de 100 personas. Aparte de lo publicado en la prensa, se conserva un borrador de la de Telesforo Uribe- Etxebarria

El Partido Nacional partí­a de una explí­cita declaración independentista reclamando la «independencia absoluta y terminante de nuestra patria», según Uribe-Etxebarria. Se alejaba, por tanto, de la ambigua formulación de «derogación de la ley de 1839» que habí­a permitido la convivencia de diferentes tendencias en el seno del nacionalismo vasco y que todaví­a defendí­a la Comunión. Con ello, se acercaban a los planteamientos del PNV aberriano. Sin embargo, los puntos de contacto acababan aquí­, puesto que el Partido Nacional tení­a una concepción muy diferente de la aberriana acerca de la organización del futuro Estado vasco.

El Partido Nacional propugnaba una república vasca unitaria con «unas mismas Cortes legislativas y un mismo poder ejecutivo para todos los vascos y teniendo las regiones y Municipios facultades solamente administrativas», según la formulación del ponente del programa Nicolás de Aldai. Con tal declaración casi jacobina, los disidentes barakaldeses superaban el esencialismo y el idealismo tradicional que defendí­a la restauración del funcionamiento polí­tico vasco previo a la abolición de los fueros. La independencia de la nación vasca ya no podí­a ser un mero retorno a la situación anterior a 1839; sino que debí­a desarrollarse en torno a un sistema polí­tico homologable a la contemporaneidad, desde el cual cimentarla y reforzarla. Así­, el tema de la centralización vasca iba ligado al tema de la unificación del euskera. A la manera catalana, debí­a crearse un euskera unificado por encima del conglomerado de dialectos locales y regionales. En definitiva, el Partido Nacional abandonaba idealizaciones tradicionalizantes y esencialistas, que veí­an en el pasado anterior a la revolución liberal española la nación vasca ya formada, para incidir en la necesidad de la moderna construcción de la nación en consonancia con lo que habí­an sido los principios del nacionalismo liberal del siglo XIX.

En este punto, se acercaban más a la teorí­a y la práctica de la Comunión que al PNV. El ex-presidente de la Diputación, Ramón de la Sota Aburto, expresaba el acuerdo de la Comunión con estos planteamientos señalando «la necesidad de la unidad nacional de que el Estado sea uno y único», y atribuí­a a los particularismos tradicionales el fracaso de la nación vasca en la historia. Igualmente, Julián de Arrién establecí­a que la multiplicidad de gobiernos irí­a contra la unidad nacional y remitirí­a más a un regionalismo españolista administrativo «que le repugna» que a la reivindicación nacionalista. El PNV, por el contario, en tanto que retorno a la ortodoxia integrista, defendí­a el pensamiento del Maestro y proponí­a una confederación de estados vascos absolutamente autónomos, con dialecto propio y personalidad soberana propia, teóricamente facultados para separarse de la confederación, y supuestamente organizados a la manera tradicional. Así­, el conferenciante aberriano, Luí­s González de Etxabarri, establecí­a en este punto el principal desacuerdo entre la nueva propuesta y el PNV, señalando que «esa futura constitución que se propone es lo más antidemocrático y centralista y los más contrario al espí­ritu que informó la antigua y libérrima legislación del Pueblo Vasco». La diferencia de planteamientos era substancial, puesto que no se trataba simplemente de una oposición entre centralismo y federalismo, sino de dos concepciones del movimiento nacional absolutamente distintas: la que defendí­a la necesidad de construir la nación, adecuarla a la contemporaneidad y cimentarla desde el Estado y la que, casi al margen de las nuevas realidades sociales, pensaba que la nación vasca habí­a existido con anterioridad a la privación de sus derechos por los liberales españoles y, en consecuencia, sólo necesitaba para su libre funcionamiento del abandono de sus ocupantes. La declaración de Uribe- Etxebarria sobre el idioma expresaba claramente la resistencia ortodoxa a aceptar la propuesta de construcción nacional del nuevo partido: «En lugar de preocuparnos hondamente en la unificación de los dialectos actuales creo que serí­a más práctico que invirtiésemos todas nuestras energí­as en desterrar el erderade [de] nuestra patria».

A la luz de esta substancial diferencia de planteamiento, estaba claro que la disidencia barakaldesa no se basaba, como pretendí­an los aberrianos, en una cuestión de grado o matiz. El resto de los puntos de fricción constituí­a el correlato lógico del paso adelante dado por los disidentes barakaldeses en la dirección de la tercera lí­nea de desarrollo arriba apuntada. La comunidad nacionalista vasca se habí­a definido en los enfrentamientos prácticos de las dos décadas anteriores, jalonados de batallas polí­ticas y callejeras con heridos y muertos, y habí­a tomado conciencia de su existencia. En consecuencia, el programa nacionalista debí­a centrarse en la realización de la voluntad de autogobierno de tal comunidad que progresivamente aparecí­a como independiente de los estrechos contenidos substantivos que vení­an caracterizándola teóricamente. Nada impedí­a a esta nación dotarse del sistema polí­tico que decidiera. Se abrí­a, así­, no sólo la posibilidad de superar las recetas concretas ofrecidas por Sabino sobre la organización del futuro Estado, sino también, y esto era lo radicalmente novedoso, de relajar y modificar los estrechos criterios fijados por el Maestro para definir la comunidad. Como expresaba la Juventud Vasca en carta dirigida a Euzkadi, la idea de Sabino de que Euskadi era la única Patria de los vascos constituí­a «lo UNICO que admitimos como básico y dogmático en el Nacionalismo Vasco». El resto de las cuestiones quedaban expuestas al debate y la discusión.

Este desarrollo resultaba lacerante en el tema religioso. El Partido Nacional proponí­a una estricta separación de la Iglesia y el Estado relegando la cuestión religiosa al ámbito privado y suprimí­a el Jaungoikua de su lema. La formulación de Nicolás Aldai muestra que, con todo, las formulaciones del nuevo partido distaban de ser radicales en esta cuestión: «Pero a pesar de ser el Pueblo Vasco tradicionalmente católico, existen y existirán en el mañana discrepancias religiosas entre sus hijos, y a éstos no podemos ni debemos cerrarles las puertas de nuestros Batzokis y Sociedades si aman a Euzkadi y desean su libertad No pedimos libertad completa para estos hermanos nuestros, que han perdido la fe de Cristo para que sus ideas expongan en nuestros Bazokis, sino solamente tolerancia para que, juntamente con nosotros laboren en pro de la patria».

De hecho, el aberriano Luí­s G. de Etxabarri preferí­a eludir el tema reduciéndolo a «un simple matiz de tolerancia, que el Partido Nacional quiere proclamar en su Manifiesto y que el Partido Nacionalista, sin aludir a ella en el suyo, la practica todo los  dí­as». No era este el caso de la Comunión. Ya cuando publicó la carta de la Juventud sobre su interpretación de la herencia sabiniana, Euzkadi se habí­a apresurado a subrayar la sí­ntesis indisoluble entre nacionalismo y religión como elemento central de su legado: «No creemos que lo UNICO básico en el Nacionalismo Vasco sea la afirmación patria.

A esa afirmación polí­tica unimos la afirmación religiosa, estimando, por tanto, que lo básico del Nacionalismo por nosotros defendido es, conforme a las enseñanzas sabinianas, la afirmación de la unidad patria y la afirmación religiosa».

De manera similar, el comunionista Elejondo se declaraba partidario de la separación económica entre Iglesia y Estado, pero se mostraba contrario a la supresión de la primera parte del lema sabiniano, ya que «el espí­ritu religioso se halla tan arraigado en el alma de nuestra raza, que serán inútiles todos los esfuerzos que se hagan para desvincularlo». Mucho más radical era en este sentido, Ramón de la Sota: «No hay problema religioso en el Paí­s Vasco porque la inmensa mayorí­a de vasco son católicos. Habrá, sin duda, una minorí­a – de número y de calidad- que no tenga sentimiento religioso de ningún género, bien por holgazanerí­a o por incultura. Estos son precisamente los que constituyen la intolerancia ignorante. Y frente a esa intolerancia es cuando no cabe el bálsamo misericordioso de nuestra tolerancia que es virtud demasiado preciosa para la cerrilidad».

No habí­a cabida para los laicos en la nación vasca y sus planteamientos sólo podí­an ser descalificados. La Comunión era, por tanto, radical en la defensa del legado integrista sabiniano, a pesar de su moderación y apertura en otras cuestiones.

Las novedades del desarrollo protagonizado por el Partido Nacional eran también evidentes en el tema social. Seguramente, nunca se plantearon los impulsores del nuevo partido subordinar la cuestión nacional a la social, ni mucho menos formar un frente único con los trabajadores socialistas con los que se batí­an en las calles. Sin embargo, no era éste el tema fundamental. La cuestión era que, aún sin abandonar la lógica subordinación del tema social a nacional (de lo contrario no serí­an nacionalistas), no habí­a razones para seguir realizando profesiones de fe ante los dogmas armonicistas sabinianos para aquéllos que no eran ni nostálgicos tradicionalistas ni modernos conservadores. Puesto que los trabajadores constituí­an el grueso de la comunidad nacionalista (como mí­nimo así­ era en Barakaldo) y su realidad social era constatable, el nacionalismo debí­a formular un programa claro y vinculante acerca del tema social, tal y como habí­a propugnado Antonio Villanueva en 1919.

La diferencia entre el Partido Nacional y los dos partidos nacionalistas no estribarí­a tanto en las implicaciones concretas de este programa como en la clara voluntad de establecer un compromiso entre el movimiento nacionalista y la realidad social de la mayorí­a de la comunidad nacionalista. La dificultad de los conferenciantes de las dos ramas nacionalistas para abordar este tema eran proverbiales. Ramón de la Sota recordaba el proyecto de la Diputación para facilitar el acceso de los campesinos a la propiedad de los caserí­os y, tras una larga disertación sobre el socialismo, parecí­a cifrar las mejoras obreras en la educación y el cooperativismo. Uribe-Etxebarria concluí­a que «a pesar de que el Nacionalismo Vasco no haya definido aún oficialmente su actitud en la esfera social, es tan poco lo que vosotros demandáis, que no puede haber ningún patriota que se oponga a vuestras pretensiones». Pero es sin duda la argumentación del comunionista Elexondo la que mejor sintetiza la nebulosa armonicista que caracterizaba el discurso nacionalista sobre esta cuestión y su incapacidad para dar respuesta a la desafí­o obrerista del Partido Nacional: «…esta cuestión podrá ser resuelta en el Paí­s, de forma armónica y cordial, entre patronos y obreros, el dí­a en que el ideal nacionalista triunfe. Nadie más capacitad o que la organización nacionalista para encontrar una fórmula de concordia a este problema, ya que nuestro ideal, al estrechar los lazos de fraternidad entre los vascos de todas las clases sociales, uniéndolos con los ví­nculos de un efusivo cariño de hermanos, facilita la compenetración, acorta las distancias, despierta la mutua simpatí­a haciendo posible una cordial y fraternal convivencia de la inteligencia, el capital y el trabajo, mediante la distribución, en justa y equitativa proporción, de los beneficios debidos a los tres factores que integran la producción de la riqueza».

A la luz de las anteriores consideraciones parece más correcto situar al Partido Nacional como un precedente de ANV, tal y como apunta Mees, que enmarcarlo simplemente en las incapacidades del PNV para dar repuesta a los problemas que provocaron su escisión de la Comunión como defiende Elorza. Es necesario insistir en que la disidencia del Partido Nacional no sólo suponí­a una especí­fica combinación de los acentos en los temas que enfrentaban a los dos partidos nacionalistas, sino que cuestionaba abiertamente las soluciones dadas por el Maestro y, aún más, atentaba contra el estrecho núcleo definitorio de la misma comunidad nacionalista (integrismo, antiliberalismo, antimaketismo). En este sentido, resulta especialmente relevante el preámbulo de la conferencia de González de Etxebarri: «El espí­ritu del nuevo Partido es sano en cuanto pretende crear un ví­nculo más amplio de unión entre todos los vascos, en cuanto defiende una mayor tolerancia para las ideas y opiniones del adversario, en cuanto busca soluciones más progresivas a los problemas polí­ticos y sociales. Pero ese espí­ritu es nocivo en cuanto significa una acogida indudablemente suicida al elemento extraño, en cuanto puede caer, no ya en la tolerancia para las ideas ajen as, sino en la transigencia de las propias, en la claudicación más o menos consciente de las propias convicciones, en cuanto esa busca de soluciones progresivas puede hacernos perder la genuina idiosincrasia».

El nuevo Partido Nacional no sólo pretendí­a dotar de un sentido menos integrista y más socialmente comprometido a la ortodoxia sabiniana, sino que, haciéndose eco de una realidad local eminentemente industrial, urbana y obrera, atentaba directamente contra su intolerancia y cerrazón («acogida indudablemente suicida al elemento extraño») abriendo por primera vez el camino para una desvinculación de la definición de la comunidad nacionalista de los contenidos tradicionalistas.

Con semejantes planteamientos, la disidencia barakaldesa aparecí­a a los ojos de los aberrianos como una auténtica deserción, máxime cuando algunos de estos planteamientos la acercaban a la Comunión. En marzo de 1923, la Juventud Vasca se adherí­a, en contra del resto del nacionalismo local, a la manifestación convocada por la Comunión para el primero de abril, que Aberri calificaba de «gran farsa». La resolución aprobada por los participantes subrayaba los puntos de coincidencia entre los disidentes barakaldeses y la Comunión: definición de los vascos como una nación única, idioma unitario-literario para el Euzkera, restauración de la «independencia nacional que Euzkadi disfrutó durante siglos» y creación de un estado unificado vasco y de un gobierno para todo el Paí­s Vasco.

Posteriomente, según anunciaba Euzkadi, la Juventud Vasca de Barakaldo apoyó al candidato nacionalista a Cortes, Mariano de la Torre. Con este apoyo explí­cito, la Juventud no se distanciaba de la base del nacionalismo barakaldés, puesto que este candidato obtuvo una votación similar a la obtenida por los candidatos nacionalistas anteriores a la escisión.

Tras haber planteado un esbozo de superación del nacionalismo tradicional, los disidentes barakaldes parecí­an tomar en la primavera de 1923 un camino de apoyo a la Comunión en aquellos temas en que la polí­tica de ésta coincidí­a con su ideario. Sin embargo, no es posible evaluar si la tercera opción nacionalista propuesta por la Juventud Vasca de Barakaldo iba a ser absorbida finalmente por alguna de las dos grandes tendencias en pugna o si, por el contrario, mantendrí­a una posición autónoma.

 

El final de un ciclo

El golpe de Estado del general Primo de Rivera suspendió la evolución de los movimientos nacionalistas e impide establecer en qué propuestas polí­ticas y sociales se hubiera concretando la mutación que viví­an. A pesar de ello, en Barakaldo, se habí­a cerrado un ciclo polí­tico ya antes del golpe. La pretensión originaria de encontrar una fórmula polí­tica moderna que evitara los peligros de la democratización y la lucha social habí­a fracasado estrepitosamente. Las derechas habí­an llegado a un punto en que preferí­an pactar con la izquierda antes que retornar a la actuación común que habí­a presidido el desarrollo de los discursos de referencia comunitaria en los primeros años. El propio éxito de su propuesta estaba en la clave de este resultado.

La nueva manera de hacer polí­tica habí­a conseguido movilizar a amplios sectores de la población paralelamente a la movilización de la izquierda. La misma lucha polí­tica habí­a legitimado un conjunto de normas y hábitos de actuación democráticos que precisamente de pretendí­an deslegitimar en la sí­ntesis inicial. La presión de los nuevos sectores movilizados apuntaba a desarrollos ni previstos ni deseados inicialmente. Incluso se planteaban en torno a la apelación nacional combinaciones especí­ficas de temas que atentaban contra la matriz originaria que la habí­a dotado de sentido.

Sin embargo, a pesar de este común fracaso de la propuesta inicial, la diferencia estructural persistí­a entre sus impulsores en ambas localidades. En Barakaldo, la sí­ntesis original habí­a fracasado en la práctica polí­tica, pero no habí­a perdido su vigencia. El Partido Nacional era sólo un desafí­o parcial fruto de las peculiaridades locales que difí­cilmente podí­a cuestionar al conjunto del nacionalismo vasco. Sin variar sus presupuestos ideológicos el nacionalismo vasco habí­a conseguido cimentar un amplio movimiento interclasista libre de lastres y compromisos con los grupos dominantes.

Habí­a conseguido incluso penetrar en el mundo del trabajo con sindicatos propios que contraponí­an el ideario nacionalista al movimiento obrero izquierdista. El propio éxito del PNV subrayaba la vigencia de las sí­ntesis sabiniana. La vieja matriz no se habí­a resquebrajado, sino que por el contrario contaba con nuevas fuerzas para enfrentarse a la izquierda.

 

 

2. LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA.

El golpe de Estado de Primo de Rivera cerraba de manera autoritaria la descomposición polí­tica y social de la Restauración. En 1923, el desmantelamiento del Estado liberal parecí­a para buena parte de las clases dominantes en España un paso previo para establecer una nueva dinámica capaz a la vez de regenerar la vida polí­tica al forjar un nuevo consenso conservador y de frenar o reconducir las reivindicaciones populares que cuestionaban su dominio. Sin embargo, este acuerdo básico distaba mucho de ser ampliado a aspectos fundamentales como la duración de las medidas excepcionales, el sentido y concreción de la regeneración y, especialmente, los sectores polí­ticos y sociales que se iban a ver favorecidos por la nueva situación.

Las dificultades para alcanzar una solución estable eran grandes, especialmente a la hora de solucionar el encaje de las reivindicaciones autonomistas o nacionalistas.

En el Paí­s Vasco bastó la supresión de las libertades y el cierre de los batzokis para desactivar al nacionalismo vasco. Sin posibilidad de movilización electoral y sin tejido asociativo, un movimiento desde fuera del sistema como era el nacionalismo vasco no podí­a hacer gran cosa, a no ser que optara por la insurgencia, estrategia que ni los aberrianos estaban dispuestos a desarrollar.

2.1.- Las derechas locales tras el Golpe de Estado.

En Barakaldo, la Tercera Asamblea de Cooperadores Salesiana, presidida por el cura párroco, dirigí­a un escrito al ayuntamiento en febrero de 1924 que no dejaba lugar a dudas sobre su pretensión de aprovechar el giro autoritario introducido por la Dictadura, muy positivamente valorado, para imponer sus objetivos. Así­, «persuadidos de que habremos cumplido con un sacratí­simo deber de ciudadaní­a, é interpretando los grandes anhelos de nuestros gobernantes que afortunadamente hoy nos rigen, anhelos que empiezan ya a cristalizar con la realidad de los hechos hacia la consecución de una verdadera regeneración social,» las autoridades eclesiásticas locales exponí­an al Ayuntamiento sus conclusiones sobre la moral pública para que éste las hiciera cumplir «poniendo en práctica los admirables resortes que las leyes ponen a su alcance«. Las medidas propuestas se referí­an a la blasfemia y las publicaciones contrarias a la moral católica. El ayuntamiento, por su parte, respondí­a a esta petición de «poner coto y mordaza, si preciso fuera, á esos entes irracionales que se empeñan en invertir los órganos de sus ser» asumiendo por unanimidad las conclusiones de la asamblea y dando orden a la guardia municipal «de que dedique especial atención á los fines a que dichos acuerdos se refieren».

Los halagos de las autoridades locales barakaldesas a las pretensiones católicas se mantuvieron durante toda la Dictadura. En mayo de 1926 se acordada otorgar un donativo de 1000 pesetas para la reconstrucción de la iglesia de Amorebieta destruida por un incendio y, en noviembre del mismo año, se elevaba a 250 pesetas la aportación del ayuntamiento al monumento del Corazón de Jesús de Bilbao «considerando que es exigua la cantidad de cincuenta pesetas que se propone, dada la importancia de este pueblo». Obviamente, la corporación asistió al año siguiente a la inauguración del monumento. Otras medidas que ilustran la buena relación de los consistorios dictatoriales con la Iglesia eran el adelanto de 4000 pesetas al párroco del Regato para efectuar reparaciones en la iglesia o la subvención a las funciones de beneficencia de las Damas Catequistas. Por otro lado, el cura párroco estuvo presente en todas las reuniones de fuerzas vivas convocadas para los distintos actos y fue abundante la presencia católica en la comisión de homenaje a Primo de Rivera.

También en el Paí­s Vasco sufrió el nacionalismo la represión bajo la Dictadura. Según Ciprino Ramos, el sector de la Comunión mantuvo su existencia legal, aunque sin apenas actividad, de la misma manera que su diario, Euzkadi, continuó apareciendo con normalidad bajo la estrecha supervisión de la censura militar. Este letargo fue imposible para el sector aberriano. Ni el ideario ni la combatividad de los aberrianos les permití­an escapar al Decreto sobre el separatismo. Así­, el 22 de septiembre dejó de aparecer Aberri y el 28 de octubre, en aplicación del Decreto contra el separatismo, todos los locales y sociedades del PNV fueron registrados y clausurados. En Barakaldo, donde la totalidad de las sociedades nacionalistas existentes se habí­an adherido al PNV esto supuso la desaparición institucional del nacionalismo.

2.2.- Estabilidad versus inestabilidad

Los ayuntamientos eran una pieza clave para el programa de saneamiento de la administración pública y descuaje del caciquismo del Dictador, ya que eran núcleos en los que convergí­an las redes caciquiles. Acabar con las antiguas corporaciones, substituyéndolos por rectos administradores desvinculados de la vieja polí­tica habrí­a de producir el doble efecto beneficioso de sanear la administración pública a la vez que privaba a los caciques de su base de actuación. Así­, un decreto fechado el 30 de septiembre de 1923 disolví­a los ayuntamientos y los substituí­a por los vocales asociados.

Esta fórmula de substitución reforzaba la imagen administrativista y regeneracionista del Directorio. Por un lado, el automatismo situaba la designación de los nuevos concejales al margen de la voluntad gubernamental, con lo que las nuevas corporaciones se constituí­an por encima de criterios partidistas. Por otro lado, la extracción de los corporativos de entre los mayores contribuyentes garantizaba el carácter genéricamente de orden de los nuevos consistorios, aunque eventualmente la designación recayera sobre algún nacionalista, republicano o socialista. La fórmula de los vocales entroncaba con una larga tradición de corporativismo administrativista que reservaba el gobierno municipal a los pretendidamente apolí­ticos representantes de las clases vivas de la población.

En Barakaldo, el automatismo establecido en el Decreto no se cumplió. Manifestaba la autoridad militar en la sesión de constitución del nuevo ayuntamiento que, al no poseer ninguno de los vocales asociados tí­tulo profesional ni ejercer industria técnica o privilegiada,» habí­a designado a los señores presentes a este acto y que quedan relacionados […] a fin de ejercer los cargos de Concejales del Ayuntamiento de esta

Anteigleisa, esperando de su acendrado patriotismo que aceptaran la designación».

Los nuevos concejales procedieron a la elección por unanimidad del nuevo equipo de gobierno. Este estaba presidido por Gregorio de Arana y Olaso, abogado, propietario y juez municipal en años anteriores. Lo completaban un propietario en la primera tenencia de alcaldí­a, un abogado y juez municipal en la segunda, un comerciante  en la tercera y otro propietario en la cuarta, quedando la sindicatura en manos de un comerciante.

De la mano de la Dictadura, pues, la clases altas retornaban al gobierno local tras su desplazamiento en los años de intensa politización. Concretamente, suponí­an el 42% de los nuevos concejales. Junto ellos, el otro gran grupo social presente en el ayuntamiento eran las clases independientes, comerciantes e industriales, que constituí­an un 47%. Esta composición interrumpí­a el proceso de popularización señalado en el apartado anterior, pero además, dejaba fuera del consistorio al grupo más importante durante el periodo de lucha polí­tica: los empleados. En 1923 este grupo sólo suponí­a el 10% de los concejales, una participación mí­nima en comparación con el 19.3% conseguido en el periodo 1918-1923 y su peso en la localidad (7.2%). Esta nueva composición apuntaba a una reinstauración corporativa de los grupos acomodados barakaldeses alejados del mundo fabril: comerciantes, médicos, propietarios y abogados.

La intervención gubernamental en la designación del consistorio no alteró, por tanto, su carácter claramente corporativo, aunque introdujo un sesgo notoriamente favorable a la derecha de Altos Hornos. No parece casual que ningún nacionalista o filonacionalista entrara en la corporación, mientras que esto sí­ sucedí­a en otras localidades donde el automatismo se respetó. Se trataba, sin embargo, de un sesgo de carácter más preventivo que activo. Se impidió la entrada de nacionalistas por la ví­a corporativa y se tendió a favorecer a los monárquicos, pero no se otorgó el poder al grupo monárquico que vení­a actuando en el ayuntamiento los años anteriores, como era de esperar en atención a las retórica primoriverista que denigraba a los viejos polí­ticos.

Aunque cinco de los dieciocho nuevos concejales lo habí­an sido durante la Restauración, su paso por el ayuntamiento se remontaba a fechas lejanas. El más cercano en el tiempo era el ex-republicano de la Unión Comercial que habí­a participado en 1917-1922, otros dos pertenecí­an al periodo 1913-1917, uno al de 1910-13, y el último habí­a participado en el ayuntamiento en fecha tan lejana como 1901. Figuraba también entre los nuevos concejales, Francisco Tierra, diputado provincial monárquico en 1913, además de dos candidatos conservadores a elecciones municipales. No habí­a por tanto, una continuidad directa de los monárquicos de los últimos años, pero las pocas filiaciones polí­ticas conocidas muestran la presencia de los grupos que se habí­an alineado con la fábrica.

Concretamente, cuatro conservadores, dos tradicionalistas, un católico y el republicano de la Unión Comercial. A ello se añadí­a el hecho de que el primer teniente de alcalde fuera hijo de un alcalde conservador de 1910.

El 8 de abril de 1924 se produjo una remodelación de la corporación para adecuarla a las directrices contenidas en el Estatuto Municipal que no introdujo novedades relevantes en su composición. Abandonaba el consistorio un concejal por incompatibilidad y se nombraban nuevos regidores hasta completar el número de 24. Como representación popular fueron designados un comerciante y un industrial, ambos mayores contribuyentes sin filiación polí­tica conocida. El cupo corporativo daba entrada a representantes de la Cámara de la Propiedad Urbana, la Unión Comercial, el Sindicato Agrí­cola de Retuerto y la Cooperativa Obrera de Altos Hornos.

El equipo anterior fue confirmado por aclamación sin que se realizase votación alguna. La nueva polí­tica municipal parecí­a funcionar sin problemas ni discusiones sobre la base de esta mezcla de dirigismo polí­tico monárquico y corporativismo. Con esta remodelación quedó asentado el grueso del personal municipal barakaldés de la Dictadura. Este se caracterizó por su estabilidad como muestra la media de permanencia en los cargos que fue de 5,5 años para el consistorio de 1923 y de 5,7 para el de 1924. Prácticamente, el 60% del personal polí­tico de la Dictadura se incorporó en estos primeros siete meses.

2.3.- Los hombres de la Unión Patriótica.

En 1926 la Dictadura habí­a renunciado a su provisionalidad y avanzaba tentativamente hacia la instauración de un nuevo sistema polí­tico. Esta evolución implicaba un salto cualitativo en el tipo de consenso que hasta el momento habí­a demandado la Dictadura. Ya no bastaba con aceptar pasivamente la polí­tica de excepcionalidad del Directorio Militar; se reclamaba un apoyo activo al proyecto instaurador. Este apoyo activo vení­a encauzándose desde 1924 a través de la Unión Patriótica, que en consonancia con la evolución de la Dictadura irí­a adquiriendo progresivamente una mayor presencia polí­tica.

En Vizcaya, la remodelación de la Diputación constituyó un hito en este proceso de acceso al poder de los hombres de la Unión Patriótica.. Entre febrero y marzo de 1926 se desarrolló un pulso entre la Liga de Acción Monárquica, el gobierno y la Unión Patriótica por el control de la Diputación que se resolvió con la destitución de los diputados monárquicos y su substitución por upetistas34. El alcalde de Barakaldo, Gregorio de Arana, fue uno de estos nuevos diputados nombrados para cubrir las vacantes provocadas por las primeras dimisiones monárquicas. Ello le alineaba claramente con el sector oficialista ante el fraccionamiento del consenso monárquico.

Con la dimisión del alcalde por incompatibilidad entre los dos cargos y la aceptación de las planteadas por otros concejales, en mayo de 1926 eran cuatro las vacantes en el consistorio, entre ellas las de alcalde y primer teniente de alcalde. La provisión de estas vacantes reprodujo el proceso general de promoción de hombres fieles al gobierno en las instituciones locales. Abandonando el criterio más o menos corporativo seguido hasta el momento, hombre nuevos, tanto por su vinculación anterior a la polí­tica barakaldesa como por su extracción social ajena a las clases altas tradicionales, se hací­an con el poder local. Eran los hombres de la Unión Patriótica.

Sólo uno de los cuatro nuevos concejales era propietario; del resto dos eran empleados y uno maestro. El contenido polí­tico de estos nombramientos quedaba subrayado por la promoción directa de estos recién nombrados a tres primeras tenencias de alcaldí­a, mientras el anterior primer teniente de alcalde, el propietario Sebastián de Begoña, se hací­a cargo de la alcaldí­a. Se trataba, en definitiva, de un relevo en la cúspide que el resto de los concejales se limitaba a sancionar, con la excepción del republicano Primitivo Fernández que hací­a constar en acta «que el voto emitido en blanco lo ha sido por él porque conociendo todos de antemano el resultado de esta votación no ha querido hacerlo en el sentido en que lo han hecho los demás concejales puesto que es de la opinión que para aquellos cargos ha debido designarse a individuos que pertenecen a la corporación antes que los Sr. Viguri y Zaballa por tener más práctica y conocer mejor los asuntos municipales…». Esta promoción de los hombres de la Dictadura se veí­a completada en octubre con la incorporación del jefe del Somatén y presidente de la Unión Patriótica, Pedro Elí­as Suárez, y de su secretario, Cipriano Saiz Membribe.

La imposición del criterio polí­tico de fidelidad al gobierno frente al corporativista implicó una notable mutación de la composición social del consistorio.

Con la remodelación de 1926, los empleados recuperaban su tradicional presencia en el consistorio, en torno al 25%, en detrimento de las clases altas barakaldesas que descendí­an hasta situarse en torno al 30%, peso que mantendrí­an hasta el fin de Dictadura.

Ví­ctor Viguri, inspector maquinista de Altos Hornos, serí­a la estrella ascendente de esta nueva promoción. En 1928 era ya primer teniente de alcalde, ocupando la segunda el representante de la Cámara de la Propiedad Urbana. La licencia por enfermedad ilimitada del alcalde Sebastián de Begoña, le convirtió en alcalde interino desde esta fecha hasta el fin de la Dictadura.

2.4.- El consenso de la Dictadura

La nueva dirección polí­tica de Barakaldo transcendió el administrativismo que habí­a caracterizado Dictadura hasta el momento y se encargó de encauzar las demandas de consenso activo del nuevo régimen intentando movilizar a sus bases de apoyo a través de diferentes actos.

Ya en 1925 se habí­a desplazado a Madrid el alcalde Gregorio de Arana y un representante del ayuntamiento para asistir a un homenaje a la Corona. Este primer acto de adhesión ilustraba el carácter oficialista que habí­an de tener las movilizaciones de apoyo a la Dictadura en Barakaldo. Según un estadillo oficial, el homenaje en la localidad fue pobre, puesto que no se celebraron actos ni se envió ninguna delegación de la Unión Patriótica. Aún así­, nueve personas se trasladaron con carácter particular a Madrid con motivo del homenaje.

Mayor proyección pública tuvo el plebiscito nacional de apoyo al gobierno convocado por la Unión Patriótica a finales de 1926, celebrado ya bajo la nueva dirección polí­tica. En bando dirigido a la población, el alcalde Sebastián de Begoña apelaba a esa opinión pública en la que la Dictadura pretendí­a basarse ante la falta de apoyo de las fuerzas polí­ticas tradicionales. Confiaba el alcalde en que «no quedará un barakaldés que deje de emitir su voto en este plebiscito para que prosiga en España la labor de saneamiento y tonificación hace tres años comenzada, ya que sin la asistencia de la opinión pública no puede haber estí­mulo para que el gobernante de buena fe se imponga los sacrificios que tan alta e importante misión exige». Si bien las 4408 firmas recogidas no eran un apoyo despreciable (25.36% del censo de 1932), la adhesión baracaldesa estaba lejos del 54% alcanzado en la provincia.

El escaso entusiasmo que la Dictadura suscitaba quedaba ilustrado en la suscripción de diciembre de 1926 con el fin de erigir un monumento a Primo de Rivera.

La abrí­a el ayuntamiento con 300 pesetas y se ofrecieron al público contribuciones únicas de 0.5 pts. A pesar de la modestia de esta cantidad, sólo se consiguieron 53 suscriptores. Un análisis de estos suscriptores ilustra el carácter oficialista del apoyo activo a la Dictadura. Entre los 53 suscriptores se encontraban el alcalde y su hermano, así­ como un 26% de empleados municipales más sus familias (el secretario del ayuntamiento aportaba a sus cinco hijos) y dos guardias municipales. En realidad, la suscripción parecí­a vincular más a los empleados del municipio que a los cargos corporativos. Ningún concejal contribuí­a con la excepción del alcalde y el presidente y secretario de la UP. Pero más significativo aún que la ausencia de los concejales, era la del mundo conservador tradicional. Entre los suscriptores no habí­a conservadores, tradicionalistas o católicos conocidos; simplemente la contribución corporativa del secretario de la Cámara de la Propiedad Urbana y del presidente del Sindicato Agrí­cola de Retuerto.

Similar apatí­a caracterizó el homenaje al Ejército convocado en octubre de 1927 con motivo de la resolución del conflicto africano. Para organizar los actos se creó una comisión compuesta por el cura párroco, el juez municipal, el jefe local de la UP, el cabo del Somatén, el capitán de la Guardia Civil y dos concejales. Los actos preveí­an una misa y un tedéum por los fallecidos en la campaña precedida de una comitiva, un concierto de la banda municipal y un banquete ofrecido por el ayuntamiento a los trescientos ocho licenciados del Ejército de ífrica residentes en Barakaldo. El programa se completaba con una romerí­a por la tarde.

Las adhesiones fueron más bien escasas. Al margen de la destacada aportación de la Cámara de la Propiedad Urbana y la de la sociedad de casas baratas El Hogar Propio, el resto redundaba en el carácter oficialista ya detectado en la anterior suscripción: el alcalde, el primer teniente de alcalde, el secretario del ayuntamiento y un empleado municipal. De hecho, los actos no contaron con aportaciones ni de los propios integrantes de la Comisión organizadora. Consiguieron, sin embargo, la adhesión del director del Orféon Barakaldés que se encargó de la parte musical de la función religiosa. Dada la mí­nima cuantí­a de las aportaciones, casi 5.000 pesetas corrieron a cargo de las arcas municipales.

El procedimiento de organización de este tipo de actos se reprodujo en 1928 en el Homenaje Nacional a Primo de Rivera con motivo del quinto aniversario del golpe de estado. Se convocó una reunión con «una nutrida representación de las fuerzas vivas de la localidad», que constituyeron «dentro del mayor entusiasmo» un Comité local presidido por el alcalde interino39. Puede constatarse en él la importante presencia del mundo católico, que, sin embargo, no se detectaba en la suscripción. El alcalde interino exhortaba a los barakaldeses a participar en el desfile ante el Gobierno Civil en Bilbao, en el que la corporación habí­a de participar con su bandera y la banda de música, recordando que «el milagro del restablecimiento del orden público y por consecuencia la mitigación de nuestros males, que parecí­an incurables, y el florecimiento de la Patria, solo a él y a sus fieles colaboradores debemos atribuirlo».

Aunque la participación en la suscripción fue la mayor del periodo, resultaba social y polí­ticamente muy poco representativa. Al igual que el mundo católico que no estaba representado ni por los mismos integrantes de la Comisión, destacaba la ausencia de los conservadores tradicionales, de la clase polí­tica anterior y de las entidades polí­ticas y sociales. Concretamente, la Unión Comercial declinaba la invitación a colaborar alegando que se lo prohibí­an sus estatutos, pero dejaba libertad a los sus afiliados. La participación del entramado asociativo local se limitaba al presidente y secretario del Sindicato Agrí­cola de Retuerto y al secretario de la Cámara Oficial de Inquilinos.

Por otro lado, sólo participaban siete concejales y el anterior alcalde. A estas alturas estaba claro que existí­an dos tipos de concejales en Barakaldo. Aquéllos que participaban de la lí­nea polí­tica del régimen, básicamente situados en el equipo de gobierno, y el resto, que se limitaba a ejercer las funciones administrativas propias de su cargo. De hecho, todos las actuaciones consideradas lesivas por la Comisión Revisora constituida durante la República, es decir, aquéllas que tení­an un componente claramente polí­tico, fueron acordadas en la Comisión Permanente o por decreto de la Alcaldí­a.

Si polí­ticamente la lista resultaba poco relevante, tampoco en el terreno social parecí­a perfilarse un apoyo social delimitado al margen de los dependientes del Estado.

Los empleados del municipio suponí­an casi el 40% de los suscriptores de los que se tienen datos. Más revelador que este dato resulta que estos mismos dependientes municipales supusieran un 28.75% del total de los suscriptores superiores a una peseta.

Junto a esta hegemoní­a de los empleados públicos, se detectan significativas sobrerrepresentaciones de colectivos locales concretos. En primer lugar, doce labradores, todos ellos de Retuerto, cuya participación podí­a responder tanto a su vinculación al Sindicato Agrí­cola, integrado en la dinámica corporativa de la Dictadura, como a la influencia más tradicional de propietarios como Tierra, Begoña o Arana, todos ellos fieles a la Dictadura. Esta movilización de las pequeñas redes caciquiles aparece ilustrada con mayor claridad por la participación de los cobradores y conductores de tranví­as en la suscripción, participando la compañí­a en el Comité Organizador del homenaje.

La documentación de la Comisión Revisora del periodo republicano permite analizar la actividad polí­tica de estos consistorios41. Los ayuntamientos de la Dictadura, sobre todo los de esta segunda etapa, dedicaron parte de sus recursos a la promoción y cumplimentación de la Familia Real, como el viaje a Madrid de 1925, la compra y colocación de placas, los funerales por la Reina Madre y la suscripción abierta para erigirle un monumento.

Mayor cuantí­a se destinó, sin embargo, a actuaciones directamente vinculadas con la promoción y consolidación de la polí­tica del Dictador. En este apartado destacaba el viaje de la banda municipal a Madrid en 1928 para conmemorar el golpe de estado, las 5000 pesetas invertidas en el Homenaje a Primo de Rivera de 1928, la asistencia a los distintos homenajes al gobernador promovidos por la UP, más las subvenciones establecidas para el Somatén y la UP.

Finalmente, no se olvidaron estos ayuntamientos de dar publicidad a propia gestión, pieza clave del discurso regeneracionista de la Dictadura. Así­, destinaron cantidades a la aparición de reportajes sobre Barakaldo en publicaciones como la Unión Patriótica y La Nación.

Sin embargo, a la vista de las suscripciones y homenajes, estas actuaciones no consiguieron cimentar un amplio apoyo activo a la Dictadura. Si bien el criterio corporativo otorgó inicialmente a las clases altas barakaldesas el control del Ayuntamiento, no parecí­a establecerse un apoyo activo al régimen por parte de este estrato social. De hecho, la politización del ayuntamiento corrió paralela a su declive.

No nos encontramos en Barakaldo, por tanto, ante una situación como la de Valencia, donde las clases altas controlaron la UP. En realidad, ningún grupo social definido mostró una especial propensión a integrarse en el grupo de hombres justos y sanos que reclamaba el Dictador para aplicar su polí­tica. Las bases de la Dictadura en Barakaldo estaban constituidas por hombres que por diferentes motivos se alienaron con la polí­tica del Dictador más los empleados públicos. Por ello, puede aplicarse al consenso activo barakaldés a la Dictadura la caracterización de Ignacio de Arana para la Unión Patriótica: «más bien da la impresión de ser una agrupación a la que, como instrumento de la Dictadura, debí­an pertenecer todos aquellos que desempeñasen cargos o trabajos relacionados directamente con la Administración, al menos en el ámbito local y provincial».

Sin embargo, a pesar del poco entusiasmo que despertaba la Dictadura, las instituciones locales vascas no se vieron afectadas por la inestabilidad que caracteriza el caso catalán. Esta constatación parece apuntar a la existencia en el Paí­s Vasco de un consenso pasivo mucho más amplio que en Cataluña. La relativa marginalidad en las redes de poder local de los nacionalistas es sin duda la clave para entender esta situación.

La continuidad era mucho mayor y, en consecuencia, la propia acción administrativa. En este sentido, es importante destacar para el caso de Barakaldo este carácter administrativista para entender el consenso pasivo a los gobiernos locales promovidos por la Dictadura. La Comisión Revisora, instituida en la República para revisar la actuación de estos consistorios, hubo de limitar sus denuncias al terreno polí­tico y religioso, sin poder constatar irregularidades administrativas. De hecho, una memoria municipal de la época republicana reconoce la buena labor hacendí­stica de estos consistorios. Igualmente, son innegables las realizaciones e inversiones a las que hací­a mención La Nación. Esta gestión, en la que se subrayaba la baja presión fiscal y la falta de endeudamiento, habí­a de contentar a los comerciantes y otras capas de la población.

2.5.- El fin de la Dictadura.

Tras la caí­da de Primo de Rivera el 30 de enero de 1930, el gobierno del general Berenguer inició una serie de inciertas tentativas para el retorno a la situación constitucional. Una de las piezas claves en la normalización institucional fue la disolución de las corporaciones locales de la Dictadura. Para su substitución se optó por una fórmula mixta que combinaba concejales electos con anterioridad a 1923 y mayores contribuyentes, según el Decreto de 6 de febrero de 1930. De nuevo, como en 1923 el gobierno intentaba una fórmula de designación que, por su automatismo, resolviera la situación excepcional sin su intervención directa.

En Barakaldo esta institucionalización automática no habí­a de resultar fácil dada la oposición de gran parte de las fuerzas polí­ticas. La sesión de constitución de este primer ayuntamiento postdictatorial, el 26 de febrero de 1930, abrí­a una cadena de dimisiones que dilatarí­a la conformación del consistorio hasta bien entrado el mes de abril. Los mayores contribuyentes no se mostraban demasiado interesados en participar en estos consistorios e intentaban acogerse a la cláusula de dimisión por imposibilidad fí­sica. En Barakaldo, cinco de ellos dimitieron en diferentes fechas. Sin embargo, la fuente principal de inestabilidad fue la negativa de republicanos y nacionalistas a aceptar los puestos que se les ofrecí­an, «aduciendo la forma en que sido hecha su designación contraria a los derechos de ciudadaní­a y las tradiciones democráticas de este pueblo, protestando contra la disposición gubernativa en que se fundan sus nombramientos».

La firmeza de nacionalistas y republicanos hizo retrotraer la designación hasta los concejales electos en 1915.

La presencia de concejales de elección hubo de limitarse, en consecuencia, al resto de las fuerzas polí­ticas: monárquicos, tradicionalistas y socialistas. El lí­der histórico de los socialistas, Evaristo Fernández Palacios justificaba su aceptación del cargo alegando que «debí­endose a un partido obrero y polí­tico lo acepta por mandato imperativo del mismo y en honor a la disciplina que le caracteriza; pero que se consigne su protesta en nombre del partido a que pertenece y de la Unión General de Trabajadores en la forma en que se han llevado a cabo los nombramientos y por no haberse dado a la última colectividad una representación adecuada en los ayuntamientos». El pragmatismo seguí­a inspirando, por tanto, la actuación polí­tica del socialismo barakaldés.

A finales de marzo se nombraba el primer equipo de gobierno por Real Orden. Lo presidí­a como alcalde Rodolfo de Loizaga, alcalde de 1920 a 1923 y, aunque autodenominado católico, hombre fuerte de la derecha barakaldesa no nacionalista. Para la primera tenencia se designaba al único mayor contribuyente del equipo, Rafael de Basaldua, presidente de la Cámara de Propiedad Urbana. Completaban el equipo un maurista, un tradicionalista y el socialista Evaristo Fernández. La aceptación de este cargo de designación gubernativa debió de parecerle una implicación excesiva y renunció, aunque manifestaba su voluntad de seguir colaborando en el ayuntamiento.

Este equipo, continuador directo de la derecha de Altos Hornos, se mantuvo al frente del ayuntamiento hasta la proclamación de la República. El Real Decreto de 20 de enero de 1931 que establecí­a la elección de los tenientes de alcalde no afectó a su continuidad. Con la excepción de los socialistas, los corporativos confirmaron a los tenientes de alcalde ya actuantes, incluido el socialista. Con las reservas socialistas que protestaban por la no extensión de la elección a la alcaldí­a, se aprobó por aclamación un voto de confianza para el alcalde.

2.6.- La recomposición de las fuerzas polí­ticas

El paulatino restablecimiento de la legalidad constitucional permití­a el retorno a la actividad polí­tica pública de las diferentes fuerzas. Sin embargo, la Dictadura habí­a afectado de manera muy desigual a los tres vértices del triángulo polí­tico en ambas localidades.

En Barakaldo, la represión contra los nacionalistas habí­a reducido el asociacionismo polí­tico a cuatro entidades: un Cí­rculo Monárquico con 153 socios del que no se encuentran referencias de actividades, la Sociedad Tradicionalista con 165 afiliados, el PSOE con 68 y el Cí­rculo Republicano con 168. Para el PSOE y la UGT, sus años de colaboración con la Dictadura fueron años de consolidación y expansión. A la caí­da de Primo, los socialistas barakaldeses conservaban intactas sus estructuras organizativas, aunque, a diferencia de la tónica nacional, no habí­an aumentado sus efectivos polí­ticos. Igualmente los republicanos, aunque en oposición al Dictador, habí­an mantenido su centro de sociabilidad y contaban con más militantes que los socialistas. Para la izquierda no revolucionaria, la Dictadura habí­a sido un paréntesis en su libre actividad polí­tica.

En lo que respecta a la derecha no nacionalista, la Dictadura supuso el colapso de los tradicionales partidos dinásticos. En consecuencia, la derecha monárquica encaraba la nueva situación desorientada y fragmentada en diversos grupúsculos. Sin embargo, la organización de esta derecha siempre habí­a sido lasa en Vizcaya y más aún en Barakaldo. Al margen del tradicionalismo, la derecha liderada por Altos Hornos nunca habí­a tenido una estructura organizativa explí­cita similar a la de otros partidos.

Era un conglomerado de intereses y de personalidades cuyo poder era independiente de la movilización polí­tica de sus bases electorales. En este sentido, y más allá de las reelaboraciones doctrinales, su situación no habí­a variado estructuralmente. Contaba con el apoyo del poder económico y el Estado, como revelaba el hecho de que fuera directamente restaurada en el poder local tras la caí­da de Primo. Contaba también, en consecuencia, con las tradicionales redes de patronazgo como mostraba la carta enviada por la Liga de Acción Monárquica al alcalde Loizaga en julio de 1930 solicitando «nombres de seis amigos de ésa que deseen cubrir vacante de peones camineros eventuales de esta Diputación». Su problema era hasta qué punto estos mecanismos tradicionales seguí­an siendo efectivos ante la movilización del resto de las fuerzas polí­ticas.

En 1930 el nacionalismo barakaldés llevaba siete años silenciado y desorganizado institucionalmente por la represión estatal. Clausurados los batzokis, la continuidad de la actividad nacionalista local se habí­a desarrollado en dos frentes: el sindical y el deportivo.

Ya en marzo de 1927 se publicaba en El Obrero Vasco la noticia de que se trataba de constituir una agrupación de SOV60, pero no fue hasta mayo de 1929 que se constituyó una Agrupación de Obreros Vascos en San Vicente, y se anunciaba la preparación de otra en Burceña, de la que no se tiene noticia. También en el terreno social, a finales de 1927 se inauguraron los nuevos locales de la cooperativa vasca Bide

Onera.

La expansión del asociacionismo deportivo caracterizó la década de los veinte en Barakaldo. En 1930 existí­an en la localidad 22 de estas asociaciones. Algunas de ellas estaban estrechamente relacionadas con tradiciones polí­ticas, como el Oriamendi Sport vinculada a los jóvenes tradicionalistas, pero fueron los nacionalistas quiénes descollaron en este terreno. Concretamente, seis sociedades deportivas estaban dirigidas en 1930 por jóvenes nacionalistas. Estas sociedades, repartidas por los diferentes barrios, ofrecí­an continuidad a la sociabilidad nacionalista que en otro tiempo habí­an mantenido los batzokis, pero introducí­an un significativo sesgo: acentuaban el protagonismo de los jóvenes.

Sin embargo no se produjo una restauración rápida y automática del movimiento nacionalista anterior al golpe de Estado. Ya se indicó que la estrategia deportiva otorgaba el protagonismo en la actividad nacionalista a los jóvenes. Esta circunstancia ayuda a entender que la primera asociación nacionalista reconstituida en Barakaldo fuera la Juventud Vasca. El 7 de diciembre de 1930, bajo la presidencia del veterano solidario Antonio de Villanueva, 60 socios ratificaban por unanimidad el reglamento aprobado por el gobernador civil y nombraban su junta directiva. Presidí­a esta Junta el secretario de la Junta Municipal del PNV de 1921 y se integraban como vocales dos presidentes de sociedades deportivas. La presencia de Villanueva y el hecho de que esta Juventud Vasca fuera posteriormente el bastión de ANV en Barakaldo permite establecer una lí­nea bastante directa entre el Partido Nacional Vasco de 1923 y este nuevo partido. En torno a la Juventud se agrupaban aquéllos que, en palabras de Elorza, creí­an necesario «reconocer el fracaso del nacionalismo tradicional, de su aislamiento en la polí­tica española, y, en consecuencia, habí­a que sumarse a las fuerzas de izquierda españolas para garantizar de acuerdo con ellas el logro de las reivindicaciones nacionales vascas». Eran, en definitiva, los defensores de la tercera lí­nea de desarrollo del movimiento nacionalista que, tras su irrupción en 1923, reaparecí­an con fuerza en 1930.

La reconstrucción del entramado asociativo del nacionalismo que permaneció fiel a la ortodoxia sancionada en Vergara con la unificación del PNV y la Comunión fue mucho más lenta y parcial. Se conoce una junta del Batzoki de Alonsótegui de principios de diciembre de 1930 y el dí­a 24 el mismo mes el Gobierno Militar autorizaba la reconstitución del batzoki de Burceña. Mas aquí­ se acababa el impulso organizativo.

Aunque Euzkadi publicara en febrero de 1931 la existencia de batzokis en Barakaldo, Burceña, Lutxana y El Regato y juventudes Vascas en Alonsótegui y Retuerto, lo cierto era que en la primavera de 1931 el nacionalismo vasco ortodoxo contaba en Barakaldo con dos batzokis a lo sumo, ambos fuera del núcleo de la población. Su implantación se limitaba, pues, al distrito de Burceña que tradicionalmente habí­a sido el bastión del nacionalismo barakaldés. De hecho, dos años después, el propio Euzkadi rebajaba esta implantación a un solo batzoki. La reconstrucción del nacionalismo tradicional se enfrentaba a serias limitaciones que emergieron con claridad con motivo de las elecciones.

En Barakaldo, los hombres de la Juventud Vasca pactaron con socialistas y republicanos su participación en el bloque electoral antimonárquico bajo las siglas de ANV, aún antes de su constitución formal en la localidad. A finales de marzo las negociaciones electorales estaban prácticamente concluidas. El acuerdo se limitarí­a a ANV, socialistas y republicanos, tras la negativa del PNV a participar en las candidaturas. Entre el 27 y el 28 de marzo cada formación polí­tica procedió a la designación de sus candidatos, quedando pendiente de negociación la pretensión de ANV de contar con cinco candidatos en lugar de los cuatro que socialistas y republicanos les concedí­an.

La ratificación del pacto no se realizó sin que se levantara alguna voz en contra en el seno de la Juventud Vasca. Uno de los socios argumentaba contra la alianza electoral señalando que «tanto los socialistas como los republicanos presentan candidatos que actuaron como concejales en tiempo de la Dictadura». Sin embargo, la mayorí­a se ratificó en la voluntad de aliarse con la izquierda, a pesar de esta crí­tica y de no haber obtenido los cinco candidatos.

La cuestión de la colaboración con la Dictadura provocó también discusión en la asamblea electoral republicana. La dirección republicana incluí­a en su propuesta de candidatos a un concejal de la Dictadura que se defendí­a de las crí­ticas de las bases republicanas argumentando que participó «siendo el representante de la Unión Comercial y Escuela Laica, a las que el Gobierno tení­a concedido la representación en los Municipios […] y que el Sr. Gobernador le amenazó con llevarle a la cárcel sino aceptaba la designación de Concejal». 78 A pesar de ello, y de haber sido la única voz discordante en la unanimidad de los ayuntamientos de la Dictadura, el candidato no fue votado por los socios del Cí­rculo Republicano.

Pero, las crí­ticas del socio de la Juventud Vasca parecí­an más dirigidas a los socialistas y, concretamente, a Evaristo Fernández que continuaba ejerciendo la cuarta tenencia de alcaldí­a. De hecho, la presencia de veteranos dirigentes entre los candidatos republicanos y socialistas no facilitaba la evolución nacionalista hacia la izquierda.

Tanto el socialista Evaristo Fernández como el republicano Simón Beltrán, ambos de 65 años, eran hombres que habí­an participado en la definición del juego de oposiciones triangular de la segunda década del siglo y que habí­an formado el frente antinacionalista con la derecha monárquica desde 1920. En el caso de Evaristo Fernández estos agravios históricos se veí­an incrementados por la colaboración de su partido con la Dictadura y por la suya propia en el ayuntamiento desde 1930. Ante esta continuidad de viejos lí­deres, no era extraño que los precursores de ANV cifraran sus esperanzas en una renovación de los dirigentes de la izquierda y subrayaran frente a las voces contrarias al pacto el papel jugado por la Juventud Socialista en la designación de candidatos.

Efectivamente, junto al lí­der histórico y presidente de la Agrupación Socialista, figuraban entre los candidatos socialistas dos presidentes de la Juventud y el presidente del Sindicato Metalúrgico.

Estas alianzas colocaban claramente a la defensiva al nacionalismo vasco. De hecho, los sectores partidarios de la alianza con las izquierdas eran los únicos referentes institucionales de estos movimientos en la localidad. Aunque la solidez del nacionalismo tradicional permitiera la reconstitución de los batzokis de Burceña y Alonsótegui, el único referente del nacionalismo a finales de 1930 en el núcleo urbano de Barakaldo era la Juventud Vasca. Más allá de la pérdida de una parte de sus efectivos, este retraso en la reconstitución formal del nacionalismo vasco revelaba una contradicción estructural. Ante los sectores más tradicionales del movimiento se presentaban dos opciones: la primera era aprovechar el desprestigio del españolismo asociado a la Dictadura para renovar el discurso nacionalista. Pero dadas las mutaciones descritas, esta apelación ya no actuaba a favor de la reafirmación del universo católico y conservador, sino que atentaba directamente contra éste núcleo ideológico. La defensa de este núcleo originario de orden social y religión apuntaba a la alianza con el resto de la derecha, a una candidatura de fuerzas vivas. Sin embargo, esta segunda opción implicaba necesariamente la desaparición o relativización de la apelación nacionalista. Buena parte del nacionalismo tradicional del casco urbano de Barakaldo optó por pagar este precio aliándose con el resto de las derechas en unas candidaturas de frente común antirepublicano. De ahí­, la lentitud con que se reconstruyó el movimiento tradicional. No se trataba de que las mutaciones les hubieran dejado sin efectivos; la cuestión era que no se consideraba oportuna tal reconstrucción.

La situación en Barakaldo era compleja. Ante la convocatoria de elecciones municipales, la base social del nacionalismo barakaldés se veí­a disputada por tres sectores: la Juventud Vasca que proponí­a un nacionalismo de izquierdas y laico, los seguidores del nuevo PNV que intentaban reorganizar el nacionalismo tradicional sobre la ortodoxia sabiniana y, finalmente, un amplio sector que, dada la incierta situación polí­tica y de los temas que se ventilaban, no consideraba prioritario afianzar el nacionalismo como una opción polí­tica excluyente y definida y apostaba por la alianza con el resto de las derechas.

En contraste con la determinación de los nacionalistas de izquierda, el nacionalismo ortodoxo barakaldés tuvo muchas más dificultades para definir su postura ante las elecciones que era, en realidad, la postura ante el gran debate al que se enfrentaba el paí­s: Monarquí­a o República. Aquéllos para los que la identidad excluyente del ideario nacionalista era prioritaria optaron por prescindir de esta dicotomí­a y presentarse en solitario bajo las siglas del refundado PNV a las elecciones reafirmando los principios tradicionales. Sin embargo, ya se ha señalado su escaso éxito en la reconstrucción del entramado asociativo nacionalista. Para buena parte de la base nacionalista tradicional, la identidad excluyente progresivamente afirmada era inseparable de contenidos substantivos muy conservadores como orden y religión. En una incierta coyuntura en que éstos se veí­an amenazados por el avance de la izquierda la defensa de estos componentes se erigí­a en prioritaria y convertí­a la reconstrucción nacionalista en una cuestión secundaria, cuando no claramente contraproducente. Para éstos sectores se imponí­a una estrategia de unidad y defensa social.

Esta última era la lí­nea que propugnaba el resto de la derecha. Ante la gravedad de la situación, los lí­deres tradicionales de la derecha no nacionalista proponí­an un retorno al tradicional conglomerado de derechas anterior a la ruptura de 1917. Así­, la candidatura monárquica o de católicos de la derecha, como preferí­a autodenominarse, constituí­a una amalgama de elementos procedentes de todos los sectores de la derecha, con la significativa excepción de los hombres de la Unión Patriótica, coaligados por el mí­nimo común denominador de defensa del orden social y la religión y, subsidiariamente, de la Monarquí­a como su garante en la práctica. Entre los candidatos se encontraban figuras tan conocidas como Rodolfo de Loizaga, católico de la Liga Monárquica, alcalde con anterioridad y posterioridad a la Dictadura, mauristas que habí­an sido concejales, tres carlistas, entre ellos el presidente de la Sociedad Tradicionalista, más hombres provenientes del catolicismo como el tesorero del Sindicato Católico Obrero Metalúrgico o el presidente casi perpetuo de la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos. Esta lí­nea de participación católica permití­a la inclusión de nacionalistas, o personas muy cercanas a él, como Antonio del Casal o Eloy de Sagastagoitia que pasarí­an a dirigir el PNV durante la República, el mismo Pedro de

Basaldua, que serí­a secretario de Aguirre, o Tomás Zorriqueta, el nacionalista de Altos

Hornos de los años en que el nacionalismo formaba parte del conglomerado de derechas.

El limitado espacio polí­tico que el debate fundamental dejaba a los seguidores del PNV se veí­a aún más menguado con estas últimas incorporaciones. En esta adversa situación su única salida era lanzar mensajes en diferentes direcciones con la esperanza de arañar votos de diversos sectores. Básicamente, las lineas del discurso del PNV ante estas elecciones fueron tres.

La primera era la tradicional reafirmación en la identidad nacionalista ajena a las disyuntivas que afectaban al resto del paí­s. Este eran el tono de los mí­tines del Regato y Retuerto el dí­a anterior a las elecciones en los que se insistí­a en que «el Partido Nacionalista Vasco no pertenece a ningún bloque ni a las izquierdas ni a la Monarquí­a» o se justificaba el no ingreso en el bloque «por no estar interesados nada más que en los asuntos de la tierra vasca». Sin embargo, este tradicional discurso resultaba poco operativo cuando ya no se trataba de erosionar el poder de los monárquicos, sino que estaba en juego la supervivencia del ideario común de las derechas.

De ahí­ que el PNV se viera obligado a abordar la disyuntiva fundamental. La cuestión podí­a ser enfocada de dos maneras que los nacionalistas usaron a la vez, pero que tendí­an a desdibujar su limitado espacio polí­tico en favor de las opciones con las que competí­a.

La primera era una reformulación valiente de la situación del PNV en la dicotomí­a derecha-izquierda, reordenando los elementos tradicionalmente asociados en la práctica a estos conceptos: «El Partido Nacionalista Vasco sólo es derecha, y esto en absoluto respecto a la cuestión religiosa, en cuanto afecta a la Fe. Y esto, por lema. Pero en las demás cuestiones opinables, ¿a quién podrá caber duda por un momento de que no pueda ser la izquierda, y ni aún de que realmente lo sea? Si el régimen republicano es izquierda, con relación al monárquico, el Partido Nacionalista Vasco, para dentro de su pueblo, abrí­ase de pronunciar seguramente por el izquierdismo. Si el sistema parlamentario es izquierda, si la democracia es izquierda, si la libertad es izquierda, ¿no ha de inclinarse por la izquierda el partido cuando un pueblo conoció las Cortes, las verdaderas Cortes, y conoció la libertad y conoció las leyes que garantizaban «los derechos del hombre y la democracia» siglos antes de que la Revolución Francesa derramara torrentes de sangre par a afirmarlos ante el mundo» […]

El avance arrollador de las teorí­as obreras, el avance revolucionario indudable en el mundo entero, la impone. Querer actuar de muro, de dique infranqueable, es obra de locos, que únicamente la ceguera e incomprensión de las derechas españolas es capaz de acometer. Pero abandonarse a la corriente sin tan siquiera intentar encauzarla, es obra de niños, en que no debe incurrir ningún nacionalista. Y si este nacionalista es vasco, y la corriente es aliení­gena, mucho menos. No irá con los que ponen el Orden, el Principio de Autoridad, la TRAN-QUI-LI-DAD PU -BLI-CA, por encima de la justicia, única riqueza del pobre y única defensa del rico».

El problema era que esta disociación de los elementos tradicionales sintetizados en la cosmovisión de la derecha era demasiado novedosa para ser de recibo por buena parte de los votantes a los que apelaba el PNV. Por mucho que se apelase a la rancia intransigencia religiosa y «a los principios inmutables y la raí­z misma de la organización social vasca, verdadera columna de la raza», gran parte de la base nacionalista sí­ que veí­a incompatibilidad «entre el derechismo religioso y los mayores radicalismos en materia económica» y se mostraba mucho menos relativista que el articulista en cuanto a la primací­a del orden, el principio de autoridad y la tranquilidad pública, sobre todo cuando era la izquierda la que los amenazaba. Ni el clima de movilización de la derecha sociológica que precedió a las elecciones de 1931, ni la existencia por primera vez de una opción nacionalista de izquierda dibujaba demasiadas posibilidades inmediatas para este desarrollo discursivo. Por ello, parecí­a más seguro retornar al firme terreno de las seguridades que ofrecí­a la apelación religiosa: «Esku Ekintza» o «Acciones Vascas» y A.N.V. no admiten, pues, la religión católica, y, por lo mismo, A.N.V. y «Esku Ekintza» no son católicos. Tampoco serán  budista o mahometanos, ni tan siquiera creyentes en Khrisma Murti o adoradores de la Luna. PERO NO SON CATOLICOS.

Y bastarí­a ello para que nosotros pudiéramos afirmar que desde el momento en que no son católicos son anticatólicos. Aquello de «Quien no está conmigo está contra Mí­», nos parece que aquí­ viene de perillas… […] Si realmente son católicos, han de seguir, por fuerza, las orientaciones católicas. En esto no puede caber duda. […] Se es católico o no se es católico. Se acepta todo o no se acepta nada».

El problema de esta segunda ví­a, como mí­nimo en Barakaldo, era que desdibujaba las fronteras entre el PNV y la otra opción de derechas. La defensa del «todo» asociado al catolicismo, más que al nacionalismo como opción especí­fica, remití­an a la unidad de derechas que implicaba la candidatura católica. Además, las «orientaciones católicas» establecí­an la obligación de todo católico de votar a la candidatura con más posibilidades que, dada su debilidad, no era precisamente en Barakaldo la del PNV.

Los nacionalistas barakaldeses eran conscientes de esta derivación e intentaban atajarla planteando en el terreno teórico si «¿no son solventes cual ninguna en todos los órdenes, moral y material, las candidaturas que presenta el Partido Nacionalista Vasco por los diferentes distritos de la Anteiglesia?». La respuesta negativa que buena parte de su potencial base electoral daba en la práctica a esta pregunta les abocaba a la esterilidad polí­tica. Como habí­a ocurrido en 1912-1916, la salida a una situación frustrante era el tradicional discurso victimista: «Ya se ve la maniobra: no han puesto candidatos que, por sus condiciones puedan restar fuerzas a las izquierdas, sino al nacionalismo vasco para lo que han intercalado en sus combinaciones nombres de personas afectas o afines a nuestro sector».

Ante este reducido espacio polí­tico no era extraño que la campaña electoral nacionalista fuera muy pobre. Tanto la asistencia como el número de sus mí­tines se mantuvo a gran distancia de los del bloque antidinástico. Además, al no contar con batzokis, se vieron limitados a Burceña, Regato, Retuerto y Alonsótegui, fuera del núcleo de la localidad. Incluso se vio privada del impulso de oradores de alcance como Elí­as Gallastegui o José Antonio Aguirre que, a pesar de haber sido anunciados, no hablaron en la localidad.

Esta localización de las fuerzas nacionalistas en Burceña y en menor grado en Retuerto confiere lógica al recurso de alzada que presentaron contra la asignación de concejales a los distritos. Proponí­an los nacionalistas una asignación igual de concejales a cada distrito con independencia del número de electores. Ello habrí­a dejado infrarepresentado al distrito del Desierto, que concentraba casi el 50% del censo electoral y donde los nacionalistas no presentaban candidaturas. El ayuntamiento informó negativamente sobre esta petición y resolvió por unanimidad un reparto de vacantes cuya proporcional fue todaví­a más acentuada por las modificaciones introducidas por el gobernador88.

 

2.7.- La nueva correlación de fuerzas

El resultado de la izquierda en Barakaldo revolucionaba el mapa polí­tico tradicional. La izquierda que en sus mejores resultados de antes de la Dictadura apenas superaba el 40% de los votos, ganaba en todos los distritos rozando el 70%. Superaban esta media en San Vicente y Desierto y se situaban por encima del 50% en Retuerto y Burceña. En este sentido, la izquierda, como vení­a ocurriendo desde 1917, presentaba una implantación relativamente homogénea en todo el término municipal. Sólo perdí­a en las dos secciones correspondientes a Alonsótegui.

No era esta la situación de las fuerzas de derecha. Como era también tradicional, sólo en dos distritos se combatí­a a tres bandas. En Burceña eran los nacionalistas los encargados de oponerse a la izquierda, mientras que en el Desierto cumplí­a esta función la candidatura católica. La Dictadura no habí­a alterado, por tanto, la localización tradicional de las fuerzas de derechas, pero sí­ que afectó radicalmente a su nivel de voto.

Los nacionalistas no sólo sufrieron la grave debacle electoral que la restricción de su espacio polí­tico hací­a suponer, sino que además no alcanzaron los resultados esperados en Burceña, distrito en el que competí­an con el bloque antimonárquico en solitario. Confiados de su tradicional control del distrito (63% en 1922) pretendieron reeditar el también tradicional copo, aunque parcial en esta ocasión, cuando no contaban más que con el 43% de los votos. Sólo en Retuerto mantení­an posiciones, mientras que en San Vicente se veí­an reducidos a un escaso 8%.

Aunque superaba a los nacionalistas en número de votos, los resultados de la candidatura católica no eran mejores. Si aún los nacionalistas constituí­an un dique ante la izquierda en Burceña, poco podí­an contener los monárquicos con el 22% obtenido en el Desierto donde competí­an en solitario.

La excepcionalidad de la coyuntura polí­tica y la aparición del nacionalismo de izquierdas habí­a descoyuntado el tradicional triángulo polí­tico en ambas localidades. Quedaba por establecer si esta alineación de fuerzas se iba a mantener en los años sucesivos.

 

3.-LA II REPíšBLICA.

La proclamación de la República implicaba dos importantes novedades en la polí­tica española: la afirmación de un marco democrático y la voluntad de abordar reformas sociales estructurales. Estas novedades planteaban a las derechas estudiadas hasta el momento la necesidad de definir su postura ante estas reformas y el desafí­o de adecuarse a la polí­tica de masas que se consolidaba. El nacionalismo vasco reunificado, por su parte, estaba a gran distancia en penetración social y capacitación polí­tica. Además, el integrismo antiliberal y reaccionario de su ideologí­a se perfilaba como un lastre para su adecuación al nuevo marco democrático.

Sin embargo, en contra de lo que este juego de imágenes podrí­a hacer esperar, fueron los nacionalistas vascos quienes acabaron encontrando su lugar en el nuevo marco republicano, definiendo su posición ante las reformas a realizar y adecuándose a la polí­tica de masas.

El nacionalismo vasco, tras su beligerante alianza inicial con la ultraderecha antirepublicana, derivó hacia el centro polí­tico y acabó por establecer una entente cordial con el reformismo de las izquierdas y el marco democrático. Consiguió erigir un movimiento de masas sin precedentes en las derechas españolas que prometí­a consolidar un marco polí­tico autónomo que conjurase el peligro de la guerra civil.

 

3.1.- La búsqueda de un lugar en la República.

 

La fiesta republicana

Los dí­as posteriores a las elecciones municipales fueron los de una multitudinaria fiesta cí­vica que enmarcó la proclamación de la República. En Barakaldo, e mismo dí­a de las elecciones a las ocho de la noche una manifestación de jóvenes recorrió la población con una gran pancarta a favor de la República. Varios disparos salieron de la manifestación cuando la Guardia Civil intentó disolverla, «siendo preciso emplear las armas para disolverlos», según el gobernador civil. Este incidente, que se saldó con tres heridos, provocó la protesta del bloque antimonárquico ante «los desmanes de la fuerza pública que, sin motivo que lo justificase, disparó contra el pueblo».

No se tienen noticias de sucesos el dí­a 13, cuando en diferentes lugares del paí­s numerosas manifestaciones presionaban a las autoridades para el traspaso de poderes.

Sí­ que se ajustan a la perfección con las pautas vizcaí­nas los acontecimientos del dí­a 14. A las siete y media de la tarde, cuando ya se habí­a proclamado la República en Eibar a primera hora de la mañana y al mediodí­a en Barcelona, pero no todaví­a en Madrid, siguiendo la pauta de lo sucedido media hora antes en Bilbao, una manifestación salió de la Casa del Pueblo portando banderas republicanas, socialistas y nacionalistas y se encaminó hací­a el ayuntamiento6. Allí­, los concejales electos del bloque antimonárquico, constituidos en Comité Republicano Revolucionario, más un concejal del PNV, solicitaron la vara municipal «en representación del régimen republicano imperante en España». El alcalde Rodolfo de Loizaga realizó el simbólico traspaso de poderes haciendo constar que cedí­a ante «la fuerza naciente, con su protesta consiguiente».

Posteriormente los concejales del Comité se dirigieron a la multitud desde el balcón del ayuntamiento y la banda de música ejecutó La Marsellesa, La Internacional y el Gernikako Arbola.

El acompañamiento musical ilustraba las tradiciones polí­ticas que se sumaban al acta fundacional del nuevo régimen: el republicanismo, el socialismo y el nacionalismo vasco, en principio reducido a los disidentes de izquierda que se encuadraban en ANV, pero con la presencia de un concejal del PNV. El consenso entre las tres tradiciones polí­ticas pareció funcionar durante los primeros dí­as, en los que presumiblemente el PNV se integró en las reuniones informales de las que surgieron los acuerdos provisionales.

La principal preocupación de los nuevos gobernantes fue evitar que la exaltación multitudinaria saliera de los lí­mites del traspaso pací­fico y festivo del poder. Así­, en Barakaldo se acordó formar grupos de jóvenes demócratas para mantener el orden y los concejales electos acompañaron a la Guardia Civil a su cuartel con el fin de evitar altercados. Igualmente, el socialista Eustaquio Cañas hací­a saber a los religiosos que no habí­a motivos para temer nada y aconsejaba que siguiesen con sus prácticas habituales.

En esta sesión provisional se acordó también la destitución de un empleado destacado por sus irregularidades y su filiación españolista9. Precisamente este empleado iba protagonizar un luctuoso suceso con el que de nuevo Barakaldo se desmarcaba de la tranquilidad general. Según el relato de El Liberal, increpado por un conocido sobre el fin de su situación privilegiada, el empleado disparó contra éste y huyó disparando por la calle. En su huida hirió a una mujer y congregó a una multitud en su persecución que le acorraló en un barracón de Altos Hornos. El desenlace del incidente resulta confuso, ya que mientras de la crónica de El Liberal se desprende un linchamiento mortal10, el mismo empleado aparecerá con posterioridad batallando por su reingreso y finalmente entre las ví­ctimas de la represión de retaguardia durante la guerra civil. En todo caso, el indicente ilustra la tensión con que viví­an el cambio determinados elementos cercanos a la derecha monárquica.

La normalización del traspaso de poderes se consolidó en la siguiente sesión municipal. El dí­a 18 se produjo la integración oficial de los herederos de los  monárquicos, ahora bajo el rótulo de católicos, en la normalidad institucional republicana. El hecho de que en la constitución formal sólo se hiciera mención de la minorí­a católica refuerza la idea expresada con anterioridad de que el PNV ya se habí­a incorporado en los dí­as previos al consenso republicano. La presencia de los jeldikes se vio incrementada por la adscripción a la minorí­a del PNV de Antonio del Casal, elegido en la candidatura católica. De esta manera, se igualaba la correlación de fuerzas de derechas en el ayuntamiento con cuatro regidores para cada minorí­a.

El resultado de las votaciones para la constitución del equipo de gobierno ilustra la existencia de divergencias en el seno de la coalición vencedora a la vez que la de apoyos al margen de su grupo. Estos resultados no permiten establecer una interpretación definitiva, pero parece plausible postular el apoyo de al menos dos nacionalistas al equipo y la disidencia de un miembro de ANV. Finalmente, el alcalde accidental, el veterano republicano radical Simón Beltrán, era confirmado como alcalde.

Ocupaba la primera tenencia el también veterano socialista Evaristo Fernández. La segunda, tercera y cuarta correspondí­an a un aeneuvista, un socialista y un republicano, respectivamente; ANV conseguí­a la primera sindicatura y los socialistas la segunda.

La situación de parálisis de las derechas en Barakaldo, a pesar de la implantación de un partido como el PNV, era más que evidente. Ciertamente los nacionalistas habí­an presentado una candidatura propia a las municipales, pero se trataba de una opción de los nacionalistas de los barrios. En el casco urbano, el conjunto de la derecha, incluyendo personalidades nacionalistas, se habí­a replegado hacia los valores básicos comunes en una única candidatura, entre ellos el catolicismo que le daba nombre.

A falta de prensa local, la actuación de los concejales electos por esta minorí­a constituye el principal indicador de la actitud de esta derecha ante el nuevo régimen. La mayorí­a de esta derecha olvidaba sus antiguos rótulos polí­ticos, se autoproclamaba minorí­a católica y adoptaba un posibilismo similar al de los católicos de otros lugares.

Así­, a la invitación del alcalde para que «con su amor al pueblo contribuyan al engrandecimiento y progreso de Baracaldo y de rechazo cooperen a la consolidación de la República», el maurista Juan de Arizón, destacado representante de la derecha de Altos Hornos, respondí­a declarando que «desde el momento en que se hallan presentes en la sesión es porque muestran su acatamiento al nuevo Régimen constituido; que cree un deber colaborar en él como católico universal, que es Régimen de justicia y orden; que es incuestionable que la Nación quiso la República el dí­a doce de Abril y por tanto le da la bienvenida y se pone a la disposición del Ayuntamiento para trabajar por el engrandecimiento de la Patria, Regiones y pueblo de Baracaldo, siempre que la República salvaguarde el orden, la justicia y la libertad«. La derecha posibilista optaba, pues, por la misma aceptación condicionada en ambas localidades.

Frente a esta opción de la mayorí­a de los concejales, la ausencia del anterior alcalde, Rodolfo de Loizaga, que continuó sin asistir durante todo el periodo, ilustraba las resistencias de una parte de la derecha ante el nuevo régimen. En el otro extremo, Antonio del Casal se desmarcaba de la candidatura por la que habí­a sido elegido y se añadí­a a la minorí­a del PNV. Sin embargo, del Casal y otro concejal cercano a la sensibilidad nacionalista fueron los primeros en retirarse de la comisión encargada de revisar la actuación de los ayuntamientos de la Dictadura, presidida por el nacionalista burcetarra Baltasar de Amezaga, cuando socialistas y republicanos intentaron vetar la participación de los concejales monárquicos y católicos. La incorporación de los nacionalistas del núcleo urbano al consenso republicano no estaba tan clara como su adscripción polí­tica hací­a pensar y, en todo caso, no puede extenderse al resto de las bases tradicionales del nacionalismo.

Si se prescinde del batzoki de Burceña, el único referente del nacionalismo vasco en el casco urbano era la Juventud Vasca de ANV, aliada con los republicanos. Tampoco en Barakaldo la derecha nacionalista más apegada a la defensa social y religiosa parecí­a demasiado dispuesta a despegarse de esos valores básicos diferenciándose del resto de la derecha en función de su nacionalismo. La implantación institucional del nacionalismo ortodoxo continuó siendo durante estos primeros meses prácticamente nula. El nacionalismo ortodoxo no existí­a en el núcleo urbano de Barakaldo y no fue hasta junio de 1931 que se convocó una reunión de los antiguos socios de la veterana Euskalduna de San Vicente. Según Camino, el dí­a 13 de este mes, dos semanas antes de las elecciones constituyentes, se produjo la reconstitución de esta sociedad. En realidad, la actitud de la dirección central del PNV en los primeros meses de la República no ofreció estí­mulos para la diferenciación polí­tica del resto de la derecha. Su postura inicial fue de beligerancia contra la coalición reformista que inspiraba la República en alianza con la ultraderecha antirepublicana.

Esta primera alianza del PNV constituyó una contradicción con su estrategia en el resto del periodo republicano y su interpretación ha tendido a quedar desdibujada por los acontecimientos posteriores. Tradicionalmente, en la explicación de la evolución del PNV durante la República, se ha partido de la premisa de la indiferencia peneuvista ante el nuevo régimen y se ha subsumido la actitud del PNV bajo la lógica de la consecución de un estatuto de autonomí­a. Recientemente, Santiago de Pablo, Ludger Mees y José A. Rodriguez han dado un paso más allá y llegan a afirman incluso que «la proclamación del nuevo régimen vení­a a suscitar ilusionantes expectativas»28. Desde esta perspectiva esta primera alianza del nacionalismo ortodoxo aparece como un tremendo error táctico que llevó al PNV a ser instrumentalizado por los tradicionalistas en contradicción con sus convicciones y tradiciones.

Esta proyección hacia el pasado del resultado final de la evolución del PNV obliga a recurrir a explicaciones ad hoc para neutralizar elementos como la Coalición del Estella que chirrí­an notablemente en el modelo que se dibuja. Hacer recaer el peso de una explicación en una incongruencia entre lo que una fuerza polí­tica pretendí­a y lo que realmente tiene poco sentido historiográfico. Resulta preferible plantearse si lo que se hizo no era realmente congruente con los objetivos que se pretendí­an. Ello obliga a centrar la atención en cuál era realmente el orden de prioridades del PNV en la primavera de 1931.

Puede establecerse que la consecución de la autonomí­a o la independencia constituí­a una prioridad de primer orden para el PNV, tal como defendí­an los autores anteriormente citados.

En el discurso nacionalista, autonomí­a e independencia no limitaban su campo de significación a las cuestiones formales o institucionales de organización del poder; eran inseparables de un conjunto de proposiciones substantivas que configuraban el Euskadi mí­tico y esencialista. Por tanto, para el PNV el mayor o menor grado de autonomí­a o independencia se hallaba en relación directa con el grado de cumplimiento de este ideal esencialista. El Paí­s Vasco no serí­a más o menos autónomo o independiente en función del nivel competencial de un hipotético gobierno, sino en función del grado en que la sociedad vasca se adecuase a ese Euskadi mí­tico. Puesto que valores como la religión, el antiliberalismo y el orden social eran inseparables de la idea de la libertad de Euskadi que tení­an los nacionalistas, fue la defensa de estos valores lo que confirió lógica a la actuación del PNV. Dado que estos valores se encontraban directamente amenazados por el reformismo republicano, su alianza con la ultraderecha antirepublicana, lejos de un error de evaluación, aparece como el correlato lógico de los planteamientos del nacionalismo ortodoxo.

En realidad, ni siquiera el más primario interés partidista por conseguir las mayores cotas de poder en el nuevo autogobierno conferirí­a la lógica que se pretende a la actuación del PNV. La representación paritaria de las provincias y el sistema de elección indirecto que establecí­a el proyecto de la Sociedad de Estudios Vascos (propuesta base de discusión aceptada por los partidos de izquierda) aseguraba una hegemoní­a acaparante de la derecha en la futura cámara autónoma. Incluso en el peor de los casos, en caso de aceptarse las enmiendas de las izquierdas sobre el sufragio universal directo y la representación proporcional de las provincias, esta hegemoní­a derechista estaba más que asegurada. De hecho, si se extrapolasen al modelo de estatuto de las izquierdas los resultados de las elecciones de junio de 1931, se obtendrí­a unos 59 diputados derechistas frente a una paupérrima representación de la izquierda de unos 21 diputados.

En la primavera de 1931, las izquierdas triunfantes estaban dispuestas a considerar un estatuto que, incluso en su versión más izquierdista, ofrecí­a al conjunto de la derecha, y concretamente al nacionalismo vasco, grandes posibilidades de dominio polí­tico. Y ello a pesar del centralismo que teóricamente presidí­a su ideologí­a y de que, a diferencia del catalanismo triunfante, el PNV no habí­a participado en el Pacto de San Sebastián y presentaba una ideologí­a abiertamente derechista y casi integrista en muchos aspectos. Sin embargo, el PNV despreció las posibilidades que ofrecí­a este escenario y se alió con los enemigos del nuevo régimen. Postular que lo hizo atendiendo a la consecución de la autonomí­a en su sentido actual parece poco congruente.

Tampoco puede explicarse la actitud del PNV arguyendo la tradicional contradicción entre su práctica autonomista y su programa independentista. Ciertamente el horizonte independentista no se veí­a colmado con el marco competencial que el Estado republicano estaba dispuesto a ceder. Sin embargo, el propio proyecto de la SEV distaba de ser cauteloso en este terreno al presuponer una forma federal de Estado y establecer la soberaní­a compartida29. Por otro lado, la reivindicación de mayores cuotas de autogobierno habrí­a llevado lógicamente a la defensa en solitario de otro proyecto de estatuto o a la inhibición en beneficio de la lucha independentista, pero difí­cilmente a la alianza con carlistas, monárquicos y católicos, herederos de una sólida tradición ideológica españolista y de una larga práctica polí­tica claramente centralista y antinacionalista.

Sólo la defensa de los contenidos substantivos del Euskadi esencialista de los nacionalistas ortodoxos puede explicar su actitud, aunque la retórica nacionalista tienda a oscurecer esta realidad. Las dos reivindicaciones básicas que cimentaron la alianza en torno al estatuto de Estella (independencia religiosa y enseñanza) no pueden ser reducidas a una cuestión de reivindicación competencial. La polí­tica religiosa y la enseñanza constituí­an piezas claves del programa reformista que habí­a conseguido triunfar tras la caí­da de la Monarquí­a. Cuestionar elementos como el sufragio universal, la separación de poderes, la igualdad de los ciudadanos, la secularización del Estado y la reforma del sistema educativo en la España de 1931 no suponí­a una divergencia sobre el modelo de organización territorial del Estado, constituí­a una declaración de guerra al proyecto reformista que inspiraba la República. Y esta fue la opción que tomó el PNV.

En lógica consonancia con los contenidos substantivos que asociaba a la idea de Euskadi, el PNV sumó su nada despreciable capacidad de movilización social a la movilización general de las derechas antirepublicanas y antidemocráticas con el objetivo de impedir la consolidación del proyecto reformista republicano. Aunque la consecución del estatuto de Estella fuese el elemento aglutinante, es difí­cil negar que el movimiento de alcaldes iba más allá de tal objetivo, manifiestamente imposible de conseguir dada la correlación de fuerzas existente.

Por tanto, la candidatura electoral que uní­a a nacionalistas, católicos y carlistas en las elecciones constituyentes de junio de 1931 trascendí­a con mucho la cuestión autonómica y se perfilaba como la candidatura de todos aquéllos que se oponí­an al reformismo republicano. Era un frente antirepublicano.

Definir a la derecha católico-monárquica como «un interesado compañero de viaje», como hacen de Pablo, Mees y Rodriguez30, además de la valoración peyorativa, lleva implí­cita una acusación de instrumentalización y maquiavelismo polí­tico que tiende a desdibujar la naturaleza de la Coalición de Estella. Por primera vez, cada uno desde una trayectoria diferente, nacionalistas y católico-monárquicos coincidí­an en concebir el autogobierno como baluarte del universo ideológico que propugnaban. Por primera vez, para la derecha vasca no nacionalista España habí­a dejado de ser la garantí­a de la pervivencia del mundo que defendí­an. España se habí­a hecho republicana y laica, mientras que Euzkadi se perfilaba como el referente de una nueva sí­ntesis. Habí­an tenido que pasar más de treinta años para que la derecha vasca no nacionalista se aviniera a reconocer la operatividad de la propuesta sabiniana.

Llegados a este punto, la clave para entender la evolución polí­tica del PNV en los años republicanos radica en el proceso por el cual preferencias de segundo orden como las cuestiones formales de ampliación del autogobierno desplazaron a los contenidos substantivos y acabaron por mutar la polí­tica nacionalista, y en qué medida lo hicieron.

 

Las elecciones constituyentes de 1931

La candidatura de la Coalición de Estella reservaba para el PNV los cuatro candidatos de la circunscripción de Vizcaya-capital, en la que se integraba Barakaldo.

Ante la inhibición de las fuerzas monárquicas, la candidatura suponí­a para el PNV la oportunidad única de erigirse en el referente polí­tico de las fuerzas de orden y especialmente de las masas católicas. Este carácter conservador se veí­a reforzado por la clara extracción burguesa de estos candidatos31. Contaba además a su favor con la fragmentación que se produjo en el campo de la izquierda al desgajarse ANV del bloque republicano-socialista para competir en solitario y al aparecer por la izquierda la candidatura del partido comunista.

La oportunidad fue bien aprovechada en el conjunto del Paí­s Vasco. No sólo el PNV conseguí­a seis diputados, sino que la derecha católica en su globalidad salí­a victoriosa con 15 diputados frente a los nueve de izquierda, a diferencia de lo que ocurrí­a en el resto de las provincias españolas.

Sin embargo, la situación fue diametralmente distinta en Barakaldo. La candidatura de Estella apenas conseguí­a igualar los votos obtenidos por católicos y PNV en las municipales de abril.

Una primera interpretación de estos resultados partirí­a de la suposición de que la derecha no nacionalista se retrajo en esta elección. Mas esta es una premisa muy poco verosí­mil. En primer lugar, no habí­a razones de peso para que las bases conservadoras y católicas se retrajesen en una elección tan trascendental como la constituyente, máxime cuando los candidatos del PNV formaban parte de una beligerante oposición al reformismo republicano. Además, a escala barakaldesa, la candidatura de Estella entroncaba directamente con la dinámica de convergencia de derechas que se habí­a impuesto en el núcleo urbano en las elecciones municipales en detrimento de la opción independiente que habí­a significado el PNV de los barrios. En segundo lugar, este retraimiento derechista implicarí­a que tanto la totalidad de los nuevos votantes fruto de la ampliación del censo electoral como buena parte de los abstencionistas de abril de 1931 pasarí­an a votar a la izquierda. Una expansión del voto izquierdista sobre tales supuestos tampoco parece demasiado probable.

La solución a la aparente paradoja pasa por establecer de dónde procedí­an los votos de ANV. Teóricamente, estos votos habrí­an de provenir del bloque antidinástico de las municipales de abril, en el que ANV se integró y por el que obtuvo sus concejales.

Sin embargo, el voto de socialistas, republicanos y comunistas no sólo no se vio afectado por la salida de ANV, sino que incluso aumentó en tres puntos con respecto a los resultados del bloque (51,6% a 54%). Un análisis más detallado muestra que eran pocas las secciones donde los socialistas, republicanos y comunistas obtuvieron un número de votos inferior al del bloque. Concretamente, la quinta de Desierto y la segunda y tercera de San Vicente. Mantener que los votos de ANV procedí­an del bloque antidinástico implicarí­a el estancamiento del número absoluto y un ligero retroceso porcentual del voto de la derecha y una expansión de nada menos que del 35% del voto de la izquierda (21,9% a 18,9% y 51,6% a 60,6%, respectivamente). De nuevo, esta hipótesis sólo serí­a sostenible en el caso de que tanto los nuevos votantes como los abstencionistas de abril votaran en masa a la izquierda.

Esta suposición se ve invalidada por la tabla siguiente que recoge el resultado de correlacionar estas dos variables con los resultados electorales de cada candidatura. Las únicas correlaciones significativas se dan con la candidatura de Estella, y en menor grado con el PCE. La incorporación de nuevos votantes perjudicó a la candidatura de Estella, mientras parecí­a favorecer a los comunistas. Este resultado parece lógico si atendemos a la incorporación de un electorado joven. Sin embargo, ocurrí­a lo contario con el aumento de la participación. La candidatura de Estella obtení­a mejores resultados en aquellas secciones en que más aumentaba la participación. De ahí­ que parezca difí­cil mantener que la derecha se retrajo en la elección.

Las consideraciones anteriores apuntan a la hipótesis de que ANV estuvo sobrevalorada en el bloque antidinástico de abril y que la mayorí­a de sus votos de junio no provení­an de este bloque (pues no existí­an), sino de la candidatura del PNV a las municipales, e incluso de las candidaturas católicas en el caso de El Desierto donde éste no se presentó en abril. Así­, ANV en solitario captarí­a en junio un porcentaje del voto nacionalista que no la habí­a votado cuando se presentó integrada en el bloque antimonárquico en abril.

Comparando los resultados de las municipales de abril y las constituyentes de junio observamos que la candidatura de Estella mantiene una alta correlación con los votos del PNV en abril. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que en las municipales los nacionalistas no se habí­an presentado en El Desierto y que los monárquicos no lo habí­an hecho en Burceña, por lo que la variable realmente significativa serí­a la suma de los votos nacionalistas y de la derecha no nacionalista. Esta es la variable con la que la candidatura de Estella mantiene una correlación mayor, nada menos que un 0,95. Estella, por tanto, recogí­a los votos de la derecha con independencia de la adscripción nacional, de la misma manera que lo habí­an hecho en abril nacionalistas y monárquicos en aquellos distritos en que se presentaban en solitario, es decir, Burceña y El Desierto, respectivamente. No ocurre lo mismo con las candidaturas que compusieron en abril el bloque antimonárquico. La correlación entre la suma de estas candidaturas y el bloque es alta (0,86). Sin embargo, esta correlación no se ve afectada por la inclusión o no de los votos de ANV en el conjunto de fuerzas que se correlaciona con el bloque, cosa que no pasa  con el PCE. Este es un primer indicio de que los votos aneuvistas de junio no habí­an sido centrales para el bloque en abril. Pero lo realmente significativo es que se obtiene una correlación mayor (0,90) sumando los votos de ANV a los de Estella y correlacionándolos con los resultados de la derecha en abril. Por lo tanto, los votos de ANV parecen provenir en mayor grado del conjunto de votantes que en abril no votó por el bloque antidinástico.

La afirmación anterior no puede aplicarse sin embargo a todas las secciones. Ya se indicó que en San Vicente los resultados de la izquierda se resintieron por la separación de ANV. Esta circunstancia no es de extrañar si se tiene en cuenta que San Vicente representa una desviación notable de la media del voto aneuvista. Los votos de ANV se situaban entre el cuatro y el seis por ciento en todas las secciones con la excepción de las tres de San Vicente (20%, 15% y 8,6%) y la primera de Burceña (10%). Estas eran las secciones donde ANV concentraba su fuerza y dónde habí­a aportado votos al bloque antidinástico. De hecho, si se prescinde de estas secciones tan desviadas del comportamiento medio la correlación entre la suma de votos de ANV y Estella en junio y la derecha y PNV en abril se intensifica (0,963).

Otro procedimiento más rudimentario para llegar a la misma conclusión consiste en sumar los porcentajes sobre voto emitido de cada candidatura. Con la excepción del distrito de San Vicente, la suma de PNV y derecha en abril es prácticamente idéntica a la de Estella y ANV en junio. Por lo tanto, votantes nacionalistas que se habí­an resistido a votar al bloque antidinástico en abril preferí­an en junio votar a ANV que a la candidatura de Estella.

En realidad, este trasvase de votos del PNV de abril a ANV en junio no era un fenómeno sorprendente, si se prescinde de los resultados en el resto de Vizcaya y de lo que se sabe que ocurrió después. La apuesta del PNV por una coalición derechista, católica y antirepublicana como la de Estella tení­a grandes posibilidades de éxito allí­ donde el partido habí­a conseguido recomponer y dirigir la comunidad nacionalista. Sin embargo, en los contextos en que la evolución de la antigua comunidad sometí­a a ésta a tensiones entre las diferentes lí­neas posibles de desarrollo, la alianza con los otrora enemigos debilitaba la posición del PNV. Este era el caso de Barakaldo, donde la opción tomada por el PNV habí­a de ser cuestionada por dos motivos. En primer lugar, porque una dinámica genéricamente de derechas diluí­a la especificidad del partido como referente polí­tico, condicionaba su reorganización y, en consecuencia, dificultaba la consolidación de la comunidad nacionalista. En segundo lugar, porque la vieja matriz originaria del nacionalismo estaba fuertemente erosionada en una localidad que habí­a traspasado incluso el marco de las escisiones históricas (Partido Nacional).

La estrategia del PNV en Barakaldo dejaba multitud de flancos abiertos para el partido. En primer lugar, dejaba en el casco urbano una comunidad nacionalista huérfana que sólo contaba con el referente de la Juventud Vasca para las actividades asociativas que le eran caracterí­sticas. En segundo lugar, suponí­a un decantamiento claro hacia una de las opciones españolas en lucha que situaba en disponibilidad de ser atraí­dos por ANV tanto a los que no estaban dispuestos a sumarse al movilización antirepublicana como a los que se mantení­an en las posiciones tradicionales de independencia y exclusividad del movimiento nacionalista. En este sentido, es importante tener en cuenta que ANV satisfací­a en junio ambas sensibilidades puesto que, a la vez que mantení­a su carácter progresista, se presentaba a las elecciones desvinculada de la izquierda y era, en consecuencia, el único partido nacionalista que se presentaba en solitario recogiendo la antigua tradición nacionalista de ni unos ni otros.

Su posterior fracaso no debe ocultar que en los primeros meses republicanos ANV era un serio competidor del PNV por el liderazgo nacionalista en Barakaldo, y cabe hipotetizar que en otras zonas urbanas. Partí­a con ventaja organizativa, no mantení­a ninguna ambigua relación con aquéllos que vení­an gobernando la provincia y la localidad desde hací­a décadas, su ideologí­a progresista se avení­a con el signo de los tiempos, aparecí­a libre del lastre de su alianza con izquierda y, por tanto, recogí­a la herencia de la independencia polí­tica tradicional del nacionalismo y, finalmente, era el único partido nacionalista victorioso, con importante presencia y en el poder en los ayuntamientos de Bilbao y Barakaldo.

De la comparación entre las elecciones de abril y junio en Barakaldo se desprenden dos conclusiones básicas. Primero, que como defiende de la Granja, el voto de ANV procedí­a del campo nacionalista, no de la izquierda, pero también, y segundo, que esta transición del voto nacionalista se produjo en Barakaldo en su mayor parte con posterioridad a las elecciones municipales. Los votantes aneuvistas de junio no habí­an apoyado al nuevo partido en su alianza con el bloque (con excepción de San Vicente), sino que habí­an votado a la candidatura del PNV en las municipales de abril, e incluso a la católica allí­ donde éste no se presentaba. La fuerza de ANV en Barakaldo habí­a estado, por tanto, sobrevalorada en el bloque antidinástico y eran los resultados positivos de esta sobrevaloración la causa de que, una vez desligada de los compromisos con la izquierda, ANV se perfilara para muchos nacionalistas como el partido nacionalista de futuro.

En Barakaldo se habí­a llegado a la situación de mayorí­a de edad del nacionalismo en la que cabí­a la posibilidad de una evolución similar a la catalana. Una parte importante de la comunidad nacionalista se habí­a desprendido ya de los conservadores contenidos sustantivos ligados a la apelación nacionalista. La sí­ntesis sabiniana se habí­a agotado y la defensa de la nación vasca ya no era incompatible con ser demócrata, reformista e incluso partidario de la secularización.

Ciertamente, el 8,3% del voto emitido que habí­a conseguido ANV no era precisamente un resultado esperanzador, pero tampoco para su rival, el PNV, dibujaban los resultados electorales de Barakaldo un panorama demasiado halagí¼eño. Con un 23% del voto emitido, la candidatura de Estella no conseguí­a ni obtener los mismos votos que la suma de las derechas de abril, retroceso que porcentualmente implicaba la pérdida de más de 8 puntos. De hecho, si consideramos que la candidatura católico-monárquica habí­a obtenido en abril un 16% de votos, resulta difí­cil asegurar que con el 7% restante el PNV ganara el pulso a ANV por el liderazgo nacionalista. El gran handicap para el PNV en Barakaldo era el grado de desarrollo y complejidad alcanzado por la comunidad nacionalista que impedí­a que el partido contara a la vez con el apoyo nacionalista y con el de la derecha católica no nacionalista. Sin embargo, no era esta la situación en el conjunto del Paí­s Vasco, ni siquiera en la ciudad de Bilbao. Por ello, la evolución de la comunidad nacionalista en Barakaldo volví­a a verse, como en 1923, en ví­a muerta ante la desconexión con el resto del Paí­s Vasco.

 

La reconstrucción de las derechas

A pesar de esta probable derrota inicial por el liderazgo nacionalista, las elecciones de junio revelaban que el PNV contaba con muchas más posibilidades que su competidor de cara al futuro. En primer lugar, el apoyo de las bases católicas y conservadoras era un inmenso potencial de futuro si el partido conseguí­a erigirse en su referente polí­tico, a la manera en que lo era el catalanismo conservador, convirtiendo el apoyo coyuntural en base electoral. En segundo lugar, sólo el PNV podí­a conjugar esta expansión fuera de su base tradicional con el mantenimiento del voto nacionalista. El colapso de los mecanismos tradicionales de acceso al poder de los monárquicos y su consiguiente desorganización permití­an al PNV una potencial expansión hacia la derecha no nacionalista. Por el contrario, ni la fortaleza del PSOE permití­a una expansión similar de ANV hacia la izquierda, ni las caracterí­sticas de la comunidad nacionalista una apelación a las bases de la izquierda no nacionalista. Además, la clave del éxito coyuntural de ANV era también la clave de su fracaso. Era el protagonismo obtenido por su alianza con la izquierda lo que habí­a conferido al partido los visos de rival solvente en la lucha por el liderazgo nacionalista, pero sólo a condición de que rompiera tal alianza y se presentara en solitario. Sin embargo, ni siquiera sus mejores resultados en solitario bastaban para asegurar la presencia institucional necesaria para continuar con éxito su pugna. La implantación del PNV en la Vizcaya rural y su capacidad de pacto con la derecha minimizaban los resultados del nacionalismo progresista incluso a escala vizcaí­no. De ahí­, que, superados los primeros momentos de debilidad, el escenario se convirtiese en claramente favorable para el PNV, incluso en Barakaldo. Dos habí­an de ser sus prioridades básicas: atraer a su seno a las masas católicas y conservadoras y consolidar la comunidad nacionalista recuperando a los coyunturales tránsfugas.

La reconstrucción organizativa del PNV en Barakaldo fue un proceso significativamente lento. El inicial impulso reorganizador que siguió a la caí­da de Primo de Rivera se habí­a limitado, como se indicó con anterioridad, a Alonsótegui y Burceña, donde bastó la supresión de las prohibiciones gubernativas para que los antiguos batzokis renaciesen. No fue este el caso del resto del término y destacadamente del núcleo urbano. ANV llevaba la delantera asociativa incluso en zonas de tradicional dominio nacionalista como Retuerto, donde en septiembre de 1931 el nuevo partido constituí­a un Eusko-Etxea. Esta fecha muestra que, a pesar de su fracaso electoral, ANV continuaba constituyendo un desafí­o al PNV. De hecho, la mayorí­a de las bajas del nacionalismo ortodoxo se concentran en dos periodos que coinciden con el nacimiento de Eusko-Etxeas.

El primer grupo de bajas, en abril de 1931, afectó al batzoki de Burceña a consecuencia de la fundación del Eusko-Etxea de Cruces. El hecho de que sólo se registraran 10 bajas y que estos nombres no se encontraran en el grupo fundador del Eusko-Etxea indica que el núcleo impulsor de ANV en Cruces era ajeno al PNV del periodo republicano. Sin embargo, el hecho de que cinco de estas bajas fueran expulsiones muestra que el nuevo partido tení­a capacidad para provocar conflictos en el seno del partido ortodoxo. Además, números de afiliación tan bajos como el 21, 23, 24 o 32 revelan su atractivo para sectores muy activos del nacionalismo.

La siguiente crisis se produjo en el verano de 1931 en relación con la mencionada fundación del Eusko-Etxea de Retuerto y afectó especialmente al batzoki del Regato, en el que debí­an de encuadrarse los nacionalistas de Retuerto a falta de centro propio. Entre julio y septiembre, 27 nacionalistas abandonaron el partido. Esta crisis tení­a mayor incidencia que la de Cruces, ya que en este caso sí­ que ANV se nutrió básicamente de una escisión del PNV, tal y como indica el hecho de que el secretario, el vicesecretario, el tesorero y un vocal del nuevo centro fuesen bajas del batzoki del Regato. Además, 19 bajas en un batzoki que unos meses después tendrí­a 56 socios apunta a una incidencia importante.

El caso de Retuerto es revelador de las contradicciones que afectaban a la reconstrucción del nacionalismo ortodoxo. El hecho de que una parte significativa de los hombres que se habí­an afiliado al PNV con la llegada de la República estuvieran dispuestos a sumarse a los efectivos de un partido ya fracasado electoralmente revela un desacuerdo profundo con la lí­nea seguida por el nacionalismo ortodoxo. De nuevo, la estrategia antirepublicana de alianza con la ultraderecha seguida por el PNV en los primeros meses de la República aparecí­a como un importante handicap para su expansión en Barakaldo.

La minorí­a vasco-navarra en las Cortes, en la que se integró el PNV, desarrolló en un primer momento sus presupuestos de beligerancia antirepublicana. Actos como  la despedida multitudinaria a sus diputados en Guernica en julio de 1931, donde los diputados no nacionalistas realizaron beligerantes discursos antirepublicanos, y su primera actuación en las Cortes le confirió rápidamente una imagen de profundo reaccionarismo que le valió apelativos de «caverní­cola» y similares. Su retirada de las Cortes en protesta por las medidas laicizadoras no contribuyó a modificar esta imagen. No fue hasta finales de año que el PNV se desvinculó de esta beligerancia antirepublicana. La vuelta a las Cortes de los diputados nacionalistas y su votación favorable a Alcalá Zamora como presidente de la República constituyeron una declaración en toda regla de un giro corpernicano hacia una estrategia posibilista de aceptación del marco constitucional republicano.

La explicación de este cambio radical de estrategia es una cuestión clave para entender el proceso de transformación del movimiento nacionalista durante la República.

De la Granja señala que, una vez enterrado el estatuto de Estella, la colaboración con los jeldikes perdí­a su razón de ser para los carlistas: «conseguir el Concordato vasco y ser instrumento contra la República», mientras que «para el Partido Nacionalista, lo esencial era la autonomí­a y lo accesorio una facultad concreta, incluso la concordataria». Sin embargo, como ya se argumentó con anterioridad, resulta problemático argí¼ir esta distinción como factor explicativo del cambio de estrategia del PNV.

La distinción entre la cuestión primordial (la autonomí­a entendida como delegación de poderes por parte del estado central) y lo accesorio (sus contenidos substantivos) fue la nueva estrategia del PNV, la ví­a que permitió una actuación posibilista en el marco republicano; no la razón de la alianza con los carlistas, puesto que esta alianza era manifiestamente contradictoria con tal distinción, tal y como se expuso. En realidad, dar cuenta de la actitud del PNV en junio a partir de su nueva estrategia de diciembre conlleva el peligro de confundir el efecto con la causa. La cuestión es por qué un partido que vení­a negando y negó hasta la saciedad tal distinción en favor de la indisolubilidad de la autonomí­a y sus contenidos concretos, y actuó conscientemente en consecuencia (sin errores tácticos), pasó en cuestión de meses a negar tal presupuesto básico.

Un factor básico a no perder de vista es que este cambio estratégico no supuso una rectificación de una lí­nea de actuación exitosa. De hecho, no se produjo hasta que el fracaso de la estrategia inicial era notorio. Tras las elecciones y la aprobación de la Constitución, la República se habí­a consolidado y la estrategia implí­cita en la coalición de Estella habí­a fracasado; no se habí­a conseguido evitar la implantación de una República democrática y secularizante. De ello era tan conscientes los carlistas como los jeldikes. La cuestión era qué opción tomar tras este fracaso: mantenerse intransigente en los contenidos substantivos, como defendí­an los carlistas, o acomodarse a la situación cambiando las prioridades y aprovechando las buenas expectativas para objetivos menos maximalistas que ofrecí­a la situación. Al reintegrarse a las Cortes y sumarse a los votos favorables a Alcalá Zamora, los seis diputados del PNV no decidí­an en una reñida elección el rumbo a seguir por el nuevo régimen ni su consolidación. Simplemente anunciaban su decisión de llevar a cabo una polí­tica posibilista y lo hací­an de la manera más coherente con ella. Ya que no habí­an podido impedir la consolidación republicana y no pensaban continuar una oposición beligerante en este sentido, mostraban su buen criterio congraciándose con los vencedores.

Queda pendiente el interrogante acerca de las razones que llevaron al PNV a desdeñar la invitación de sus compañeros de coalición a mantenerse en la postura de abierta beligerancia. Diferentes factores de orden práctico e ideológico habrí­an jugado en este sentido. Un elemento sin duda importante era que la continuación de la beligerancia antirepublicana entraba en contradicción con la práctica posibilista que caracterizaba al partido. En realidad el PNV nunca la abandonó. En 1931 simplemente tomó partido en una crisis abierta; una vez resuelta la crisis con la consolidación republicana el posibilismo volvió a imponerse.

Este posibilismo nacionalista no era ajeno a una consideración de orden muy práctico. La oposición radical al régimen imperante implicaba la ilegalidad y la represión. Hasta un cierto punto, la represión constituí­a un estí­mulo para el PNV, puesto que cimentaba y movilizaba a la comunidad nacionalista. Sin embargo, como habí­a mostrado la Dictadura de Primo de Rivera, pasado un determinado punto que tení­a más que ver con la prohibición de las sociedades y la prensa que con los procesos y los encarcelamientos de activistas, la comunidad nacionalista quedaba huérfana y paralizada. La estrategia de recreación de toda una nación embrionaria en el seno del partido (partido comunidad)40 necesitaba de unas garantí­a mí­nimas de libertad de asociación y actuación polí­tica que solo la legalidad otorgaba. Una vez conseguido esto, una cierta dosis de animadversión por parte del Estado no era contraproducente.

Por otro lado, un cambio en las prioridades ofrecí­a mucho a los nacionalistas a diferencia de lo que ofrecí­a a los carlistas. El caso catalán mostraba que bajo el régimen republicano se podí­a conseguir un nivel nada despreciable de autogobierno y, además, que el ejercicio de tal autogobierno redundaba en la consolidación del partido que lo lideraba. Por otro lado, el creciente españolismo antidemocrático que habí­a venido inspirando a la derecha hasta culminar en la Dictadura de Primo y el compromiso progresista y republicano del catalanismo mayoritario creaba un clima favorable y conferí­a un halo de legitimidad republicana a las reivindicaciones autonomistas, aunque ni la trayectoria ni la ideologí­a de sus promotores jeldikes tuvieran nada que ver con el catalanismo de izquierdas. De ahí­ que el prestigio del catalanismo fuera tan favorable para los nacionalistas vascos, más allá del precedente que habí­a establecido con su Estatuto.

Pero las ventajas que ofrecí­a la nueva situación no acababan en la probable consecución de un estatuto de autonomí­a. La aceptación del marco republicano ofrecí­a al PNV la posibilidad de convertirse en el gran partido de las derechas vascas, dados los obstáculos a que se enfrentaban sus directos competidores. La República dejaba sencillamente inertes a los monárquicos alfonsinos pues perdí­an su privilegiada relación con el Estado que habí­a constituido uno de los pilares de su poder. El otro, la oligarquí­a vizcaí­na, bastante tení­a con conjurar los efectos del cambio en el terreno socio-laboral.

Los carlistas no eran un serio adversario en Vizcaya y cabí­a la posibilidad de aprovechar a favor del partido las debilidades inherentes a su postura de beligerancia antirepublicana, sobre todo si el PNV conseguí­a hacerse con el previsible autogobierno y, a partir de él, consolidar su posición en todas las provincias vascas. Además, los hábitos de participación polí­tica de las masas católicas también habí­an de reciclarse en apoyo electoral al PNV, puesto que, por muy beligerante que fuera la Iglesia, las normas eclesiásticas instaban al voto a las candidaturas católicas con mayores posibilidades. En definitiva, el PNV se perfilaba como una fuerza de futuro frente a las limitaciones de sus competidores de derechas.

Mas la explicación del giro estratégico del PNV no puede agotarse en el estudio de las posibilidades ofrecidas por la estructura de oportunidades polí­ticas; es necesario hacer referencia a su evaluación por parte de aquéllos que tení­an poder de decisión. La evolución hacia el posibilismo republicano se veí­a favorecida por esa generación que se incorporó a la dirección del partido tras la Dictadura41. La progresiva independencia de conceptos como autonomí­a o independencia de la sí­ntesis substantiva sabiniana tení­a cabida en el horizonte intelectual de hombres como Aguirre o Irujo, que podí­an así­ propugnar la reformulación de la estrategia polí­tica del partido tras una evaluación de las circunstancias en que éste se encontraba desde nuevas prioridades. Resulta inimaginable, por ejemplo, que un integrista de mentalidad decimonónica como Luis Arana, a la sazón presidente del partido, pudiera pilotar este tipo de evoluciones, sencillamente porque para su principal prioridad el nuevo escenario no ofrecí­a posibilidades, sino más bien lo contrario.

Es en este resquebrajamiento del taciturno tradicionalismo integrista de los viejos jeldikes donde radica la clave de la explicación de la famosa evolución demócratacristiana del PNV. No se trata de que los nacionalistas del PNV renunciaran a unos planeamientos religiosos casi integristas, ni al racismo, ni al antiliberalismo, sino que a la altura de 1932, la coyuntura polí­tica favorecí­a un cambio de acentos, de tal manera que cuestiones absolutamente subordinadas cobraban relativa autonomí­a y podí­an constituir elementos importantes a la hora de evaluar la situación para diseñar una práctica polí­tica que a su vez, en la medida en que se revelaba exitosa, habí­a de acelerar estos cambios.

Finalmente, existe un último factor entre los condicionantes del cambio de estrategia cuya importancia se revela para el caso de Barakaldo, pero cuya incidencia en general es casi imposible evaluar. En Barakaldo, donde la matriz nacionalista se habí­a visto sometida a serias tensiones y donde existí­an diferentes sensibilidades nacionalistas con prioridades propias, la estrategia antirepublicana de alianza con los carlistas constituí­a un importante freno al desarrollo del partido. Por un lado, remití­a a un tipo de movilización genérica de las derechas que diluí­a al PNV como opción especí­fica y, por tanto, la necesidad de su diferenciación institucional. Por otro, entraba en conflicto con aquellas bases del nacionalismo que no compartí­an tal subordinación reaccionaria. No es posible establecer hasta qué punto esta situación era generalizable, como mí­nimo a otros contextos urbanos. En los primeros años republicanos el nacionalismo vasco vivió una importante expansión que lo convirtió en el más importante movimiento de masas del Paí­s Vasco. Sin embargo, no se conoce el ritmo con que se reconstruyó y expandió organizativamente este movimiento.

¿Fue éste un proceso lineal desde la caí­da de la Dictadura o se produjo un relativo estancamiento en el primer año? El estudio de José M. Tápiz permite conocer la compleja estructura interna del partido y su implantación territorial, pero la inexistencia de series documentales completas impide a su autor detallar el ritmo de su expansión organizativa y, por tanto, dar respuesta a esta cuestión. Los escasos estudios locales disponibles tampoco permiten avanzar mucho más. En un localidad de fuerte arraigo nacionalista como Bermeo, el batzoki no se reconstituyó hasta una fecha tan tardí­a como abril de 1931, casi coincidiendo con las elecciones. Igualmente en Amorebieta-Etxano el proceso fue todaví­a más lento y la reapertura se postergó hasta mayo de 1931. Los estudios sobre Durango y Plencia no abordan este tema, ni tampoco las alianzas electorales nacionalistas en las municipales.

En todo caso, de haberse producido un estancamiento similar al barakaldés, éste no serí­a un factor desdeñable a la hora de enmarcar el cambio estratégico del partido. En Barakaldo este estancamiento se produjo y la expansión hacia un movimiento de masas sin precedentes no se aceleró hasta después del giro estratégico del PNV. Hasta junio de 1931 no se reconstituyó la histórica Euskalduna de San Vicente. Tras esta refundación, el proceso se estancó de nuevo hasta finales de 1932, con la excepción de la constitución a principios de este año del batzoki del Regato y los comentarios de que se estaba reorganizando el Batzoki de Retuerto a partir de unos 90 afiliados al PNV.

En abril de 1932, Euskalduna contaba con 182 socios, el batzoki de Burceña con 159 y el del Regato con 56. Euskalduna y Burceña tení­an además su organización femenina, Emakume Abertzale Batza, con 107 y 105 socias respectivamente. Los datos revelan la muy desigual implantación del nacionalismo ortodoxo en el término municipal, caracterí­stica tradicional del nacionalismo barakaldés que en estos momentos era especialmente relevante. Mientras tres batzokis cubrí­an a los 10.000 habitantes que habitaban fuera del núcleo urbano, con porcentajes de afiliación de un socio por cada 21 habitantes en Burceña y 26 en Regato, sólo Euskalduna constituí­a el punto de referencia nacionalista para los casi 25.000 habitantes del núcleo urbano. A mediados de 1932, en un contexto de movilización polí­tica sin precedentes, ni siquiera habí­a conseguido el PNV reconstituir su entramado asociativo anterior a la Dictadura.

Después de la fundación del batzoki del Regato, los batzokis seguí­an encuadrando a 397 socios y como mucho podrí­a elevarse la militancia a 480, suponiendo que los 90 afiliados que promoví­an el batzoki de Retuerto no estuviesen contabilizados en los anteriores. Del verano de 1931 a la primavera de 1932, por tanto, a pesar de sus importantes efectivos, el nacionalismo mostraba un estancamiento.

El gran salto hasta constituir un movimiento sin precedentes en la localidad se produjo con posterioridad a esta fecha. En diciembre de 1932, el PNV contaba con 684 afiliados, datos del ayuntamiento de enero de 1933 cifraban en 1018 los socios de batzokis y en 219 las emakumes46 y datos más realistas del propio PNV para enero de 1934 establecí­an 906 socios de batokis y 596 emakumes, sin contabilizar el batzoki del Regato.

Esta expansión se basó en la consolidación institucional del PNV completando y ampliando su red de batzokis y en el éxito de Emakume Abertzale Batza a la hora de encuadrar a las mujeres nacionalistas.

Según Camino, en abril de 1932 se fundó la sociedad Instrucción y Recreo con el fin de construir un nuevo batzoki para el núcleo urbano. Diferentes personalidades nacionalistas formalizaron la inscripción de la sociedad ante notario con un capital social de 16.500 pesetas y se emitieron 1000 obligaciones de 1000 pesetas. En junio de 1933 se produjo la inauguración de este Eusko-batjokija de Barakaldo en el Paseo de los Fueros, que continuamente se confunde con su matriz originaria en Euskalduna.

Este batzoki fue el vertebrador de la expansión nacionalista en el núcleo urbano. De los escasos 182 socios de Euskalduna en abril de 1932 habí­a pasado a 436 a finales de 1933.

La reconstrucción continuó con la refundación del batozki de Retuerto que debió de producirse a finales de 1932, y con la fundación del batzoki de Lutxana en septiembre de 1933. Así­, pues, en septiembre de 1933, el PNV no sólo habí­a logrado reconstruir la red asociativa del nacionalismo histórico, sino que la ampliaba con nuevos batzokis como éste de Lutxana.

Por otro lado, los batzokis eran el centro de un movimiento más amplio. Los batzokis nacionalistas ofrecí­an espacios de sociabilidad especí­ficos como las secciones de jóvenes (gaztetxus) o de excursionistas (mendigoxales). En este sentido, el mayor éxito del PNV durante la República fue su capacidad para movilizar un amplio número de mujeres a través de Emakume Abertzale Batza, que a finales de 1933 rozaba en Barakaldo las 600 afiliadas. Así­, un nuevo batzoki como el de Luchana no sólo contaba con 150 socios, sino que encuadraba a 100 emakumes, 120 gastetxus y 20 mendigoxales.

El talón de Aquiles de este amplio movimiento social en Barakaldo era su organización sindical. A pesar de contar con el apoyo de ambas ramas del nacionalismo barakaldés, STV no logró trasladar al campo sindical la vitalidad que los nacionalistas mostraban en el ámbito polí­tico y societario en general. En abril de 1932, un solidario se quejaba de que, a pesar de disponer ya de locales, «no podemos llegar siquiera al medio millar [de afiliados], cifra para mi insignificante dado el abolengo nacionalista  de este pueblo». A comienzos de 1933, los 325 afiliados que recogí­a el estadillo municipal situaban al sindicato nacionalista en un modesto lugar frente a los 940 del sindicato anarcosindicalista El Yunque o los 2408 del socialista Sindicato Metalúrgico y esto sin tener en cuenta que estos dos últimos eran sindicatos especializados, mientras que STV se dirigí­a a todos los asalariados. STV no rompí­a con el estrecho margen de afiliación del sindicalismo católico. De hecho, ni siquiera privaba a éstos de su espacio.

El Sindicato Obrero Católico Metalúrgico y el Centro Católico Obrero, con 100 y 180 afiliados respectivamente, mantení­an su espacio frente a los nacionalistas.

Al margen de la fiabilidad de estas cifras, parece claro que a comienzos de 1933 el nacionalismo ortodoxo habí­a conseguido imponerse en Barakaldo sobre su competidor de ANV. Dos eran las claves de su victoria: su implantación en los barrios y las emakumes. Si se prescinde de estos dos elementos y se reduce el análisis a la militancia masculina del núcleo urbano, la distancia entre ambas ramas del movimiento se acorta considerablemente. La vitalidad de ANV en San Vicente y el Desierto se mantuvo a pesar del restringido espacio polí­tico del nuevo partido. En febrero de 1933 la Juventud Vasca inauguraba su nuevo edificio con una multiplicidad de actos en los que marcaban su carácter liberal y laico frente al nacionalismo ortodoxo.

El nacionalismo vasco tení­a serias dificultades para conseguir ser referente polí­tico en Barakaldo. A la derecha de PNV, sólo los carlistas mantení­an una actividad societaria. Un listado de socios sin fecha, pero de este periodo, situaba en 290 los militantes masculinos de Sociedad Tradicionalista78, que mantuvo una permanente actividad durante los años de la República a través de conferencias y diversos actos. Las conferencias carlistas solí­an convocar a unas doscientas personas, mientras que la asistencia a sus veladas teatrales rondaba el medio millar. Incluso en actos puntuales como el banquete-mitin celebrado en diciembre de 1932 el tradicionalismo barakaldés podí­a movilizar a unas mil personas o mil doscientas en otra conferencia de abril de 1933.

Entre los carlistas y los nacionalistas, el movimiento católico barakaldés vivió durante los dos primeros años de la República una significativa revitalización.

Diferentes organizaciones como las congregaciones, la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos o la Asociación Católica de Padres de Familia vehicularon la movilización católica contra las medidas laicizadoras de la República. De hecho, a juicio de Plata, el robustecimiento de la Acción Católica y asociaciones afines fue la respuesta de los católicos neutros a las República.

Esta dinamización del movimiento católico barakaldés se tradujo en 1933 en la eclosión de la prensa católica. En marzo de 1933 aparecí­a el Eco de la mujer católica de periodicidad mensual, el bisemanario El amigo de los niños y de los mayores y Espigas de periodicidad irregular. Coincidí­a esta eclosión con el momento de máxima tensión de la opinión católica vizcaí­na a consecuencia de la decisión del ayuntamiento de Bilbao de demoler el monumento al Sagrado Corazón construido durante la Dictadura.

Este pujante movimiento católico era un capital polí­tico que todas las opciones de la derecha barakaldesa pretendieron atraer. La pugna más sonora era la que mantení­an carlistas y nacionalistas; pero este enfrentamiento abierto no debe ocultar que tradicionalmente estos católicos neutros habí­an sido la base electoral de los monárquicos y que éstos seguí­an contando con ellos para las futuras contiendas electorales, a pesar de no disponer de organización institucional durante toda la República. El catolicismo barakaldés se convirtió así­ durante el periodo republicano en el terreno de batalla de diferentes opciones polí­ticas que aspiraban a erigirse en su referente polí­tico. Con ello no quiere decirse simplemente que aspiraran a captar el voto de los católicos, sino que pretendí­an convertirse en la voz de los católicos actuando en tanto que católicos.

Esta puntualización es especialmente necesaria en Barakaldo, puesto que el grupo de centro-izquierda como ANV nunca ocultó las convicciones católicas de sus dirigentes y buena parte de sus bases. Por ello, criticaba abiertamente actuaciones como la no intervención de la banda municipal en un baile el dí­a de Viernes Santo forzada por la izquierda («sectarios liberticidas»). Sin embargo, su distancia ante la estrategia de los partidos de la derecha quedaba claramente ilustrada en su crí­tica al carácter nacionalcatólico del Aberri Eguna del PNV del año 1933: «como dijo el mártir de Abando: Euzkadi es la Patria de los vascos, no como algunos han llegado a figurarse que, Euskadi es la patria de los católicos. La religión es universal y Jesucristo dio su sangre en el Gólgota por todos los pecadores».

Las distinciones que ANV establecí­a entre polí­tica y religión no eran de recibo entre la derecha barakaldesa. Los referentes polí­ticos en pugna pretendí­an erigirse en la expresión lógica y última del catolicismo, convirtiendo el voto a su partido en un resultado automático de la opción religiosa.

Desde la proclamación de la República, los carlistas tení­an claro que su opción polí­tica era la expresión consecuente del sentir católico. Así­, el carlista Agustí­n de Tellerí­a concluí­a su multitudinaria conferencia en 1932 «confiando en el buen sentido de los católicos, de que éstos, por persuasión pasarán a engrosar las filas del tradicionalismo, de los soldados de Cristo, cuyo emblema es la Cruz». Ciertamente, los carlistas sintonizaban ampliamente con los planteamientos del catolicismo social local.

Muestra de esta sintoní­a era la fiesta de fraternidad cristiana celebrada en la fábrica del carlista José M..Garay, concejal en varias ocasiones durante la Restauración. La doctrina social de la Iglesia como remedio mágico al conflicto social aparecí­a, además, en casi todas sus conferencias, desde las monográficas dedicadas al tema como la del carlista local Angel Basterrechea sobre «los grandes errores sociales» a las crí­ticas que

Ignacio Arroyo Abaitua dirigí­a a «algunos patronos que se llaman católicos y en cambio niegan a sus obreros una subida de jornal que les permita vivir con decoro».

El problema radicaba en que estos planteamientos no les alejaban demasiado de los nacionalistas, quienes también compartí­an este tipo de discurso. Entre las razones que los nacionalistas esgrimí­an desde Euzkadi para sumarse con entusiasmo al homenaje de 1935 al recién nombrado Obispo de Pamplona destacaban «por ser el obispo obrero, hijo de obrero, como tantos de nosotros, con una inmensa preocupación por la justicia social, amante como ninguno del obrero y de sus hijos por considerarles como verdaderos hermanos». Exactamente lo mismo que, como se verá, proclamó el Obispo durante el homenaje.

Un proyecto prototí­pico del catolicismo social local como la Casa Social Salesiana tení­a como padrino al ya mencionado carlista José M. Garay, pero su arquitecto, Benito Areso, aparece en 1936 como presidente del Batzoki de Barakaldo.

Sin duda, existí­a una distinción entre los nacionalistas y los carlistas en cuanto al catolicismo social que compartí­an. Mientras los primeros se quedaban en la cuestión ideológica, los segundos, sin apartarse radicalmente del marco, incidí­an también en las condiciones materiales. El sindicato nacionalista STV marcaba la diferencia entre las declaraciones retóricas y la acción práctica. De la misma manera que lo hací­an las propuestas socialcristianas defendidas en las Cortes por los diputados nacionalistas en 1935, que no contaron con el apoyo de la CEDA. Pero esto sucedí­a cuando la ruptura del PNV con La Gaceta del Norte y el resto de la derecha ya se habí­a producido, y el nacionalismo se alejaba de sus planteamientos de los primeros años republicanos.

Además, el panorama se complicaba cuando una parte de los llamados católicos neutros respondió a estas presiones para la alineación polí­tica apostando por una fuerza polí­tica autónoma: Acción Popular. En marzo de 1933, en una reunión a la que asistieron unos 25 individuos86, se eligió un comité organizador que daba por concluidas sus tareas a mediados de abril. Para esta fecha ya contaba la nueva formación con sus estatutos aprobados por el Gobierno Civil y procedí­a a su constitución con la asistencia de 50 socios. Era el primer centro del partido de Gil Robles en Vizcaya, ya que hasta junio de 1934 no se fundó el centro de Bilbao.

En Acción Popular convergí­an buena parte de las clases medias-altas de la localidad que tradicionalmente habí­an tutelado el movimiento católico y los dirigentes del sindicalismo católico local. Figuraban en su junta médicos, altos empleados de Altos Hornos e ingenieros, todos ellos con rentas anuales elevadas, acompañados de los dirigentes del Sindicato Católico Obrero Metalúrgico, posteriormente Sindicato Católico Siderúrgico, de mucha menor significación social. Sin embargo, más allá de la influencia que esta apuesta polí­tica pudo tener en la eclosión de la prensa católica local, el centro Acción Popular no tuvo prácticamente actuación pública en Barakaldo.

En resumen, las diferencias entre los referentes polí­ticos que se ofrecí­an a los católicos barakaldeses no estribaban, por tanto, en la manera de abordar la cuestión social. Tampoco parecí­an radicar en la renovación litúrgica, si tenemos en cuenta que del mencionado homenaje al Obispo de Pamplona el acto que más impresionó al corresponsal de Euzkadi fue la misa solemne sólo para hombres. La cuestión clave era la postura adoptada ante la República. La propuesta de los carlistas era clara. Los católicos debí­an sumarse a la beligerancia antirepublicana que defendí­a el tradicionalismo, «para volver a teñir de rojo la franja morada, que actualmente ostenta la bandera nacional, y luchando contra la República si se opone a ello», como expresaba Jesús Elizalde en 1932. Los nacionalistas y la misma Acción Popular optaban por el posibilismo, acatando el marco republicano. Como explicaba en 1933 Pedro de Basaldua en el Batzoki de Barakaldo, «para implantar el nacionalismo en España se pueden seguir dos procedimientos, uno de acción directa que es el que siguen los sindicalistas y anarquistas y otro el de la ví­a legal o sea sometiéndose en todo a las leyes». Aunque este posibilismo no implicaba la renuncia a la desobediencia, ya que «los vascos no tienen por qué cumplir leyes que son dictadas por el paí­s opresor y por lo tanto al no cumplirlas no se salen de la legalidad».

El mismo Pedro de Basaldua, posteriormente secretario del lehendakari Aguirre, era un ejemplo de los estrechos lazos que uní­an a los dirigentes nacionalistas al mundo católico, a la vez, que de la resistencia de este mundo a tomar una definición polí­tica uní­voca. Pedro de Basaldua se habí­a movido preferentemente en el ámbito de las organizaciones católicas y compaginó esta actividad con su evolución hací­a el nacionalismo. De ahí­ que en 1933 alternara las conferencias en el Centro Católico Obrero con la propaganda en el Batzoki de Barakaldo y una creciente actividad nacionalista que, tras su paso por la cárcel de Larrinaga, le confirió en 1934 una notable popularidad. Pedro de Basaldua pertenecí­a a una de esas familias de clase media-alta que en Barakaldo se habí­an mantenido alejadas del nacionalismo y que gravitaban en torno al catolicismo neutro de Urquijo y La Gaceta del Norte. Su padre, industrial y contratista, habí­a sido presidente en los años veinte del Centro Católico Obrero; su tí­a, Angela Pinedo Axpe, era la presidenta de la Acción Católica Femenina y la impulsora de su Eco. El hijo de ésta, el ingeniero José M. de Basaldua Pinedo, era en 1933 el inspirador de Acción Popular. Una rama de la familia, por tanto, habí­a optado por Gil  Robles como el referente polí­tico natural de la tradición católica. El mismo Pedro no parecí­a muy alejado de las opciones de su primo en el momento de proclamarse la República, pues habí­a sido candidato en las elecciones municipales de 1931, pero no por el PNV, sino por la candidatura católico-derechista.

La tendencia que se detecta entre estas familias de clases media-alta estaba más en consonancia con la opción de Pedro de Basaldua que con la de su primo José M. Esta evolución perfilaba al PNV como la opción de futuro para liderar el campo católico. Existí­a, en primer lugar, un factor táctico o coyuntural. Descartada la abierta beligerancia antirepublicana de los carlistas, el tradicional tacticismo católico que propugnaba el voto para las opciones con más posibilidades de ganar jugaba claramente a favor del PNV, especialmente en 1933 cuando hasta La Gaceta del Norte defendió el voto para los nacionalistas. Pero existí­a, además, una evolución más profunda que afectaba a las familias de clase media-alta, componente caracterí­stico de las tradicionales fuerzas vivas locales. Se trataba de una evolución generacional que llevaba a los miembros más jóvenes de estas familias de tradición católica al nacionalismo.

Un ejemplo de esta evolución lo constituye la familia Sagastagoitia. Domingo Sagastagoitia Aboitiz (n. 1847), excombatiente carlista, era un alto empleado de AHV con una larga trayectoria polí­tica en el ayuntamiento de Barakaldo. Concejal en los periodos 1885-89, 1893-97 y 1905-1910, fue alcalde en 1895 y primer teniente de alcalde de 1905 a 1910. Su definición polí­tica habí­a sido la de católico, católico neutro o católico de Urquijo según el momento, y habí­a presidido el Centro Católico Obrero en diferentes periodos desde 1904 a 1928. De hecho, fue como presidente de esta institución que se integró en 1928 en el Comité que preparaba el Homenaje a Primo de Rivera. Era, por tanto, un representante prototí­pico de las fuerzas vivas que habí­an dirigido la localidad bajo la tutela de Altos Hornos durante la Restauración.

El protagonismo polí­tico de la familia se mantuvo bajo la República, cuando sus hijos tomaron el relevo, pero ahora bajo progresiva adscripción nacionalista. Una adscripción tardí­a, sin embargo, puesto que todos ellos habí­an nacido en la década de los 80 y rondaban la cincuentena. En 1931, su hijo, Eloy de Sagastagoitia Iza (n. 1882), un empleado con uno de los ingresos anuales más altos de la localidad (10.000 pts), parecí­a seguir el camino de unidad de derechas tradicionales marcado por su padre al resultar elegido concejal por la candidatura de católicos de la derecha, en la que figuraba también Pedro de Basaldua. Ello no obstó para que en 1933 apareciese como vicetesorero del batzoki de Barakaldo. Su hermano mayor José Ignacio (n.1879) era tesorero en 1934 del mismo batzoki, cargo que habí­a ocupado su hermano menor, Gregorio (n.1889), en 1933, a la vez que continuaba en el Centro Católico Obrero en 1936.

Si en esta generación de los hijos todaví­a se detectaban vacilaciones en los momentos claves, o en todo caso, no existí­a una militancia notoria en el campo nacionalista con anterioridad al periodo republicano, en la generación de lo nietos la adscripción al PNV era completa. Un hijo de José Ignacio era secretario del Barakaldo’ko Buru Batzar en 1931-32, otro hijo era vocal de STV y pasó por la cárcel de Larrinaga en 1934 y una hija secretaria de las Emakumes barakaldesas (otra era monja). El mayor de los 11 hijos de Eloy era también socio del Batzoki de Barakaldo.

En los Sagastagoitia se constata, por tanto, la evolución táctica y generacional de un linaje de las fuerzas vivas (todos empleados) hacia el PNV; la misma evolución de una rama de los Basaldua. Son pocas las familias de las que se dispone de tantos datos, y por tanto, pueden no ser representativas, pero no deja de ser significativo que no se detecten evoluciones a la inversa o hacia el carlismo. Ningún miembro de una tradicional familia nacionalista se pasó al carlismo ví­a catolicismo, mientras que sí­ que parecen detectarse casos en sentido opuesto. El joven arquitecto, ya mencionado, Benito Areso era sobrino de un jaimista concejal en los últimos años de la Dictadura y candidato en las municipales de 1931 por los católicos de la derecha.

Esta tendencia perfilaba a los nacionalistas como la opción de futuro de la derecha, tanto por atraer progresivamente a los católicos como por la incidencia que empezaba a tener en ese estrato de clase-media alta donde hasta el momento no habí­an tenido influencia.

Las elecciones de 1933

Las elecciones a Cortes de 1933 supusieron el momento álgido del PNV en este proceso de ampliación de sus bases electorales, tanto a derecha como a izquierda. La clave de este éxito radicó en la capacidad para captar a la vez el apoyo de los católicos neutros y de los nacionalistas de centro-izquierda de ANV. Esto fue posible gracias al triunfo que habí­a supuesto sólo una semana antes de las elecciones el referéndum sobre el Estatuto. En tanto que primera fuerza polí­tica católica, el PNV podí­a aspirar a conseguir los votos de los católicos y de la derecha en general; en tanto que fuerza que habí­a liderado la elaboración del Estatuto, podí­a reclamar los votos de los nacionalistas de ANV. El problema era como conjugar las dos posibles estrategias (frente católico, frente nacionalista) a la vez.

Diferentes factores llevaban a ANV a buscar la alianza con el PNV en lugar de con la izquierda. Junto al PNV, los nacionalistas de ANV habí­an colaborado en las movilizaciones nacionalistas y habí­an sido también ví­ctimas de la represión gubernamental contra el nacionalismo vasco del año 1933. En el caso de Barakaldo, este acercamiento al PNV se vio acompañado del enfrentamiento violento con las izquierdas.

El 5 de mayo, tras la exitosa huelga general convocada por STV en Bilbao y la margen izquierda, la Juventud Vasca de Barakaldo fue tiroteada. A pesar de haber sido las ví­ctimas de la agresión, seis aneuvistas fueron detenidos y la Juventud clausurada por haberse encontrado armas en su interior89. Este suceso remite a la violencia polí­tica latente en la localidad protagonizada por los grupos de acción armados de las distintas opciones polí­ticas, entre las que, según de la Granja, se encontraba también ANV.

Habiéndose deteriorado las relaciones con la izquierda hasta este punto, no era de extrañar que las posibles estrategias electorales de ANV se limitaran al ámbito  nacionalista. La asamblea local estableció el siguiente orden de preferencias para las negociaciones electorales con el PNV. En primer lugar, una coalición de PNV, ANV y Partido Radical, que se habí­a comprometido con el Estatuto; en segundo lugar, un frente nacionalista; y, finalmente, la libertad de voto91. En términos similares se pronunció la asamblea vizcaí­na del partido. Las negociaciones, sin embargo, no dieron fruto y, finalmente, a pesar de las acusaciones de deslealtad y mala fe a los jeldikes, acabaron recomendando el voto para el PNV.

La intransigencia aneuvista ante una candidatura que incluyera a personalidades católico-conservadores fue el argumento jeldike para romper las negociaciones. Tanto La Gaceta del Norte como El Nervión vení­an defendiendo una única candidatura católica, es decir, una reedición de la candidatura de Estella, cómo mí­nimo para el distrito de la capital. Sin embargo, tampoco en esta lí­nea las negociaciones electorales del PNV dieron fruto. La derecha no nacionalista acabó presentando una candidatura que incluí­a a monárquicos y tradicionalistas. Las escasas posibilidades de esta candidatura eran evidentes, ya que La Gaceta del Norte, no sólo apoyó a los nacionalistas siguiendo las directrices eclesiásticas de votar a la opción con mayores posibilidades, sino que además conminó a la candidatura de la derecha a retirarse.

La única referencia a las actividades de apoyo a esta candidatura en Barakaldo es un telegrama del bloque de derechas pidiendo protección al Ministro de la Gobernación «para evitar tener que defenderse por sí­ mismos». Pedro Elí­as, que  firmaba el telegrama como presidente de este bloque de derechas, era un ingeniero de Altos Hornos que habí­a sido jefe de la Unión Patriótica. Sin ningún tipo de estructura asociativa, la actividad monárquica en Barakaldo seguí­a dependiendo de las personalidades tradicionales y destacadamente del poder de la empresa Altos Hornos. No en vano, Gabriel Zubirí­a, presidente de AHV, habí­a sido el director de la juventud monárquica en 1930. Resulta significativo que la misma La Gaceta del Norte, que  apoyaba a los nacionalistas, calificase a los atacados como católicos, subrayando que, a pesar de su propia opción, el catolicismo local constituí­a la base casi natural de la derecha no nacionalista.

El PNV, por su parte, concurrió finalmente en solitario a las elecciones, sin que ello supusiera ningún fracaso para los jeldikes. De la Granja establece que «el PNV negoció a dos bandas: con la derecha católica y el centro» y «no tuvo voluntad de llegar a una alianza electoral y se sirvió de ANV para echarles la culpa de la ruptura de sus acuerdos con los radicales y con los católicos, porque prefirió acudir en solitario a las elecciones para rentabilizar por completo el reciente éxito del Estatuto». Así­, pues, «el PNV, sin hacer concesiones, obtuvo los apoyos de La Gaceta del Norte y de ANV».

En la triangulización que volví­a a presidir la vida polí­tica vasca, el PNV, consciente de la excelente coyuntura, aparecí­a como una fuerza centrista, ajena a las estridencias de ambos extremos. Un artí­culo significativamente titulado «Por qué votaré la candidatura nacionalista sin ser vasco» ilustraba que el pragmatismo nacionalista llegaba en esta ocasión a substituir el originario antimaketismo por apelaciones a los inmigrantes en las que subrayaba su carácter demócrata-cristiano y su condición de dique contenedor de la izquierda: «Porqué elegí­ libremente este paí­s para crear en él mi familia y mi hogar, atraí­do por su belleza natural y por la nobleza y laboriosidad de los vascos» «Porque el Partido Nacionalista Vasco no pretende imponer fuera de su patria ni ideas ni formas de gobierno y es tradicionalmente demócrata y cristiano» «Porque trata, heroicamente, de detener la invasión de demagogias exóticas que quieren cambiar sus leyes y sus instituciones».

Con el 31% de los votos, el PNV se convertí­a en 1933 en el primer partido del Paí­s Vasco y conseguí­a 12 de los 16 diputados en liza. A pesar de su recuperación, la derecha no nacionalista habí­a de conformarse con dos actas para los tradicionalistas y una para Renovación Española. La izquierda, por su parte, sólo conseguí­a las minorí­as por Vizcaya-capital, donde fueron elegidos diputados Prieto y Azaña.

En Barakaldo, los resultados de las elecciones supusieron una espectacular recuperación de voto conjunto de la derecha. La derecha no nacionalista, que concurrí­a por primera vez en solitario a unas elecciones republicanas, conseguí­a el 11% de los votos. El PNV, por su parte, alcanzaba el 37%. El crecimiento nacionalista en relación a los resultados de 1931 era más que notable, máxime cuando en aquella ocasión representaba a toda la derecha en la llamada Coalición de Estella. La izquierda, por su parte, cosechó los peores resultados de la etapa republicana. Izquierda y derecha prácticamente empataron en esta elección.

Posteriormente a las elecciones, estalló una agria polémica entre Euzkadi y Tierra Vasca sobre el destino de los votos de ANV. Un primer indicio del compromiso de los aeneuvistas con la candidatura jeldike es la continuación de la violencia que le enfrentaba a la izquierda. En la tarde del dí­a de elecciones, grupos de izquierda dispararon contra miembros de ANV en un bar y por la noche la Juventud Vasca fue ametrallada de nuevo99. Como en mayo, el incidente se resolvió con la detención de la junta directiva de la Juventud y un segundo cierre de la entidad, ante las protestas de los aneuvistas que señalaban al juez municipal, hijo del primer teniente de alcalde socialista, como dirigente de los grupos de acción de la izquierda.

Este ataque provocó también la repulsa del PNV, «más cuando durante toda la jornada del domingo nuestros compatriotas de Acción laboraron con tanto entusiasmo como que más en favor del triunfo de la candidatura patriota». Sin embargo, rápidamente el PNV se aprestó a minimizar el apoyo recibido. En abierta polémica con Tierra Vasca, desmentí­an los jeldikes que hubieran existido 2000 papeletas con el sello de ANV, «no llegaron a 200». Cuatro dí­as después aceptaban que éstas habí­an sido cerca de 600, es decir, la mitad de la fuerza electoral que estimaban a los aneuvistas.

Aun descontando el apoyo recibido de derecha e izquierda, estos resultados no dejaban de ser un éxito para el PNV. Y es que, como concluí­a Langille, «ha llovido mucho desde 1931 (…) En dicha época el Partido Nacionalista Vasco, no contaba en toda la anteiglesia más que con un solo batzoki y el número sus afiliados no llegaba a 300. Ahora 7 batzokis con un millar de afiliados, mil mujeres…».

3.2.- Bases sociales y electorales

En las elecciones de 1933 el nacionalismo vasco habí­a concluido en Barakaldo el proceso de expansión y reorganización iniciado tras el desconcierto que siguió a la proclamación republicana. Habí­a consolidado su presencia institucional y sus bases electorales y parecí­an derivar hacia el centro del espacio polí­tico, más por contraste con lo que pasaba en el resto de España que por evolución ideológica.

Antes de continuar con el hilo cronológico, se realizará un análisis de qué grupos sociales encuadraban estas opciones y qué grupos les votaban, es decir, el anclaje social de cada opción.

Antes de abordar este análisis de las bases sociales y electorales de los distintos grupos de las derechas locales es necesario realizar algunas consideraciones sobre los criterios de clasificación utilizados. La escala social que se utiliza se ha establecido a partir de las profesiones recogidas en los padrones municipales. Sólo para algunos casos puntuales se dispone de otro tipo de información como la fiscal. A partir de la profesión se han establecido los siguientes grupos socio-profesionales:

a) clases altas, que engloba a propietarios, profesionales liberales (abogados, médicos, etc) y altos empleados como ingenieros o gerentes.

b) clases medias, incluyendo tanto a los grupos mesocráticos independientes (comerciantes, industriales, contratistas, etc.) como a los dependientes (empleados, funcionarios, etc)

c) oficios, que agrupa a artesanos como herreros, zapateros, carpinteros, etc.

d) clases bajas, que incluye a todos los trabajadores, ya sean especializados o no.

e) labradores

Toda clasificación social se enfrenta a multitud de objeciones tanto por los lí­mites de cada categorí­a como por la vaguedad e imprecisión de las fuentes en que se basa. Las categorí­as utilizadas para este estudio pretenden simplemente ser operativas. Intentan ser homogéneas para permitir la comparación, a la vez que dar cuenta de las fronteras sociales existentes en ambas localidades.

Barakaldo era una población fruto de la inmigración de obreros que trabajaban en grandes industrias como Altos Hornos de Vizcaya. Era una localidad dividida básicamente entre trabajadores de fábrica y empleados (77,5% y 8,8%, respectivamente). La presencia de propietarios y rentistas era mí­nima, (0,12 %); igualmente la de clase alta (0,67%). Las clases medias independientes llegaban al 3,5% y en oficios al 2,95%. Un 10% son labradores.

 

Las bases sociales

El primer obstáculo al que se enfrenta el análisis de las bases sociales de las diferentes fuerzas polí­ticas es la falta de homogeneidad de las muestras sobre las que se trabaja, ya sea por su tamaño o por la forma en que se han obtenido. Las muestras se han elaborado a partir de las juntas de las sociedades locales, de los candidatos a concejal o de las personas que por algún motivo aparecen en la documentación trabajada. Su tratamiento acrí­tico implica un riesgo de distorsión notable, ya que la parcialidad de la fuente puede trasladarse al análisis. No puede compararse una muestra de militantes de ANV obtenida a partir de la juntas de las Eusko-Etxeas más las listas parciales de sus fundadores con una muestra del PNV obtenida sólo a partir de las juntas de los batzokis.

Los hombres que integraban las juntas o los candidatos no necesariamente tienen por qué ser socialmente representativos de los militantes. Por el contrario, parece plausible la existencia entre los integrantes de las juntas de una sobrerrepresentación de hombres procedentes de las clases medias o altas, ya fuera por relevancia social, educación o simplemente hábito de actuación en la esfera pública. Por ello, se ha optado por reducir la comparación a muestras de integrantes de las juntas de las sociedades polí­ticas. Las conclusiones refieren, pues, al perfil social de los dirigentes locales. En los casos en que se tiene más información se hace un análisis aparte. Sólo para la Sociedad Tradicionalista de Barakaldo se dispone de un listado completo de sus socios.

Por otro lado, el tamaño de las muestras oscila notablemente. Ni todas las opciones tení­an la misma implantación, ni se han encontrado las series completas de juntas para toda la República. En el caso de Acción Popular esto no representa un grave problema. Se trataba de una opción minoritaria en ambas localidades que, además, casi no dejó rastro de actividad. En este sentido, los 15 hombres de Barakaldo que fundaron el centro de este partido resultan bastante significativos del grupo social que representaban. No ocurre lo mismo con opciones de mucha mayor implantación como el nacionalismo vasco. En este caso, la carencia de información sobre años o barrios puede introducir distorsiones.

La información sobre las personas que forman las muestras se ha obtenido básicamente a partir de los padrones municipales que se han completado con otras fuentes como censos electorales, listados de contribuyentes, etc.

PERFIL SOCIAL

Frente al carácter mesocrático del resto de las opciones, el nacionalismo ortodoxo aparece como una opción claramente interclasista con un notable peso de las clases bajas. El 66.6% de los dirigentes locales del PNV procedí­a de las clases bajas, de los cuales un 53.8% aparecí­a en las fuentes consultadas como jornaleros u obreros. Este peso de los trabajadores perfila al nacionalismo como un movimiento claramente popular, pues cabrí­a suponer que este porcentaje se ampliarí­a todaví­a más en la militancia. El otro componente fundamental de las bases sociales nacionalistas serí­an las clases medias, destacadamente las dependientes. La presencia de las clases medias (29.4%) dobla el porcentaje de este grupo sobre la población barakaldesa (12.2 %), pero esta desproporción es mucho menor en este caso que en el resto de las opciones de la derecha local. Un 2.5% de clases altas entre los dirigentes nacionalistas constituye un dato revelador de ese progresivo desembarco de la burguesí­a local en el nacionalismo durante la República que se ha comentado con anterioridad. En resumen, pues, el análisis de la composición social del grupo dirigente local nacionalista presenta la imagen de un movimiento en el que las clases medias y altas están sobrerrepresentadas, pero que a la vez, cubre todo el espectro social en un amplio frente interclasista.

Por contraste, se subraya el carácter mesocrático de los dirigentes del resto de las opciones de la derecha. Incluso en el tradicionalismo, cuyo arraigo popular en el Paí­s Vasco es destacado por diferentes autores, destaca la presencia hegemónica de las clases medias dependientes. El carlismo barakaldés era un movimiento dirigido por empleados (60%) que sólo contaba con un 27% de obreros entre sus dirigentes.

Mucho más elitista era el movimiento católico. El hecho de que la presencia de las clases bajas entre sus dirigentes superase ligeramente la de los carlistas no cuestiona esta caracterización. El 32% de trabajadores es un efecto de la composición de la muestra, ya que se han incluido las juntas del Sindicato Católico Siderúrgico. Aún así­, destaca entre los dirigentes católicos la notoria sobrerrepresentación de las clases altas, nada menos que un 9.6%. Esta fuerte implicación refuerza la idea ya expuesta de la tradicional tutela de la burguesí­a local sobre el mundo católico. De hecho, el mundo católico era y habí­a sido el único ámbito de actuación posible para estos grupos burgueses no nacionalistas o carlistas, ya que no existió durante la República una sociedad monárquica local. Se subraya así­ la í­ntima relación entre mundo católico local y orden burgués. Una simbiosis tradicionalmente expresada en clave monárquica que a la altura de la República quedaba huérfana en cuanto a su adscripción polí­tica.

La continuación lógica de esta simbiosis entre catolicismo y burguesí­a local era Acción Popular. Un análisis de sus 15 dirigentes revela la hegemoní­a de las clases medias y altas. Un 23% de clases altas apunta a que Acción Popular era la opción polí­tica por la que más decididamente apostó este grupo social. Como ya se indicó, los dos obreros que alternan con este grupo de ingenieros industriales, médicos y altos empleados de AHV eran dirigentes del sindicalismo católico con los que habí­a que contar necesariamente si se pretendí­a conseguir un cierto calado social para el nuevo partido.

En resumen, pues, puede concluirse que en todos los grupos de la derecha local  las clases medias estaban sobrerrepresentadas en relación a su porcentaje sobre la población. Sin embargo, esta sobrerrepresentación no impide que las diferentes opciones se puedan ordenar a lo largo de una escala que irí­a desde el movimiento más popular que era el nacionalismo hasta Acción Popular que aparece como un grupo claramente burgués. Esta ordenación se ve confirmada si, en lugar de atender a la profesión, se tienen en cuenta los ingresos anuales declarados en el Padrón Municipal de 1930.

Desde este criterio, el carácter popular del nacionalismo queda incluso amplificado, pues el 46.9% de sus dirigentes no supera las 2.500 pts anuales. Esta cantidad se corresponde con un jornal de unas 8 pesetas diarias que es lo solí­an declarar la mayorí­a de los jornaleros en el padrón municipal. El 59% no pasa de las 3000 pts anuales que abren la franja de confluencia entre los obreros especializados y los empleados bajos. Además, el 92% está por debajo de las 4000 pts. anuales que constituí­a el salario de los empleados medios, entre ellos algunos maestros.

En contraste a este carácter popular del nacionalismo, el grupo dirigente carlista se perfila más mesocrático. Sólo un 29% de ellos está por debajo de las 2.500 pts frente al 46% de los nacionalistas y un 25% supera las 4.000 frente al 8% nacionalista. En el caso de los católicos el contraste es más acusado. No se trata sólo de que el 50% de los dirigentes católicos supere las 4.000 pts., sino que además un 25% está por encima de las 6.000 pts. que constituí­an el salario anual de los altos empleados y de los profesionales liberales mejor remunerados. Téngase en cuenta que esta cantidad era la declarada por la mayorí­a de los ingenieros y que las 8.000 pts anuales sólo las superaban los miembros de las familias propietarias tradicionales y algún fabricante. En este sentido, el que los católicos cuenten entre sus dirigentes con alguna persona que declara ganar 10.000 pts. marca la pauta del carácter eminentemente burgués del movimiento católico barakaldés.

Otro criterio para reforzar la caracterización social llevada a cabo es el del servicio doméstico. El tener criada en la casa era el distintivo evidente de que una familia pertenecí­a a la clase media o alta. Es cierto que no existí­a una relación directa entre ingresos y servicio, es decir, que unas familias podí­an no tener servicio teniendo ingresos superiores a otras que lo tení­an. Pero el hecho de que algunas familias estuviesen dispuestas a pasar estrecheces por no renunciar a su criada revela que el servicio doméstico constituye un criterio de primer orden de lo que podrí­a denominarse conciencia de clase media. Desde este criterio, la graduación anteriormente establecida no sufre alteración. Un 7.5% de los dirigentes nacionalistas tiene servicio doméstico y un 8.3% de los carlistas, frente al 15% de los católicos y el 20% de Acción Popular.

Así­, pues, parece claro que existí­a una diferencia clara en función de la penetración social de las diferentes opciones de la derecha barakaldesa. Frente al carácter burgués o pequeño burgués de carlistas, católicos y Acción Popular, el nacionalismo ortodoxo aparecí­a como un frente interclasista con notable arraigo popular.

Establecida así­ su diferencia en cuanto a la extracción social de sus dirigentes con el resto de las derechas, la cuestión serí­a establecer qué le diferenciaba de su competidor de centro izquierda ANV. A primera vista, el grupo dirigente de ANV parece más popular que el del PNV.

Sin embargo, la diferencia fundamental estriba en que ningún miembro de las clases altas participa en ANV. Esta ausencia se deja sentir en los ingresos de los dirigentes aneuvistas. Ninguno de ellos gana más de 5.000 pts. anuales, mientras que cerca de un 8% de los nacionalistas del PNV lo hace. Pero más allá de este dato, el porcentaje de clases medias es similar en ambos partidos nacionalistas y el grupo dirigente de ANV tiene incluso mejor situación económica que sus competidores ortodoxos. El hecho de que un 21% de los aneuvistas ingrese entre 4.000 y 5.000 pts. anuales sitúa al 78% del grupo por debajo de las 3.500 pts. anuales frente al 86% de los nacionalistas del PNV. Un 10% de dirigentes con servicio doméstico confirma esta imagen de una base social de ANV similar a la del PNV. En realidad, apenas se aprecian diferencias en relación al perfil social de los dirigentes de ANV y PNV, aunque ciertamente el porcentaje de casos sin datos es mayor en ANV. Este resultado no es sorprendente. Como señala de la Granja, ANV era una escisión del nacionalismo y se nutrí­a de sus efectivos. Las razones de la escisión eran ideológicas y no suponí­an la expresión de intereses de diferentes grupos sociales. Nacionalistas ortodoxos y aneuvistas competí­an por las mismas bases y recogí­an los mismos hábitos de movilización.

Hasta el momento se ha venido trabajando con muestras restringidas a los dirigentes con el fin de realizar una comparación sobre realidades homogéneas. Pero existen datos para constituir muestras más amplias que permitan avanzar en la caracterización social de la militancia.

La única muestra completa de militantes de la que disponemos refiere a los tradicionalistas. Se cuenta con un listado de socios de la Sociedad Tradicionalista, probablemente del año 1934, que incluye la profesión de buena parte de los 290 socios.

Los datos de este listado son coherentes con la parte del fichero de afiliados que se conserva en el Archivo Histórico Nacional de Salamanca y que abarca las fichas de la

M a la Z.

La principal dificultad para la obtención del perfil social de los militantes carlistas a partir de este listado estriba en el peso (21,7%) del epí­grafe sin trabajo en la profesión. Este porcentaje no responde a una incidencia desmesurada del paro entre los tradicionalistas, sino al parecer a la inclusión en el listado de individuos prácticamente adolescentes. Al menos esto es lo que se deduce al consultar la fecha de nacimiento en otras fuentes. Se ha intentado reducir la incertidumbre que plantea esta categorí­a a partir de otras fuentes, y se ha prescindido del resto añadiéndolos en el apartado sin datos. De esta forma, el perfil social se calcula a partir de las tres cuartas partes de la muestra, si bien cabe esperar que esta limitación no afecte significativamente a los resultados, pues, como se indicó, la mayorí­a de los excluidos parecen ser adolescentes, normalmente hijos de militantes de los que sí­ se dispone de datos.

La militancia carlista en Barakaldo confirma en buena parte el perfil de sus dirigentes, aunque en clave más popular. El peso de las clases altas entre los dirigentes se reduce entre los militantes (3% a 1,8%) y el de clases bajas se amplí­a (33% a 50%), pero, aún así­, las clases medias siguen siendo el componente más relevante de la militancia carlista (44%). Nótese que ni siquiera atendiendo a su militancia el tradicionalismo barakaldés supera en presencia de clases bajas al grupo dirigente nacionalista.

Se dispone de otro listado completo de militantes para ANV. Sin embargo, no se trata de un listado general de socios, sino estrictamente de los nombres de los 51 fundadores en 1931 del centro de ANV en el barrio de Cruces. La muestra es, por tanto, mucho más parcial que la de los tradicionalistas, puesto que nos restringe a un solo barrio y, además, a un barrio que no formaba parte del casco urbano. En este caso, el contraste con el perfil social de los dirigentes es notable, ya que las clases medias casi desaparecen (2,6% frente al 29,4% entre los dirigentes) y las clases bajas se convierten prácticamente en la categorí­a única (94,7%). La presencia de trabajadores entre los fundadores de ANV en Cruces es por tanto masiva, pero este dato debe ponerse en relación con la composición social del barrio. De hecho, los trabajadores monopolizaban en exclusiva la junta del Eusko Etxea de Cruces de 19333, mientas que sabemos por la muestra de dirigentes que esto no ocurrí­a en el conjunto de la localidad.

No se ha encontrado ningún listado completo de militantes del PNV. En su lugar se ha confeccionado una muestra de 164 individuos a partir de diversas fuentes que incluye concejales, dirigentes o militantes citados por cualquier razón. El análisis de esta muestra confirma el carácter popular e interclasista del nacionalismo. A diferencia de los casos anteriores, esta muestra no populariza el perfil social con respecto a los dirigentes, sino que incluye a otros grupos sociales como los labradores no presentes entre los dirigentes.

Tras este análisis de la base social de las derechas locales es posible realizar un somera radiografí­a de la adscripción polí­tica de los grupos sociales medios y altos en Barakaldo, atendiendo al padrón de 1930. Para ello se ha tenido en cuenta a las personas que declaraban ingresar más de 4.000 pts anuales, que como se señaló marcaba la frontera de los empleados medios. Dentro de este grupo se han establecido diferentes franjas de ingresos. No debe olvidarse que cualquier panorámica de la localidad ha de hacerse diferenciando sus diferentes núcleos. Se excluye Burceña porque no hay datos completos.

En El Desierto, el casco urbano moderno, sólo ocho personas superaban las 10.000 pts. anuales. De ellos, dos eran monárquicos y uno católico. No habí­a, por tanto, nacionalistas activos entre el estrato social superior del moderno Barakaldo. Sobre las 21 personas que declaraban entre 7.000 y 9.999 pts anuales se dispone de la filiación de siete. De ellos, tres son monárquicos y tres católicos; del séptimo se sabe que era considerado adicto por los nacionalistas. Menos representativo es el tramo comprendido entre las 6.999 y las 5.000 pts, pues estaba compuesto por 107 personas de las que sólo se conoce la filiación polí­tica de 17. En todo caso, el predominio de católicos y monárquicos era notorio. Entre ellos se empieza a encontrar ya a algún carlista, un republicano y sólo a dos nacionalistas (un militante y un farmacéutico considerado adicto). En el estrato más bajo (4.999 – 4.000) esta proporción varí­a, ya que de 17 personas con datos sobre un total de 92 se identifica a tres nacionalistas y tres republicanos. Los católicos, sin embargo, siguen constituyendo el subgrupo más numeroso. Las clases medias del Desierto eran, por tanto, mayoritariamente católicomonárquicas, con una presencia muy escasa de nacionalistas activos, similar a la de republicanos.

La situación era diferente en San Vicente, el viejo centro de Barakaldo. Sólo los hermanos Begoña Careaga superaban las 10.000 pts, y ambos eran monárquicos. Predominaban también estos entre la franja de 9.999 a 7.000 pts (dos monárquicos y un futuro combatiente carlista sobre un total de seis). Sin embargo, los nacionalistas eran mayoritarios en el siguiente tramo (tres nacionalistas y un católico sobre un total de 13).

Igualmente, eran mayorí­a los nacionalistas en el último tramo. Los nacionalistas contaban, por tanto, con numerosos efectivos entre la clase media de San Vicente, en contraste con su debilidad en el Desierto.

Retuerto, finalmente, presentaba un perfil similar al de San Vicente; monárquicos en la cúspide, presencia creciente de nacionalistas a medida que se desciende en la escala de ingresos.

Teniendo en cuenta que la mayorí­a de las clases medias y altas, al igual que el resto de la población, residí­a en el Desierto, puede concluirse que la adscripción polí­tica mayoritaria de las clases medias-altas de Barakaldo era católico-monárquica y que los nacionalistas sólo contaban con elementos polí­ticamente activos reducidos entre los estratos inferiores de estos grupos y, además, localizados en Retuerto y San Vicente.

EDAD

El grupo dirigente del catolicismo barakaldés destaca por su avanzada edad. El 40% de los dirigentes católicos habí­an nacido antes 1891, es decir, tení­a más de cuarenta años en el momento de proclamarse la República, frente al 23% del PNV, el 11% de ANV y el 10% de los tradicionalistas. Incluso, más de un 18% de los católicos tení­a más de cincuenta años en esa fecha, mientras que este porcentaje se reducí­a al 10% para el PNV, al 2,8% para ANV y a ninguno para los tradicionalistas. Ningún dirigente católico contaba con menos de 25 años en 1931, mientras este grupo representaba más de una cuarta parte de los dirigentes carlistas, el 22% de los jeldikes y el 14% de ANV.

Los datos por grupos de edad muestran que el PNV era la fuerza polí­tica que abarcaba un más amplio espectro de edades. Los dirigentes jeldikes tendí­an a ser más jóvenes que la militancia que representaban. En contraste con esta difusión nacionalista, el grueso de los dirigentes tradicionalistas se situaba entre los 40 y los 21 años en el momento de la proclamación republicana. La militancia carlista era todaví­a más joven con casi un 30% menor de 20 años en 1931.

Si el perfil social de los jeldikes no parecí­a diferenciarlos en exceso de sus competidores de ANV, las dos ramas del nacionalismo sí­ que se diferenciaban en función de la edad. No era tanto que los dirigentes aneuvistas fueran más jóvenes que los jeldikes (apenas un año de media), sino que tendí­an a concentrarse en unos grupos de edad frente a la difusión tanto por arriba como por abajo de los jeldikes. El 74% de los dirigentes de ANV tení­a entre 40 y 26 años en 1931, siendo el grupo más numeroso 37% los que contaban entre 31 y 26 años al proclamarse la República. Tras este grupo de edad existe un abismo importante.

Puede resultar un tanto aventurado, pero no carece de sentido suponer que los dirigentes de ANV eran básicamente los miembros de la Juventud Vasca promotores del Partido Nacional. De hecho, este grupo más numeroso contarí­a de 18 a 23 años en el momento del golpe de Estado del general Primo de Rivera y el grueso de los dirigentes no superarí­a los 32 años en esa fecha. Esta caracterí­stica no es extensible a la militancia de Cruces. Los fundadores de ANV de Cruces tení­an una media de 28 años y el 46% de ellos no superaba los 25. Eran, por tanto, bastante más jóvenes que los dirigentes en general.

3.4. Lugar de nacimiento de los dirigentes

Los fundadores de Acción Popular, por su parte, se concentraban exclusivamente en los grupos de edad comprendidos entre los 40 y los 26 años en 1931, es decir, 42 y 28 en el momento de fundarse la agrupación.

En resumen, la principal conclusión que se desprende de la comparación en función de la edad es que el PNV era la fuerza más representativa de todos los grupos edad, tanto en lo referente a dirigentes como a militancia, mientras el resto de las opciones presenta perfiles más decantados hacia grupos de edad concretos.

LUGAR DE NACIMIENTO

Finalmente, merece la pena detenerse en el análisis de una última variable que diferencia claramente a las opciones de la derecha local. Se trata de la procedencia geográfica de estos dirigentes. La graduación que habí­amos obtenido en la escala social se repite en este caso. Casi la mitad de los dirigentes católicos no eran vascos de nacimiento, mientras que los efectivos del nacionalismo, como cabí­a esperar, eran todos vascos o de origen vasco, aunque nacidos fuera del Paí­s Vasco. Entre ambas opciones, tres cuartos de los carlistas eran vascos. Esta clara diferenciación en la composición de los partidos polí­ticos de la derecha barakaldesa según lugar de nacimiento resultará determinante para el estudio de su base electoral. El lugar de nacimiento constituye, por tanto, una variable diferenciadora de la base social de los distintos grupos de la derecha barakaldesa.

La similitud de la base social de las dos ramas nacionalista es total en cuanto al lugar de nacimiento. A pesar de la superación teórica del antimaketismo, todos los dirigentes de ANV eran vascos al igual que los del PNV.

El viraje hacia el centro del nacionalismo vasco.

Mientras el catalanismo conservador comenzaba su suicido polí­tico endureciendo sus posiciones, el nacionalismo vasco evolucionaba en dirección contraria.

A partir de 1933 se inició un periodo de ruptura con el resto de la derecha vasca que condujo al PNV a la aceptación del marco republicano y a la revisión de su práctica derivando hacia el centro polí­tico. Un año después de las elecciones de 1933, la diferenciación del PNV del resto de los grupos de la derecha vasca habí­a evolucionado hacia la abierta ruptura. La explicación de esta evolución radica en el bloqueo del Estatuto Vasco en las Cortes dominadas por la derecha y, a escala vasca, en el conflicto de los ayuntamientos con el gobierno.

Tras haber sido plebiscitado, el proyecto de Estatuto Vasco fue, en palabras de de la Granja, torpedeado por las nuevas cortes de mayorí­a cedista y radical. La cuestión alavesa empantanó su tramitación y el Estatuto quedó paralizado en junio de 1934 al abandonar los diputados nacionalistas las Cortes en solidaridad con los diputados de la esquerra. Esta segunda retirada sintetizaba la importante evolución que habí­a vivido el partido en sólo dos años. En primer lugar, el motivo de la retirada ya no era la oposición al reformismo republicano, sino, por el contrario, la oposición al antireformismo que inspiraba a la derecha española. En segundo, sus acompañantes ya no eran la ultraderecha, sino los catalanistas de izquierda. Estaba claro que la defensa de los contenidos substantivos asociados a la sí­ntesis sabiniana, ya no dirigí­an la estrategí­a nacionalista. La autonomí­a entendida como transferencia formal de poder habí­a pasado a ser la prioridad. Una prioridad que la derecha española no estaba dispuesta a satisfacer.

El origen del conflicto de los ayuntamientos estaba en la invasión del Concierto Económico por parte del ministro de Hacienda con un nuevo impuesto sobre la renta y sobre todo con la prohibición de gravar el vino, cuando este gravamen constituí­a un renglón clave para las haciendas locales vascas. El conflicto se radicalizó por la actitud del ministro de Gobernación y del gobernador civil de Vizcaya. Los ayuntamientos vascos se reunieron a principios de julio de 1934 en Bilbao y eligieron representantes para una Comisión Ejecutiva Permanente, a pesar de la presencia policial. Este desafí­o provocó la destitución del alcalde de Bilbao y de cinco de sus tenientes de alcalde. El 2 se septiembre se celebró una asamblea en Zumárraga, donde intervinieron Prieto y diputados de la ERC, además del PNV. La carga policial en Guernica al dí­a siguiente avivó el conflicto y llevó a la aprobación de un acuerdo de dimisión de todos los ayuntamientos vascos, medida que se cumplió en casi todos los de Vizcaya y Guipúzcoa.

Durante estos meses el PNV habí­a pasado del enfrentamiento a la colaboración con la izquierda en una movilización conjunta de oposición al gobierno. De la Granja afirma que durante el verano de 1934 la ruptura con la derecha fue total. La fisura más grave fue la que se produjo entre los jeldikes y La Gaceta del Norte, que en un primer momento habí­a visto con buenos ojos el movimiento de los ayuntamientos, pero que se retiró y pasó a combatirlo al apuntarse la izquierda. El PNV recibió durí­simos ataques de la derecha durante todo este periodo.

Esta ruptura con las derechas y la convergencia práctica con la izquierda, forzó al PNV a definir doctrinalmente su especificidad frente a unos y a otros. Se creaba así­ una coyuntura que favorecí­a el desarrollo de los componentes demócrata-cristianos latentes en el partido. Es en este contexto que los nacionalistas vascos planteaban en 1935 sus propuestas social-cristianas acerca del salario familiar y la participación de los obreros en los beneficios de las empresas en unas Cortes abiertamente antireformistas.

La excepcionalidad

En el Paí­s Vasco, la crisis institucional no arrancó de la intervención gubernativa, sino de las dimisiones de los concejales en protesta ante el conflicto del  vino. En Barakaldo, dimitieron todos los concejales del PNV, de ANV y los socialistas, con la excepción del Primer teniente de alcalde, el veterano Evaristo Fernandez. Sólo permanecieron en sus cargos los republicanos y los católicos independientes. A estas dimisiones, que quedaron convertidas en suspensiones, se añadió la crisis interna de los republicanos en 1934. Ya desde agosto cuatro concejales radicales habí­an retirado su confianza al alcalde por ser «varios los actos puramente administrativos resueltos por el señor Beltrán del disgusto de los ediles exponentes».

La crisis municipal se iba a ver amplificada como consecuencia de los sucesos de octubre de 1934. La huelga general de octubre tuvo en la margen izquierda un carácter violento e insurreccional. En Portugalete resultó muerto un suboficial de la  Guardia civil y en Barakaldo los huelguistas se apoderaron del ayuntamiento, abierto por el concejal de ANV, Miguel de Abasolo. La represión gubernamental amplió el enfrentamiento que ya vení­a desde el conflicto del vino. A finales de 1935, la situación del ayuntamiento era poco menos que caótica. En noviembre el alcalde se dirigí­a al gobernador pidiendo el nombramiento de un teniente de alcalde que pudiera substituirle en sus ausencias como gestor de la Diputación. El primer teniente, el socialista Evaristo Fernandez, no habí­a dimitido, pero no acudí­a al ayuntamiento; el segundo, el aneuvista Miguel de Abasolo, estaba suspendido y condenado a 8 años de inhabilitación; el tercero, el socialista Cañas, estaba además preso en Granada por «incitación a la rebelión y tener indicios racionales para sospechar que ha sido agente de enlace entre las organizaciones en la revolución de Asturias, Vizcaya y Andalucí­a»69 aprovechando su empleo de representante de la cooperativa socialista Alfa de Eibar; y el cuarto, un radical, habí­a renunciado por trabajar en Bilbao.

El PNV se encontraba aislado de la derecha y fuera del poder local por las dimisiones. Sin embargo, esto no suponí­a ninguna crisis para el nacionalismo vasco. El PNV no tení­a como objetivo la defensa de los intereses de las fuerzas vivas en las instituciones y no dependí­a de su presencia en ellas ni del resto de la derecha para seguir existiendo. Contaba con la fuerza de un impresionante movimiento social que encuadraba y dirigí­a. Durante estos meses, los nacionalistas se replegaron en la ampliación y consolidación del movimiento. Frente al aislamiento polí­tico prevalecí­a la voluntad nacionalista de transcender el estricto ámbito de la polí­tica para encuadrar bajo la influencia del partido otros aspectos de la realidad de sus seguidores. La formulación del corresponsal de Euzkadi en Barakaldo, Langille, ilustra este carácter de partido-comunidad con voluntad totalizante que Granja atribuye al PNV 70: «Bien seguro estoy de que de no ser yo nacionalista me servirí­a para mi preocupación este abarcar todos los ramos y trabajar en todos ellos con singular actividad, como el nacionalismo viene trabajando en su corta vida».

El enfrentamiento con el gobierno y la represión cimentaban la movilización de las bases nacionalistas y apuntalaban su expansión en Barakaldo. En el marco de la búsqueda del «verdadero sentido de la hermandad racial» que pretendí­a conseguir el PNV, Langille anunciaba que la emakumes intentaban establecer un consultorio para los solidarios parados y sus familiares con medicamentos gratuitos y que, para ello, contaban ya con cuatro enfermeras y doce en preparación. Con la acción de sus mujeres el nacionalismo ortodoxo local reforzaba uno de sus flancos más débiles: el social. El consultorio habrí­a de instalarse en los nuevos locales de STV, cuya inauguración estaba prevista para octubre. Con motivo de tal acontecimiento, se preveí­an solemnes actos que habí­an de reforzar la comunidad nacionalista local y que incluí­an misa solemne, bendición de los locales, mitin y banquete. Como en periodos anteriores, los proyectos de afirmación nacionalista habí­an de enfrentarse con la suspensión por orden gubernativa.

Habiendo encauzado el tema sindicalista, el nacionalismo local se atreví­a en estos meses a encarar otra actividad clave para la perpetuación y expansión de la comunidad nacionalista: las ikastolas. Por primera vez, encontramos formulaciones en Barakaldo acerca de la importancia de la lengua para la comunidad nacionalista.

Defendí­a Langille que «es la lengua el pensamiento de la raza, por ser su forma genuina de expresar los conceptos e ideas. Raza y lengua están tan í­ntimamente ligadas que la afinidad de la primera se demuestra por la afinidad de la segunda. Sin embargo, los lamentos y apelaciones del corresponsal del Euzkadi al racismo local permiten suponer que la escuela vasca local no habí­a conseguido satisfacer las expectativas de los nacionalistas. La ikastola barakaldesa, para cuyo funcionamiento se habí­an reservado locales ya en el diseño del nuevo batzoki, no superó los 40 alumnos y en 1935 descendió a 35.

La voluntad nacionalista de constituir un embrión del futuro Estado vasco llevaba a los nacionalistas barakaldeses a encarar, incluso, la organización de los intercambios comerciales. Así­, Langille daba cuenta del éxito de las gestiones realizadas para vender en Barakaldo el trigo y la paja de los agricultores ribereños, «labor positiva de acercamiento entre las mismas necesidades de hermanos de la propia sangre, que anteriormente distanciados y sin apenas conocerse, se unen hoy con apretado abrazo al grito poderoso del genio de la raza».

Esta estrategia de consolidación del movimiento nacionalista subrayando sus caracterí­sticas especí­ficas en cada uno de los ámbitos de la realidad social tení­a como contrapartida la ruptura de lazos con el resto los sectores de derecha cuyo voto el nacionalismo intentado capitalizar. Sin embargo, el nacionalismo seguí­a manteniendo sus puentes con el amplio catolicismo neutro sin definir polí­ticamente. Cualquier católico de la época, escandalizado por el lamentable estado de la moralidad pública y los peligros de las nuevas diversiones de masas, hubiera coincidido con el diagnóstico del corresponsal de Euzkadi: «estamos llegando a un extremo intolerable. Recientemente, en ese mismo cine, se pusieron en la pantalla unos gráficos de propaganda soviética. Antes y ahora, inmoralidades, desnudeces y groserí­as a todo pasto. Y ello para público de ambos sexos y de todas las edades».

No en vano, Langille se inscribí­a entre «todos aquéllos que propugnamos porque la familia cristiana sea célula viva sobre la que se asiente como un sillar firme la nueva sociedad» y avisaba: «¡Padre y madre vascos!. En estos momentos en que un materialismo grosero quiere corromper el alma de tus hijos para más tarde apoderarse de ellos, percátate del peligro que esto supone y acostúmbrales a las sanas costumbres en las que se criaron nuestros mayores».

El problema era si esta coincidencia de planteamientos habí­a de bastar para que los católicos aceptasen como solución a su descontento actos de clara filiación nacionalista como la jira de Santa Agueda, que daba pie a Langille a realizar las formulaciones anteriores. Mas no por ello cejaban los nacionalistas en su empeño. Es significativo que en un contexto de ruptura polí­tica e institucional como el de 1935, el único acto en el que los nacionalistas participasen con el resto de las fuerzas derechas fuese el homenaje al Obispo de Pamplona, el barakaldés Marcelino Olaechea.

La iniciativa habí­a provenido de la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos.

A instancias de ésta, el ayuntamiento radical acordó en su momento la felicitación al nuevo obispo con motivo de su nombramiento8y colaboró en los actos de homenaje a través de la minorí­a católica, en la que el alcalde delegó la representación del consistorio. El carácter no nacionalista de quienes impulsaban el acto y su oficialismo no constituyeron un obstáculo para que Euzkadi se volcase en el homenaje con exhortaciones obreristas.

El catolicismo barakaldés también se habí­a reorganizado jerárquicamente, como ya se indicó, en torno a la Acción Católica. Sin embargo, este encuadramiento se traducí­a más en una en la inhibición polí­tica que en un encauzamiento de la opinión católica hacia alguna de las opciones existentes. Se han encontrado las series de la prensa católica local desde 1933 hasta agosto de 1935. A diferencia de La Gaceta del Norte o de otras publicaciones católicas locales, la prensa católica barakaldesa se limitaba a cuestiones de catequesis, sin entrar en comentarios de actualidad o artí­culos de opinión polí­tica. No pretendí­a, por tanto, constituirse en guí­a para la actuación polí­tica de los católicos. Sólo algún que otro comentario o noticia indica que la prensa católica local mostraba simpatí­a por el decreto de Dollfuss en Austria que restablecí­a la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas y se congratulaba ante el concordato alemán que aseguraba la libertad a la Iglesia católica para autorregularse con mantenimiento de la enseñanza religiosa. En este sentido, la creencia de que la Iglesia poseí­a derechos anteriores a la cualquier formulación estatal, y que, en consecuencia, el Estado debí­a respetar su primací­a en estas cuestiones, constituí­a la premisa de la percepción de la prensa católica local de la situación polí­tica internacional. En esto coincidí­a plenamente con la lí­nea editorial de La Gaceta del Norte que sí­ que trataba profusamente estos temas o con La Defensa de Vilanova.

Ahora bien, no iba más allá en cuanto a la concreción de un programa polí­tico genérico, ni en cuanto a medidas concretas de polí­tica local.

Tampoco habí­a propuestas polí­ticas concretas en la percepción de las tensiones sociales por parte del catolicismo barakaldes. Los planteamientos del catolicismo barakaldés sobre la cuestión social no diferí­an en exceso de los de La Defensa: las tensiones sociales se reducí­an a una mera cuestión ideológica El problema no era tanto una determinada distribución de los recursos materiales como la negativa de los trabajadores a aceptarla.

«Con la cuestión social empezó el abandono de la fe religiosas; aumentó cuando fue creciendo la irreligión; y cesará cuando los hombres vuelvan los ojos a Cristo y acaten sus preceptos, cuando sea efectivo el reino de la caridad y de la justicia […]¡Obrero! reflexiona; si se hubiesen practicado siempre esas dos virtudes ni tú tendrí­as de qué quejarte del patrono, ni el patrono tendrí­a porqué quejarse de ti».

Las tensiones sociales eran, por tanto, consecuencia del abandono por parte de los obreros de la religión; el retorno de las masas obreras a la Iglesia católica establecerí­a la paz social, el «reino de la caridad y la justicia». En realidad no hay manera de saber cómo se conseguirí­a tal objetivo, puesto que la vinculación entre religión y paz social constituí­a un axioma del pensamiento social católico que nunca se explicaba. Ello induce a pensar que básicamente por la aceptación de los trabajadores de sus condiciones de vida y trabajo. De ahí­, la insistencia en la religión como dique contenedor de las pasiones materialistas. En este sentido, El amigo de los niños y de los mayores daba cuenta entusiasta en 1934 de la fiesta de fraternidad cristiana el dí­a del Sagrado Corazón en la fábrica de José M. Garay concluyendo que «bien saben todos los patronos y obreros de la sociedad y las industrias que o vuelven a los caminos de Cristo, y para ello tienen que recristianizarse y expulsar de sí­ todo lo que no esté en el espí­ritu de Cristo, o el socialismo se hará dueño de ellas».

Insistí­a la prensa católica local en que «en ningún lado como en el reino de Cristo se encontrará amor al obrero, respeto a su dignidad de hombre y de cristiano, respeto a su trabajo». Amor, dignidad y respeto eran las ofertas del catolicismo social a los trabajadores. La reducción de la cuestión social a términos ideológicos o psicológicos ya señalada no puede estar más clara.

Este tipo de catolicismo social presidí­a el discurso de la prensa católica de la localidad. Incluso el recién nombrado Obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, proclamaba en el Gran Cinema en 1935 «que bajo la sotana guardará siempre la blusa del obrero, por ser hijo de un humilde trabajador». Estas continuas apelaciones a los obreros reflejaba la preocupación del catolicismo local por no perder la influencia que todaví­a retení­a sobre sectores de las clases trabajadoras y su empeño por recuperarla en el resto como único medio de frenar las doctrinas socialistas. Sin embargo, decí­a poco acerca de a cuál de las opciones polí­ticas en lucha que pretendí­an ser la voz de los católicos debí­an votar éstos.

Ni siquiera después de acontecimientos tan graves como los de octubre de 1934 se pronunciaba la prensa católica local por soluciones polí­ticas concretas. El único artí­culo dedicado a estos sucesos daba cuenta del horror con que los católicos contemplaban estos hechos con una metáfora paradigmática del tipo de percepción de las tensiones sociales expuesta con anterioridad: «la fiera humana, sin ley ni freno religioso ni civil, ha dado rienda suelta a todos sus más bajos instintos que se han cebado con inaudita saña en cuanto han encontrado ante sí­ en su criminal desbordamiento». Sin embargo, la conclusión de artí­culo, lejos de proponer medidas socio-económicas o polí­ticas, reafirmaba la necesidad de una reconquista ideológica del pueblo, en la lí­nea de los principios inspiradores de la Acción Católica: «oremos por los descarriados y envenenados por las más iní­cuas propagandas, para que se conviertan; execremos la perversa maldad de los repulsivos inductores; y vayamos decididamente al pueblo para ahogar sus rencores con la superabundancia de nuestro amor cristiano».

Los ideólogos del catolicismo barakaldes todaví­a confiaban en sustraer al pueblo de la influencia contaminante de las ideas exóticas, reconduciéndolo hací­a un catolicismo sinónimo de justicia y paz social. Los católicos vilanoveses, por su parte, parecí­an haber arrojado ya la toalla en este empeño y reclamaban la intervención del Ejército. El contraste no podí­a ser mayor.

 

Las elecciones de 1936

Mientras el catalanismo conservador (y la derecha catalana que habí­a representando durante tantos años) parecí­a diluirse en el discurso radical de las españolas, el nacionalismo vasco seguí­a el camino inverso, colocándose en solitario entre los dos grandes bloques polí­ticos en pugna. Esta postura le valió una renovada animadversión del resto de la derecha vasca que ampliaba la ruptura iniciada en 1933. Pero las presiones más importantes para que el nacionalismo se plegara a un frente de derechas provinieron del catolicismo, incluido el mismo Vaticano. A pesar de ello, el PNV se mantuvo en su negativa a llegar a un acuerdo electoral con el resto de las derechas vascas. Un paso tan drástico obligó al nacionalismo vasco a justificar decididamente su actuación. La salida fue la insistencia en un programa social-cristiano reformista propio y diferenciado del espí­ritu antirreformista y reaccionario de las derechas. Culminaba, así­, una evolución hacia el centro polí­tico inversa a la que habí­an seguido muchos sectores de la derecha en el resto de España. Se trata de la conocida «evolución democráta-cristiana» del PNV, cuya explicación constituye uno de los desafí­os más importantes para la historiografí­a sobre el nacionalismo vasco.

Como señala de la Granja diferentes factores jugaron un papel decisivo en esta evolución: una nueva generación de dirigentes, el peso creciente del sindicato STV y la misma práctica democrática a lo largo de la República. La propia realidad de un movimiento interclasista de masas actuando en un marco democrático estaba disolviendo los referentes tradicionales de la sí­ntesis sabiniana y posibilitando nuevas conexiones anteriormente impensables como las existentes entre la apelación nacional y democracia o entre la apelación católica y la reforma social. Estos elementos bastarí­an para construir un modelo explicativo de la evolución del PNV hací­a la democracia-cristiana. Podrí­a afirmarse que las transformaciones en el seno del partido le convertirí­an en prácticamente incompatible con el resto de las derechas a la altura de 1936. De ello, se concluirí­a, en palabras de Tusell, que si bien «no se podí­a decir todaví­a, propiamente, que el PNV fuera un partido demócrata-cristiano […], estaba ya muy cerca de la democracia cristiana y su evolución se completó rápidamente en años venideros».

Sin embargo, este modelo explicativo da más cuenta de las condiciones que hicieron posible el cambio que del mismo cambio y, sobre todo, de su rapidez. El movimiento se habí­a reorganizado apenas cinco años antes en la más estricta ortodoxia sin concesiones a los crí­ticos que, como se sabe, tuvieron que abandonar el partido para fundar la minoritaria ANV; las presiones de STV no consiguieron que se celebrase el esperado congreso para definir la doctrina nacionalista ante los problemas económicos-sociales; la dificultad para renovar los postulados tradicionales era notoria; los jóvenes diputados no eran los únicos dirigentes del partido, etc. Serí­a necesario variar los acentos en el modelo explicativo para cuenta de una evolución del PNV hacia planteamientos demócrata-cristianos menos lineal y más acorde con la complejidad del movimiento nacionalista a finales de la República.

La hipótesis es que las transformaciones en el seno del movimiento no estaban todaví­a lo bastante maduras como para imponer un cambio de programa. La cuestión era mucho más compleja. Se trataba más bien de un afloramiento de lí­neas de desarrollo que no tení­an por qué ser mayoritarias, pero que se vieron favorecidas y potenciadas por una coyuntura polí­tica concreta: el bloqueo de un frente de orden derechista como consecuencia de la ruptura con el resto de las fuerzas de la derecha. Una ruptura que no encontraba su explicación en la evolución ideológica del PNV, sino en el ámbito de la práctica polí­tica.

En este sentido, como señala de la Granja, la cuestión clave era el Estatuto. La tradicional práctica posibilista del PNV acabó convirtiendo el Estatuto vasco»(cualquiera que fuera y con quien fuese preciso) [en] su objetivo inmediato y el eje de su polí­tica electoral y de alianzas». Puesto que la experiencia del bienio habí­a demostrado la hostilidad de las derechas hacia la autonomí­a vasca, el abismo entre la derecha y el PNV se ampliaba. En la medida en que el frente derechista quedaba descartado, el PNV se veí­a impelido a formular una oferta especí­fica que subrayara sus diferencias con la derecha, pero dejase clara su distancia con la izquierda. Esta oferta tení­a, además, que conjurar las previsibles consecuencias electorales de la ruptura con los católicos neutros de La Gaceta. En consecuencia, la coyuntura favorecí­a el protagonismo de los elementos social-cristianos y demócratas del partido. No se trataba de oportunismo ni de manipulación por parte de la cúspide del PNV para salir de la difí­cil situación polí­tica en que se encontraba. Estos sectores existí­an realmente en el partido y su existencia indica que los procesos de transformación cualitativa mencionados anteriormente estaban produciéndose en el seno  del movimiento nacionalista. Por el contario, de no haberse producido estos cambios a lo largo de los años republicanos, el PNV podrí­a haber retornado al tradicional discurso de afirmación nacionalista como manera de eludir las graves cuestiones que se estaban debatiendo en las elecciones de 1936, tal y como habí­a hecho en Barakaldo en la municipales de 1931. Ahora bien, el programa demócrata-cristiano era la consecuencia y no la causa de la ruptura con la derecha.

Ante el discurso nacionalista barakaldés en la campaña electoral se tiene la sensación de que no se está diciendo nada nuevo, pero que por primera vez se está diciendo en serio. En primer lugar, los nacionalistas debí­an defenderse de las acusaciones de estar favoreciendo a la izquierda con su negativa a integrarse en un frente de derechas. A ello respondí­a Langille insistiendo en el carácter de dique contra las izquierdas que siempre habí­a desempeñado el PNV y acusando al Frente Popular de no dar publicidad en la campaña a sus principios marxistas. Pero los artí­culos del corresponsal de Euzkadi en Barakaldo se dirigí­an mucho más a marcar combativamente las diferencias con la derecha que con la izquierda.

Las premisas sobre las que se habí­an construido los frentes de derecha anteriores se volví­an ahora contra los nacionalistas que se veí­an obligados a dejar clara su voluntad de no alterar el orden social. Sin embargo, se afirmaba de manera clara que eso no significaba una aceptación de la situación socio-económica existente: los trabajadores tení­an reivindicaciones justas que habí­a que atender. Los nacionalistas afirmaban explí­citamente que defensa del orden y reformismo social no eran incompatibles, y daba la sensación de que no lo hací­an, como hasta al momento, para salir del paso. Con tal afirmación los nacionalistas estaban atentando contra una de las premisas más básicas y primarias de la socialización polí­tica de las bases electorales de la derecha, un elemento casi emocional que los propios nacionalistas habí­an explotado en profundidad en anteriores contiendas electorales. La doctrina social de la Iglesia habrí­a de conjurar ese desasosiego.

Así­, en palabras del corresponsal de Euzkadi en Barakaldo: «No nos atajen por ahí­ las llamadas derechas: no pretenda n decir de nosotros que en esta forma, alentando a las clases humildes en sus justas reivindicaciones, alentamos la subversión, el desorden, la anarquí­a. Las doctrinas que nosotros explicamos en este aspecto  son las doctrinas emanadas de la misma cátedra de San Pedro».

En realidad, nada de lo que se estaba propugnando era nuevo, ni siquiera privativo de los nacionalistas. Como hemos expuesto, el movimiento católico barakaldés a través de su prensa defendí­a estos mismos planteamientos. Sin embargo, el hecho de que el PNV se viese situado a la defensiva y obligado a reiterar una y otra vez lo que en teorí­a era sabido y compartido por todos los católicos refuerza la sospecha ya expresada de que el discurso social de los católicos era para la mayorí­a de ellos una mera coartada para mantener las cosas tal y como estaban; algo que habí­a que decir para no parecer retrógrado, pero poco más que un desideratum de regeneración moral del obrero. El que algunos católicos realmente creyeran que no estarí­a mal corregir algunos abusos no bastaba para cambiar postulados mucho más primarios de defensa del orden social; de la misma manera que las normas eclesiásticas que teóricamente habí­an de guiar el comportamiento de los católicos no conseguí­an despegar a los católicos neutros de los postulados de la ultraderecha vasca.

En teorí­a, los católicos tendrí­an que votar al PNV tanto por coherencia con sus postulados sociales como por ser el partido católico con más posibilidades de ganar. Sin embargo, los nacionalistas tení­an plena conciencia de que éste no iba a ser el voto de la mayorí­a de los católicos neutros y se veí­an obligados a reiterar unos argumentos en teorí­a compartidos por todos. Era la frustración ante esta paradójica situación lo que llevaba a los nacionalistas a denunciar por primera vez el papel que, en la práctica, el catolicismo jugaba como coartada de intereses sociales y polí­ticos concretos: los nacionalistas «quieren la religión para defenderla y tú quieres la religión para defenderte».

El discurso del nuevo presidente del batzoki de Barakaldo en su toma de posesión a los pocos dí­as de las elecciones ilustraba esta situación. Como ya se señaló, Benito Areso estaba muy ligado al catolicismo local y habí­a sido el autor del proyecto de la Casa Social Salesiana, empresa presidida por el fabricante local José M. de Garay, carlista muy activo en el mundo católico. Ello no impedí­a que Areso marcase con claridad las distancias con respecto a sus compañeros del movimiento católico: «Me reafirmo en estos momentos en mis principios cristianos y vascos. Pero, entended lo bien, no haré nunca de mi cristianismo arma ofensiva de combate, no me serviré nunca de él para salvar intereses egoí­stas […] Y para terminar, tengamos en cuentas siempre  que vivimos en un ambiente obrero, cuyas reivindicaciones justas debemos en todo momento apoyar».

Las denuncias nacionalistas de instrumentalización de la religión por parte de la derecha marcaban un punto sin retorno en las pautas de movilización polí­tica de las  bases electorales de las derechas barakaldesas. En el lema que presidí­a la campaña nacionalista («¡Civilización cristiana! ¡Libertad patria! ¡Justicia social!»116) la apelación a la religión ya no remití­a a su sentido tradicional, sino que adquirí­a su significado a partir de los otros dos componentes: la apelación nacionalista y la social.

La apelación nacionalista remití­a a la consecución del Estatuto, que como vimos se habí­a convertido en el objetivo prioritario del PNV. Los avatares que el proyecto estatutario habí­a sufrido durante los años anteriores habí­an transformado también los referentes tradicionales de esta apelación. La reivindicación del autogobierno ya no evocaba al antiliberalismo combativo de 1931 y a la defensa de un mundo corporativo tradicional, sino que parecí­a resignada o reconciliada con el marco republicano, incluso cuando era previsible una victoria de la izquierda.

La apelación a la justicia social diferenciaba a los nacionalistas del resto de la derecha al afirmar su voluntad reformista. En este sentido, puesto que el programa social del PNV nunca se habí­a llegado a definir con claridad, el discurso del sindicato nacionalista, STV, era la referencia. Como señalaba desde Barakaldo, Onzale: «¡Profesional vasco! T ú que te percataste, por vivir en ambiente obrero, como ningún otro, que el actual régimen capitalista, basado en los principios del liberalismo, es falso, pues trata al trabajo del ser humano como una simple mercancí­a…» [vota la candidatura del PNV]» por cristiana y por ser vasca cumple en todo los postulados que Solidaridad mantiene…» .

En el mismo sentido, Langille oponí­a a la promesas del Frente Popular, las mejoras concretas que los nacionalistas defendí­an para los obreros como la participación en los beneficios de las empresas y el salario familiar.

Subordinada a estas dos apelaciones, la defensa de la civilización cristiana adquirí­a unos sentidos muy diferentes a los que habí­a tenido con anterioridad. Los nacionalistas ofrecí­an a los católicos la defensa de los principios cristianos en las Cortes y aplicación de la doctrina social de la Iglesia; pero poca cosa de lo que cualquier católico medio, incluidos vení­a entendiendo por defensa de la civilización cristiana, es decir, supresión de una Constitución laica, subordinación del Estado a la Iglesia, imposición coactiva de los principios católicos a toda la sociedad, supresión de las reformas sociales, etc.

Todos estos sentidos tradicionales se veí­an recogidos y, aún, radicalizados en la apelación religiosa de La Gaceta del Norte. Frente a la moderación nacionalista, el portavoz de los católicos neutros se añadí­a al discurso apocalí­tico de la derecha no nacionalista.

Carecemos de fuentes para estudiar la actitud de esta derecha en Barkaldo durante la campaña electoral, pero todo hace suponer que sus personalidades se centraron en las dimensiones prácticas de la contienda electoral, dejando la propaganda a los medios de comunicación de la capital. La propaganda electoral de la derecha vasca no nacionalista partí­a de la premisa de que el paí­s se encontraba al borde de la revolución y de que eran necesarios remedios contundentes para evitar este peligro. La Gaceta del Norte traducí­a estos al lenguaje católico clamando «¡Todos a una, en la Cruzada contrarevolucionaria!».

 

El oasis barakaldés

El nacionalismo vasco aguantó relativamente bien la bipolarización electoral. Ciertamente, bajaba de un porcentaje de voto emitido del 31% en 1933 a un 23%, pero seguí­a siendo la fuerza más votada en Vizcaya-provincia y en Guipúzoca, además de superar a la derecha no nacionalista en Vizcaya-capital. Tras la segunda vuelta, el PNV obtuvo nueve diputados (perdí­a tres en relación a 1933), mientras que el resto de las derechas habí­a que conformarse con ocho (dos menos) y la izquierda ganaba cinco y se situaba en siete. Además, el PNV seguí­a siendo a distancia el primer partido vasco, ya que el resto de las fuerzas polí­ticas se presentaban en coalición.

La pérdida de votos que sufrieron los nacionalistas en estas elecciones muestra que para la mayorí­a de los católicos los referentes de la apelación religiosa seguí­an siendo los que defendí­a La Gaceta del Norte y su traducción polí­tica la ultraderecha, carlista o monárquica. El PNV habí­a salido claramente derrotado en la batalla que mantuvo con estas opciones de la derecha por capitalizar el voto de las masas católicas. De hecho, las formulaciones en clave demócrata-cristiana de los nacionalistas sólo habrí­an servido para tranquilizar la conciencia de los votantes para los que pesaba más el nacionalismo que el catolicismo.

El problema para el PNV fue que este nuevo discurso tampoco consiguió retener a los votantes que se le habí­an añadido por la izquierda en 1933. Desde 1934, ANV habí­a vivido una evolución hacia la izquierda que se saldó en enero de 1936 con el abandono del partido de sus fundadores. En febrero de 1936, ANV se integró en el Frente Popular en ílava, Navarra y Guipúzcoa. En Vizcaya, la pretensión aeneuvista de colocar un candidato propio frustó esta integración. Así­, pues, ANV en Vizcaya se vio como en 1933 en la difí­cil tesitura de presentar una candidatura en solitario, con nulas posibilidades de éxito, o proclamar la libertad de voto; y, como en 1933, esta fue la opción tomada. La crisis que en Barakaldo produjo la posterior integración de ANV en el Frente Popular vizcaí­no muestra que la preferencia por la alianza con la izquierda en lugar del frente nacionalista no contaba con la unanimidad entre los militantes de la localidad. Sin embargo, la libertad de voto concedida operaba en un contexto bastante diferenciado de la situación de 1933: el partido no colaboraba con la candidatura del PNV, sino más bien con la del Frente Popular, y tanto su discurso como los actos en que participaba favorecí­an también a este último.

Los resultados de las elecciones de febrero de 1936 en Barakaldo muestran que el revés electoral del PNV fue considerable. Los jeldikes perdieron más del 20% de los votos obtenidos en 1933, en un momento, además, en que el censo y la participación electoral se habí­an ampliado.

La derecha no nacionalista, por su parte, se hací­a con el 15 % de los votos emitidos (50% de incremento con respecto a 1933) y el Frente Popular con el 58% (casi un 30% de incremento con respecto al voto total de todas las izquierdas en las anteriores elecciones).

Una frase de Langille resumí­a la resignación con que los nacionalistas asumí­an unos resultados esperados: «Seamos sinceros con nosotros mismos: Hemos luchado y nos han ganado». Pero el reconocimiento de esta derrota no habí­a de cambiar la estrategia peneuvista. El PNV mantuvo tras las elecciones una entente cordial con las izquierdas que se manifestó en el voto favorable a Azaña como presidente del gobierno, a favor de la destitución de Alcalá Zamora y, finalmente, a Azaña para la Presidencia de la República.

Con ello conseguí­a la reactivación decidida del proceso autonómico paralizado por las derechas en el bienio anterior. Pero esta entente cordial no se podí­a reducir al mero tacticismo. Abrí­a posibilidades de un nuevo consenso polí­tico, un marco de funcionamiento bastante alejado de la realidad española y catalana por el que en Barakaldo los nacionalistas apostaron audazmente.

Como se señaló anteriormente, la victoria del Frente Popular acababa con la excepcionalidad instaurada por la intervención gubernamental en los ayuntamientos. De alguna manera, la reincorporación de los concejales destituidos a sus cargos vení­a a reeditar la fiesta republicana de 1931. Al igual que en esta fecha, una manifestación de simpatizantes del Frente Popular acompañó en Barakaldo a los ediles y se reprodujeron los discursos desde el balcón consistorial. Pero en esta ocasión, entre los que reintegraban rodeados del aura democrática, entre los que no habí­an colaborado con los traidores al espí­ritu republicano, estaban los concejales nacionalistas.

La reintegración de los concejales cesados con motivo del conflicto de los ayuntamientos no habí­a de resolver el bloqueo polí­tico del consistorio barakaldés que ya duraba casi dos años. Los concejales socialistas se declararon incompatibles con los concejales que habí­an permanecido en sus cargos durante el conflicto (radicales, republicanos independientes y católicos) y se retiraron del ayuntamiento. Posteriormente lo hicieron los nacionalistas de la derecha y los de la izquierda. El ayuntamiento llegó a la parálisis total cuando también se negaron a desempeñar sus funciones el resto de los concejales, «todos los cuales alegan hallarse coaccionados por la hostilidad manifiesta de los partidos polí­ticos que integran el llamado Frente Popular». Concluí­a el secretario municipal su informe al gobernador expresando su preocupación por los conatos de manifestación contra estos concejales que «fácilmente pueden degenerar en alteraciones del orden público».

Con esta declaración de hostilidades a sus antiguos socios republicanos, los socialistas consiguieron forzar un nuevo consenso polí­tico que ilustraba el clima polí­tico surgido en el Paí­s Vasco tras el bienio negro. Un acuerdo entre las fuerzas que habí­an sostenido el conflicto de los ayuntamientos, es decir, PSOE, ANV y PNV, permitió la normalización institucional del ayuntamiento. El 10 de marzo se convocaba una sesión para destituir al alcalde y proceder al nombramiento de un nuevo equipo de gobierno. El socialista Eustaquio Cañas, preso en Granada a consecuencia de los sucesos de octubre de 1934, ocupaba la alcaldí­a. Otro socialista retení­a la primera tenencia; el aeneuvista Miguel de Abasolo se mantení­a en la segunda, y el PNV se incorporaba en la tercera. La cuarta y una de las sindicaturas eran para los socialistas, y la otra sindicatura para ANV.

Las bases de este nuevo consenso aparecí­an en la moción conjunta que socialistas y nacionalistas (de ambas tendencias) presentaron en la siguiente sesión. La moción contení­a una serie de declaraciones generales de carácter vasquista como la defensa del Concierto Económico, la autonomí­a municipal o , incluso, «el anhelo de derogación de la ley de 1839, destructora de la libertad originaria de nuestro pueblo». Pero, además, contení­a un programa de normalización institucional con el que se pretendí­a dar solución al  problema vasco: elecciones municipales, elecciones para las diputaciones («fin del vergonzante periodo de gestoras») y aprobación inmediata en las Cortes del Estatuto vasco plebiscitado en 1933. Se trataba, en definitiva, de un programa coherente de actuaciones para normalizar la situación en el Paí­s Vasco y consolidar un marco polí­tico democrático.

En Barakaldo, pues, la entente cordiale que el PNV mantení­a con el Frente Popular daba un paso cualitativo para transformarse en coalición de gobierno. En los meses que siguieron hasta la guerra civil, el discurso del corresponsal nacionalista se avení­a a este acuerdo con las izquierdas «propugnando en todo momento un espí­ritu de colaboración, de convivencia, entre los diversos partidos polí­ticos, y apelando en su favor al bien común y a los «principios de equidad y de justicia, sin dejarse arrastrar por afanes bastardos de partido o de venganza». Con ello, los jeldikes se desligaban definitivamente del resto de la derecha con quienes, sólo cinco años antes, habí­an formado una combativo frente contra la República. La ruptura con la derecha se habí­a consumado. En lo polí­tico nada podí­an esperar los nacionalistas de ella. Habí­an que seguir conjurando, sin embargo, el peso de tradicionales apelaciones como la religiosa. En la lí­nea del discurso mantenido en la campaña electoral, la exposición de Langille no podí­a ser más clara al respecto: ¡»Venimos propugnando en todo momento un espí­ritu de colaboración, de convivencia, entre los diversos partidos polí­ticos […] Bien sé que existen personas que se alarman ante toda innovación de carácter social o económica y en sus gritos desaforados muchas veces sacan a relucir el problema religioso como medio para escudarse contra las normas de la justicia. No debemos ser nosotros nunca los que de tal manera procedamos; en nombre de esos mismos principios religiosos que legí­timamente podemos sustentar, defendamos siempre todo principio de justicia, sea cual fuera la persona o entidad que los defienda».

El alcance de la apuesta nacionalista quedó claro cuando el gobierno Azaña convocó elecciones municipales con un nuevo sistema que incluí­a la antevotación del alcalde. El carácter mayoritario de la nueva fórmula que impelí­a a los partidos a coaligarse para no perder la alcaldí­a o quedar fuera del municipio hizo que el nacionalismo vasco hubiera de enfrentarse de nuevo al espinoso tema de las alianzas electorales. En muchas localidades, los nacionalistas buscaron el apoyo de la derecha para sus candidatos, como  en Bilbao; en otras ciudades, como San Sebastián, monárquicos y nacionalistas apoyaron a un católico; mientras en Vitoria algunos jeldikes defendieron la unión católica. En Barakaldo la opción nacionalista fue bastante más audaz y mostraba su apuesta por recrear un nuevo modelo de funcionamiento polí­tico en torno a las fuerzas que habí­an secundado el conflicto del vino y que gobernaban en el ayuntamiento, marginando a la derecha no nacionalista y católicos neutros. Sobre el transfondo de aceptación recí­proca de las reglas del juego, nacionalistas e izquierda se batirí­an electoralmente y la derecha y los católicos neutros habrí­an de plegarse previsiblemente a votar a los primeros. El punto débil de esta nueva estrategia eran los nacionalistas de ANV. Si los nutridos efectivos aeneuvistas de la localidad se aliaban con la izquierda, al PNV no le quedarí­a más remedio que buscar el apoyo de la derecha y los católicos. La prueba de la importancia que los jeldikes daban a la creación de un único frente nacionalista fue la generosa oferta que realizaron a ANV: la alcaldí­a para el aeneuvista Miguel de Abasolo y el 50% del resto de la candidatura. Que esta oferta era un regalo envenenado se vio rápidamente.

La Asamblea de Delegados de Vizcaya de ANV habí­a aprobado el ingreso en el Frente Popular con motivo de estas elecciones. El comité municipal de Barakaldo votó en contra y se negó a acatar el acuerdo de la Asamblea. Esta actitud provocó un grave cisma en el partido, que provocó la expulsión del comité municipal indisciplinado. Las Eusko-Etxeas de Burceña, el Regato y Retuerto se alinearon con la dirección del partido y la Juventud Vasca de El Desierto apoyó al comité municipal cesado. A la rebeldí­a de la sociedad mayoritaria en la localidad se añadieron los concejales aeneuvistas, circunstancia que provocó que el ANV expulsase también a su minorí­a municipal.

Esta crisis está en el origen de la fundación en ví­speras de la guerra civil de Acción Autónoma Vasca, en la que se integraron los expulsados.

Las elecciones fueron suspendidas a principios de abril, pero llegó a celebrarse la antevotación para alcalde. El socialista Leonardo Calderón venció al nacionalista Miguel de Abasolo, mas la distancia entre ambos (58% a 41%) no fue tan grande como harí­an esperar los resultados de las elecciones de febrero. Dado que el candidato de la izquierda obtuvo un porcentaje de voto similar al de febrero, la pregunta que se plantea es de dónde salieron los votos de Abasolo. ¿Se trataba de un efecto de la abstención (41% frente al 22% de febrero), o realmente la estrategia jeldike tuvo éxito y consiguió atraer a la derecha y a los nacionalistas de izquierda?

El final de un largo trayecto.

En las semanas previas al estallido de la guerra civil el PNV habí­a pasado de posiciones integristas y antiliberales a un compromiso con el marco democrático republicano. La reivindicación nacionalista se habí­a impuesto sobre el resto de elementos ideológicos de la sí­ntesis sabiniana originaria. En Barakaldo, incluso habí­a conseguido someter a la derecha no nacionalista obligándola a replegarse tras las candidaturas nacionalistas. Se abrí­a la posibilidad del desarrollo del marco democrático sobre la base de la competencia entre dos grandes bloques polí­ticos: el nacionalismo y la izquierda. En el

Paí­s Vasco, el cambio de prioridades nacionalista habí­a convertido al movimiento nacionalista en un elemento clave para la consolidación del sistema polí­tico. No resulta descabellado aventurar que la derecha no nacionalista hubiera tenido que plegarse a la coordinación nacionalista en los años venideros. En todo caso, en los últimos años republicanos, el nacionalismo vasco no habí­a contribuido a la fractura social que acabarí­a emergiendo violentamente en la guerra civil.

 

4.- LA GUERRA CIVIL

En el capí­tulo anterior se ha analizado cómo los nacionalistas vascos se aventuraron a buscar un espacio de acuerdo con las izquierdas. El PNV se integró en el gobierno republicano y lideró la resistencia de la Vizcaya republicana desde el Gobierno autónomo aunque buena parte de la base nacionalista no comprendí­a la alianza de su partido con republicanos, socialistas y comunistas.

4.1.-El fracaso del Alzamiento y sus consecuencias.

El pronunciamiento que habí­a de dar inicio a la guerra civil fracasó en Bilbao al mantenerse fieles a la República los principales jefes de los cuerpos armados de la ciudad: el teniente coronel Joaquí­n Vidal Munarriz, al frente del batallón de la Montaña n.6 (Garellano), el teniente coronel Colina, jefe de la Guardia Civil, y el comandante Aizpuru, jefe de la Guardia de Asalto. De hecho, en Bilbao el pronunciamiento fue abortado antes de producirse.

Según el relato recogido por la Causa General, el jefe del movimiento en Vizcaya habí­a de ser el comandante de artillerí­a retirado Alejandro Velarde González. Este contaba con la opinión favorable al golpe de la oficialidad del Batallón de la Montaña n. 9 de Bilbao, también conocido como de Batallón de Garellano. En el interior del Batallón dirigí­a la conspiración el capitán de infanterí­a Juan Ramos Mosqueda. Al no contar con los oficiales de mayor graduación ni con la Guardia Civil, toda la conspiración se centró en la sublevación del Cuartel de Basurto. Esta concentración facilitó sin duda la actuación de las autoridades fieles al gobierno. Ya la noche del 17 de julio se personó en el cuartel el jefe de la guardia municipal de Bilbao con la orden del gobernador civil de retirar 130 fusiles. La actitud golpista de la oficialidad quedaba ilustrada por la resistencia pasiva que ofreció a esta entrega; pero la lealtad a las autoridades republicanas del teniente coronel Vidal estaba fuera de duda. Incluso el informe relata que, ante la resistencia dilatoria de la oficialidad, el propio Vidal rompió los cristales de la vitrina donde se guardaban los fusiles con su bastón de mando.

Durante el dí­a 18, «el ambiente en el cuartel era de nerviosismo e intranquilidad. Los comprometidos vigilaban al Teniente Coronel Vidal y éste vigilaba a sus  subordinados y daba noticias al Gobernador Civil». Finalmente, la noche del 18 al 19 Vidal hizo detener a los cabecillas de la conspiración. Mientras tanto, el Gobernador Militar, coronel Piñerúa, se negaba a obedecer las órdenes de Pamplona que le instaban a declarar el Estado de Guerra y convocaba una reunión de los principales mandos militares. El Teniente Coronel Colina, jefe de la Guardia Civil, amenazó con atacar el Cuartel de Basurto con sus 800 guardias si el Batallón de Garellano se sublevaba. A esta intención se sumó el jefe de la Guardia de Asalto y el de Carabineros. Así­, pues, en la noche del 18 al 19 de julio el Alzamiento en Vizcaya quedaba sentenciado.

En Bilbao, las autoridades republicanas dominaron la situación y retuvieron el control del poder. La mañana del dí­a 19 las tropas desfilaban por la Gran Ví­a, mostrando su fidelidad a las autoridades republicanas, pero también el control de éstas sobre el orden público. El gobernador civil organizó la excepcionalidad en una Junta de Defensa que asumió el poder en la provincia e impidió el colapso del Estado republicano.

4.2.- Las derechas ante el Alzamiento.

La situación era muy distinta en el Paí­s Vasco y Navarra. En ambas zonas existí­a una derecha antirrepublicana sólidamente instalada y con importante arraigo popular. En Navarra la sublevación fue acompañada por un baño de masas tradicionalistas y en menor medida la situación se reprodujo en Alava. En Vizcaya, según el relato recogido por la Causa General, los dirigentes golpistas, el comandante de artillerí­a retirado Alejandro Velarde González y el capitán de infanterí­a Juan Ramos Mosqueda, mantuvieron diferentes reuniones con la derecha vizcaí­na, en las que ésta se comprometió plenamente con la preparación del golpe. Figuras como Areilza y Julio Serrano, por Renovación Española, José Valdés y Florencio Milicua, por Falange Española, y el Jefe Señorial de la Comunión Tradicionalista, Luis Lezama Leguizamón, marcan la diferencia con los personajes relativamente secundarios que constituí­an la trama civil en otros lugares y subrayan el compromiso de la derecha no nacionalista vizcaí­na con el derrocamiento militar del régimen republicano.

Para los militares conspiradores, esta implicación civil no era simplemente una cuestión de cobertura o colaboración ideológica; sino que respondí­a a una necesidad práctica de contar con hombres armados para el triunfo del movimiento. Los soldados acuartelados en Bilbao eran apenas 300 y el informe de la Causa General silencia muy significativamente cualquier contacto con la Guardia Civil, el cuerpo armado más numeroso en la provincia, y cuya actitud resultó finalmente determinante. En estas circunstancias, los grupos paramilitares que mantení­an algunos partidos de la derecha constituí­an una ayuda no despreciable. Dado los escasos efectivos del resto de las fuerzas polí­ticas implicadas, el peso principal en la organización civil del Alzamiento recayó sobre la Comunión Tradicionalista, un partido que contaba con numerosa militancia y un grupo paramilitar, el requeté. En las semanas previas al Alzamiento, la Comunión organizó sus fuerzas colocando sus efectivos bajo dirección de los militares conspiradores. Según el informe de la Causa General, el movimiento contaba con 3.000 requetés en la provincia, 1.500 de los cuales estaban preparados para actuar al primer llamamiento. En Bilbao se seleccionó a 490 que, junto a 250 jóvenes falangistas, habí­an de constituir el primer apoyo a la sublevación.

El papel de estos efectivos provocó disensiones entre los mandos golpistas. Frente a las pretensiones del comandante retirado Velarde de armar a los civiles en su totalidad y con anterioridad al pronunciamiento, el capitán Ramos hizo valer su criterio de supremací­a militar reduciendo a doscientos los fusiles a entregar y retrasando esta entrega hasta después del golpe. Su plan consistí­a en concentrar discretamente a los civiles en Bilbao a la espera de que los sublevados se hicieran con el cuartel para poder tomar las armas. El resto de las fuerzas en la provincia habí­a de esperar órdenes que llegarí­an por conducto de la Guardia Civil. La noche del 18 al 19 julio, estos civiles al mando de Velarde se concentraron en un piso de la Gran Ví­a, 60, a la espera de la orden para recoger las armas. La estéril espera se prolongó hasta la mañana, cuando el desfile de los cuerpos armados de la capital, Batallón de Garallano incluido, dejó claro que las autoridades republicanas controlaban la situación.

A diferencia de estos sectores de las derechas, el PNV no participó en la preparación del golpe. Con respecto al PNV, Ignacio Olabarri y Fernando de Meer enumeran las diferentes fuentes que hacen referencia a los contactos de los nacionalistas con los conspiradores. Sin embargo, las confidencias que Franco realizó al Cardenal Gomá acerca de la participación nacionalista en una de las primeras reuniones preparatorias constituyen la única evidencia que estas fuentes aportan.  Antonio Marquina, por su parte, se basa en la documentación del Public Record de Londres, para establecer que el diputado José Horn, jefe de la minorí­a nacionalista en las Cortes, se habí­a comprometido en nombre del partido a apoyar al General Mola si se sublevaba contra la República. De la Granja añade que también el ex-diputado Telesforo Monzón mantuvo contactos con las fuerzas golpistas en Guipúzcoa, sin que llegase a ningún acuerdo; pero a la vez establece que «me parece indudable que el PNV no se hallaba implicado en la preparación del pronunciamiento militar, apoyado por la extrema derecha, de la que le separaba un abismo en 1936». Tampoco la Causa General hace referencia alguna a la participación nacionalista en las reuniones preparatorias, ni siquiera en las primeras, cosa que no serí­a de extrañar aunque efectivamente se hubiera producido.

Así­, pues, el PNV no participó en la conspiración, aunque conocí­a su preparación. En ausencia de más datos para concretar en qué grado disponí­a de información, el mero conocimiento de la conspiración, en realidad, no le sitúa demasiado lejos del resto de las fuerzas polí­ticas españolas.

Ahora bien, esta inhibición ante la conspiración derivó hacia adscripciones contrarias tras el fracaso del golpe, aunque la postura final de cada una de las formaciones no fue automática. La inhibición ante conspiración anti-republicana no significa que el PNV tuviese clara qué actitud tomar una vez en marcha la sublevación.

No faltaron personalidades nacionalistas que inmediatamente proclamaron su fidelidad al gobierno legalmente establecido. Así­, los diputados nacionalistas Irujo y Lasarte expresaron el mismo dí­a 18 su compromiso con «la encarnación legí­tima de la soberaní­a representada en la República» en un comunicado que fue leí­do por Radio San Sebastián. Mas era ésta una opción personal, que mostraba la evolución ideológica de algunos dirigentes hacia las fórmulas liberales. La cuestión no estaba tan clara para el resto de los dirigentes del partido. Ese mismo dí­a, el órgano supremo del PNV, el EBB, les desautorizó y decidió declararse neutral y permanecer a la expectativa. Redactó incluso una nota, que no llegó a publicarse por la intervención de Irujo, y se disolvió.

De hecho, el principal partido de Vizcaya y Guipúzcoa no expresó su opinión sobre los graves acontecimientos que se estaban produciendo hasta el dí­a 19. Este dí­a, Euzkadi publicó una nota en la que apoyaba al gobierno republicano. Esta nota no habí­a de disolver, sin embargo, la ambigí¼edad nacionalista. La nota no iba firmada. Puesto que se publicó en el órgano oficial del partido, tradicionalmente se ha asignado su autorí­a al EBB, máximo órgano del partido. Pero de la Granja señala que el EBB no se reunió en Bilbao y que la nota fue elaborada por el BBB, el Consejo Regional de Vizcaya.

Representa, por tanto, solamente la postura de las autoridades vizcaí­nas del partido y, aún, sin firmar. En Guipúzcoa, el GBB decidió el dí­a 20 apoyar a la República, no sin resistencias en su seno. Por el contrario, en Navarra el consejo regional publicó una nota en la que denunciaba que la nota publicada en Euzkadi no era una decisión del EBB y desmentí­a que el partido permaneciera fiel al bando republicano. El Consejo Regional de ílava, por su parte, decidió inhibirse y desautorizó la resistencia de varios nacionalistas; posteriormente publicó una nota en la que instaba a los nacionalistas a colaborar con los sublevados.

Los nacionalistas se sentí­an profundamente incómodos con una situación que les forzaba a optar entre dos bandos ante los que mantení­an serias reticencias. Unos consideraban que el papel de los nacionalistas debí­a ser únicamente el de asegurar el orden; Luis Arana, el hermano de Sabino, y el grupo radical Jagi-Jagi defendí­an que el partido debí­a permanecer estrictamente neutral en un conflicto que afectaba a españoles y otros dirigentes defendí­an que el lugar del partido estaba con los sublevados en la defensa de la religión y contra la revolución. Sin duda, la postura más común debí­a ser la del presidente del Consejo Regional de Vizcaya, Ajuriaguerra, quien según sus propias declaraciones «tení­a la esperanza de escuchar alguna noticia que nos aborrase el tener que tomar una decisión: que uno u otro bando ya hubiese ganado la partida».

En realidad, más allá de los debates entre los dirigentes nacionalistas, la postura de los consejos regionales estuvo determinada por el resultado del golpe en cada provincia. De Pablo, Mees y Rodrí­guez apuntan que tras la nota del ABB hubo presiones militares y el ambiente de los cientos de requetés enardecidos en Pamplona no parecí­a dejar mucho margen de maniobra al Consejo Regional de Navarra.

Igualmente, la tardí­a declaración del GBB se produjo cuando las milicias de izquierda patrullaban ya por las calles de San Sebastián. Finalmente, no debe obviarse que la nota no firmada del BBB en Euzkadi apareció cuando la incógnita sobre el pronunciamiento en Bilbao ya se habí­a despejado. Su publicación el dí­a 19 coincidió con el desfile militar que poní­a de manifiesto el control de la situación por el Gobernador Civil.

Dadas las vacilaciones y contradicciones de los nacionalistas, la comprensión de la actitud del PNV ante la guerra civil requiere retomar una vez más la tradicional tensión entre la radicalidad de sus principios y su práctica posibilista. Las vacilaciones ante la sublevación militar revelan que la evolución del nacionalismo vasco hacia posturas liberales o democráticas, aunque fuera en su versión cristiana, estaba lejos de haber desplazado de su horizonte ideológico el integrismo aranista. Como se intentó mostrar en el apartado anterior, esta evolución era resultado del posibilismo que presidió la actuación polí­tica del partido y de su gran versatilidad en el juego polí­tico. Sin embargo, las actitudes ante situaciones de crisis resultan mucho más reveladoras que las evoluciones en periodos de normalidad polí­tica. En la crisis abierta por la caí­da de la monarquí­a el PNV hizo frente común con la ultraderecha y cuando ésta dio un golpe de Estado dudaba por qué bando decidirse.

Esta indecisión no se derivaba únicamente de la percepción del conflicto como una lucha entre españoles. Este argumento podrí­a sostenerse para una minorí­a de puristas alejados de la realidad polí­tica como Luis de Arana, pero para el resto de los dirigentes nacionalistas no podí­a ser más que una excusa para ocultar otra realidad. El carácter españolista de la sublevación dejaba poco lugar a dudas sobre las posibilidades de actuación polí­tica que su triunfo deparaba para los nacionalistas. El enfrentamiento entre españoles afectaba, pues, también, y mucho, a los nacionalistas. No puede sostenerse seriamente, por tanto, que las vacilaciones se derivaran de la cuestión nacional. Estas provení­an de la pervivencia de la vieja sí­ntesis integrista y antiliberal a pesar de la evolución vivida durante el periodo republicano. En realidad, a pesar de su españolismo, el bando sublevado resultaba atractivo para parte de los nacionalistas, o como mí­nimo, no menos atractivo que el republicano. La sí­ntesis sabiniana, antiliberal, tradicionalista e integrista seguí­a pesando en el ánimo del partido mucho más de lo que su actuación en un marco de normalidad polí­tica hací­a pensar. Era desde el arraigo de esta sí­ntesis desde donde se planteaba una disyuntiva difí­cil de solucionar: ¿qué se correspondí­a en mayor grado con la idea sabiniana de Euzkadi, un marco republicano democrático en el que el partido podí­a actuar o un marco autoritario, tradicionalista e integrista, sin libertades polí­ticas, pero que prometí­a una restauración de los principios más reaccionarios en materia religiosa, social y cultural?. Esta era la cuestión a la que el Partido no podí­a todaví­a responder en julio de 1936. Una vez resuelta la disyuntiva por la ví­a de los hechos consumados, el partido ya podí­a actuar. Cerrada la crisis, el posibilismo volví­a a imponerse. De la misma manera que habí­a dirigido las alianzas polí­ticas del partido en los últimos años republicanos, la consecución del Estatuto selló el pacto del PNV con el bando republicano.

Sin embargo, como ya se defendió para los años republicanos, este desarrollo final no autoriza a afirmar que la consecución del Estatuto presidiera la actitud del PNV ante el pronunciamiento y la guerra. El Estatuto no era una preferencia de primer orden de los nacionalistas vascos. Su consecución no jugó un papel determinante en la evaluación de las crisis de 1931 y 1936. Las prioridades que se ponderaban eran otras y estaban relacionadas con la sí­ntesis sabiniana. Sólo una vez cerradas las crisis, al margen de la actuación nacionalista en ambos casos, se reinstauraba el posibilismo y se abrí­a la posibilidad de que el Estatuto pasara a ser el objetivo.

Derrotado el golpe en Guipúzcoa y Vizcaya, lo que no podí­a hacer el PNV era tomar a posteriori partido por los sublevados. Tampoco podí­a dejar de proclamar su fidelidad a la República sin pagar un coste previsiblemente alto. Lo que sí­ podí­a hacer era condicionar esa fidelidad al respeto de la legalidad e inhibirse del conflicto, que fue lo que realmente hizo. Durante los primeros meses de la guerra, la pasividad del PNV fue notable, limitándose a intentar mantener el orden. La presencia nacionalista en las Juntas de Defensa que gobernaron las provincias bajo poder republicano estaba muy por debajo de la que le hubiese correspondido en relación a su fuerza real. Los nacionalistas no participaron en la defensa de Guipúzcoa y, de hecho, se negaron a que sus milicias participaran en la batalla de Irún22. En realidad, las proposiciones que el bando sublevado dirigí­a al partido no pedí­an mucho más y, aunque nunca fueron atendidas, la pasividad del PNV a lo largo del verano satisfací­a estas ofertas.

Fue necesario que la República ofreciera el Estatuto para que los nacionalistas abandonaran su inhibición. El tradicional posibilismo volví­a a imponerse y sólo los recalcitrantes como Luis Arana o Angel Zabala se oponí­an a esta evolución, tal y como se opusieron en 1931. A mediados de septiembre Irujo entraba en el nuevo gobierno republicano y el 7 de octubre se constituí­a en Guernica el primer gobierno autónomo vasco. La alianza del PNV con la República quedaba sellada y desde ese momento los esfuerzos nacionalistas se concentraban en defender Vizcaya, el único territorio sobre el que el gobierno vasco podí­a ejercer sus competencias. La práctica independencia con que este gobierno actuaba dadas las condiciones de guerra y la confusión entre gobierno y partido abrí­an en la práctica un escenario más que tentador para los nacionalistas y reforzaron el compromiso jeldike en la lucha.

A pesar del compromiso personal de algunos dirigentes, entre ellos Aguirre, no debe olvidarse que los nacionalistas mantuvieron siempre una concepción propia de la guerra y que la alianza con el bando republicano era sólo el resultado de la satisfacción de una preferencia de segundo orden. Un cambio en estas condiciones podí­a hacerles volver a la inhibición anterior. Sólo esta premisa confiere lógica a la actuación nacionalista tras la caí­da de Vizcaya.

Ante el avance de las tropas nacionales los nacionalistas se negaron a destruir las instalaciones industriales permitiendo que el potencial industrial vizcaí­no cayera en manos de los sublevados. Un mes después, tras unas complicadas, y fracasadas, negociaciones con los italianos, los nacionalistas rendí­an sin condiciones el ejército vasco, incluí­dos los batallones no nacionalistas, a las tropas nacionales en Santoña. Posteriormente, el gobierno vasco, ya sin territorio sobre el que gobernar, se trasladó

A Barcelona donde desarrolló su propia polí­tica bastante al margen de los objetivos del gobierno republicano. En realidad, las actuaciones del PNV durante la guerra sólo se entienden si se tiene en cuenta la prioridad perentoria necesidad de mantener en su seno a un partido católico y conservador que contrarrestara su imagen internacional anticlerical y revolucionaria.

Las consideraciones anteriores no cuestionan el hecho de que el PNV se alió con el bando republicano y que jugó un importante papel en la guerra civil.

4.3.- Barakaldo en los primeros dí­as de la guerra.

En los primeros dí­as de la guerra en Barakaldo el poder fue asumido, en sintoní­a con lo que ocurrí­a en Vizcaya, por una Junta de Defensa. No se ha localizado documentación alguna sobre la composición o actuación de esta Junta. Sin embargo, podemos deducir el clima general a partir de las informaciones de la Causa General. Al igual que en otras zonas del bando republicano, los partidos polí­ticos de izquierdas incautaron los locales de algunas asociaciones vinculadas al Alzamiento. Así­, la CNT se hizo con el local de la Sociedad Tradicionalista, Izquierda Republicana con el de Acción Popular y el Partido Comunista con el del Centro Católico. Sin embargo, a diferencia del resto de la España republicana, no hubo ni revolución ni persecución religiosa. Antonio Rivera señala que los dos factores claves para explicar esta diferencia fueron el peso de una fuerza conservadora como el PNV y el control de la situación por parte del aparato del Estado. Desde la perspectiva que se ha venido manteniendo en este capí­tulo, la primera cuestión resulta relativamente secundaria. La hegemoní­a conservadora no impidió que en otras zonas republicanas se produjeran tanto la revolución como la persecución religiosa. El factor determinante fue el mantenimiento de los mecanismos de poder del Estado republicano, básicamente de los instrumentos de coerción, como ilustra el caso de Barakaldo.

Los primeros dí­as de la guerra en Barakaldo no estuvieron exentos de conatos de persecución religiosa que podí­an haber desencadenado procesos similares a los que se viví­a en el resto de la zona republicana. La mañana del 21 de julio, según el relato de J.L. Bastarrica, grupos de milicianos y un torrente humano que saltaba las tapias al grito de ¡los frailes!, ¡los frailes!,¡que tienen armas! irrumpieron en el Colegio Salesiano. Sin embargo, los padres salesianos contaron con la pronta ayuda de las nuevas autoridades locales que podí­an imponerse sin dificultad sobre los asaltantes por dos razones que marcaban la diferencia con lo que estaba sucediendo en Vilanova: en primer lugar, contaban con la Guardia de Asalto y, en segundo, los asaltantes no disponí­an de armas. Este era el contexto que permití­a que los voluntarios nacionalistas pudieran actuar añadiendo una protección más simbólica que real a los religiosos durante su traslado al ayuntamiento, donde permanecieron mientras duró el registro del colegio. No se encontraron armas y el propio alcalde, antiguo alumno del colegio, se disculpó ante el director y dispuso que los religiosos permanecieran a resguardo en las casas consistoriales. Durante la noche, los padres se dispersaron por varios domicilios particulares. El colegio fue incautado por los milicianos, anarquistas según Bastarrica, y en los dí­as siguientes se multiplicaron los incidentes entre los salesianos que se aventuraban a salir de sus refugios y los milicianos que patrullaban las calles. Estos incidentes provocaron una reunión de la Junta de Defensa para definir la situación de los salesianos en la que, siempre según el relato de Bastarrica, se oyeron voces a favor de la ejecución de los religiosos en el propio colegio. El anhelo represivo contra los religiosos estaba, por tanto, presente en Barakaldo. La solución a esta tensión fue aportada por los nacionalistas, que vení­an velando por la seguridad salesiana desde la ocupación del colegio. El propio Aguirre envió un coche que en la noche del 4 de agosto condujo a los salesianos al Gobierno Civil. La gestión se habí­a realizado a través de Pedro de Basaldúa, secretario de Aguirre y antiguo alumno del colegio. A partir de ese momento, los salesianos quedaron bajo la protección del partido nacionalista que gestionó su salida al extranjero; mientras eran alojados y atendidos por las emakumes.

 

4.4.- La represión de retaguardia

A tenor de lo expuesto hasta el momento, no resulta extraño que la principal caracterí­stica de la represión de retaguardia en Vizcaya en relación al resto de la zona republicana fuera su baja intensidad. Según los datos de la Causa General, el í­ndice represivo en Vizcaya serí­a del 1,3″° frente al, por ejemplo, 2,4″° que puede calcularse a partir de los datos de Sole y Villarroya para la provincia de Barcelona42 y el 2,9″° de Cataluña. Las 23 ví­ctimas establecidas sobre una población 34.000 habitantes arrojas en Barakaldo un saldo represivo del 0,67 «°. La represión en Barakaldo se sitúa casi a la mitad de la media de la provincia de Vizcaya.

Una segunda caracterí­stica de la represión en Barakaldo y, por extensión en Vizcaya, es la baja incidencia de ejecuciones incontroladas en forma de paseos. El control de los cuerpos de seguridad por parte de las autoridades republicanas impidió que este tipo de represión en caliente alcanzara los í­ndices del resto de la zona republicana. Sin embargo, la tensión entre las autoridades y los partidarios de esta represión en caliente fue permanente. Estos últimos lograron imponerse en tres ocasiones, tras bombardeos importantes sobre Bilbao, asaltando los centros de detención. Las ví­ctimas de estos asaltos constituyen, como se verá, el grueso de la represión en Vizcaya.

La represión en Barakaldo

Para el caso de Barakaldo la fuente básica utilizada en el estudio de la represión en la retaguardia en Barakaldo es la Causa General. La obra de José Echeandí­a La persecución roja en el Paí­s Vasco de 1945 y el folleto editado por la Delegación Provincial de Excautivos de Vizcaya en 1946 titulado In memoriam. Mártires de Vizcaya. Labor de una delegación51 ofrecen también listados de ví­ctimas. Se cuenta, además, con diferentes listados realizados por el ayuntamiento. A los problemas señalados para el caso de Vilanova, se añaden en Barakaldo las contradicciones de la Causa General que arroja saldos de ví­ctimas dispares en sus diferentes piezas, además de incluir a fallecidos en febrero de 1936. Sin embargo, sí­ que se cuenta para Barakaldo con fuentes relativas a otros tipos de represión, concretamente varios sumarios, y las memorias inéditas del joven carlista Angel Basterrechea, prisionero durante la guerra.

En el mes de julio se produjeron en Barakaldo tres paseos: la de un conductor monárquico que apareció en la carretera de Santurce el dí­a 22 de julio, la de un obrero calderero de Acción Popular encontrado en el calero de Santurce el 27 de julio, y la del antiguo lí­der de la Unión Patriótica y dirigente de la derecha monárquica Pedro Elí­as, asesinado en la carretera de Cabieces. Sólo esta última parece tener una funcionalidad polí­tica clara. La escasa significación de las otras dos ví­ctimas parece remitirnos al complejo mundo de venganzas más o menos personales que caracterizó la represión descentralizada. Ví­ctima de la ejecución directa murió también un militante carlista, pero en Orduña donde fue apresado por la Junta local después de haber huido de una prisión de Bilbao. Además del empleado asesinado en la retirada de junio de 1937, éstas son las únicas ví­ctimas de paseos en Barakaldo. Se trata de una cifra realmente baja, si se tienen en cuenta, no sólo las circunstancias excepcionales, sino el hecho de que en Barakaldo existí­a una violencia polí­tica endémica en torno a grupos armados de los diferentes partidos que habí­a dado lugar a tiroteos en el periodo republicano y habí­a arrojado muertos en las elecciones de febrero de 1936.

Aparte de estos tres casos de represión descentralizada, la represión de retaguardia funcionaba en Barakaldo bajo el control de la Junta de Defensa local.

Durante el mes de julio se procedió a la detención de carlistas y dirigentes de la derecha que después de su paso por el ayuntamiento eran conducidos a Bilbao. La represión de las primeras semanas en Barakaldo parece tener, pues, con la excepción de los tres paseos, un carácter preventivo y se dirigí­a fundamentalmente contra aquellos sectores de las derechas que, como se señaló con anterioridad, se habí­an estado entrenando para apoyar al golpe de estado. Tampoco parece detectarse un especial ensañamiento con los detenidos por parte de la junta local a tenor de las memorias del carlista Angel Basterrechea, quien escribí­a que «con satisfacción hago constar que en los dí­as transcurridos en la prisión provisional de Baracaldo, fuimos tratados con toda clase de consideraciones personales, por los milicianos encargados de nuestra custodia».

Tras la estancia en Barakaldo, los presos eran conducidos a Bilbao y de ahí­, dada la saturación de los centros de detención bilbaí­nos, muchos de ellos a los barcos prisiones anclados en la Rí­a, a la altura de Altos Hornos. Una vez en los barcos, la seguridad de los presos quedaba garantizada por el normal funcionamiento de las instituciones que hací­a que cómo mí­nimo el Altuna Mendi estuviera custodiado por la Guardia Civil. Según las memorias de Basterrechea, el trato de la guardia civil era bueno, ya fuera por atención a sus funciones o por simpatí­a con los presos.

Sin embargo, existió siempre una tensión entre esta represión preventiva que ejercí­an las autoridades y los partidarios de la represión en caliente o directa. El resto de las ví­ctimas de Barakaldo, y en general de Vizcaya, se produjo en los momentos puntuales en que las autoridades se vieron desbordadas por los segundos. La represión en caliente no operó en Vizcaya a través de los paseos, aunque los hubo, sino principalmente a través de los asaltos a los centros de detención como represalia por acciones de guerra enemigas. Esta circunstancia aporta algunos elementos de reflexión sobre la represión en otras zonas del territorio republicano. Ciertamente, la liberación de los presos y el colapso del Estado republicano permitió la actuación impune de elementos procedentes de los bajos fondos y la marginalidad, especialmente en las grandes ciudades. Sin embargo, no conviene exagerar su incidencia, puesto que en Vizcaya la práctica inexistencia de estos incontrolados no polí­ticos no impidió episodios de represión en caliente. La misma consideración puede aplicarse a los incontrolados polí­ticos, es decir, a los grupos armados de diferentes organizaciones que actuaban autónomamente. En Vizcaya, su papel fue asumido por los milicianos de los que, a pesar de no formar parte de un ejército regular y de las excepcionales circunstancias imperantes, no puede decirse que actuasen sin control alguno. La cuestión era que una buena parte de los hombres armados tras el fracaso del golpe de estado, incluyendo a sus dirigentes, estaban a favor de pasar por las armas a los sospechosos de simpatí­as con el enemigo Y, además, sus pretensiones encontraban un eco popular difí­cil de medir, pero no despreciable. La ausencia de autoridad y la posibilidad de fundirse en el anonimato facilitaba estos objetivos.

Los barcos-prisión fondeados en la Rí­a ilustran esta tensión. Según el relato de Angel Basterrechea, el Altuna Mendi fue ametrallado por grupos de milicianos desde la carretera ya en la segunda semana de agosto. El anhelo represivo se fue incrementado a medida que se iniciaban los primeros bombardeos de la aviación nacional sobre el área bilbaí­na. El 16 de agosto una incursión aérea incendió los depósitos de la CAMPSA en Santurce. Tras el bombardeo se congregó en los muelles una multitud que pedí­a la ejecución de los presos y que intentaba acceder a los barcos en gabarras. Todos estos intentos fueron contenidos por la Guardia Civil. La suerte de los presos cambió, sin embargo, cuando este cuerpo fue relevado y los milicianos pasaron a ocuparse de la custodia de los detenidos. Desde entonces se convirtió en práctica común el formar a los presos en cubierta cuando se producí­an bombardeos de Bilbao. Así­ las cosas, el bombardeo de Bilbao del 25 de septiembre iba a tener consecuencias trágicas. Acabado el bombardeo, de nuevo según la Causa General, «gran número de hombres y mujeres de la más baja calaña, se dirigieron vociferando hacia los muelles de la rí­a próximos a la factorí­a de Altos Hornos, a cuya altura se hallan fondeados los barcos Altuna Mendi y Cabo Quilates […] Desde la orilla, los grupos vociferaban contra los presos e instaban a los guardianes, para que no dejaran a un preso sin vida, y algunos componentes de dichos grupos consiguieron entrar en los barcos a los que se trasladaron utilizando gabarras». Durante la noche se desarrolló la matanza en los barcos-prisión que costó la vida a 41 presos del Cabo Quilates y a 29 del Altuna Mendi. La matanza se repitió el 2 de octubre cuando los marineros de Jaime I entraron en el Cabo Quilates, con un saldo de 38 muertos. Echeandia establece que en primer lugar los marineros se dirigieron al Altuna Mendi y que la guardia civil les impidió el acceso, pero el relato de Angel de Basterrechea, prisionero en el barco, no hace referencia a tal incidencia. Según la Causa General, las ejecuciones fueron iniciadas por los milicianos del barco y los marineros del Jaime I se añadieron a la matanza una vez empezada.

Del relato de Basterrechea, que nunca fue publicado, se desprende con claridad que la presencia de la Guardia Civil era clave para la seguridad de los presos. Un dí­a después de esta segunda matanza, los últimos milicianos abandonaban el barco. Estas matanzas en los barcos-prisión provocaron casi el 17% de las ví­ctimas de la represión en Vizcaya, y el 52% de las de Barakaldo. El mismo dí­a 25 de septiembre se produjo también la saca de la cárcel de Durango de 23 presos de filiación tradicionalista que fueron fusilados en el cementerio. El 26, la cárcel instalada en las escuelas de Urbí­naga en Sestao fue asaltada y resultaron muertos seis presos. Este asalto se repitió en 26 de octubre con un saldo de cuatro muertos, entre ellos dos requetés barakaldeses.

Con la estela de estas matanzas se iniciaba la gestión del gobierno vasco autónomo. El encauzamiento de la represión a través de los tribunales de justicia habí­a sido una de las preocupaciones de los nacionalistas desde el inicio de la guerra. El nombramiento de Monzón como consejero de Gobernación, que ya habí­a dimitido de ese mismo cargo en la Junta de Guipúzcoa en protesta por las matanzas de presos, dejaba claro que el nuevo gobierno tení­a como una de sus prioridades la seguridad de los detenidos. De hecho, Monzón mantuvo el control de la situación durante el resto de la guerra, con la excepción de los sucesos del 4 de enero de 1937. En esta fecha, un nuevo bombardeo sobre Bilbao de la aviación nacional desencadenó un asalto a las cárceles de la capital. Según el informe del fiscal de la Causa General participaron en estas matanzas batallones uniformados y gran número de paisanos, entre ellos, «muchas mujeres que incitaban con verdadero odio y rencor incontenidos, al asesinato». El folleto de la Delegación de Excautivos habla de cerca de 300 muertos en estas matanzas. Echeandí­a establece nueve muertos en El Carmelo, 53 en La Galera, 109 en Los Angeles Custodios y 56 en Larrinaga, en total 227 ví­ctimas de los asaltos a los centros de detención bilbaí­nos. La Causa General no cuantifica las ví­ctimas, pero de sus propios datos puede deducirse que las ví­ctimas oscilaron entre las 240 y las 250, cifra que supondrí­a el 40% de las ví­ctimas de Vizcaya.

Con estas matanzas se cerró la secuencia represiva por lo que a Barakaldo respecta, y en general para Vizcaya, hasta los dí­as de la retirada de las fuerzas republicanas. El dí­a de la entrada de las tropas nacionales en Barakaldo se encontró cerca de su domicilio el cadáver con cinco balas en la cabeza de un empleado de 66 años, que el estadillo de la Causa General califica de monárquico, pero que según su viuda en la declaración personal carecí­a de filiación polí­tica. También en otras localidades de Vizcaya se registraron asesinatos en la retirada. En Vedia un matrimonio y su hija aparecieron carbonizados entre las ruinas de su casa, tras la evacuación del pueblo. Igualmente, los cuatro hermanos Zubirí­a Somonte, más la esposa de uno de ellos y la institutriz a su servicio, fueron asesinados en Las Arenas pocas horas antes de la entrada de las tropas nacionales. Esta última oleada represiva, fruto del despecho, supone un salto cualitativo por cuanto se dirige a familias completas y afecta como mí­nimo a cuatro de las nueve mujeres que, según la Causa General, fueron ví­ctimas de la represión de retaguardia.

En resumen, el balance represivo en Vizcaya muestra la tensión existente entre las autoridades (tanto las republicanas como las nacionalistas) y los partidarios de las ejecuciones directas de los presos que se impusieron en tres momentos puntuales. Según la Causa General, 356 personas (55,2%) murieron en estos asaltos a los barcos y las prisiones, mientras que sólo 20 (3,1%) habrí­an sido ejecutadas de sentencias dictadas por los Tribunales. Del 41% restante cabe deducir que murió a consecuencia de paseos, tanto en Vizcaya como fuera de ella, o de otras medidas de la justicia de guerra. En el caso de Barakaldo, tal como ilustra el cuadro adjunto, los cuatro episodios de asaltos le costaron la vida a más de tres cuartas partes de las ví­ctimas.

 

4.5.- Análisis de las ví­ctimas de la represión.

El establecimiento de la lógica de esta represión necesita de la abstracción de la casuí­stica y el establecimiento para cada ví­ctima de la razón o razones fundamentales que los habrí­an provocado. Sin embargo, en localidades relativamente pequeñas las oposiciones ideológicas o económicas formaban parte de un todo inseparable de las relaciones de conocimiento, deferencia, vecindad o parentesco. De aquí­ que la asignación de una propiedad causal a la ví­ctima se convierta en compleja y meramente aproximativa a los motivos reales de los represores para llevar a término sus acciones, único nivel explicativo relevante. Posicionamiento polí­tico, actividad católica, actuaciones no necesariamente polí­ticas o talante personal constituyen posibles motivos de la represión, cuya jerarquización se complica todaví­a más por el desconocimiento de la situación real del grupo susceptible de ser represaliado. Dado que las declaraciones de la Causa General no recogen las vicisitudes de todo este espectro y que parte de los que declararon tendí­an a magnificarlas, no se sabe quién se encontraba realmente a merced de la represión y quién estaba escondido. Además, sólo para Barakaldo se dispone de información de actuaciones represivas que no desembocaran en la muerte.

A pesar de ello, el análisis de las ví­ctimas desde diferentes criterios permite como mí­nimo para establecer las condiciones necesarias de la represión, aunque no las suficientes, y de ahí­ la lógica de ésta.

Perfil socio-profesional

En contraste con otros lugares, en el Paí­s Vasco no existió una persecución generalizada del clero, se respetaron los edificios religiosos y el culto continuó practicándose con normalidad. Aún así­, 59 religiosos que cayeron ví­ctimas de la represión en el Paí­s Vasco republicano, 44 de ellos en Vizcaya según la Causa General.

Esto supone un 8,68% de las ví­ctimas es esta provincia.

En Barakaldo, el coadjutor de San Vicente fue asesinado en la segunda matanza del Cabo Quilates y un párroco de la diócesis de Burgo de Osma apareció asesinado dos semanas antes en la carretera del Regato. La existencia de opciones de la ultraderecha con sólidas bases populares, como los carlistas, arroja una presencia mayor de las clases bajas entre las ví­ctimas de la represión, concretamente un 30,43% del total y un 33,33% de los no religiosos o fuerzas del orden. A pesar de esta incidencia, el grupo más afectado con diferencia fue el de los empleados. El 52% del total de las ví­ctimas pertenecí­an a este grupo social que en Barakaldo habí­a actuado como la columna vertebral de las opciones de la derecha no nacionalista. Los ingenieros, otro pilar de la polí­tica local, constituyen el único grupo de las clases altas afectado.

Este mero repaso al peso de los distintos grupos sociales entre las ví­ctimas permite establecer el carácter clasista de la represión, pero su incidencia real no puede constarse si no se tiene en cuenta la muy desigual presencia de cada grupo en el conjunto de la población. El 3% de las personas que declaraban profesiones clasificables en las clases altas murieron ví­ctimas de la represión en Barakaldo (el 20% de los ingenieros). En contraste, sólo el 0,09% de las clases bajas se vieron afectadas.

 

Perfil polí­tico

Tras la guerra, las declaraciones de los familiares de las ví­ctimas de la represión tendieron a adscribirlas a las opciones polí­ticas vencederas. En Barakaldo esta magnificación en la Causa General de las opciones vencedoras en la guerra resulta menos problemática. En la medida en que la represión no afectó a la derecha nacionalista desaparecí­a el ocultamiento por parte de los familiares de la filiación polí­tica de las ví­ctimas. Posiblemente los falangistas aparezcan sobrerrepresentados, pero esta distorsión no parece afectar a las dos grandes tradiciones existentes en el seno de la derecha no nacionalista barakaldesa: de un lado, los tradicionalistas y, de otro, los monárquicos, desgajados a esas alturas en diferentes etiquetas.

Para el caso de Barakaldo, el mantenimiento del orden republicano permite disponer de listados de detenidos y su proceso. Así­, pues, es posible realizar un análisis de la lógica polí­tica de represión no centrada exclusivamente en las ví­ctimas mortales.

51 personas de Barakaldo estuvieron encarceladas durante los 11 meses que duró la guerra y 25 sufrieron prisión preventiva. A principios de 1937 el Tribunal Popular de Euzkadi se hizo cargo de estos casos. Casi una tercera parte de los detenidos eran carlistas. Si se cifra la militancia carlista en la localidad alrededor de un centenar de hombres, esto supone que casi un 25% de los carlistas barakaldeses fueron detenidos y, destacadamente, sus dirigentes, como permite constatar el análisis de las juntas de la Sociedad Tradicionalista.

La represión afectó prácticamente a la totalidad de la junta tradicionalista de 1936. El secretario y el tesorero se encuentran entre las ví­ctimas mortales, el contador y dos vocales pasaron en prisión los 11 meses de guerra y otro vocal sufrió prisión preventiva. Curiosamente, escaparon a esta represión el presidente y el vicepresidente.

El primero, José M. de Llaneza, habí­a huido, y el segundo aparece entre los encausados, pero no entre los detenidos. Según su declaración, se dio de baja en febrero, cuando el carlismo no aceptó el resultado electoral y comenzaron los preparativos para el Alzamiento. Contaba, además, a su favor con un informe favorable de Acción Vasca Autónoma que ratificaba su versión y destacaba su comprensión y actuación social en los jurados mixtos.

La junta de 1935 no se vio tan afectada en cuanto a la extensión de la represión, pero sí­ en la intensidad. No tenemos constancia de que dos de sus miembros fuesen ni siquiera encausados, otros dos lo fueron sin que conste detención, pero, en cambio, el vicepresidente y un vocal fueron ejecutados en los barcos prisión. No hay ví­ctimas mortales entre los miembros de la junta de 1934, pero el presidente, el vicepresidente y un vocal pasaron la guerra en prisión; el tesorero sufrió prisión preventiva. En la junta de 1933, sin contar a las personas que hemos nombrando en juntas posteriores, encontramos a tres encarcelados, tres en prisión preventiva y un encausado.

En el caso de los carlistas, por tanto, las detenciones tení­an una clara funcionalidad polí­tica y afectaron a sus dirigentes, disminuyendo a medida que se retrocede hacia juntas anteriores a 1936. Junto a estos dirigentes, se encuentran entre los detenidos bastantes militantes jóvenes que presumiblemente debí­an de formar parte del requeté o participar en los grupos de choque callejeros, como Maximinio López, que ya habí­a sido detenido con una pistola en las elecciones de febrero.

Aunque no existió persecución religiosa en el sentido del resto de la zona republicana, la estrecha vinculación de muchos religiosos a la ultraderecha, especialmente al tradicionalismo, les perfilaba como acreedores de este tipo de medidas represivas. En Barakaldo, tres sacerdotes Paúles fueron detenidos el 16 de agosto por miembros de las patrullas locales, siendo liberados dos horas después. De nuevo, los padres Paúles fueron detenidos el 5 de febrero de 1937, pero esta vez por el Director y Subdirector de Orden Público de Bilbao y ya en el periodo de gobierno autónomo.

Fueron encausados por escuchar Radio Nacional y por ayudar al carlista José Luis Arce a pasar a la zona nacional. Una sentencia del Tribunal Popular de Euzkadi condenó a uno de ellos a 14 años y ocho meses de cárcel y liberó al resto el 18 de mayo. Por otro lado, los dos coadjutores de la parroquia de San Vicente fueron detenidos en el verano de 1936 y, como ya se indicó, uno de ellos encontró la muerte en la segunda matanza en el Cabo Quilates.

Sin embargo, con la excepción de este asesinato y la sentencia contra el padre Paúl, la represión no se dirigió contra los religiosos ni contra los católicos. Un análisis de las juntas de diferentes organismos católicos revela que sólo sufrieron la represión aquéllas personas que, además de participar en el asociacionismo católico, tení­an una militancia polí­tica. Entre los miembros de las juntas de 1931 y 1933 del Sindicato Católico Siderúrgico se produjo un encarcelamiento durante los 11 meses de guerra, pero de un dirigente carlista, y una prisión preventiva, pero de un miembro fundador de Acción Popular. Entre los dirigentes del Centro Católico Obrero se constata otro encarcelamiento durante toda la guerra, pero de un dirigente carlista, y el único caso de prisión preventiva para una persona de la que no se tiene constancia de militancia al margen de la católica, concretamente el presidente en 1932 de la Congregación de Marí­a Inmaculada. De entre los dirigentes de la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos sufrió prisión su presidente, que era también miembro fundador de Acción Popular, y el bibliotecario, cuya militancia se desconoce. La represión de retaguardia en Barakaldo pues, no se dirigió contra los católicos y sólo les afectó en la medida en que compartí­an dirigentes con la derecha local no nacionalista.

Además del carlismo, ya analizado, la militancia polí­tica de los católicos represaliados era Acción Popular. En el caso de esta formación no se dispone de la composición de sus juntas, pero sí­ del listado de fundadores en 1933. En total, 14 personas sobre las que represión de retaguardia se abatió con muy distinta intensidad.

De 10 de ellas no se tiene constancia de que fuesen detenidas, dos sufrieron prisión preventiva, una pasó la guerra en prisión y su presidente, José M. Basaldúa, murió en la segunda matanza del Cabo Quilates.

De lo anterior puede concluirse que un tercio de las detenciones de retaguardia se practicaron sobre los carlistas, que no afectaron a los católicos, y poco a Acción Popular. La cuestión, entonces, es determinar quiénes eran y por qué fueron detenidos los dos tercios restantes de la muestra que estamos analizando.

Los tribunales de guerra hacen referencia a estas personas con el genérico calificativo de derechas. Después de la guerra se les engloba bajo el epí­grafe de monárquicos. El problema radica en que, al no contar la derecha monárquica con una estructura asociativa similar a la del resto de las fuerzas polí­ticas durante la República, la mayorí­a de estos nombres resultan absolutamente desconocidos. El vaciado de la actividad polí­tica y asociativa de los años republicanos no ofrece ninguna información sobre ellos. Tampoco un análisis desde la actividad profesional arroja una caracterización definida de este grupo. El grupo profesional más numeroso de entre los encarcelados de derechas era el de los jornaleros, mientras que empleados y comerciantes suponí­an poco más del 35%.

En resumen, pues, las detenciones de retaguardia se dirigí­an contra los dirigentes carlistas y contra los monárquicos, evitando a los católicos en la medida en que no participaban en la actividad polí­tica y asociativa de estos grupos. De los detenidos carlistas, que representaban un tercio del total, se sabe que mayoritariamente eran dirigentes; de los detenidos de derechas o monárquicos se desconoce su significación polí­tica, pero se ha establecido que no son un grupo homogéneo socialmente.

La siguiente cuestión a analizar es si la represión que acabó en muertes respondí­a a esta misma lógica. El cuadro adjunto muestra a las claras que esto no era así­. Los carlistas barakaldeses eran mucho más numerosos entre las ví­ctimas mortales que entre los detenidos. Esta opción polí­tica agrupa a más de la mitad de las ví­ctimas. Siguen a bastante distancia los monárquicos, que representan casi el 20% de las ví­ctimas mortales, a pesar de ser el grupo más numeroso entre los detenidos, y después, falangistas y miembros o simpatizantes de Acción Popular.

Este desajuste entre detenidos y ví­ctimas mortales indica que ambos tipos de represión seguí­an lógicas distintas. Las matanzas a bordo de los barcos-prisión, que provocaron más de la mitad de las ví­ctimas barakaldesas, no fueron, por tanto, aleatorias, puesto que de ser así­ se hubiera tendido a mantener la proporción existente entre los detenidos. Por el contrario, la selección de las ví­ctimas mortales se realizaba a bordo siguió criterios sensiblemente diferentes a los utilizados para la detención. En primer lugar, destaca la abundancia de carlistas, la mitad de los barakaldeses ejecutados en los barcos. En segundo, la significación polí­tica de las ví­ctimas. Además de tres dirigentes carlistas, fueron ví­ctimas de estas matanzas el presidente de Acción Popular y el destacado ultraderechista Emilio Rojí­, antiguo upetista y falangista según la Causa General en el momento de su muerte72, además de un sacerdote. Se trata, en definitiva, de la misma lógica que subyací­a al paseo del dirigente monárquico Pedro Elí­as. Si las detenciones parecí­an tener un carácter preventivo y afectaban a un amplio espectro de las derechas locales no nacionalistas, los asesinatos se dirigí­an contra personajes destacados de la derecha local, y especialmente contra sus miembros más activos en la lucha callejera, los carlistas y falangistas.

 

Edad

En la localidad vicaí­na, la edad media se situaba en torno a los 30 años, con un mí­nimo de 21 y un máximo de 66. Por filiación polí­tica, las ví­ctimas monárquicas eran como media mayores que las del resto de los grupos polí­ticos. Este dato es congruente con la caracterización realizada con anterioridad del grupo monárquico como personajes más relevantes socialmente que el resto de los represaliados. La juventud de carlistas y falangistas, por su parte, responderí­a a la elevada presencia en esos grupos de jóvenes combativos pertenecientes al requeté o a los grupos de acción de Falange.

4.6.- La normalización institucional

Tras la dispersión de poderes que habí­a caracterizado al bando republicano durante el verano, la centralización y la institucionalización fueron afirmándose a lo largo del otoño.

La derecha nacionalista no sólo se habí­a integrado en septiembre en el gobierno de Largo Caballero, sino que, tras la aprobación del Estatuto Vasco en octubre, pasaba a protagonizar la polí­tica del nuevo gobierno vasco. De manera similar a lo que habí­a sucedido en Cataluña, el Departamento de Gobernación del Gobierno de Euzkadi publicó el 16 de noviembre de 1936 un Decreto por el que disolví­a las Juntas de Defensa locales y traspasaba todas sus funciones a los ayuntamientos. Se restauraba así­ a los concejales electos en 1931, con la excepción de aquéllos que habí­an sido destituidos a lo largo del verano. En el caso de Barakaldo, los destituidos habí­an sido los concejales de la derecha no nacionalista (católicos independientes y los republicanos radicales). Sus vacantes habí­an de cubrirse con concejales propuestos por el Frente Popular y el PNV, en proporción a los votos obtenidos por estas formaciones en las elecciones de febrero de 1936.

Esta fórmula permití­a adecuar en parte la composición municipal a la correlación de fuerzas existente con anterioridad al estallido de la guerra, corrigiendo una representación municipal que permanecí­a inalterable desde 1931 a pesar de los avatares polí­ticos vividos en el Paí­s Vasco en los años republicanos. Además, en el conjunto de Vizcaya, favorecí­a notablemente a los nacionalistas, vencedores en estas últimas elecciones. En Barakaldo, los nuevos nombramientos reequilibraban drásticamente la correlación de fuerzas en el ayuntamiento74. Los socialistas pasaban de siete concejales a 11 y entraban en el ayuntamiento nuevas fuerzas como el PCE con dos regidores e Izquierda Republicana y Unión Republicana, con uno respectivamente. En total, 15 regidores para el centro-izquierda no nacionalista. Mucho más beneficiado salí­a el PNV que pasaba de cuatro a 10 regidores. Permanecí­an en sus puestos los antiguos concejales de ANV que poco antes de la guerra se habí­an escindido para fundar Acción Vasca Autónoma. Con ello, el sector nacionalista contaba con 14 regidores. A ellos se añadí­a el concejal que le correspondí­a nombrar a ANV, de adscripción nacionalista, pero nombrado dentro del cupo correspondiente al Frente Popular.

Esta lí­nea divisoria entre nacionalistas y no nacionalistas marcó las votaciones para la constitución del nuevo ayuntamiento. En ausencia de Luis de Urcullu, de AVA, la votación para alcalde confirmaba al socialista Eustaquio Cañas, alcalde desde marzo, por 15 votos a favor y 14 en blanco. Sin embargo, al no obtenerse mayorí­a absoluta, se entabló una discusión sobre si la votación debí­a repetirse en la misma sesión o en la siguiente, según se siguiese la ley de 1877 o la de 1935. La propuesta de una nueva sesión fue defendida por Acción Vasca Autónoma y secundada por el PNV. Finalmente, el concejal de ANV dio por zanjada la cuestión al sumar su voto a los de la izquierda, permitiendo que se procediera la inmediata repetición de la votación.

Con la abstención de cada bloque cuando el elegido pertenecí­a al bando opuesto, los socialistas obtuvieron la alcaldí­a y la primera tenencia, el PNV la segunda, y el PCE, ANV, IR y UR, se hicieron cargo respectivamente de la tercera, cuarta, quinta y sexta. Una séptima tenencia en poder de los socialistas subrayaba la hegemoní­a de esta fuerza polí­tica. Quedó configurado así­ un equipo de gobierno de concentración en el que se integraban todas las fuerzas polí­ticas, con la excepción de AVA, y en el que las fuerzas no nacionalistas eran hegemónicas. El PNV sólo tení­a una de las tenencias (la 2ª) y los concejales escindidos de ANV abandonaban el equipo de gobierno, en el que habí­an estado desde 1931. En la siguiente sesión el PNV renunciaba a la segunda tenencia «sin que esto suponga ninguna clase de obstrucción». La elección de un socialista para ocupar la vacante dejaba í­ntegramente el gobierno local en manos las izquierdas no nacionalistas, con una destacada hegemoní­a socialista.

El PNV en Barakaldo, por tanto, preferí­an no participar en un grupo de gobierno en el que tení­an poca capacidad de influencia. Eso no significa, sin embargo, que los nacionalistas barakaldeses se inhibiesen a la manera en que lo habí­a hecho el nacionalismo hasta la formación del gobierno vasco. La insistencia en la cuestión formal en la sesión de constitución, a pesar de la premura que imponí­a la situación de guerra según los socialistas, revela que pretendí­an hacerse con el gobierno de la localidad. Su estrategia polí­tica se centraba en la formación de un frente nacionalista con los concejales de AVA, escindidos de ANV, y el nuevo concejal de esta formación. Reeditaban, así­, la estrategia que habí­an seguido en los meses anteriores a la guerra. Contaban para ello con la disposición de los antiguos concejales de ANV, que precisamente habí­an sido expulsados de la formación por ese pacto, aunque no fueron seguidos hasta el final por el nuevo concejal de ANV. El compromiso nacionalista con la nueva situación se puede medir también por las caracterí­sticas de sus nuevos concejales. La notable ampliación del grupo nacionalista llevaba al ayuntamiento a una representación del entramado institucional nacionalista en la localidad. Entre los recién nombrados figuraban el presidente del Batzoki de Barakaldo en 1934, el presidente del Batzoki del Regato de este mismo año, a un antiguo presidente de STV y vocal de la Junta Municipal y a un dirigente solidario, además del hijo de uno de los primeros.

 

5.- EL FRANQUISMO

El debate sobre la naturaleza del franquismo ha producido una amplia bibliografí­a y notables esfuerzos teóricos por parte de historiadores y otros cientí­ficos sociales por conceptualizar el régimen. Buena parte de este debate se ha venido vertebrando en torno a la caracterización del régimen realizada en los años sesenta y desde la ciencia polí­tica por J.J. Linz, que definí­a al régimen como una dictadura autoritaria con pluralismo limitado1. Con ello, Linz desgajaba el franquismo del grupo de regí­menes fascistas clásicos como el alemán o el italiano, pues no encajaba en el concepto de totalitarismo en el que la ciencia polí­tica enmarcaba a los fascismos.

Las crí­ticas a la formulación de Linz estuvieron muy condicionadas por el potencial justificador de su caracterización. No en vano la actitud norteamericana ante el régimen se justificaba en formulaciones bastantes similares a las de Linz. La condena del régimen y la memoria de sus ví­ctimas aparecí­a estrechamente ligada a su conceptualización como fascista.

Sin embargo, a pesar de este transfondo, el debate nunca se circunscribió a argumentos de tipo polí­tico o moral. Frente a la propuesta de Linz se fue desarrollando todo un entramado argumentativo teóricamente solvente que subrayaba los profundos paralelismos entre el franquismo y los casos alemán e italiano, al menos en sus orí­genes.

Y es que la supervivencia del régimen a las dictaduras europeas y la evolución que necesariamente implicaba su larga duración dificultaban notablemente una conceptualización global.

La caracterización de Linz parecí­a inspirarse en la realidad del régimen en los sesenta, mientras que los primeros años de postguerra centraban el interés de los defensores de su caracterización como fascista. En este sentido, Josep Fontana establecí­a que la comprensión del régimen debí­a centrarse en la inmediata postguerra, que «es cuando se nos aparecen sus propósitos libres de disfraces e interferencias» que caracterizarí­an su larga evolución adaptativa. En esta formulación, el planteamiento de Fontana puede ser criticado como esencialista e idealista, en la medida en que se centraba más en las intenciones de los dirigentes franquistas que en la configuración real del régimen. Sin embargo, Fontana tení­a razón en su acotamiento cronológico e incidí­a en una cuestión clave para el debate que hay que explicitar en toda conceptualización del régimen si no se quiere derivar hacia eruditos debates escolásticos.

No se trata tanto de que si el franquismo hubiera caí­do ante las tropas aliadas en 1945 el debate hubiera dejado de existir. Incluso en ese caso hubiera sido posible, especialmente si parte de la historiografí­a posterior hubiera sentido la necesidad de justificarlo o exculparlo. La cuestión es que si el fascismo italiano no hubiera entrado en la guerra y hubiese sobrevivido adaptándose al contexto de la guerra frí­a ¿se le podrí­a caracterizar de fascista? Obviamente una respuesta serí­a que entró en la guerra y que por eso era fascista o, de manera similar, puesto que era fascista no podí­a dejar de hacerlo. En ciencias sociales, las hipótesis contrafactuales corren siempre el riesgo de convertirse en estériles ante este tipo de respuestas. Sin embargo, parece indudable que la victoria aliada supone una cesura histórica de tal magnitud que puede sostenerse que de la evolución del régimen no se deriva su caracterización anterior. Por ello, la cuestión cronológica es crucial en el debate y hay que aclarar si se habla del régimen antes de que la derrota alemana se viera clara o del régimen en su conjunto. Pocos mantienen que el régimen fuera fascista en los años sesenta. El tema es si el franquismo en su conjunto es  la evolución adaptativa de un fascismo inicial o si es la deriva de otro tipo de régimen.

Delimitado así­ el debate, los defensores de conceptualizar el franquismo como fascismo presentan argumentos de peso. El franquismo pretendió una reestructuración radical de la sociedad con el fin de ofrecer una respuesta definitiva a los desafí­os polí­ticos, sociales y culturales planteados por las masas a los sistemas liberales heredados del siglo XIX. Y esta respuesta pasaba básicamente por derrotar a los sectores que vení­an planteando tales desafí­os, prioritariamente a los trabajadores, pero no sólo a ellos. Esto implicaba acabar con los presupuestos liberales que habí­an permitido su planteamiento y que estaban en la base del funcionamiento de las sociedades europeas, como mí­nimo, desde la caí­da del absolutismo. Pero no sólo coincidí­a con los regí­menes italiano y alemán en sus objetivos. También los mecanismos aplicados para llevar a cabo tal proyecto eran notablemente similares, y, por tanto, la configuración del régimen.

Sin embargo, esta identidad no puede obviar las peculiaridades del régimen español frente a sus congéneres, desde la debilidad de Falange pasando por el papel de los militares o, más todaví­a, el de la Iglesia. Ello ha dado lugar a que se preste mayor atención al funcionamiento real de los regí­menes italiano y alemán, más allá de la imagen de perfecto totalitarismo que proyectan, y se subrayen algunas similitudes en cuanto a actuación de otros grupos, continuidades de situaciones anteriores, etc.

Paralelamente, se ha insistido en que aún cuando los agentes actuantes no fuesen los mismos, sí­ que existen notables paralelismos en lo concerniente a la función que realizaron. Estas peculiaridades derivan de la especí­fica toma del poder del proyecto fascista a través de una guerra civil protagonizada por los militares y no de la ofensiva del partido fascista. Necesariamente ello implica una configuración especí­fica que no cuestiona la identidad. Pero, ¿realmente no la cuestiona?. ¿Puede mantenerse que la similitud de proyecto y actuaciones basta para convertir en secundaria la correlación de fuerzas diferenciada fruto de la guerra civil?. ¿O debe afirmarse, por contrario, que la necesidad de una guerra civil ante la debilidad del fascismo español constituye precisamente la constatación del fracaso del fascismo en España?.

Para dar cuenta de esta especificidad del franquismo como «el menos fascista de los regí­menes fascistas o el más próximo al fascismo de entre los no fascistas», Ismael Saz ha propuesto su conceptualización como dictadura fascistizada. Llegados a este punto, pudiera parecer que la conceptualización del franquismo se retrotrae al principio del debate. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Las peculiaridades españolas a las que ahora se presta atención no remiten ya a la relativa benevolencia del régimen frente a nazis o fascistas italianos, sino, por el contrario, al papel secundario que en el franquismo jugaron «los mecanismos de integración y movilización [que] permitieran ampliar las bases de apoyo popular»5 . En su lugar, la intensa represión sobre los vencidos se erigió en uno de sus rasgos constitutivos. Desde esta perspectiva, el debate sobre el fascismo del régimen puede liberarse de la losa polí­tica y moral que lo constreñí­a. Que el franquismo no sea fascista no significa que fuera menos malo. Por el contrario, era peor.

En todo caso, la rotulación del régimen va perdiendo centralidad en la medida en que se consolida la producción historiográfica sobre la realidad que impuso y su funcionamiento. Estos estudios, muchos desde el ámbito regional y local, acotan unas franjas de consenso historiográfico que limitan notablemente las posibilidades de caracterización que se dirimí­an en el debate meramente teórico. Como se verá, en la presente investigación las peculiaridades del caso español planean continuamente sobre el análisis. Pero su objetivo no es conceptualizar el régimen a partir de las resistencias de la derecha tradicional a ser desplazada por los falangistas o del papel de la Iglesia. No se trata de postular el fracaso del proyecto totalitario, ni, por el contrario, de apuntalar la concepción fascista subrayando las identidades funcionales como la función socializadora en los nuevos valores de la Iglesia. Se pretende simplemente señalar que estas peculiaridades estaban ahí­, pero a la vez marcar los lí­mites de estas disidencias y tensiones y subrayar el consenso básico en torno a las radicales y novedosas medidas de intervención sobre la sociedad que puso en práctica el franquismo y que tanto se asemejan a las alemanas e italianas. Si este consenso basta para caracterizar al régimen como fascista o si además es necesario un acuerdo adicional sobre quién debí­a mandar, qué organizaciones debí­an encuadrar la sociedad y una ideologí­a cerrada y coherente es algo que desborda las pretensiones de este estudio. Posiblemente en estos momentos resulte más fructí­fero desbrozar entre todo lo escrito lo que no puede sostenerse a la luz de las investigaciones que ofrecer una conceptualización acabada de la naturaleza del régimen.

5.1.- El franquismo a escala local: las lógicas de la victoria.

Con bastante independencia de la postura mantenida en el debate sobre su conceptualización, el funcionamiento polí­tico del régimen se ha venido enmarcando en la pugna entre los grupos polí­ticos que se han conocido como familias polí­ticas, con sus componentes falangista, tradicionalista, católico y monárquico. Así­ lo han reflejado multitud de aportaciones locales o provinciales que traducen este esquema general a su ámbito de estudio.

Sin embargo, otras investigaciones señalan la dificultad de realizar esta traslación del esquema politicista a sus respectivos ámbitos de estudio. En un principio, esta dificultad se atribuyó a las caracterí­sticas propias de los contextos polí­ticos que se estudiaban, en los que no todas las familias estaban presentes. Pero progresivamente se fue haciendo evidente para muchos investigadores que la explicación del inestable y heterogéneo panorama polí­tico local y provincial del primer franquismo apuntaba más allá de las dificultades de traslación de un equilibrio polí­tico central a condiciones locales heterogéneas en el proceso de asentamiento del régimen. Tampoco el centro parecí­a disponer de criterios polí­ticos uní­vocos sobre quién debí­a vertebrar polí­ticamente la Nueva España, tal como ponen de manifiesto las intervenciones centrales en las pugnas locales. Muestra de ello es el panorama descrito por A. Cazorla en el que la desorientación polí­tica de la Falange y la lucha de bandos o capillas por el poder presidirí­a la realidad de la España de la postguerra. La constatación de este reguero de conflictos requiere de un marco explicativo que lo haga comprensible si no se quiere transmitir la imagen de un régimen inestable y extremadamente débil que, en el fondo, se mantendrí­a por la ineptitud de los que debí­an haberlo derrocado. No es esto lo que afirma Cazorla, pero algo de ello destilan las páginas que dedica a la oposición.

Por el contrario, el régimen no era débil y prueba de ello fue no sólo la represión que siguió ejerciendo durante años sobre los vencidos, sino que nunca se viera en la necesidad de tender puentes hacia ellos. Esta heterogeneidad y relativa inestabilidad polí­tica se derivaba del hecho de que no habí­a sido un partido el protagonista de la destrucción del Estado y la sociedad liberal en España, sino un golpe militar que desembocó en una larga guerra civil. El franquismo fue el resultado de la victoria en esa guerra civil y ello impuso lógicas que no estaban presentes en los casos italianos y alemán, aunque estos regí­menes constituyeran la referencia de la nueva sociedad que se pretendí­a construir y se aplicaran mecanismos de organización y encuadramiento similares. Por tanto, fue la victoria bélica lo que legitimó la Nueva España, y no una ideologí­a polí­tica partidista concreta. De ahí­ que, a pesar que de que el falangismo tendiese a erigirse en el referente ideológico oficial del régimen, no pudiera desplazar al resto de las tradiciones polí­ticas que habí­an colaborado en tal victoria. Además, el escaso arraigo de los falangistas en muchas zonas los convertí­a en poco o nada representativos de aquellos poderes sociales que también habí­an ganado la guerra. Y es que la victoria no se agotaba en su dimensión polí­tica. En la guerra civil se lidiaron otros muchos temas estrechamente vinculados. Existió un victoria religiosa que acabó con el largo debate sobre el papel de la Iglesia en la sociedad española. Muy ligado a ello, existió también una victoria cultural que mandó al paredón, a la cárcel o al exilio a los presentantes de un amplio espectro de tradiciones culturales y cientí­ficas que se habí­an venido oponiendo a la estrecha tradición cultural integrista y reaccionaria que salí­a vencedora de la guerra. Forzando la caracterización podrí­a incluso hablarse de una victoria de género. La victoria acabó radicalmente con los procesos de promoción de la mujer española y, de hecho, la disidencia frente al modelo femenino victorioso se consideraba, como se verá, una afrenta la sangre de los mártires. Finalmente, existió otra victoria crucial para la comprensión del régimen: la victoria social.

La concreción del régimen en sus distintos niveles y ámbitos geográficos responderí­a a la combinación de las lógicas derivadas de todas estas victorias. En esta investigación se propone tomar la victoria polí­tica y la social como los parámetros de la comparación. Victoria polí­tica y victoria social constituyen, así­, dos ejes de coordenadas que delimitan un espacio de posibilidades de concreción del régimen a escala local y regional cuya utilidad, como mí­nimo heurí­stica, no se restringe al caso de Barakaldo.

 

La victoria polí­tica.

El eje de la victoria polí­tica expresa el grado de identificación con las tradiciones polí­ticas que el régimen declaraba como suyas. Por tanto, no supone ningún pluralismo, puesto que la ortodoxia falangista no agotaba la victoria polí­tica. Los falangistas eran, de hecho, un sector minoritario en la alianza polí­tica que generó el bando nacional.

Tampoco puede dar cuenta exactamente del grado de radicalidad y novedad de las propuestas polí­ticas de los grupos que integraban esta coalición. Como señala Saz, la alianza contrarevolucionaria «no se daba sólo entre las fuerzas clásicas de la derecha y los fascistas, sino que en su conjunto hay que incluir como un elemento esencial a las fuerzas de la derecha fascistizada»7. Nada autoriza a pensar que los monárquicos siguieran defendiendo los principios liberales clásicos o que los sectores procedentes de otras tradiciones de la derecha quedaran a la zaga en la radicalidad en sus proyectos de reestructuración de la sociedad española. En realidad, el eje de la victoria polí­tica no mide esta radicalidad ni la novedad de estas propuestas, sino la presencia de las tradiciones polí­ticas de preguerra entre los vencedores. Y éstas no eran un elemento secundario, sino que se esgrimí­an como argumento de peso para reclamar o denegar un lugar polí­tico en la Nueva España.

Las luchas locales por el poder en los años cuarenta, con sus secuelas de descalificación polí­tica del contrario, muestran que el régimen no contaba con un criterio polí­tico claro para determinar quién debí­a mandar. Esta ambigí¼edad nos remite al proceso especí­fico por llevó a Franco al poder.

En Alemania e Italia el proceso de destrucción de la sociedad y el Estado liberales fue liderado por partidos fascistas. En ambos casos, se produjo una convergencia y satelización del espectro antiliberal en torno a estos partidos, ya fuera integrando sectores procedentes de tradiciones polí­ticas diferenciadas dentro del partido, ya fuera por medio del pacto entre el partido fascista y poderes claves para la consecución de sus objetivos. En todo caso, en el momento de instauración del régimen fascista existí­a una jerarquización de sus bases de apoyo en torno al partido y a su lí­der.

En España, por el contrario, el protagonismo militar substituyó a este movimiento ofensivo. En consecuencia, la única jerarquización real era la relación de subordinación de los diferentes grupos que habí­an colaborado en la victoria con respecto a los militares que la habí­an protagonizado, con el general Franco a su cabeza. Las distintas tradiciones polí­ticas, al igual que amplios sectores sin filiación polí­tica concreta, reconocieron esta jerarquización; pero nunca acabaron de transigir con la aparente intención del régimen de erigir a una de las tradiciones situadas al mismo nivel, el falangismo, en eje vertebrador del conjunto de subordinados. Habí­a sectores fieles a Franco y a su proyecto, pero que no concebí­an la necesidad del partido único y otros, los más, que comulgaban con la necesidad de una estructura de encuadramiento polí­tico como FET-JONS que institucionalizase el consenso franquista, pero se oponí­an a que fuera la plataforma de promoción de viejos falangistas y nuevos arribistas.

Así­, pues, al acabar la guerra, subsistí­an diferencias polí­ticas entre los vencedores sin que ninguno de ellos estuviera dispuesto a subordinarse a uno de sus compañeros de coalición; fundamentalmente, porque tal subordinación no era la única fuente de poder en el régimen. Ahora bien, tales disensiones remití­an estrictamente a una competencia en un marco común, en el mismo sentido en que se daban en el seno de los partidos fascistas victoriosos, nunca al cuestionamiento de este marco. La coalición franquista no era meramente una reacción negativa ante lo que habí­a supuesto la República, escindida sobre el rumbo a seguir una vez conseguida la victoria. Como se desprende con claridad del esquema comparativo de Luebbert, el franquismo distaba mucho de ser una dictadura conservadora tradicional. «La dictadura tradicional y el nacionalismo no implicaban nada acerca de la organización polí­tica de la sociedad más que la supresión del disenso»; bajo el franquismo, igual que en Alemania e Italia, por el contrario, «la estabilización autoritaria requirió mucho más que en el Este: el cierre de los parlamentos, la extinción de todos los partidos polí­ticos, la supresión de toda libertad de prensa, y especialmente, la destrucción del movimiento obrero y su substitución por organizaciones monopolistas de control estatal».

En definitiva, no se trataba simplemente de bloquear los peligrosos derroteros por los que avanzaba la reforma republicana, sino de la destrucción de los presupuestos en que se habí­an basado el Estado y la sociedad liberales y la instauración de un nuevo régimen caracterizado por la subordinación jerarquizada de la sociedad a un Estado totalitario o, como mí­nimo, fuertemente autoritario. Este era el mí­nimo común denominador de los grupos que apoyaban al franquismo y era un mí­nimo lo suficientemente restrictivo y novedoso como para que pueda hablarse de competencia de proyectos polí­ticos realmente diferenciados. Todos estaban de acuerdo en la necesidad de enterrar la tradición liberal, incluso en sus versiones más conservadoras y autoritarias, e imponer un control del Estado sobre la sociedad y los ciudadanos sin precedentes que imposibilitara el resurgimiento de los desafí­os que habí­an presidido el siglo XX. Y además, y este es el rasgo caracterí­stico del caso español, estaban de acuerdo en que la premisa básica para que este proyecto pudiera desarrollarse era una intervención represiva de amplio alcance que eliminara fí­sicamente a aquéllos que se oponí­an y paralizara por el terror a futuros opositores. La concreción del proyecto de reestructuración profunda podí­a ser discutido, pero nadie dudaba de que sin esa limpieza ningún proyecto tení­a posibilidades de triunfo. Cuestión aparte es que algunos prefirieran dejar que otros hicieran la tarea sucia. Frente a esta amplia zona de acuerdo positivo, la renuncia a abandonar las respectivas tradiciones ideológicas y a subordinarse a alguno de los competidores polí­ticos de la coalición era simplemente el resultado de cómo se habí­an alcanzado tales innovadores objetivos en España, es decir, a través de una guerra civil dirigida por los militares y no a través de la movilización polí­tica.

La coincidencia básica de todas estas tradiciones polí­ticas en torno a un núcleo de objetivos muy restringido queda subrayada por el hecho de que las maniobras y conspiraciones más importantes para substituir al general Franco se desarrollaron mientras se creyó que de la II Guerra Mundial iba a resultar un orden polí­tico internacional fascista o fascistizado. Este era el contexto en el que tení­a sentido la pugna entre sectores no jerarquizados entre sí­ por conseguir el máximo, es decir, rematar el régimen surgido de la guerra con una dirección polí­tica acorde con la tradición ideológica, simbólica y clientelar propia. Estas maniobras sencillamente se desactivaron cuando empezó a vislumbrarse que cualquier alternativa a Franco habrí­a de operar en el marco de la victoria liberal internacional. En consecuencia, se prescindió de  pretensiones últimas y se cerró filas en torno al núcleo de objetivos básicos de cuya continuidad  Franco era la única garantí­a. La discusión sobre si este núcleo básico habí­a sido fascista o corporativo, totalitario o autoritario es una cuestión relativamente secundaria para comprender la evolución del régimen a partir de 1945. Con independencia de la formulación concreta a que hubiese dado lugar, todos se aplicaron en la perpetuar el máximo posible de lo conseguido.

El eje de la victoria polí­tica debe entenderse en este contexto de pugna limitada. Aparentemente, aquéllos que podí­an esgrimir un historial de beligerante españolismo antiliberal, limpio de accidentalismos, complicidades y oportunistas transigencias vergonzantes estaban llamados a protagonizar la Nueva España y, ciertamente, obtuvieron en un principio importantes posiciones de poder. En consecuencia, en esta escala de la ortodoxia, el máximo corresponderí­a a falangistas y tradicionalistas, e irí­a decreciendo a través de los monárquicos y católicos y otros grupos de la derecha hasta llegar a las derechas de tradición no españolista como la Lliga y eventualmente sectores satelizados por el PNV. Pero, esta graduación no implica pluralismo, ni cuestiona después de 1945 la voluntad común de hacer pervivir el régimen.

Pero es que, además, la adscripción polí­tica a una u otra tradición no era el único factor determinante. Tanto o más era la lógica que imponí­a la otra victoria: la victoria social.

 

La victoria social

Este segundo eje precisa de menos puntualizaciones que el primero. Nadie parece negar la dimensión social de la victoria. Uno de los principales objetivos de la guerra fue retornar a la sumisión, con pretensiones de perpetuidad, a aquéllos que con distinta intensidad y ritmo habí­an desafiado las posiciones de dominio de las élites socioeconómicas tradicionales. A diferencia de lo que Burleigh y Wipperlamann establecen para el régimen nazi9, en el caso del franquismo estas élites no estuvieron dispuestas a verse despojadas de su poder polí­tico a cambio del mantenimiento de su preeminencia social. Por el contrario, a escala local y provincial se aprestaron a controlar el poder polí­tico en contra de aquellos individuos promocionados por la lógica de la victoria polí­tica que no contaban con su confianza. No se habí­a hecho la guerra para que unos falangistas advenedizos vinieran a mandar y, menos aún, a modificar las relaciones de poder social y económico imperantes en cada contexto local o provincial.

Esta dimensión social de la victoria acabó de cimentar el ya amplio consenso anteriormente señalado en el terreno polí­tico. Para gran parte de las élites tradicionales, la confirmación de su dominio social y económico compensaba ampliamente los posibles resquemores ante la conveniencia de suprimir toda representatividad en el Estado o ante la correlación de fuerzas resultante de esta supresión. La destrucción del movimiento obrero, el encuadramiento de la sociedad en instituciones disciplinadas y jerarquizadas, el restablecimiento de las jerarquí­as sociales, la desaparición de la carga fiscal sobre la riqueza, el retorno al sistema educativo selectivo y elitista., etc. son elementos que explican el apoyo básico de los poderes sociales al régimen al margen del hipotético disgusto con su retórica oficial.

Teóricamente, la victoria polí­tica resultaba independiente de la situación de los vencedores en la escala social. De tal victoria no deberí­a deducirse necesariamente ningún perfil sociológico especí­fico del nuevo personal polí­tico. Sin embargo, las investigaciones locales constatan que estos perfiles sociológicos no fueron aleatorios.

La significación socioeconómica pesaba tanto o más que la militancia polí­tica en el ánimo del régimen a la hora de terciar en una pugna polí­tica local.

En definitiva, la victoria social constituirí­a el contrapunto de las élites sociales tradicionales de cada contexto local y provincial a las novedades polí­ticas introducidas por el régimen y, concretamente, a la promoción de sectores ajenos a los núcleos de extracción tradicionales por la ví­a de la victoria polí­tica.

La lógicas vasca

A diferencia de lo que pasaba en Cataluña, la derecha que cumplí­a las exigencias de ortodoxia polí­tica demandadas por el régimen habí­a tenido una presencia importante en el escenario polí­tico vasco de preguerra. Las fuerzas polí­ticas que constituí­an en oposición a la izquierda y al nacionalismo el tercer vértice del triángulo polí­tico vasco durante la República se habí­an caracterizado por su antiliberalismo y españolismo. Aunque su fuerza en Vizcaya no podí­a compararse a la que tení­a en Guipúzcoa y, más todaví­a, en Alava y Navarra, el carlismo habí­a conseguido tejer una estructura de implantación extensa y de base popular. Los monárquicos alfonsinos, por su parte, habí­an compensado su tradicional debilidad organizativa con el poder que se derivaba de su directa vinculación con las grandes familias industriales y financieras de la provincia. La adscripción a Renovación Española de los jóvenes que protagonizaron el actividad monárquica durante la República ilustraba una acelerada evolución hacia un monarquismo autoritario, antiliberal y ultraespañolista para el que el liberalismo era sólo, en palabras de José F. Lequerica, «el traje europeo de rigor».

La evolución de la polí­tica europea permitió pronto la posibilidad de un cambio de traje. Así­, estos núcleos monárquicos alfonsinos acabaron por establecer una especie de tutela sobre la Falange bilbaí­na. José Antonio ejercí­a una intensa atracción sobre Lequerica y José M. de Areilza medió entre Falange y las JONS para conseguir la fusión de ambas organizaciones, además de formar parte del primer Consejo Nacional del nuevo partido, sin abandonar por ello su militancia en Renovación. Una parte de la juventud monárquica se decantó por el nuevo partido, pero, además de una radicalización juvenil del monarquismo autoritario, la Falange bilbaí­na representaba «la incorporación de nuevos elementos radicales, ajenos a la élites tradicionales, a la acción polí­tica».

La victoria polí­tica de este conglomerado españolista de ultraderecha sobre la izquierda y el nacionalismo vasco lo convirtió en el eje vertebrador del régimen franquista en Vizcaya. En el ayuntamiento de Bilbao y en la Diputación, esta victoria polí­tica coincidió a grandes rasgos con una victoria social. A través de los abogados e ingenieros industriales que coparon ambas instituciones, la llamada oligarquí­a vizcaí­na recuperaba el poder polí­tico en la provincia, e incluso, lo ampliaba con el establecimiento de un canal privilegiado de comunicación con las más altas instancias polí­ticas del régimen.

La hegemoní­a dentro del conjunto de fuerzas que componí­an el vértice polí­ticamente vencedor correspondió a los hombres procedentes del monarquismo alfonsino. Sin embargo, a pesar de que algunas personalidades mantuvieran esta adscripción dentro del juego de las familias polí­ticas, este predominio no puede interpretarse como la supremací­a de la familia monárquica en Vizcaya; era simplemente una consecuencia de la adscripción tradicional de la burguesí­a vizcaí­na restaurada en el poder. Como señala Elena Mariezcurrena, lo fundamental fue que «la clase económicamente dominante se declaró franquista», sin ulteriores implicaciones.

Mientras este personal procedente del monarquismo sintetizaba la doble victoria, social y polí­tica, los falangistas representaban básicamente la lógica de la victoria polí­tica. En contraste con la extracción netamente burguesa de los primeros, los falangistas presentes en la Diputación y en el ayuntamiento de Bilbao en 1942 eran, en su mayorí­a, hombres ajenos a las élites de poder vizcaí­nas tradicionales: empleados, agentes comerciales, periodistas…, hombres que debí­an su presencia polí­tica a su condición de camisas viejas históricos15. Esta derivación polí­tica de la victoria en la conformación del núcleo dirigente de las principales instituciones vizcaí­nas parecí­a agotarse en los falangistas. Los carlistas, a pesar de su base social, fueron perdiendo influencia a escala provincial. José M. Oriol cesó de sus cargos de alcalde y jefe provincial de FET-JONS en diciembre de 1940, y en septiembre de 1942 lo hicieron los carlistas que lo sustituyeron en estos cargos.

Sin embargo, este modelo de funcionamiento basado en la doble victoria que se impuso en las instituciones centrales de la provincia no era fácil de reproducir a escala local. De entrada, su extensión geográfica estaba doblemente limitada por la concentración polí­tica y económica de la élite vizcaí­na. Por un lado, la implantación monárquica se habí­a limitado a la capital y a los núcleos de residencia de las grandes familias; por otro, la concentración industrial suponí­a la inexistencia de burguesí­as industriales locales que pudieran reproducir a esta escala el modelo provincial.

Lo verdaderamente especí­fico del caso vizcaí­no fue que esta doble limitación no podí­a ser superada, como en tantos otros lugares, a través de la incorporación de las fuerzas vivas locales. En Vizcaya, una parte de estas clases medias que podí­a haber desarrollado la lógica de la victoria social estaba proscrita por su vinculación al nacionalismo vasco. En la medida en que tanto esta proscripción como la relativa fortaleza e implantación de la derecha españolista impedí­an un desarrollo similar al apuntado para Cataluña, tomaba protagonismo la lógica de la victoria estrictamente polí­tica. Barakaldo constituye una muestra de la primací­a de esta lógica de la victoria polí­tica. Los carlistas acapararon el poder local en 1937 y se negaron a compartirlo con aquellas fuerzas vivas que no pudieran esgrimir un pasado polí­tico ortodoxo. Lavictoria polí­tica se impuso sobre la social.

La victoria polí­tica barakaldesa

«Conste con ella que a las once y treinta minutos de la mañana de hoy entran triunfalmente en Baracaldo las Fuerzas Nacionales del Glorioso Ejército Español, liberando a la Anteiglesia del dominio rojo-separatista. (…) Cesó, pues, hoy, fecha histórica feliz en los anales de Baracaldo (que vuelve a ser la Muy Noble y Muy Leal Anteiglesia) el dominio rojo-separatista que ya sufrí­a el pueblo del llamado Frente Popular desde antes del 18 de julio de 1936, fecha del Glorioso Alzamiento Nacional; y quedan, pues, impuesto en Baracaldo por las armas y heroí­smo nacionales, estos ideales: «Dios y España», que desarraigarán de sus moradores la antipatria y el marxismo inculcados por los malos españoles». Con estas palabras, daba cuenta el Oficial Mayor Nicolás de Santurtún en funciones de Secretario del inicio del franquismo en Barakaldo.

Tras la entrada en la localidad el 22 de junio de 1937, la autoridad militar designó al ingeniero de Altos Hornos Federico Gómez Rubiera como Delegado de la Autoridad Militar. Sin embargo, el mandato de este hombre sin actividad polí­tica previa conocida fue muy breve. Ya el 28 de junio se nombró para este puesto al hombre que habí­a de regir los destinos de Barakaldo durante los siguientes 26 de años: José M. Llaneza Zabaleta.

José M. Llaneza habí­a nacido en León en 1898 y trabajaba en Altos Hornos desde los años de la Dictadura. Facultativo de minas, formaba parte de ese migrado, pero activo grupo social que eran los empleados de altos ingresos en Barakaldo. De filiación carlista, los primeros indicios de su actividad polí­tica aparecen en 1935, fecha en la que se hizo con la presidencia de la Sociedad Tradicionalista de Barakaldo. En 1936 participó como vocal en la Junta de Guerra de Vizcaya desde la que los carlistas prepararon el Alzamiento18. Cuando estalló la guerra, escapó a la Zona Nacional y a su regreso se hizo cargo del poder local en Barakaldo.

El 6 de julio se reuní­a la primera Comisión Gestora interina compuesta por el alcalde y cuatro gestores elegidos por éste. Un repaso a la biografí­a de los elegidos para esta primera Gestora muestra la lí­nea polí­tica que habí­a de regir el mandato de Llaneza.

Benito López Pérez era un empleado de 56 años con experiencia en la polí­tica  municipal. Concejal de 1915 a 1919 y de nuevo en el ayuntamiento final de la Dictadura, habí­a presidido la Sociedad Tradicionalista en 1928 y era vicepresidente en 1938 de la Sociedad de Deportes Oriamendi, el equipo de futbol carlista local. Como muchos otros carlistas barakaldeses, era a la vez padre de activos miembros del tradicionalismo local.

Uno de sus hijos actuó como pistolero en la elecciones de 1936 y, tras su encarcelamiento durante la guerra, ocupaba el cargo de Jefe de Milicias en 1937. Otro de sus hijos murió en el Altuna Mendi. Benito López Pérez eludió la represión de retaguardia declarando ante el Tribunal Popular que habí­a abandonado la Sociedad Tradicionalista, pero fuese o no esto cierto, en 1937 continuaba siendo un elemento lo suficientemente solvente como para instruir el proceso depurador.

Leopoldo Castro Quintano, de 40 años, era otro empleado carlista que habí­a ostentado cargos directivos en la Sociedad Tradicionalista. Concretamente era su tesorero en 1933 y su contador en 1936. Pero, además, Castro ampliaba su actividad local al mundo católico. En 1930 era secretario del Cí­rculo Católico Obrero y en 1934 representaba a la Asociación Católica de Padres de Familia. Habí­a sido también dirigente en 1928 del Desierto FBC. Fue encarcelado durante la guerra. Vicente Bardeci Arechavaleta era un acomodado agricultor de 48 años, también carlista, que, si bien no habí­a formado parte de las juntas tradicionalistas como los dos gestores anteriores, habí­a sido candidato por la candidatura unitaria de las derechas en 1931. No se tiene noticia de que hubiese sufrido la represión de retaguardia, aunque  perdió a su yerno a consecuencia de ella.

Finalmente, Leoncio Pedrosa era un maestro al que no se le conoce actividad polí­tica anterior y cuya ideologí­a polí­tica se cataloga genéricamente de derechas. Sin embargo, su hermano era un militante carlista.

En resumen, pues, el carlismo se hací­a con la hegemoní­a polí­tica en la nueva situación local, con un perfil sociológico muy tí­pico del carlismo barakaldés, empleados en su totalidad, dirigidos por un empleado de mayor rango. El nombramiento de otro carlista como secretario municipal reforzaba la lí­nea polí­tica seguida hasta el momento, en la que la adscripción a una tradición polí­tica concreta, el carlismo y secundariamente el falangismo, constituí­an los criterios para la selección del nuevo personal polí­tico, es decir, para determinar quién tení­a derecho a participar en el poder en la nueva situación.

El 13 de septiembre de 1937 se cerraba este periodo de interinidad con la constitución de una Comisión Gestora más amplia. Llaneza permanecí­a como alcalde  y los antiguos gestores interinos Benito López, Leopoldo Castro y Leoncio Pedrosa ocupaban respectivamente las tres primeras tenencias de alcaldí­a. Entre éstos y Vicente Barcedi que ocupaba la quinta, se situaba un médico de derechas, Juan Nieto de Cossio.

Honorio Rodrí­guez Arboleya, vicepresidente de la Sociedad Tracionalista en 1936 ocupaba la sindicatura.

El resto de los concejales no desvirtuaba el carácter netamente carlista del equipo de gobierno. En total, formaban parte de la Gestora doce carlistas (63,1%), entre ellos el alcalde, cuatro tenientes de alcalde y el sí­ndico, frente a tres gestores de derechas (15,7%), dos de ellos con familiares carlistas, tres falangistas (15.7%) y un gestor de Renovación Española (5.2%). No se tiene información sobre actividad polí­tica anterior de la mayorí­a de estos gestores. Figuran entre ellos el padre de una ví­ctima de las matanzas del Cabo Quilates, el presidente de la Sociedad Tradicionalista en 1933 y 1934, además del hombre que firmaba la prensa católica que se entregaba al ayuntamiento durante la República, el carlista Eladio Pérez, y al secretario de FETJONS, un joven dependiente de 26 años.

En definitiva, la Comisión Gestora de Barakaldo ilustraba la clara victoria de una tradición polí­tica, el carlismo, sobre el resto de las opciones polí­ticas de la derecha españolista. A diferencia de otros lugares, en los que el nuevo régimen tuvo que recurrir a personajes provenientes de tradiciones liberales o no netamente españolistas, en el Paí­s Vasco, y más concretamente en Barakaldo, existí­a una derecha acorde a la ideologí­a oficial del nuevo régimen, integrista en lo católico y reaccionaria en lo polí­tico, antiliberal de siempre y, además, organizada y con arraigo social. Esta derecha se aprestó a tomar el poder tras la derrota militar de republicanos y nacionalistas.

El análisis de la composición social de la Gestora refuerza la primací­a de lo polí­tico en la selección del nuevo personal polí­tico barakaldés. El perfil social de la corporación coincidí­a con el de los dirigentes carlistas analizado en el capí­tulo anterior.

La composición de la Gestora era de 21% de clases altas, 63,1% de medias y 15,7 de bajas. La sobre-representación de las clases altas resulta de incluir en este grupo al alcalde Llaneza, que aunque no era un ingeniero declaraba altos ingresos y tení­a servicio doméstico, a un delineante también de altos ingresos y al agricultor Bardeci, que figura ente los mayores contribuyentes y era vicepresidente en 1937 de la Cámara de la Propiedad Urbana. En todo caso, al margen de la discusión sobre en qué grupo deberí­an figurar estas personas, lo cierto es que no encontramos en el caso de Barakaldo el desembarco burgués caracterí­stico de las primeras corporaciones franquistas de otras localidades. No hay en Barakaldo gestores propietarios, rentistas, industriales, empresarios o ingenieros; ni tan sólo profesionales liberales que pudieran actuar como portavoces de las fuerzas vivas locales (sólo un médico pertenece a este sector en la Gestora barakaldesa). Las clases altas barakaldesas que se habí­an adscrito preferentemente al monarquismo y al catolicismo neutro no encontraban lugar en esta Gestora dominada por los carlistas. En su lugar, los empleados se convertí­an en el sector hegemónico de la corporación. Entre los gestores que no eran empleados destacaban por lo desproporcionado de su presencia tres maestros. Completaban el grupo mesocrático un impresor y un practicante. El resto, un mecánico falangista y dos obreros (carlista y de Renovación Española) subrayaban la primací­a de la victoria polí­tica sobre la victoria social en el caso barakaldés.

De esta primací­a de lo polí­tico se derivaban dos consecuencias trascendentales para la configuración del franquismo barakaldés que se mantuvieron durante dos décadas. En primer lugar, no se permití­a el juego de las fuerzas vivas locales. En segundo, y en parte fruto de lo anterior, tampoco se permitió la participación de personas vinculadas a la tradición nacionalista, al margen de cuál hubiera sido su evolución polí­tica y su actitud ante el Nuevo Estado.

La represión de los vencidos

La represión franquista no ha sido estudiada en el Paí­s Vasco. Ni siquiera los estudios locales aportan datos siquiera aproximativos de su incidencia. No se tienen, pues, datos sobre la incidencia de la represión en Barakaldo. Se sabe que Melchor Jaureguizar, dirigente nacionalista y corresponsal de Euzkadi, fue fusilado. La presencia de un sólo nombre en la historiografí­a nacionalista parece indicar que este tipo de represión no afectó a los nacionalistas barakaldeses.

Existen, sin embargo, fuentes indirectas para evaluar el sentido de la represión que se saldó con encarcelamientos. Un listado de la Policí­a de 1946 recoge los nombres de 153 barakaldeses que se encontraban bajo el control de la Junta de Libertad Vigilada de la localidad. Es, por tanto, una fuente muy parcial en la medida en que no recoge a las personas que seguí­an en prisión, ni a las que habí­an cumplido su pena con anterioridad. Aún así­, resulta significativo que sólo sea posible identificar a un nacionalista, concretamente al presidente de la sección de metalurgia de STV, frente a 14 personas de la izquierda. En este sentido, una entrevista de 1977 a uno de sus miembros revela que los solados del batallón nacionalista Gordexola apresados en la localidad tras la rendición fueron puestos en libertad en 1940.

Más exhaustivo resulta un listado de la Guardia Civil de la misma fecha que recoge a las personas de Alonsótegui que habí­an estado penadas o estaban en libertad vigilada, con indicación de su militancia. En este caso, el listado establece un número bastante elevado de nacionalistas penados (no distingue entre PNV y ANV) como cabí­a esperar de la fuerte implantación nacionalista en el pueblo. Sin embargo, ni siquiera en Alonsótegui eran los nacionalistas la fuerza polí­tica más castigada. Comunistas y socialistas suponí­an casi el 60% de los penados.

A los pocos dí­as de la entrada de los nacionales en la localidad se confeccionó un listado de opositores al régimen a petición de la Comisión de Provincial de Incautación de Bienes de Vizcaya, precedente de los Tribunales de Responsabilidades Polí­ticas. Entre las 108 personas que las nuevas autoridades locales consideraban enemigas sólo figuran un militante del PNV y tres ANV. Socialistas, comunistas e, incluso, republicanos constituí­an el grueso de los barakaldeses que Llaneza proponí­a para sancionar. Se desconoce si posteriormente el Tribunal de Responsabilidades Polí­ticas reclamó nuevas informaciones, pero en estos primeros momentos los nacionalistas conseguí­an eludir la represión económica, cuando en principio constituí­an un grupo mucho más susceptible de asumir multas que la izquierda revolucionaria. De hecho, un informe falangista de 1940 sobre Vizcaya revelaba que las sanciones económicas contra los nacionalistas no se habí­an hecho efectivas y que su cumplimiento dos años después «traerán complicaciones».

De los fragmentarios datos anteriores parece deducirse que los nacionalistas fueron represaliados en la medida en que participaron en la operaciones de guerra, pero que no eran considerados por las nuevas autoridades como enemigos a los que habí­a que castigar con dureza. Eso no significa, como se verá a continuación, que Llaneza les dirigiera ningún tipo de guiño o que pensara dejarles algún margen de maniobra.

Las depuraciones municipales: Barakaldo

La Comisión Gestora Interina nombrada en Barakaldo a principios de julio de 1937 empezó a funcionar con el depositario de fondos y el oficial mayor. El resto de los funcionarios de superior categorí­a habí­a abandonado la localidad siguiendo hacia Santander al ayuntamiento republicano o bien no gozaba de la confianza de las nuevas autoridades. En estas circunstancias, no es de extrañar que una de las prioridades de la

Comisión fuese resolver con la máxima celeridad posible los expedientes de depuración de funcionarios, como paso previo para la necesaria reorganización de la vida municipal.

De ahí­, que su primer acuerdo fue proceder a la destitución de todos los funcionarios del ayuntamiento y abrir el proceso depurador.

El estudio de la depuración municipal se basa en un fondo documental que contiene los expedientes de depuración y en la documentación relativa al proceso.

Estos datos se han contrastado con la certificación de la plantilla previa al 18 de julio de 1936 realizada por el secretario del ayuntamiento el 10 de noviembre de 1937.48 Esto significa que no se tienen en cuenta en el cómputo de depurados a los funcionarios nombrados durante la guerra. Tampoco se considera a aquéllos que aparecen en otros listados, pero no en el de referencia, como es el caso de siete barrenderas o dos bedeles. La adopción de este criterio responde a la necesidad de contar con datos fiables acerca de la plantilla previa con el fin de poder calcular la incidencia de la depuración, ya que se desconoce a cuántos funcionarios en las mismas circunstancias que los anteriores no se les abrió expediente depurador.

Otra precisión necesaria para la comprensión de la incidencia depuradora es la duplicidad de resultados según se tenga en cuenta o no a la banda de música. En la documentación trabajada sólo aparecen como depurados el director de la banda y uno de los músicos, pero estos destituidos reuní­an además la condición de funcionarios de otras secciones del ayuntamiento. Así­, pues, no se tiene constancia de ningún otro integrante la banda que fuese depurado. Dado el rigor depurador de la autoridades barakaldesas, que llegaron a depurar a los becarios municipales, esta circunstancia resulta sospechosa y hace pensar que los expedientes de la banda municipal se encuentran en otro fondo documental, probablemente por haberse instruido con posterioridad dado el carácter secundario del cuerpo. Teniendo en cuenta que la banda estaba compuesta por 50 músicos (casi el 20% de la plantilla municipal) su consideración sin más en el cálculo introducirí­a un sesgo en los resultados bastante notable. Por ello, parece preferible presentar los porcentajes de depuración segregados según se considere o no a este grupo.

Los resultados de la depuración municipal muestran que ésta afectó al 50.23% de la plantilla del ayuntamiento de Barakaldo (40.6% si se incluye la banda municipal).

Sin embargo, esta incidencia no es uniforme, sino que presenta intensidades notablemente diferenciadas por grupos de funcionarios. El grupo más afectado por la depuración fue el del personal administrativo. Este grupo englobaba a los funcionarios de mayor categorí­a y, por tanto, mejorretribuidos del ayuntamiento. Dentro del grupo, la intensidad depuradora variaba, pero un 73.33% de funcionarios destituidos en Secretarí­a, un 100% en Intervención y un 66.66% en Arbitrios apuntan a que la antigua plantilla municipal fue desarbolada por la cúspide. Es difí­cil medir hasta qué punto el hecho de que éstas fueran la secciones centrales en el funcionamiento administrativo de la corporación se tradujo en un mayor porcentaje de funcionarios que acompañaron al ayuntamiento republicano en su retirada. Este fue el caso del secretario municipal que se convirtió en el secretario de la Comisión de Ayuntamientos de Vizcaya instalada en Santander. Sin embargo, cómo se verá en los recursos, algunos funcionarios importantes permanecí­an en la localidad en el momento de la entrada de las tropas nacionales, a la vez que otros funcionarios que habí­an abandonado la localidad fueron readmitidos a finales de año.

Menor incidencia (45.59%) tuvo la depuración en el cuerpo de personal técnico y facultativo. Las secciones más castigadas fueron las de Ví­as y Obras, Aguas y Saneamientos y los de Matadero y Mercados. Contrasta con esta intensidad del proceso depurador en las anteriores secciones técnicas su relativa suavidad en Instrucción Pública (21%), que englobaba a los 19 maestros y maestras municipales de Barakaldo.

En este cuerpo la depuración se limitó a la destitución de cuatro maestras por simpatí­as nacionalistas. Este dato revela que, lejos de la imagen pro-republicana que acompañaba al magisterio español de la época, los maestros y maestras municipales de Barakaldo eran personas bastante afines a la derecha españolista. Mayor incidencia tuvo la depuración en los profesionales de la sanidad municipal, agrupados en la sección de Beneficencia y Sanidad (55%). En este grupo el porcentaje de destituidos variaba notablemente por profesión: sólo uno de los cinco médicos frente a cinco de los ocho practicantes, dos de los tres farmacéuticos y nada menos que tres de las cuatro matronas. De nuevo, las mujeres se perfilaban como el grupo más castigado.

La incidencia de la depuración ronda el 50% en el personal subalterno, porcentaje sensiblemente inferior al del personal administrativo. Destaca dentro de esta categorí­a la guardia municipal, depurada en el 54% de sus efectivos.

Este repaso a la dispar incidencia de la depuración en las distintas categorí­as profesionales de la plantilla municipal apunta a que la depuración en Barakaldo se dirigió más contra las clases medias no adictas a la nueva situación que contra las clases bajas. La lógica de la victoria polí­tica se imponí­a también sobre la social en este terreno.

La victoria polí­tica se dirigí­a contra aquéllos que previsiblemente iban a movilizarse para ocupar posiciones en la nueva España sin haberse comprometido con las opciones de la ultraderecha españolista. Y la dureza de la depuración anunciaba los criterios excluyentes que iban a vertebrar el funcionamiento poder local franquista en Barakaldo.

El sentido de la depuración se puede constatar en los recursos. En diciembre de 1937 fueron readmitidos una decena de guardias municipales por movilización forzosa y en 1939 se produjo la única suspensión de un acuerdo de la Comisión Depuradora de la que se han encontrado noticias. Se trataba del mozo de cuadra Lucio Martí­n Martí­n, que habí­a sido destituido por sus simpatí­as socialistas. Tras la revisión del expediente solicitada por la autoridad superior, la corporación municipal se ratificaba en junio de 1939 en la destitución. Sin embargo, la Subsecretarí­a del Ministerio del Gobernación revocó este acuerdo considerando que «se basa en la significación izquierdista del encartado, pero más que por su actuación por las amistades que frecuentaba» y «que ni el espí­ritu presidente ni la sabia disposición del Decreto n. 108 de la Junta de Defensa Nacional, ni el justí­simo y moral fundamento de la Ley de 10 de febrero del actual año de la Victoria, son en manera alguna propicios a la realización y práctica de resoluciones que puedan implicar la más leve u somera lesión a la justicia y el derecho».

Se desconoce hasta qué punto resultaba especialmente arbitraria la destitución de este funcionario, pero la doctrina establecida por el Ministerio de Gobernación resultaba como mí­nimo sorprendente en el arbitrario clima represivo de la inmediata postguerra y, además, contradictoria con las argumentaciones que se hací­an valer en otros recursos. En todo caso, tampoco las autoridades barakaldesas parecí­an demasiado interesadas en forzar una rectificación de la resolución ministerial. Esta actitud ante el recurso de un presunto izquierdista contrasta con la mantenida ante el resto de los recursos presentados por simpatizantes nacionalistas. En estos casos, la Corporación hizo valer su criterio duro e inflexible, incluso ante las resoluciones ministeriales favorables a los recurrentes.

Los recursos de los presuntos nacionalistas coincidí­an en relativizar esta militancia, situando en primer plano el carácter derechista, católico y de orden de esta adscripción, a la vez que intentaban movilizar el apoyo de personajes social y polí­ticamente significativos. En resumen, toda una movilización de la red de solidaridades sociales sobre la que podrí­a haberse erigido un funcionamiento polí­tico basado en la victoria social. Una lógica que las nuevas autoridades locales bloquearon inflexiblemente.

Así­, las maestras situaban en primer plano su solvencia católica, ya fuera alegando el carácter de socia fundadora de la Adoración Nocturna Española y los Jueves  Eucarí­sticos «ambas asociaciones españolí­simas», la condición de miembro de la Acción Católica de la Mujer y el Apostolado de la Oración, o presentando los avales del párroco de San Vicente, Pablo de Guezala y del presidente de la Acción Católica. En este sentido, la argumentación más explí­cita era la de Daniel Zaballa, tesorero del Batzok de Retuerto en 1934, que establecí­a que «el decir católico es sinónimo de la Causa Nacional y nadie puede discutir al narrante aquella condición que profesa como sus antepasados con todo fervor». Si además el recurrente reuní­a la condición «de soldado del Movimiento Salvador», la militancia nacionalista se convertí­a en una cuestión secundaria que no habí­a de empañar su adecuación a las nuevas condiciones polí­ticas.

Frente a este tipo de argumentación, el criterio de la Comisión era taxativo. Al recurso del arquitecto municipal Faustino Basterra se respondí­a citando una resolución de la Subsecretaria del Ministerio de Gobernación que, para otro caso, establecí­a, «que es propósito laudable y medida necesaria la que en las Corporaciones de Vizcaya no figuren funcionarios que nos sean neta y claramente españoles, no pudiendo conceptuales como tales a los que de una manera o de otra no hayan adjurado antes del Movimiento Salvador de Ejército las ideas integrantes del Frente rojo-separatista, no siendo necesaria, en este caso, prueba documental para fijar la clasificación polí­tica, sino que ha de bastar que el funcionario carezca de un patente absolutamente limpia de españolismo, sin dudas, vacilaciones, sospechas, sin simpatí­as inadmisibles«.

La preferencia de la Comisión por esta argumentación ilustraba el criterio de Llaneza acerca de quién tení­a derecho a figurar en la nueva España. No bastaban las actitudes pasivas o indiferentes hacia la situación anterior a la guerra, habí­a que haber comulgado activamente con los principios de la ultraderecha españolista. Nótese que se llega a negar la condición de españoles a aquéllos que de una manera o de otra no lo hicieron.

Consciente de sus simpatí­as inadmisibles, el jefe de negociado Vicente Echarandio preferí­a no realizar alusión alguna a su pasado nacionalista y hacer valer directamente su colaboración con 5.000 pts y alhajas al Tesoro Nacional, además de presentar el aval de un antiguo secretario municipal durante la Dictadura, el carlista Ramón de Llantada, y del interventor del ayuntamiento, completado con 54 firmas de propietarios, industriales y ex-concejales de la derecha. Olvidaba Echarandio que la Comisión exigí­a que tal adhesión de hubiese realizado antes del Movimiento Salvador del Ejército.

Pero el recurso más importante por la amplia red de solidaridades sociales y polí­ticas en que se apoyaba fue el de Avelino Perea. Formalmente la argumentación de este inspector jefe de arbitrios destituido era similar a la de los anteriores recursos. Justificaba el recurrente su militancia en el PNV «por considerarlo de orden y por su condición de católico, nunca por separatista», a la vez que negaba la filiación nacionalista de sus hijos esgrimiendo su condición de fundadores de la Juventud Católica de su barrio. Obviamente, no incluí­a referencia alguna a la actuación de su sobrino, Andres Perea (Ituri), miembro de la Comisión Nacional de ANV y uno de los protagonistas de su evolución hacia la izquierda. Tras esta relativización de la militancia, Perea pasaba a desplegar los contactos que confirmaban su sólido anclaje en el núcleo de poder social local y su solvencia como hombre de orden. La novedad estribaba en su caso en la cantidad y la calidad de los avaladores. Perea habí­a sido administrador de tradicionales familias de propietarios como los Garay o los Begoña. Además era sobrino de Tomás de Begoña, alcalde durante ocho años en la Restauración y primo de Sebastián de Begoña, alcalde y diputado provincial durante la Dictadura. Le apoyaban también otros propietarios y comerciantes, así­ como miembros de la Cámara de la Propiedad Urbana. Este respaldo social se completaba con el aval polí­tico de miembros de las diferentes sensibilidades de la derecha local. Entre ellos figuraba personal polí­tico de la Restauración como el exdiputado provincial monárquico Francisco Tierra o el exalcalde Domingo de Sagastagoitia; personal polí­tico de la Dictadura como el ex-alcalde y ex-diputado provincial Gregorio de Arana, el ex-primer teniente de alcalde Victor Viguri, varios ex-concejales y el secretario de la Unión Patriótica; dirigentes del Centro Católico, y cuatro miembros fundadores de Acción Popular. Alguno de los firmantes pertenecí­a al nuevo personal polí­tico como el Delegado del Auxilio Social o el Jefe Local de la OJ y censor de correos.

Ante este despliegue de respaldo social y polí­tico, la Subsecretarí­a del Ministerio del Interior decidió rebajar la sanción a suspensión temporal como habí­a hecho en el caso del socialista Lucio Martí­n. Sin embargo, el caso era sensiblemente diferente puesto que no se trataba de readmitir a un simple mozo de cuadra simpatizante de una tradición polí­tica que no tení­a margen de maniobra posible en la nueva situación. El caso Perea constituí­a una desautorización en toda regla de los excluyentes criterios de la victoria polí­tica y abrí­a una peligrosa brecha para que ese heterogéneo conjunto de fuerzas vivas locales y sectores de orden desafiaran el derecho de los núcleos carlista a monopolizar el poder local. En consecuencia, Llaneza no se resignó en esta ocasión y respondió con contundencia. Esgrimí­a el alcalde un restringido criterio para recordar la responsabilidad en los males provocados por el Frente Popular de aquellas personas «que con su actuación anterior o coetánea , directa o indirectamente, han sito autores materiales o por inducción de los daños y perjuicios sufridos por el Estado y por los particulares con motivo de la absurda resistencia sostenida contra el Movimiento Nacional, concurriendo en este funcionario estas mismas circunstancias antedichas en el preámbulo, por su condición de afiliado al Partido Nacionalista Vasco partido este que como integrante del Frente Popular tuvo participación activa y responsabilidad consiguiente de todos sus afiliados en la interminable lista de hechos luctuosos…».

La argumentación de Llaneza transcendí­a el objetivo de contar con un funcionariado adicto, para plantear una concepción del empleo público como recompensa a la militancia ultraderechista, arguyendo «las funestas consecuencias que para la buena marcha y gobierno de nuestra administración municipal, así­ como el de la conservación del imperativo de la justicia social, ha de suponer el que teniendo que volver a reingresar en nuestras plantillas a este personal, que por su desafección a la Causa y tibieza de patriotismo mereció la confianza de los dirigentes rojo-separatistas conservandoles en sus puestos, tengamos en cambio ahora que desprendernos de aquellos que vinieron a reemplazarlos y que por las persecuciones sufridas por defender los sublimes postulados de Dios y España, nunca pudieron llegar a ostentar puestos oficiales». En la contundencia de su respuesta no evitaba Llaneza entrar de lleno en la valoración del significativo apoyo social recibido por Perea y del que se hací­a eco la Subsecretarí­a del Ministerio: «conociendo la posición social de esta persona como su espí­ritu intrigante y de influencia en el pueblo, para nadie puede ser una sorpresa el que en momentos difí­ciles y de apuro haya podido lograr los apoyos necesarios de personas que de esta forma pueden corresponder a sus favores recibidos en pasados tiempos…».

La significación social no podí­a ser según Llaneza un criterio para figurar entre los vencedores. Era la militancia anterior lo que conferí­a este derecho, restringiéndolo a la derecha españolista. Como concluí­a en otro escrito sobre el caso, «no ignorando el Sr. Perea que en el pueblo se contaba con un Cí­rculo Tradicionalista fundado en el año de 1905, un Cí­rculo Monárquico, fundado en el año de 1913, y un Cí­rculo de Acción Popular, fundado el 12 de abril de 1933, que éstos sí­ que eran partidos de orden un y muros de contención, sorprende en verdad que él, amante de este orden, vaya a afiliarsea un partido anti-español…».

El criterio duro y excluyente de Llaneza se mantuvo en todo el proceso depurador y perduraba quince años después. Como se ha visto, sólo prosperó un recurso en los primeros años y en 1952, cuando todos los casos citados volvieron a revisarse, sólo dos matronas consiguieron ser readmitidas.

5.2.- El poder local en la postguerra.

La lógica de la victoria polí­tica llevó al poder en 1937 en Barakaldo a un grupo de carlistas liderados por Llaneza que monopolizaron el poder local prácticamente durante toda la década de los cuarenta. Sólidamente instalados, evitaron el desarrollo de dinámicas polí­ticas locales basadas en los intereses de las fuerzas vivas y relegaron a la derecha nacionalista al ámbito privado. Libre de los continuos desafí­os internos que caracterizaban otros escenarios polí­ticos locales, este grupo dirigió una intensa campaña de movilización nacional-católica de la sociedad barakaldesa que paulatinamente fue cediendo protagonismo a la voluntad de legitimar el régimen ante los vencidos con un discurso obrerista que exaltaba de las realizaciones sociales franquistas.

La estabilidad barakaldesa: La hegemoní­a carlista

Mientras duró la guerra, J.M. de Llaneza actuó como delegado de la autoridad militar que era quien realmente detentaba el poder. Esta autoridad fue emitiendo una serie de bandos que regulaban la vida pública una vez ocupado Barakaldo por los nacionales. Parte de estas normas derivaban de la situación de guerra. Así­, se establecí­a el toque de queda a partir de las 12 de la noche y el desarme de la población. Otras buscaban la rectificación de las situaciones excepcionales provocadas por la guerra como la entrega obligatoria de todos los bienes procedentes de requisas. Sin embargo, existí­a un tercer grupo de reglamentaciones que apuntaban al modelo de sociedad que pretendí­a instaurar el régimen. El uso obligatorio de las tarjetas postales con el fin de facilitar la censura del correo, si bien podrí­a entenderse como una medida de seguridad en un contexto bélico, mostraba la voluntad totalitaria del Nuevo Estado. Los vencedores pretendí­an conseguir una sociedad vigilada, sometida y privada de las más elementales libertades en la que ningún aspecto de la vida del individuo pudiera escapar al control y la regulación del Estado. No bastaban la represión y la prohibición de toda actividad polí­tica o sindical al margen de la oficial; se pretendí­a además controlar todos los aspectos del conjunto de relaciones que comúnmente se engloban bajo del calificativo de sociedad civil.

La misión del ayuntamiento se restringí­a a servir a la autoridad militar en su voluntad de intervenir y encuadrar la sociedad de la retaguardia. El primer bando municipal firmado por Llaneza no era más que una recopilación de los bandos de la autoridad militar, precedidos de un prefacio en el que Llaneza arengaba a la población a contribuir «al servicio de la causa común: España» y a «contribuir al desarrollo y fomento de los intereses morales y materiales ultrajados por la barbarie roja y salvados por el glorioso movimiento nacional». Cerraba el bando el recordatorio de la obligatoriedad del saludo nacional brazo en alto y añadí­a que este saludo «es extensivo al paso de los coches en viajen las Autoridades militares y el de los que transporten fuerzas del Ejército y Milicias, ya que no debe omitirse a los Jefes y fuerzas que con su sangre están forjando el nuevo Estado».

Mas la reorganización coactiva de la vida social no habí­a de limitarse a este epidérmico ritual. Por delegación de la autoridad militar, el ayuntamiento, a la vez que depuraba al personal municipal, procedió durante los primeros dí­as a la intervención de  las sociedades locales que no habí­an sido prohibidas. Un oficio de Alcaldí­a comunicaba al presidente designado su nombramiento y el de la junta para que procediera a la reorganización de la sociedad en cuestión. Era una de las novedades del régimen que mostraba una voluntad de intervención en la sociedad civil sin precedentes. Hasta el momento, en las coyunturas polí­ticas más autoritarias, el Estado habí­a clausurado sociedades o entidades o habí­a mandado a agentes de la autoridad a vigilar el desarrollo de las reuniones, pero mientras una sociedad estuviera autorizada era autónoma para nombrar a su junta directiva. Además, este nombramiento solí­a hacerse por votación, incluso en sociedades de la ultraderecha como la Sociedad Tradicionalista, es decir, la propia vida societaria se convertí­a en un instrumento de socialización representativa y democrática. Esto ya no volverí­a a ocurrir.

En esta intervención el alcalde y jefe local disponí­a, sin duda, de un amplio margen de actuación derivado de su conocimiento de la realidad local y de su capacidad para filtrar la información a la autoridad superior. Pero Llaneza no utilizó este margen de maniobra para suavizar las pretensiones de los vencedores. Como se vió en la depuración, su criterio era excluyente y beligerante contra las fuerzas vivas locales que habí­an gravitado en torno al nacionalismo. Así­, no dudaba en solicitar el cese del representante de Altos Hornos en la junta de la Escuela de Artes y Oficios, ya que «no obstante sus buenos antecedentes en cuanto a su conducta no goza de toda nuestra confianza polí­ticamente y con relación al Movimiento por sus simpatí­as con el Partido Nacionalista Vasco». Formalmente, sin embargo, era el Comandante Militar de la Plaza quien autorizaba las propuestas del Alcalde.

No aparecen en la documentación conflictos o tensiones entre Llaneza y esta autoridad militar. Cabe suponer que el Alcalde contaba con la confianza de ésta y que su manera de enfocar lo que debí­a ser la España de la Victoria coincidí­a en lo básico. A la luz de lo visto en las depuraciones, Llaneza no poní­a objeciones, sino que por el contrario era un entusiasta de la polí­tica de españolización coactiva de la sociedad vasca.

El primer bando de la autoridad militar entraba de lleno en la cuestión estableciendo que «no se permitirá el uso de ninguna bandera de carácter nacionalista, y las de las diferentes entidades y organizaciones afectas a este glorioso Movimiento NACIONAL, tendrán que ir necesariamente acompañadas de la NACIONAL, que siempre ocupará lugar preferente y su tamaño nunca a de ser menor que el de las otras».

Normas posteriores insistí­an en la voluntad de los vencedores de hacer desaparecer la lengua y los sí­mbolos vascos. En noviembre, una circular de la Delegación de Orden Público instaba a las autoridades locales a revisar los cementerios para eliminar de las lápidas los «sí­mbolos e inscripciones rojo-separatistas», dando un plazo de 15 dí­as para su desaparición. En marzo de 1938, seguramente a consecuencia de las tensiones surgidas en las localidades pequeñas, el comandante militar de la Arboleda dirigí­a una circular en la que recordaba que «no debe permitirse la predicación en vascuence y solamente si a su juicio considera que la mayorí­a de los feligreses y asistentes a aquellas desconoce el idioma español, puede autorizarse diez minutos de plática en vascuence».

En Barakaldo, esta polí­tica llevó a que la cooperativa Bide-Onera se rebautizase como La Cruz «de alto significado religioso y español». Consideraba el Jefe Local que «con ello contribuiremos a la desaparición del bizcaitarrismo que encerraba «Bide-Onera» que será sustituí­do por «LA CRUZ, signo de nuestra victoria».

El final de la guerra no modificó la lí­nea polí­tica exclusivista impuesta en Barakaldo. El grupo de carlistas que se habí­a hecho con el poder en 1937 se mantuvo al frente del poder local durante todos los años cuarenta sin aparentes fisuras.

íšnicamente, Silverio Jaúregui, el secretario local del partido, parecí­a plantear algunos desafí­os. En noviembre de 1937 parecí­a reclamar el protagonismo simbólico del falangismo frente a la hegemoní­a carlista al oponerse a que el nuevo uniforme de la guardia municipal incluyera la boina roja y no la boina con el yugo y las flechas. La petición era desestimada por Llaneza que entendí­a que «la boina roja no tiene matiz polí­tico, sino caracterí­stica del paí­s». En febrero de 1938 rebajaba sus pretensiones y se limitaba a reclamar la hegemoní­a de carlistas y falangistas frente al resto de la derecha con motivo de la necesidad de prescindir de algunos gestores, lamentándose «de que no presenten la dimisión otros Srs. Concejales que no hayan figurado de tiempo atrás a partidos que hoy están unificados en Falange Española Tradicionalista y de las JONS».

Más que de la existencia de proyectos alternativos, los desafí­os de Jaúregui derivaban de su papel como portavoz del partido en el consistorio, dada la división entre partidoy ayuntamiento que se habí­a impuesto. Llaneza, a pesar de su condición de jefe local, parecí­a más volcado en la polí­tica institucional, mientras Jaúregui, como secretario, se ocupaba del partido y de sus organizaciones. De hecho, aunque Jaúregui se mantuvo en el ayuntamiento hasta 1955, el perfil del consistorio, y todaví­a más de los equipos de gobierno, respondí­a más al carlismo tradicional que a una representación de cargos del partido. Todo ello no implica que la trayectoria de Jaúregui se diferenciara en exceso del resto de los concejales. A pesar de su interés por aparecer en los informes como camisa vieja y por adornar su historial con su fuga de la zona republicana con avión robado en Sondika, Jaúregui aparece en el listado de socios de la Sociedad Tradicionalista de 1933.

Diferentes testimonios confieren a su figura la imagen del prototí­pico matón que medraba en las nuevas circunstancias. De hecho, a mediados de los cuarenta ya no era

un escribiente, sino que se habí­a embarcado en negocios de construcción.

Que la nueva situación abrí­a posibilidades de enriquecimiento no siempre lí­cito para el nuevo personal polí­tico queda ilustrado por el cese por estafa del concejal carlista Antonio Melendez en 1940. Este cese se uní­a a cuatro bajas que se habí­an producido por diferentes motivos a finales de 1938 y a tres más a principios de los cuarenta.

Finalmente, cuando en 1944 se aceptó la dimisión del primer teniente de alcalde Leopoldo Castro, se hizo necesario nombrar nuevos concejales para completar el grupo inicial.

El grupo que vení­a monopolizando el poder desde 1937 se veí­a obligado a seleccionar nuevos integrantes en un momento en que la correlación local de fuerzas entre los vencedores habí­a variado con respecto a la guerra. La incorporación de seis nuevos concejales a finales de 1944 suponí­a una cierta adaptación a las presiones de los sectores que hasta el momento habí­an quedado excluidos del poder local. Entraban, así­, en el consistorio dos excombatientes, un sector que no habí­a tenido ningún protagonismo polí­tico, y que, además, no provení­an del carlismo. Se producí­a también una cierta apertura social hacia el mundo de las fuerzas vivas locales con el nombramiento de un propietario vinculado al mundo de la banca y presidente de la Cámara de la Propiedad Urbana en 1941 y de un industrial secretario de la Unión Mercantil. Completaban los nombramientos un delineante sin militancia previa y un obrero carlista que habí­a organizado y presidido los sindicatos libres en la localidad. Sin embargo, esta relativa apertura del poder no implicó que el grupo veterano cediera posiciones. El nuevo personal quedó relegado a un segundo plano y no tuvo continuidad en la vida polí­tica local. Ninguno de los nuevos concejales entró en el equipo de gobierno, que siguió monopolizado por los hombres de 1937, y todos desaparecieron del ayuntamiento en la renovación de 1948.

Por otro lado, ni siquiera por su secundariedad implicó esta renovación una rectificación en la lógica de la victoria polí­tica que se habí­a impuesto en Barakaldo.

Todos los concejales presentan un pasado polí­tico ligado a la ultraderecha españolista y no se detecta ningún guiño a los sectores nacionalistas moderados o simplemente a católicos vasquistas. De hecho, los nacionalistas parecí­an haber desaparecido de la vida pública en los años cuarenta.

Ya se señaló cómo el criterio exclusivista de Llaneza no habí­a permitido que estos sectores figuraran en las juntas de ninguna sociedad. La situación no varió en los años siguientes. Sólo en la reconstituida Sociedad de Caza y Pesca de 1941 se detecta la presencia de un sector del nacionalismo proclive a la colaboración con el régimen. En su junta se encontraban el acomodado almacenero de vinos Nicolás de Santurtún, simpatizante del PNV y su hijo Orencio de Santurtún, cercano a Acción Vasca Autónoma, que acabó siendo concejal mucho más tarde. También participaba en la junta el abogado David de Santurtun que habí­a presidido la Junta Municipal nacionalista en 1921, pero que ya en 1938 habí­a conducido el coche que llevó a la corporación a Pamplona para visitar al obispo.

Tampoco el ámbito católico que parece apuntarse en este caso sirvió para la incorporación de sectores del nacionalismo a la vida pública. Ciertamente, los Sagastagoitia, la saga nacionalista de empleados de Altos Hornos analizada con anterioridad, estrechamente vinculada también al mundo católico, figuraban en la junta para la construcción del nuevo templo parroquial en 1940. Cuatro Sagastagoitia se encontraban también entre los Adoradores Honorarios de 1938, pero eso no significa que los nacionalistas barakaldeses se refugiaran en el asociacionismo protegido por la Iglesia. Los nacionalistas nunca habí­an sido un sector clave entre los dirigentes del asociacionismo católico local. Durante la República, como se indicó, los dirigentes del catolicismo barakaldés habí­an sido o católicos neutros, parte de los cuales fundó la CEDA local, o directamente carlistas. No es de extrañar, pues, que junto a los ocho Adoradores Honorarios identificados como nacionalistas, cuatro de ellos Sagastagoitia, aparezcan doce carlistas.

El clero local no era nacionalista. Un hermano del dirigente carlista y católico y primer teniente de alcalde, Leopoldo Castro, actuaba como párroco en Burceña; el párroco de San Vicente, Pablo de Guezala, no mostraba simpatí­as nacionalistas; y el párroco de la nueva parroquia del centro, Simón López, era un fiel colaborador del nacional-catolicismo de Llaneza. Aún, así­, en 1940, significativamente el Domingo de Resurrección que coincidí­a con el Aberri Eguna, se fundó en la parroquia de San Vicente la Schola Cantorum, en la que encontraron cabida sectores del nacionalismo.

Tampoco en el ámbito societario deportivo pudieron los nacionalistas reconstruir sus redes de sociabilidad. Entre los directivos del F.C. Barakaldo sólo ha sido posible identificar a dos nacionalistas: Gregorio de Errasti, tesorero del Batzoki de Burceña y hermano de un sacerdote condenado a muerte, que ya era directivo durante la República, y, de nuevo, Gregorio de Sagastagoita.

Así­, pues, la victoria polí­tica implicó no sólo la marginación del nacionalismo y sectores más o menos situados en su órbita de la polí­tica local, sino también su práctica desaparición de la vida pública.

Al frente de la estable polí­tica exclusivista descrita en el apartado anterior se situaba José M. de Llaneza. Llaneza dirigió con mano dura la polí­tica local durante casi 25 años y en los cuarenta sometió a la sociedad barakaldesa a una intensa campaña de reespañolización y recristianización, sazonada por apelaciones obreristas. Su capacidad de trabajo y sus dotes organizativas le permitieron ocupar el espacio público con una sucesión de actos multitudinarios de adhesión que suponí­an una de las novedades más importantes del régimen.

Como correspondí­a a un Estado jerárquico e intervencionista, la actos públicos eran competencia de las autoridades provinciales, aunque eran las autoridades locales las que los organizaban. Ya en octubre de 1937 dirigí­a la Sub-Delegación de Prensa y Propaganda una circular a los ayuntamientos recordando que su exclusividad en el control del uso del espacio público: «tratándose de actos públicos, esta Sub-delegación no concederá permiso alguno para celebrarlos que no haya sido solicitado por escrito por lo menos con 48 horas de anticipación; y que será requisito imprescindible para la concesión de estos permisos el que en las correspondientes solicitudes se hagan constar los nombres de los oradores que tengan que hacer uso de la palabra, las cuartillas de los discursos que se propongan pronunciar o por lo menos un í­ndice de los mismos y de la declaración por parte de los organizadores de que en dichos actos se habrá de respetar lo legislado en materia de banderas, emblemas, retratos y ví­tores».

La liturgia del Nuevo Estado debí­a ser autorizada y fiscalizada por la autoridad provincial, pero ésta carecí­a de la capacidad para imponer la frecuencia y el sentido de los actos que habí­an de dominar el espacio público de las localidades. Por ello, estas celebraciones constituyen un indicador privilegiado de la sensibilidad polí­tica de las autoridades locales, que eran en definitiva quienes decidí­an si una fiesta oficial se reducí­a al cumplimiento protocolario o se convertí­a en una movilización coactiva de toda la población.

El régimen encontró en Llaneza a un hábil organizador dispuesto a montar masivas coreografí­as de adhesión. El 18 de julio de 1937, apenas un mes después de la entrada de los nacionales, «todo el pueblo de Baracaldo amaneció cuajado materialmente de colgaduras, banderas y emblemas con los colores nacionales», según la crónica de El Correo. A las once, «una inmensa muchedumbre» rodeaba a las formaciones de guardia civil, Requetés, Cadetes, Flechas, Pelayos y la Sección Femenina para oí­r la misa en la plaza de los Fueros. Posteriormente, Llaneza se dirigió una alocución al público que «fue coronada a su final con una ovación verdaderamente delirante».

Un repaso a los actos públicos de Barakaldo muestra que en la liturgia pública fomentada por Llaneza dos eran los ejes prioritarios: la españolización y la recristianización, considerados elementos indisolubles. La misa de campaña era la pieza clave de la estrategia de ocupación del espacio público del nacional-catolicismo. Movilizaba a un número considerable de participantes en una demostración de poderí­o religioso, y a diferencia de otras celebraciones religiosas, entroncaba directamente con el espí­ritu de cruzada que inspiraba al bando nacional. Por ello era un acto central en la escenografí­a de los actos franquistas. De hecho, era el nexo de unión entre las novedades de la escenografí­a de masas de corte fascista y el substrato católico tradicional del paí­s. Amplificando una liturgia conocida y respetada por buena parte de los participantes, las nuevas celebraciones públicas de los vencedores adquirí­an sentido para muchos de los asistentes y subrayaban que la recristianización estaba indisolublemente ligada al Ejército de Franco y su guerra. El 25 de julio de 1937, la manifestación de «admiración y reconocimiento al Glorioso Ejército que nos libera» se planteaba como la continuación de una misa de campaña a celebrar en la plaza de los Fueros. La celebración del Dí­a del Caudillo, el 1 de octubre, abrí­a su programa con una Misa en la que se bendijeron los crucifijos que después fueron trasladados en procesión a las escuelas de Rágeta. De nuevo, el 12 de octubre, Dí­a de la Raza, se repetí­a la misa de campaña seguida de procesión del Santo Rosario con las autoridades locales en pleno y la banda de música.

Hubo también algunos actos estrictamente polí­ticos, como la manifestación que, «interpretando esta Alcaldí­a el unánime sentir de su vecindario» Llaneza organizó para celebrar la caí­da de Lleida. En esta ocasión, el protagonismo público quedó restringido al capitán de la Guardia Civil, a un caballero legionario mutilado y al propio Llaneza que dirigieron enardecidos discursos a la multitud, aunque no por ello se desligaba el alcalde de una concepción de la guerra como cruzada, tal y como dejaba claro en la proclama de convocatoria: «La victoria definitiva se aproxima. La Santa Cruzada liberadora de la bestia masónicamarxista toca a su fin. Los últimos reductos existentes en tierras catalanas son hollados ya por nuestro Glorioso s Ejército, donde resuena jubiloso el nombre de ¡Franco! ¡Fanco! ¡Franco!»

Sin embargo, este tipo de actos estrictamente polí­ticos fue minoritario. La mentalidad integrista de Llaneza no concebí­a una actividad pública sin el protagonismo de la Iglesia. De hecho, sólo a través de ella podí­a el pueblo de Barakaldo expiar sus ofensas a Dios en los años anteriores. Ante un pasado pecaminoso colectivo, se imponí­a una expiación también colectiva. Con este fin, se organizaron en septiembre de 1937 «actos religiosos de reparación y penitencia por tanto crí­menes cometidos y tantos también ultrajes inferidos a la religión y a sus Ministros. Para que a nuestros hermanos obcecados les ilumine la fe y porque la paz sea pronta y definitiva…» El programa se componí­a de un rosario de la Aurora a las cinco y media de la mañana y de un via-crucis a las siete y media de la noche viernes, sábado y domingo, sustituyéndose este último dí­a el via-crucis por una procesión solemne a las cuatro de la tarde. Según la crónica de El Correo Español – El Pueblo Vasco, «los ancianos barakaldeses confesaban que nunca se vió por la fabril anteiglesia una demostración tan solemne de religiosidad de este pueblo».

Que en realidad, como muestra la crónica anterior, toda esta exaltación religiosa fuera una novedad en la localidad no cuestionaba el planteamiento de retorno a un origen incontaminado y muchos menos el propósito expiatorio de los vencedores. A través de estos actos Barakaldo volví­a al seno de la Iglesia de la que se habí­a apartado y esta reincorporación religiosa era inseparable de su reincorporación a la España de la que también se habí­a alejado. En este sentido, resulta especialmente ilustrativa la transformación de la Casa del Pueblo en Salón España, acto del que la prensa daba  cuenta bajo el titular «Ayer, definitivamente, Baracaldo pasó a España». Para esta reincorporación no bastaba la mera incautación; era necesaria la intervención profiláctica de la Iglesia. Así­, Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, bendecí­a los «locales hasta hoy infectos de podre revolucionaria marxista. Y en sus breves palabras, plenas de emoción, nos dice que ahora es cuando verdaderamente puede llamarse Casa del Pueblo. De un pueblo sin odios, sin venganzas ruines y que solo debe pensar en quienes empuñan el fusil para salvar a España».

La presencia del obispo de Pamplona subraya que una pieza calve para el éxito de la escenografí­a nacional-católica de Llaneza era la presencia de altas jerarquí­as de la Iglesia. Olaechea se avení­a perfectamente a los proyectos de Llaneza, puesto que reuní­a la condición de barakaldés y de hijo de familia obrera, dos caracterí­sticas llenas de potencialidades para su explotación emotiva. La presencia de Olaechea en la localidad fue contante durante estos años. Además de la bendición de la Casa del Pueblo, presidí­a en agosto de 1937 los funerales por los mártires de la localidad. A partir de septiembre, se añadí­a a Olaechea, que poco menos que actuaba como obispo de Barakaldo, la máxima autoridad de la diócesis: Javier Lauzurica, nuevo administrador apostólico.

Lauzurica dejaba claro en su primera pastoral su compromiso con el bando nacional reclamando a sus fieles «vuestra total incorporación al Movimiento Nacional, por ser defensor de los derechos de Dios, de la Iglesia Católica y de la Patria, que no es otra que nuestra Madre España».

En mayo, Olaechea acompañaba a Lauzurica en su visita apostólica a la localidad. A la entrada a la localidad les esperaba un arco de triunfo y las masas perfectamente organizadas por Llaneza. En su alocución, el alcalde establecí­a además la obligación durante los dos dí­as que habí­a de durar la visita de «engalanar los balcones y ventanas de las casas con la gloriosa enseña nacional de esta nuestra e España, que con orgullo, ante el mundo entero puede blasonar de católica por excelencia». El dí­a anterior, 600 niños de las escuelas municipales hicieron su primera comunión en la plaza de España.

Un mes después Olaechea volvió a la localidad para participar en las primeras Fiestas de la Liberación. En esta ocasión se añadí­an a la misa de campaña y el desfile un nuevo elemento de legitimación del régimen: la inauguración de las obras públicas del consistorio que se presentaban como las realizaciones de la nueva España. El obispo de Pamplona bendijo la colocación de la primera piedra de la nueva iglesia parroquial y el ministro de Justicia, el conde de Rodezno, inició la demolición de una vieja casa para ampliar la plaza de España29. Ya en las primeras fiestas quedaba fijado el programa que se repetirí­a en años posteriores. En 1942 Olaechea contaba con la ayuda de Lauzurica. Mientras el obispo de Vitoria, como le denominaba la prensa, bendecí­a la primera piedra de la nueva sede de Correos, el obispo de Pamplona, haciendo gala de sus orí­genes, echaba la primera paletada. También bendijeron el inicio de las obras de la nueva Iglesia de Retuerto, sufragada por el fabricante carlista Garay Sesumaga.

Así­, las escenografí­as nacional-católicas de Llaneza superaban lo habitual, pues no contaba con un obispo, sino con dos. En enero de 1939 visitó también la localidad el obispo de Cuttak, el salesiano (no es «salesiano sino paúl», nota de Mitxel Olabuenaga) Mons. Sanz, con solemne misa a la que asistieron los requetés, flechas y pelayos. Sin embargo, la ausencia de prelados no detení­a las celebraciones religiosas. En febrero de 1938 se entronizó el Sagrado Corazón en el Hogar del Herido y poco después se realizó un acto de reparación y desagravio a la Virgen Milagrosa con su consagración en las Escuelas de Altos Hornos. En julio, 4.000 niños participaban en una misa de campaña en el campo de Lasesarre.

El fin de la guerra no desaceleró esta exaltación religiosa. En junio de 1944 se celebraba el Primer Congreso Eucarí­stico del Arciprestazgo de Portugalete, en el que se integraba Barakaldo. Fueron cinco dí­as de intensa movilización religiosa para cuya preparación la comisión de propaganda imprimió y repartió, entre otros, 80.000 proclamas, 40.000 hojas de tesoro espiritual, 1000 programas murales, 40.000 estampas a dos hojas, 60.000 hojas volantes con variados textos, 10.000 hojas de cánticos eucarí­sticos, 10.000 medallas insignias, 8.000 hojas conteniendo indulgencias y gracias, 1500 programas de lujo y 10.000 ordinarios. Llaneza no podí­a estar ausente de tal despliegue de medios e intervino en la inauguración31.

Los buenos resultados de las escenografí­as montadas en Barakaldo animaron a Llaneza a trascender el ámbito del municipio para planear espectaculares actos nacionalcatólicos de carácter regional. En 1940 lanzó la idea de una magna peregrinación diocesana a Zaragoza para homenajear a la que calificaba como Virgen de la Victoria: «que una comisión de cada uno de los Ayuntamientos de Vizcaya, con sus atributos de estandartes, timbaleros, maceros, etc. se traslade en fecha determinada a la inmortal Zaragoza para rendir en homenaje emocionado y ejemplar sus banderas, estandartes y bastones de mando a la Virgen de la Victoria, Nuestra Señora del Pilar».

La propuesta, que se hací­a extensiva al resto de las provincias vascas, fue entusiastamente acogida por el administrador apostólico Lauzurica. En julio, trenes especiales transportaron a 3.000 personas de todo el Paí­s Vasco a Zaragoza encabezados por Lauzurica y los gobernadores, los presidentes de las diputaciones y alcaldes de las capitales y principales localidades de las tres provincias, que rindieron homenaje a la Virgen del Pilar acompañados de espatadantzaris, danzarichiquis, hilanderas y txistularis. El sentido nacional-católico del acto no podí­a ser más explí­cito. El Paí­s Vasco por medio de sus autoridades y sus señas de identidad caracterí­sticas se postraba ante el sí­mbolo de la unidad material y espiritual de España. Sánchez Erauskin selecciona una crónica del boletí­n diocesano que expone sin ambajes el objetivo del acto: «Todas las peregrinaciones, sin excepción, añaden a su carácter profundamente religioso y mariano la nota españolista (…) Ante el bendito Pilar se siente como en ninguna otra parte del suelo patrio la grandeza de la España Una (…) Acudieron los vascos en acto oficial a la Basí­lica, que con razón es Amor intenso a la patria grande, mancomunado con el cariño a la patria chica y que al afirmar la unidad de España no reniega de los usos y tradiciones se culares del paí­s natal. Esta significación tuvieron los chistularis, espatadancharis e hilanderas (…) De esta Peregrinación conservará recuerdo por mucho tiempo la ciudad de Zaragoza. Vasconia ha demostrado una vez más que es fervientemente católica y sinceramente española …»

Esta recristianización de las sociedad propugnada por el nacional-catolicismo se basaba en un fructí­fero reparto de funciones entre Estado e Iglesia, en la que al primero reclutaba a sectores de la población para ser recristianizados coactivamente, quisieran o no, por la segunda. La posibilidad de escapar a este adoctrinamiento forzado era proporcional a la seguridad y fortaleza de cada ciudadano en el nuevo orden. En Barakaldo, los niños de las escuelas, un sector de la población perfectamente encuadrado y controlado, era utilizado profusamente en estos actos. Pero no sólo ellos. En general, aquéllos que por una razón u otra dependí­an de las nuevas autoridades no tení­an posibilidad de escapatoria, especialmente si éstas mostraban el celo recristianizador de Llaneza que sobrepasaba las demandas del clero local. Los barakaldeses que se veí­an obligados a acudir a los comedores del Auxilio Social era una presa privilegiada para las pretensiones de Llaneza. A cambio de la comida debí­an someterse a la práctica religiosa que, como vencidos en su mayorí­a, habí­an abandonado:

«Atendiéndose diariamente en nuestros comedores del AUXILIO SOCIAL de Bagaza a un crecido número de familias indigentes, por desgracia por ésta condición de menesterosas, un poco tibios en práctica religiosa y aún cuando se tiene por norma establecida desde su inauguración el que antes de sentarse a la mesa se rece por sus comensales una jaculatoria al altí­simo en acción de gracias y se entonen los himnos nacionales, sin embargo, esta alcaldí­a verí­a con agrado que todos los dí­as, uno de los sacerdotes que pertenezca a ese Cabildo Parroquial, concurra al citado Comedor en la hora de la comida y les otorgue la bendición , realzando este sencillo acto cristiano y esperando conseguir que sus asistente vayan amoldándose a esta buenas costumbres de nuestra madre la Iglesia Católica y a guardar la veneración y respeto debido a sus digní­simos representantes«.

Ante tal propuesta, Pablo de Guezala, párroco de San Vicente, se excusaba aludiendo a sus múltiples obligaciones. No es posible determinar si éstas eran reales. En todo caso, las excusas de Guezala no fueron la única resistencia eclesiástica con la que toparon los proyectos de Llaneza. En 1937 el obispo de Pamplona tuvo que recurrir a una tozudez superior a la del alcalde para librarse de sus pretensiones. En noviembre,  la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos dirigí­a una petición para que, con motivo de sus bodas de plata sacerdotales, se impusiese a la calle Larrea, dónde se situaba el Colegio Salesiano, el nombre de obispo Olaechea y «revista el acto la solemnidad precisa». Llaneza asumió la idea con entusiasmo y la amplió integrándola en su programa de actos nacional-católicos: creó la Medalla de Oro de la ciudad, abrió una suscripción popular para sufragarla y proyectó un homenaje multitudinario para su entrega.

Las pretensiones de Llaneza y la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos se frustaron por la negativa de Olaechea a recibir cualquier homenaje y, menos aún, una medalla. En diciembre Olaechea escribí­a a Llaneza dejando clara su postura. A mediados de enero de 1938, la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos comunicaba a la Alcaldí­a su decisión de «inhibirse de todo intento de homenaje […] desde el momento en que conoció la inquebrantable y justificada actitud, y resolución, del Sr. Obispo de Pamplona, que respeta, acata y cumple». Tres dí­as más tarde, el propio Olaechea reiteraba su posición argumentando que «los tiempos que corremos, y que correremos, en esta gestación de una España gigantesca, nos exigen una vida austera y un corte a cercén de dinero, de placer y de honores». Pero nada de esto amilanó a Llaneza que se personó en Pamplona para hacer entrega de la medalla. El obispo, que se ausentó de la ciudad ese dí­a, según él ajeno a la visita, devolvió la Medalla por correo.

El incidente resulta ilustrativo de la personalidad autoritaria de Llaneza que no atendí­a a negativas ante sus proyectos, ni siquiera de un obispo. No existen razones para dudar de la modestia de Olaechea; de hecho redujo los fastos previstos para sus bodas de plata a oraciones y caridad. Sin embargo, el desarrollo del incidente revela un pulso entre la autoridad del obispo y la del alcalde que Olaechea no podí­a permitirse perder, máxime cuando era ya una figura claudicante ante las fuertes presiones a que se veí­a sometido por parte de autoridades de mucho mayor rango. Una vez establecida su autoridad ante Llaneza, las relaciones con el alcalde barakaldés fueron fluidas. Ya se ha  señalado su participación en la escenografí­a nacional-católica durante este periodo. En 1943 aceptó la presidencia de honor de la comisión que habí­a de nombrar hijo adoptivo de la localidad a Llaneza, para el que no escatimaba elogios: «Caballero sin miedo y sin tacha, inteligentí­simo, emprendedor y sumamente desinteresado, éste ejemplarí­simo hijo de la Iglesia, ha merecido bien de Baracaldo como el mejor de los nacidos en él. Cuando pase el tiempo se le hará justicia por todos a este que siempre tuvo un panal de miel cristiana en el corazón Más taxativo era pocos meses después: «A Llaneza no se le puede negar nada».

Y no era de extrañar, porque la intransigencia religiosa de Llaneza sometió durante largos años a la población barakaldesa a una rí­gida moralización de las costumbres que aún en la actualidad se recuerda.

En octubre de 1937, Llaneza avisaba al Teatro Baracaldo que no pensaba tolerar «los anuncios con fotografí­as o estampas de propaganda que abiertamente atentan a la moral» y, efectivamente, diez dí­as después le imponí­a una multa de doscientas pesetas. En abril de 1938 publicaba un bando que daba cuenta de los actos que consideraba como gamberrismo «como insultar o mofarse de las personas, molestar al vecindario con ruidos y cantares, especialmente de noche, ejecutar actos o preferir palabras que ofenden a la moral, a la religión o a las buenas costumbres, marchar atropelladamente por las calles y paseos…», conductas todas ellas que, no sólo serí­an multadas por la guardia municipal, sino puestas en conocimiento de la autoridad superior mediante atestado. En agosto, velando «por la conservación de las buenas costumbres y moralidad pública del vecindario» prohibí­a el alcalde los baños públicos tanto de agua como de sol en todo el término municipal48. En julio de 1940 era la indumentaria de los barakaldeses la que suscitaba las iras de Llaneza. Indignado ante «gentes desaprensivas y que contraviniendo estas elementales normas de ciudadaní­a e higiene, se despojan de sus chaquetas y en camisa o camiseta, desenfadadamente, circulan por los lugares públicos» se prohibí­a aparecer en lugares públicos en mangas de camisa, advirtiendo que esa forma de vestir «nada tiene que ver con las prendas y uniformes de la Unificación».

Estas conductas masculinas eran sancionables por ir en contra la moral y las buenas costumbres; pero las conductas femeninas cuestionaban valores mucho más importantes. Atentaban además contra la religión católica, el Nuevo Estado y la memoria de los Mártires: «La nota de buen tono y distinción, justo es consignarlo, en nuestra vida social siempre ha corrido a cargo de la mujer, que como prendas muy preciadas han sabido conservarlas cuidadosamente, pero desgraciadamente en los dí­as que corremos y quizás contaminadas también por las corrientes de desenfado e impudor que invadieron a España con anterioridad a nuestra Gloriosa Cruzada, muchas de ellas se conducen públicamente en formas poco correctas y decorosas en sus vestido y ademanes, so pretexto de recrearse en las playas, haciendo como digo gala en calles y plazas a las idas y regreso de estos lugares de su escandalosa desenvoltura y desvergí¼enza, exhibiendo sus piernas sin recato de sus medias y simulando ir vestidas.

Considerando que el sacrificio de nuestros Mártires en la pasada Cruzada lo fue con la mira puesta en la redención de nuestra España Católica libre de toda perniciosa influencia extranjera que vaya en contra de esta tradicional honestidad de nuestras costumbres, honrando la memoria de estos nuestros gloriosos Mártires vengo en prohibir tales desenfados y deshonestidades callejeras anunciando severas sanciones para las infractoras».

Existí­a, pues, para Llaneza una lógica de la victoria que conducí­a a los comportamientos femeninos. De ahí­, la cruzada de la guardia municipal contra las mujeres que, por pobreza o calor, se pintaban la raya «simulando ir vestidas» y la persecución a que sometió a las sardineras de Santurce que tení­an que ponerse las medias al entrar en el término municipal. Se trata, sin duda, de la fuente de anécdotas más conocida popularmente de Llaneza. Todo ello se comenta jocosamente en la  actualidad, pero no deja de ser revelador del integrismo autoritario que Llaneza impuso que sea el principal elemento que ha quedado en la memoria colectiva de su largo mandato.

Pero la ideologí­a polí­tica de Llaneza no se agotaba en esa mezcla de integrismo religioso y españolismo que precipitó en el nacional-catolicismo. Sin que eso cuestionara un ápice su autoritarismo, Llaneza siempre mantuvo una actitud paternalista hacia Barakaldo y, especialmente, hacia las masas obreras que lo componí­an en su mayorí­a. De ahí­ que el obrerismo fuera el tercer elemento de su polí­tica.

A los cuatro meses de la entrada de los nacionales, El Correo publicaba un reportaje sobre la situación en Barakaldo de tono propagandí­stico en el que se describí­a cómo el mercado rebosaba de productos a los mismos precios anteriores a la guerra. El jefe local de los Sindicatos Verticales daba cuenta de que contaban con tres mil afiliados y 600 mujeres en el de industrias quí­micas, cifras de las que el articulista deducí­a que los obreros barakaldeses habí­an comprendido que los nuevos sindicatos eran la verdadera organización defensiva de sus intereses. Las declaraciones de Llaneza sobre la penuria económica que azotaba a la localidad suponí­an el contrapunto al triunfalismo del periodista. El alcalde se mostraba preocupado por el paro obrero a causa de la falta de materias primas, una situación que preveí­a que empeorase cuando retornaran todos los hombres movilizados o penados. Destacaba Llaneza el pacto alcanzado con las empresas locales para que ningún obrero trabajara más de 48 horas semanales y cifraba las comidas que diariamente repartí­an los comedores municipales en unas 2.300. En 1940 la situación no habí­a mejorado en exceso. En un informe solicitado por el Gobierno Civil, Llaneza comunicaba que los comedores del Auxilio Social seguí­an atendiendo a unas ochocientas personas y establecí­a el paro local en cuatrocientos obreros. Preveí­a además que la situación se agravarí­a en el invierno al paralizar su producción algunas de las empresas locales por falta de materias primas, extremo en el que insistí­an todas las declaraciones individuales de las empresas. Preocupaba especialmente al alcalde la situación de las fábricas de calzado de goma y cordelerí­a, las más afectadas e indignadas por los problemas de suministro de materias primas, «pues  así­ como el personal masculino se podrí­a llegar quizá a un esfuerzo proporcionándoles trabajo en nuevas obras publicas que se pueden emprender, no ocurrirí­a lo propio con la mano de obra femenina, que solamente puede tener colocación en las referidas empresas». Reclamaba además Llaneza una mejora en el abastecimiento de productos de primera necesidad argumentando que el rendimiento de la población obrera necesitaba de una alimentación sana, evitando «que la Capital se la coloque en mejor plano que el pueblo como ha ocurrido hasta la fecha prodigándose en aquella en su racionamientos». Finalmente, insistí­a en la necesidad de cambiar la polí­tica de colocación para evitar la sustitución de la mano de obra local.

El jefe de los sindicatos locales ya habí­a hecho referencia a este problema en 1937 en el artí­culo mencionado anteriormente. En octubre de 1939, el propio delegado provincial de la CNS, Julio Serrano, daba cuenta a sus superiores de que «la mayorí­a de las grandes entidades sustituyeron personal por jóvenes más baratos» y los problemas que eso podí­a generar tras la desmovilización.

En este sentido, Llaneza dirigí­a en 1940 un escrito al respecto al gobernador para alertarle de una situación que «encierra un grave peligro para la tranquilidad social y serios trastornos. […] Se está dando el caso paradógico que mientras en el pueblo existen naturales y vecinos con largos años de residencia que por efectos lógicos de la contienda pasada bien sea por haber pasado por campos de concentración o batallones de trabajadores u otras causas perdiendo su antigua colocación a su vuelta al pueblo de origen se encuentran en paro forzoso no logando ningún puesto de trabajo y en cambio van cubriendose estos puestos de trabajo por combatientes o personas que sin reunir esta condición proceden de otras provincia y pueblos de España donde tení­an su medio y forma de vida».

Esta preocupación por la suerte laboral de los trabajadores locales represaliados, incluso en perjuicio de los excombatientes foráneos, puede resultar paradójica en un hombre que habí­a dirigido con duros criterios la depuración municipal. Sin embargo, constituye una muestra del paternalismo con que Llaneza ejercí­a su autoridad. Al igual que no tení­a pudor en adoctrinar a las familias que acudí­an al Auxilio Social «por desgracia por ésta condición de menesterosas, un poco tibios en práctica religiosa» para que fueran «amoldándose a esta buenas costumbres de nuestra madre la Iglesia Católica y a guardar la veneración y respeto debido a sus digní­simos representantes», como ya se indicó, tampoco lo tení­a en censurar a los recién llegados que «halagados por dejar su pueblo y faenas del campo abandonan estas labores agricolas tan necesarias para la prosperidad de España». Frente a ellos se imponí­a el orgullo local de unos trabajadores especializados, formados y relativamente bien pagados que, a pesar de todo, eran barakaldeses. En todo caso, su comportamiento futuro era una competencia de su autoridad.

Esta actitud paternalista de Llaneza se enmarcaba en las vagas elaboraciones del catolicismo de preguerra que mantení­an la bondad del obrero corrompida por agitadores depravados. En este sentido, la intervención de Llaneza en el mencionado Congreso Eucarí­stico de 1944, incluí­a, además de una apelación al cumplimiento del deber por el bien de la Patria, «un recuerdo para los obreros, pidiendo a Jesús Sacramentado que los atraiga con su dulzura y su amor».

Esta apelación obrerista estuvo siempre presente en la retórica de Llaneza junto al integrismo católico y el españolismo. Con ello no entraba en conflicto con los intereses del nuevo régimen. Por el contrario, dadas sus caracterí­sticas de ciudad eminentemente obrera e industrial, Barakaldo se convertí­a en un escenario privilegiado para que el régimen mostrara también su cara obrerista.

En septiembre de 1937, el jefe provincial José Marí­a de Oriol acudí­a al teatro España, antigua Casa del Pueblo, para dirigir un discurso a los obreros sobre «Lo que es el comunismo». Los recursos retóricos para recabar la adhesión obrera de este miembro de la plutocracia bilbaí­na eran bastante limitados. El primero de ellos era el antisemitismo. El comunismo para Oriol era básicamente el fruto de una conspiración internacional judí­a para dominar el mundo. Frente a las pretensiones de esa «raza maldita por Dios», las democracias burguesas resultaban débiles. De ahí­ que la lucha anticomunista necesitase de la eliminación del régimen burgués sustituyéndolo por formas de sindicación nacional como en Alemania, Italia y España. Incluso la autonomí­a era un concepto explotado por los judí­os. Por ello «nosotros españoles, tenemos que hincharnos de gozo, respirar a pulmón pleno y recordar aquel siglo de oro glorioso de España, en que, adelantándonos en 400 años a las civilizaciones de los demás paí­ses, hubo unos Reyes Católicos que, propugnaron la expulsión de los judí­os y consiguieron que de España saliera esa raza maldita y España emprendiese rumbos heroicos». Este planteamiento no era privativo de Oriol. Poco después el mismo Pí­o Baroja publicaba un artí­culo en la primera página de El Correo insistiendo en la misma idea56 y, de hecho, diferentes artí­culos de la prensa de Bilbao proclamaban sin ambajes su simpatí­a por el antisemitismo que recorrí­a Europa57. Que el antisemitismo no haya sido considerado como un rasgo definitorio del franquismo, e incluso que haya sido esgrimido por algunos análisis como elemento clave para diferenciarlo de los fascismos, no significa que no formara parte de la ideologí­a de la derecha española. Cuestión aparte es que fuera poco rentable como elemento cohexionador y legitimador de la comunidad nacional y que no se tradujera en medidas concretas, entre otras cosas porque, como anunciaban satisfechos los corifeos del régimen, en España no quedaban judí­os.

Para apuntalar su argumentación anticomunista, el jefe provincial añadí­a al antisemitismo cifras sobre la miseria que acarreaba el comunismo (de las que tení­a pruebas ciertas) como que el obrero ruso gastaba en comida el 75% de su jornal y, a pesar de ello, comí­a la mitad que el español. No olvidaba tampoco los valores que encarnaban la Falange y el tradicionalismo unidos «para una cruzada que significa espiritualidad, religiosidad, sentimiento de raza, de historia, que significa España, por España, para España y siempre España». Sin embargo, poco decí­a en concreto sobre los proyectos sociales de la nueva España, aparte de insistir en el tópico del catolicismo social acerca de la corrupción externa del obrero haciendo ver a su audiencia «cómo han tratado de engañaros y de torceros lo sano que tiene el hombre dentro de sí­, que es su fe en Dios y su amor a la Patria, fundamento sobre el que hay que construir el nuevo Estado».

Este último era el mensaje que Llaneza preferí­a frente a la modernidad antisemita del resto del discurso del jefe provincial. La voluntad de retomar este discurso obrerista del catolicismo local de preguerra a través de la emotiva figura de un hijo de obreros barakaldeses encumbrado estaba clara en la última misiva que Llaneza dirigió al obispo de Pamplona con motivo del frustrado homenaje: «dignificando en la figura nobilí­sima de nuestro prelado a la de todos aquellos hijos de Baracaldo de humilde condición obrera y honrados y que por sus propios medio llegan a copar los más altos escalafones de nuestra sociedad, no avergonzándose de esta humilde cuna sino muy al contrario haciendo gala de ello como a mi memoria llega en estos momentos la de un acto público celebrado en esa misma localidad de fecha de inolvidables recuerdos en el cual su Ilma. con su autorizada palabra y proverbial elocuencia, recordó que debajo de sus investiduras de obispo se encontraban los hábitos de un salesiano y más abajo la blusa de un trabajador. El enaltecimiento pues de la noble figura de un trabajador es lo que ha movido a este Ayuntamiento al adoptar estos acuerdos…»

La negativa del prelado no hizo desistir a Llaneza en su empeño de retomar el obrerismo católico de preguerra. Con motivo de la visita pastoral de 1938, se organizó un acto especí­ficamente obrerista en el que Lauzurica dirigió un discurso a los trabajadores que concluyó con vivas a Cristo Rey, a España y al Caudillo.

Sin embargo, no hubo de esperar mucho Llaneza para ver cumplida su intención de realizar un gran acto obrerista y, además, con un protagonista de excepción: el propio Franco. El Caudillo visitó Vizcaya en junio de 1939 y eligió Barakaldo para publicitar el carácter social de su régimen en un baño de multitudes. Ante 20.000 obreros concentrados en Altos Hornos, Franco requirió la colaboración interclasista en la tarea de reconstrucción: «Se inicia el resurgimiento de España, después de las heridas que causaron en su cuerpo sagrado los que hicieron traición al mandato de su sangre y de su historia. Esa obra de reconstrucción se realizará con la aportación de todos y cada uno de los españoles, unidos en afanes idénticos y estrechados por recios ví­nculos de hermandad para la más eficaz colaboración: empresarios, técnicos y obreros, los productores todos han de hacer la gran labor común».

Proseguí­a su alocución Franco denostando a los polí­ticos de la etapa anterior a los que acusaba de manipuladores que sólo buscaban el beneficio personal.

«La edificación de una España grande no es palabra hueca de contenido. Es un propósito inexorable que ha de encontrar la culminación feliz de verse lograda por entero. No es lí­cito a nadie que sienta la responsabilidad de las tareas de gobierno prender los fuegos fatuos de promesas vanas y fáciles que ni se piensa ni se puede cumplir. Eso lo hicieron siempre aquellos que os empujaban y arrastraban, para su medro personal, a la miseria y a la muerte. Aquellos que os mintieron fingidas gallardí­as. ¿dónde están hoy?…Los millares de obreros prorrumpen en una ovación estruendosa.»

Teniendo en cuenta la intensidad represiva del momento, la alusión final a la desaparición de los dirigentes izquierdistas constituí­a todo un ejercicio de cinismo por parte de Franco, pero además suponí­a una apelación a los sentimientos de frustración de muchos vencidos que sufrí­an la nueva situación, mientas muchos de sus dirigentes habí­an conseguido exiliarse. Tras esta descalificación de los lí­deres del pasado, el Caudillo ofrecí­a a los obreros una España de trabajo y orden: «Por eso, afirma el Caudillo, que nunca prometió nada que no tuviera la seguridad de poder cumplir. Os prometí­ la Victoria y ha llegado. Hoy os prometo que tendréis una España libre y grande. Os prometo una España en que el odio destructor de otros tiempos esté desplazado por el amor, constructivo y fecundo.

Quiero por ello, ser siempre parco en promesas; pero sabed que habrá trabajo para todos y orden sobre las tierras de España …»

La crónica del vespertino Hierro añadí­a la conocida promesa de «que no haya un hogar sin lumbre ni un español sin pan».

En 1942 era el ministro de trabajo, Girón, quien visitaba la localidad. La primera jornada de la visita estaba dedicada a los servicios asistenciales de Altos Hornos y concluí­a con la inauguración de la Escuela de Orientación Profesional y de Aprendizaje que la empresa habí­a erigido en Sestao, «de la que se esperan resultados espléndidos para el perfeccionamiento del obrero y capacitación en el gran porvenir que la Empresa les depara, preparándoles el camino con renovados estí­mulos para que lleguen al grado de encargados y maestros de talleres». Ante los aprendices puestos en pie al lado de sus máquinas de trabajo, un directivo de la empresa desglosó la polí­tica asistencial de Altos Hornos recordando las viviendas, las escuelas, los economatos, el sanatorio, las pensiones de inutilidad y fallecimiento, la iglesia, y finalmente la nueva escuela, destinada a «formar ciudadanos ejemplares, aptos, sanos de cuerpo, de conciencia recta, con ideales que tengan la máxima satisfacción en ser orgullo de su familia y de su Patria,  con el espí­ritu de servicio y sacrificio que predicaba José Antonio, como lo hicieron los selectos, los caí­dos, y tal como aspiran a formarlos la falange y el caudillo». A este discurso respondí­a Girón estableciendo que la formación técnica no era suficiente «para los grandes pueblos nacidos para misiones supremas» y reclamando la formación nacional-sindicalista: «Al lado de la capacitación técnica debe estar la educación moral y la educación nacional sindicalista, porque en nuestro sentido de entender la vida no cabe el olvido de la espiritualidad […] De esta escuela  profesional inaugurada hoy tienen que salir trabajadores preparados y nacionalsocialistas resueltos».

No es fácil evaluar el calado que podí­a tener esta mí­stica polí­tica, pero lo que sí­ debí­an de tener presente los aprendices barakaldeses era la importancia de entrar en Altos Hornos en un contexto de miseria generalizada como la de la postguerra.

Cuando en 1944 Franco realizó su segunda visita a Barakaldo con motivo de las Fiestas de la Liberación, todos los elementos que el régimen movilizaba para recabar la adhesión estaban ya perfectamente sintetizados. Esta visita tuvo un tono menos obrerista que la primera, pero no por ello dejaba de hacer propaganda de las realizaciones del régimen en materia social. La nueva Escuela de Orientación y Formación Profesional que Franco inauguraba constituí­a una importante realización del régimen en materia social, pues suponí­a una ví­a de promoción más abierta que las escuelas de Altos Hornos. Franco visitó además la empresa Badcock & Wilcox, que concedió una paga extraordinaria con motivo de la visita, y entregó al alcalde cincuenta cartillas de la Caja Postal con cien pesetas para ser distribuidas entre las familias más humildes de la localidad.

Posteriormente Franco inauguró el nuevo edificio de Correos, otra de las realizaciones del régimen en la localidad y presenció un desfile del Frente de Juventudes y los niños del Auxilio Social. Todos estos elementos legitimadores se completaban con la apropiación por parte de Franco de la tradición que encarnaban los viejos combatientes carlistas a los que saludó efusivamente. Y no era la única tradición que invocaba. Todos los actos estuvieron amenizados por conjuntos de hilanderas y espatadanzaris. De hecho, Llaneza habí­a convocado a trece grupos folklóricos de la jurisdicción para identificar con el régimen las caracterí­sticas diferenciales vascas y su carga emotiva.

Finalmente, la religión no perdí­a protagonismo en este programa de actos. Los obispos de Vitoria y Pamplona participaron en los actos y, tras la salida de Franco, concelebraron un solemne Te Deum y colocaron la primera piedra de la iglesia del Buen Pastor en Luchana. Tras haberlo hecho con la primera autoridad, Olaechea pasaba a legitimar a su representante local presidiendo al acto de homenaje a Llaneza en el que se le nombraba hijo adoptivo de Barakaldo.

Y es que a estas alturas Llaneza ya no era sólo el organizador de actos, sino que él mismo se habí­a hecho acreedor de homenajes. En 1943 el gobierno le concedió la Cruz de Alfonso X el Sabio por sus servicios a la cultura. Sus allegados decidieron ensalzar la figura del alcalde y jefe local y decidieron recabar la adhesión popular Para ello se constituyó una comisión presidida por el primer teniente de alcalde encargada de abrir una suscripción para la compra de las insignias y de instar el nombramiento de hijo adoptivo. Como miembros honorarios formaban parte de la comisión el obispo de Pamplona, Antonio de Iturmendi Bañales, subsecretario de Gobernación, ambos hijos predilectos, y el cura párroco de San Vicente. En bando público la comisión recordaba en agosto que «el vecindario de Baracaldo, principal favorecido por los Centros de cultura e instrucción promovidos por el celo del señor Llaneza, debe ser agradecido y reconocer de una manera pública y tangible cuanto debe a la diligencia de su actual Alcalde».

Con el paso de los años se fue produciendo un cierto reequilibrio en los elementos que Llaneza explotaba para legitimar al régimen. A finales de los cuarenta la religión empezaba a perder terreno ante este obrerismo apoyado en las realizaciones sociales del régimen. En 1948 Llaneza habí­a decidido crear la Medalla de Oro de Barakaldo y concedérsela al Caudillo en atención a sus desvelos por los trabajadores. La imposición hubo de esperar a una nueva visita de Franco en 1950. En el discurso solemne de entrega, Llaneza, se presentaba «como productor y como alcalde de este pueblo de trabajadores» y repasaba en su discurso las realizaciones del régimen: los cuatro templos parroquiales (uno en construcción), los dos grupos escolares (uno en proyecto), la Escuela de Trabajo, las tres escuelas profesionales para la mujer (regentadas por la Sección Femenina, las Hijas de la Cruz y las salesianas), los dos colegios de segunda enseñanza, dirigidos por Paules y Dominicas, el edificio de Correos, diferentes obras de urbanización, y, sobre todo, las viviendas de promoción pública, para maestros y funcionarios, 438 para productores y 800 proyectadas. Ante este balance, Llaneza oponí­a la nueva realidad a la situación de preguerra: «los trabajadores de Baracaldo, todos sus vecinos, uniendo sus voces y su gratitud a las de toda la nación, os proclaman su bienhechor, al mismo tiempo que recuerdan y comparan. Recuerdan aquellas larguí­simas huelgas económicas, que después de haber llevado a la miseria los hogares obreros, la ruina al comercio, perjuicios enormes a las industrias y daño irreparable a la economí­a nacional, como única compensación por tantas pérdidas, sólo obtení­an, y no todas las veces, para aquellos obreros unos mí­seros céntimos de aumento en sus jornales. Y comparan con aquellas pobres y en ocasiones sangrientas conquistas de la clase trabajadora la realizaciones sociales, con que vos y el nuevo Estado español espontáneamente habéis protegido al trabajo y los trabajadores.»

Recordaba Llaneza el Fuero del Trabajo, el descanso dominical y las vacaciones, el prestigio a la familia exigido por la Iglesia y los Papas y conseguido gracias al subsidio familiar y el plus de cargas familiares, además del seguro de enfermedad, el subsidio de vejez, las reglamentaciones de trabajo… Con todo ello, «habéis probado que en vuestro corazón de Caudillo cristiano y de padre hay un amor y una preocupación obsesionantes por las clases trabajadoras, para cuyo mejoramiento no encontráis otro obstáculo que los supremos intereses de la Religión y de España».

Al discurso de Llaneza respondí­a Franco entroncando todas sus realizaciones con la tradición y Iglesia. Un viejo requeté que le habí­a abordado en la calle le serví­a para subrayar la continuidad entre el tradicionalismo y su régimen: «su espí­ritu remozado inspira en nuestro Movimiento a la generación nueva». La alusión a la tradición le daba pie a postular su conocida interpretación esencialista y reaccionaria de la historia de España: «El siglo XIX, que nosotros hubiéramos querido borrar de nuestra Historia, es la negación del espí­ritu español, la inconsecuencia con nuestra Fe, la negación de nuestra unidad, la desaparición de nuestro Impero, todas las negaciones de nuestro ser, algo extranjero que nos dividí­a y nos enfrentaba entre hermanos y que destruí­a la unidad armoniosa que Dios habí­a puesto sobre nuestra tierra» .

Continuaba el Caudillo con otra de las constantes de su discurso: «Nuestra victoria carecerí­a de alas, si no hubiéramos abolido para siempre esta lucha de clases destructora, inhumana, anticatólica, aniquiladora de los bienes espirituales y destructora de las fuentes de producción». Sin embargo, en lugar de ensalzar las mejoras materiales que para los trabajadores esta supresión de la lucha de clases habí­a supuesto, Franco daba prioridad a la espiritualidad derivando hacia una mí­stica obrerista: «nuestra existencia sobre la tierra, no tienen un fin materialista y grosero, sino fines mucho más altos; los de la salvación o de la perdición eterna. Y no es que por eso tengamos que sacrificar las aspiraciones, o los derechos y las necesidades materiales del trabajador, pero nosotros no valoramos al trabajador con un concepto miserable de céntimos; le supervaloramos como dice nuestro Movimiento al considerarle como portador de valores eternos, a quien le debemos lo que a nosotros mismos, que está muy por encima de lo que los groseros materialistas europeos quieren hacer con los hombres«.

Esta visita del Caudillo que cerraba los duros años cuarenta revela que la realizaciones sociales del régimen constituí­an ya el principal recurso de legitimación del régimen en la localidad frente al protagonismo de otros elementos como el españolismo y, sobre todo, la religión en sus primeros momentos. La cimentación del consenso entre los diferentes sectores de la derecha no preocupaba a Llaneza, y mucho menos la integración del nacionalismo. Su prioridad era la legitimación del régimen ante las masas de trabajadores que se engrosaban con la llegada de inmigrantes. No en vano, su mandato respondí­a a la lógica de una victoria polí­tica que buscaba ampliar su calado social.

El referéndum de 1947

El referéndum sobre la Ley de Sucesión de 1947 se enmarcaba en el hostil contexto internacional surgido tras la derrota de los fascismos y suponí­a el primer intento del régimen de obtener una legitimidad no derivada de la victoria bélica. Ante el aislamiento internacional Franco consiguió un cierre de filas de los diversos sectores sociales y polí­ticos que habí­an colaborado en la victoria ofreciéndoles una institucionalización de su régimen de hecho. Dadas la condiciones imperantes y teniendo en cuenta que tanto el voto afirmativo como el negativo implicaban la continuidad de Franco, no parecí­a previsible un rechazo importante a través del no. El verdadero peligro para el régimen radicaba en que este rechazo se expresase a través de una abstención masiva. Por ello, entre los mecanismos arbitrados para asegurar una victoria aplastante, la intimidación de los posibles abstencionistas constituyó un elemento determinante.

Una vez en el colegio electoral, el voto negativo o en blanco suponí­a un rechazo activo mucho más peligroso que previsiblemente pocos estarí­an dispuestos a llevar a cabo. A. Cazorla recoge además las instrucciones para el fraude abierto si estas medidas preventivas no funcionaban.

El miedo debió de constituir el factor decisivo en la votación de amplias capas de la población. Y es que nadie, y menos las personas significadas como hostiles, querí­a arriesgarse a que se les atribuyeran los posibles votos negativos o nulos.

No se ha encontrado un informe similar para el caso de Barakaldo. Se dispone, sin embargo, de un informe de los nacionalistas vascos sobre Vizcaya. Según los nacionalistas, tras una actitud inicial un tanto frí­a, la prensa se volcó en la propaganda. Los recortes de prensa que adjuntaban al informe contienen apelaciones al patriotismo contra la injerencia extranjera y al anticomunismo, pero la propaganda que centraba la atención indignada del informe nacionalista era la realizada por la Iglesia.

Las jerarquí­as católicas cerraron filas en torno al régimen y la campaña adquirió un marcado tono religioso destinado a movilizar a las masas católicas. La Gaceta del Norte subrayaba la sí­ntesis nacional-católica al afirmar que el voto positivo «es defender a la Religión, a la Iglesia, a España y a Franco», mientras que el negativo «es negar a España y entregar a la Iglesia en manos de los asesinos de sacerdotes y creyentes y de los incendiarios de templos». Sin embargo, más que a una justificación del voto positivo, la propaganda dirigida a los católicos tení­a como prioridad evitar la abstención. Para ello se recurrió con insistencia a la normas de la Iglesia y a la autoridad del Papa. La Gaceta del Norte utilizaba la foto del pontí­fice para establecer la «voz de la Iglesia» e Hierro consignaba que «votar es un deber sagrado.

Obliga en conciencia, obliga ante Dios». Denunciaban los nacionalistas que el clero llegó a calificar la abstención de pecado mortal, idea que Hierro reproducí­a. La conclusión de un artí­culo de Miguel de Larrañaga sintetizaba toda esta argumentación: «Por eso usted no puede opinar lo que le parezca sin errar, ni votar lo que se le antoje sin pecar. Usted, criatura de Dios, hecho por Dios para Dios, está usted, quiera que no, al servicio de Dios. Por lo tanto, usted no votará lo que quiere, sino lo que debe, a sabiendas además, de que si deserta de este deber, ha de responder ante Dios de su voto»

Para los sectores refractarios a la propaganda se reservaban otra serie de medidas disuasorias. Según los nacionalistas, se hizo correr el bulo de que los abstencionistas no verí­an renovadas sus cartillas de racionamiento, perderí­an las prestaciones sociales, etc. En este sentido, La Gaceta del Norte publicaba un aviso el 5 de julio recordando la necesidad de solicitar el certificado de votación «por cuanto será éste un documento del que pueden tener frecuente necesidad, ya que les será exigido por los Organismo Oficiales en todo caso en que tuviesen necesidad de solventar cuestiones en ellos». Contra estas amenazas de represalias de alcance indefinido poca efectividad tení­an las consignas que hací­an circular los nacionalistas recordando que según el decreto de 1907 sólo podí­a sancionarse a contribuyentes y funcionarios». Concluí­an los nacionalistas que el régimen no se atreverí­a a aplicar ni siquiera las sanciones previstas legalmente, pues constituirí­a un reconocimiento de su fracaso. El argumento parecí­a plausible, pero requerí­a que la abstención fuera realmente considerable. Y eso era lo que el régimen pretendí­a evitar movilizando todos sus recursos.

El gobernador y jefe provincial Genaro Riestra convocaba mediante carta a los afiliados para que estuvieran a disposición del partido pues, aunque «la Falange, minorí­a selecta, repudia como el primer dí­a la teorí­a del mejor criterio de la mitad más uno», el deber marcaba que «hay que votar y hacer votar«. También convocó a diferentes asociaciones patronales y comerciales para asegurarse el voto de sus empleados y afiliados.

Se emplearon también estrategias tendentes a formar colas en los colegios que hicieran ver a los abstencionistas que una hipotética acción colectiva abstencionista habí­a fracasado. Para ello, según los nacionalistas, se llegó a ralentizar la votación hasta consumir más de cinco minutos por votante. Denunciaban también los  nacionalistas otras irregularidades en la votación. El hermano del presidente de las Cortes, Hilario Bilbao, que presidí­a una mesa en la capital, desdoblaba las papeletas de los votantes antes de introducirlas en las urnas. Varias personas fueron conducidas a votar por la policí­a y miembros de la Falange. En Alonsótegui, en el término municipal de Barakaldo, varias mujeres, de las que daban nombre y apellidos, fueron obligadas a votar en lugar de sus maridos y familiares, y un nacionalista que hací­a su presentación por estar en libertad vigilada fue conducido al colegio por la Guardia Civil y obligado a votar por su hermano, pues no tení­a derecho de voto. La casuí­stica del informe nacionalista da cuenta de varios incidentes protagonizados por sacerdotes que no compartí­an el criterio de las jerarquí­as. En Busturia el coadjutor solicitó una papeleta en blanco y se le negó, ante lo cual se retiró sin votar; en Arrigorriaga la mesa abrió la papeleta de un sacerdote que iba a votar negativamente y en Valmaseda el jefe local obligó a un sacerdote y a varios nacionalistas que le acompañaban a abandonar las inmediaciones de los colegios electorales y recluirse en sus casas.

Como era de esperar a la luz de lo expuesto el sí­ resultó abrumador. Casi un diez por ciento de los votantes barakaldeses votó no a pesar de todas las irregularidades y presiones. El acta oficial de Barakaldo no garantiza la correspondencia de los resultados consignados con el voto realmente emitido. Su falsificación es más que probable.

5.3.- Los cincuenta: la institucionalización del poder local.

Las elecciones municipales de 1948 cerraron la primera etapa del poder local bajo el franquismo. Con su aplicación el régimen avanzaba en su institucionalización iniciada con la creación de las Cortes en 1942 y ratificada por la Ley de Sucesión de 1947. Con ello, el franquismo pretendí­a lavar su imagen de dictadura de hecho, para convertirse en un sistema de derecho corporativo. Los innumerables filtros que la democracia orgánica aplicaba a la expresión de la voluntad popular le alejaban notablemente de cualquier concepción democrática del Estado, pero no impedí­a teóricamente un cierto tipo de representatividad, concretamente aquélla que muchos sectores conservadores y especialmente católicos vení­an reclamando desde finales del siglo XIX y más aún desde los años treinta. Frente a los temores de una restauración democrática, el nuevo sistema podrí­a haber abierto un amplio juego para la representación de los intereses conservadores e, incluso, la ví­a para una evolución del régimen. Sin embargo, esto no fue así­, pues toda la operación era básicamente cosmética. El régimen no estuvo dispuesto a dotarse de reglas, ni siquiera en su versión más restrictiva, que permitieran una cierta representatividad. Por el contario, el franquismo nunca renunció a ser una dictadura de hecho, cuyo motor evolutivo se encontraba en situaciones y equilibrios de hecho bastante alejadas de todo el andamiaje institucional.

Ni siquiera en el modesto ámbito local permitió el régimen un cierto juego representativo. Todo el sistema de elección estaba diseñado para evitar una pérdida de control y permití­a la intervención directa de las autoridades. Sólo las elecciones al tercio familiar abrí­an un resquicio a la representatividad, pero era meramente teórico, pues las autoridades se reservaban el filtrado de los candidatos y conferí­an pocas garantí­as al proceso electoral. Más controlada estaba todaví­a la elección del tercio sindical, en dos grados, y más aún el corporativo que añadí­a el filtro de los concejales no renovados. En realidad, esta última elección tení­a la apariencia de un mecanismo para acabar de amañar  la elección en caso de que algo hubiera fallado en las dos anteriores.

Sin embargo, el nuevo sistema cerraba una etapa del poder local. Hasta el momento la composición del ayuntamiento habí­a sido una cuestión de nombramiento directo desde las instancias superiores que habí­a dado lugar a fuertes tensiones. A partir de 1948 el régimen ofrecí­a unos mecanismos reglados de selección del personal local. Que estos mecanismos estuvieran continuamente interceptados por el gobernador y el alcalde no significaba que no supusieran un cambio cualitativo frente al nombramiento directo del periodo anterior.

En Barakaldo inauguraron un cierto juego polí­tico basado en la competencia que ofrecí­a mecanismos de selección del personal polí­tico relativamente independientes de la voluntad del jefe local y alcalde. Seguramente, ésta fue la consecuencia más trascendente del nuevo sistema a escala local. Ya no era posible el enquistamiento de grupos de afinidad, polí­ticos o de intereses en las instituciones locales. El debate sobre si el viejo caciquismo siguió actuando o no bajo el franquismo debe partir de la premisa de este cambio trascendental.

Paradójicamente, lejos de aportar representatividad, el nuevo sistema ampliaba el poder de las instancias centrales del Estado sobre las élites locales. A pesar de su inmenso poder en los años cuarenta, los gobernadores civiles habí­an tenido que negociar con los grupos locales la composición del ayuntamiento aunque sólo fuera porque eran esos grupos los que filtraban su percepción de la realidad local. A partir de 1948, el gobernador ya no tení­a que intervenir en los ceses y nombramientos, ni entrar en el juego de presiones que implicaban; éstos se producí­an cada seis años por ley. Sólo el alcalde estaba al margen de esta renovación. Ciertamente, tení­a todaví­a más poder que antes, puesto que ahora era él de hecho quien seleccionaba al personal, pero era mucho más dependiente del poder central que le nombraba y destituí­a. Evidentemente, podí­a seguir seleccionando el personal en función de sus intereses de bando, polí­ticos o económicos; pero no lo podí­a mantener. Ello obligaba al alcalde a buscar continuamente reequilibrios que le fueran favorables o simplemente a renunciar a contar con un grupo permanente de fieles como habí­a ocurrido en el periodo anterior. Y es que el régimen franquista no estaba dispuesto a que la acción central fuese continuamente filtrada por bandos y élites locales, una novedad que le diferenciaba radicalmente del pretendido centralismo de la Restauración.

 

Las primeras elecciones municipales

En Barakaldo existí­a un grupo amplio de simpatizantes de la ultraderecha sobre la que era posible poner en funcionamiento los nuevos mecanismos de selección. En 1948 se proclamaron quince candidatos para las cinco vacantes del tercio familiar. Nueve de ellos aparecen calificados de carlistas, uno de falangista y otro genéricamente de derechas; de cuatro no se tienen datos. La hegemoní­a carlista entre los candidatos queda confirmada por los datos de preguerra: ocho de ellos, incluido el secretario local de FET-JONS que los informes calificaban de falangista, aparecen en el listado de socios de la Sociedad Tradicionalista de 1933 o en sus juntas.

Entre los candidatos destacaban dos figuras. Leopoldo Castro, carlista y muy activo en el asociacionismo católico, habí­a sido segundo teniente de alcalde en 1937 y primero desde 1938 hasta 1944, fecha en que dimitió. Los informes lo definí­an como un partidario de Fal Conde en cuya obediencia no se podí­a confiar. Silverio Jaúregui era el secretario de FET-JONS y concejal desde 1937 y, a pesar de su antigua militancia carlista, ejercí­a de camisa vieja como ya se apuntó. Ambos obtuvieron las votaciones más altas.

Sin embargo, la ortodoxia polí­tica de los candidatos no supuso que se permitiera que el cuerpo electoral decidiera entre ellos, pues las elecciones no fueron limpias. En las actas de escrutinio constan multitud de irregularidades entre las que destaca el pucherazo de Retuerto. Las actas de las secciones cuarta y quinta de San Vicente – Retuerto desaparecieron y fueron entregadas fuera de plazo por uno de los candidatos, Ismael Vitoria. La falsificación de las actas, además, no podí­a ser más burda. Estas secciones eran las únicas de Barakaldo en las que sólo cinco de los candidatos obtení­an votos. Se otorgó unas decenas de votos a Castro y Jaúregui, que iban en cabeza en todas las secciones, y 200 y 260 en cada sección a tres candidatos que gracias a ello se aseguraron la elección: el propio Vitoria y dos carlistas más. El resto de los candidatos se quedó con cero votos. Las protestas muestran que tras la maniobra de Vitoria estaban el propietario carlista Vicente Bardeci, teniente de alcalde desde 1937, y el abogado David de Santurtún, presidente de la Juventud Vasca en 1920 y de la Junta Municipal nacionalista en 1921, pero con buenas relaciones con las nuevas autoridades y que formaba parte de la sociedad de Caza y Pesca que, como se vio, agrupaba a miembros de dos familias nacionalistas cercanas al régimen.

Tanto si la falsificación fue orden de Llaneza como si fue la acción autónoma de un grupo de fuerzas vivas de Retuerto, la cuestión es que el nuevo sistema inauguraba una competencia entre los fieles al régimen. Resulta significativo que también Castro hiciera constar su protesta por la irregularidad y que, finalmente, incluso Jaúregui, el secretario local del partido, se viera obligado a hacerlo.

También en el tercio sindical hubo competencia. Los compromisarios fueron unánimes en su voto a Lorenzo Lahuerta, un prototí­pico representante de la derecha católica que habí­a constituido Acción Popular, de la que fue vicepresidente, pero para el resto de los ocho candidatos el voto se dispersaba. En los últimos puestos quedaron el falangista Rodrigo Alvarez, concejal desde 1937, y el primer teniente de alcalde Bardeci.

La perturbación introducida por el nuevo sistema hubo de ser compensada en el tercio corporativo donde se consiguió la proclamación de Daniel Vilar, derrotado en el tercio familiar, y del propio Bardeci, que aún así­ resultó el menos votado.

Frente al monopolio del poder local por parte del grupo de carlistas nombrado en 1937 bajo el liderazgo de Llaneza, el nuevo sistema instauraba una competencia limitada básicamente a los carlistas, pero no por ello menos real.

La renovación del personal polí­tico

Las elecciones de 1948 supusieron una renovación importante del personal polí­tico local. En Barakaldo el personal polí­tico del ayuntamiento se mostró mucho más resistente a entrar en esta rueda de renovación permanente. En el momento de las elecciones, la mitad del consistorio llevaba en sus cargos desde 1937, es decir, 11 años. Este grupo continuó constituyendo un cuarto del consistorio en 1949 y 1952, lo que significa que en el momento de su cese llevaba en el ayuntamiento nada menos que 18 años. Todaví­a en 1955 sobreviví­a un concejal de este grupo.

Durante casi dos décadas Llaneza se resistió a prescindir de sus colaboradores del primer momento. La extinción de este grupo no implicó que el veterano alcalde estuviera dispuesto a someterse a la rotación que pretendí­an las autoridades. La renovación de 1949 introdujo un nuevo grupo de concejales que tomó el relevo y se mostró también bastante reticente a desaparecer. En 1955, fecha en que teóricamente debí­an haber cesado, constituí­an el 20% de la corporación, y uno de ellos llegó hasta la corporación de 1961. Llaneza parecí­a haber encontrado en los nuevos concejales de 1949 su segunda remesa de colaboradores de confianza. Por contraste, los concejales de 1946, que se habí­an nombrado para cubrir las bajas del grupo inicial, no tuvieron  ninguna trascendencia.

Esta continuidad de dos grupos básicos durante el mandato de Llaneza se aprecia con mayor claridad si se atiende a la renovación de los tenientes de alcalde.

La renovación de 1946 no afectó al equipo de gobierno y este grupo continuó acaparando la mitad de las tenencias de alcaldí­a hasta 1955. En esta fecha, todaví­a Vicente Bardeci, propietario carlista de Retuerto, se mantení­a en la primera tenencia de alcaldí­a, cargo que ocupaba desde 1949.

En la década de los cincuenta fueron hombres nombrados en 1949 los que se convirtieron en depositarios de la confianza de Llaneza. Uno de ellos se mantení­a todaví­a en el equipo de gobierno 1961.

Un análisis de la composición de los equipos de gobierno de Llaneza revela la importancia de cuatro hombres; dos nombrados en 1937 y dos en 1949. Muestra además que Llaneza mantení­a el escalafón de antigí¼edad y que la promoción hacia los primero puestos de confianza era paulatina. Del primer grupo, además del mencionado Bardeci, destaca el maestro carlista Ireneo Diez, dirigente de los sindicatos libres en Vizcaya. El relevo de Bardeci fue el joven abogado Luí­s Ingunza. Con sólo 27 años cuando entró en el ayuntamiento, Ingunza era claramente un hombre del aparato del Movimiento, concretamente de los sindicatos para los que trabajaba. En 1948 era el Delegado Comarcal de la CNS y no se le conoce militancia previa a la guerra, aunque algunos informes le atribuí­an simpatí­as por el tradicionalismo. En 1955 Ingunza era ya segundo  teniente de alcalde y a partir de 1958 el primero. Su carrera culminó, como se verá, en la alcaldí­a tras la retirada de Llaneza. Antonio Fernández, en ascenso permanente en el equipo hasta 1958, era un empleado de Altos Hornos de filiación tradicionalista, aunque no se tiene constancia de su actividad polí­tica anterior a la guerra. Habí­a sido uno de los beneficiados por el pucherazo de Retuerto en 1948.

El nuevo personal polí­tico

Si bien, como se ha venido exponiendo, las elecciones de 1948 abrieron una nueva etapa en cuanto a la permanencia del personal polí­tico, los nuevos mecanismos de selección no afectaron al modelo de funcionamiento polí­tico en ninguna de las dos localidades.

En Barakaldo, el carlismo mantuvo la hegemoní­a que vení­a ostentando desde 1937. Las elecciones de 1948 supusieron incluso un reforzamiento de su presencia. Durante todos los cincuenta y los primeros años de los sesenta, el carlismo de preguerra proveyó en torno al 50% del personal polí­tico barakaldés. Todaví­a en 1964, es decir, 27 años después de acabada la guerra, suponí­a casi el 20% del consistorio Su declive en esta fecha y su práctica desaparición posterior coincidí­a con la salida de Llaneza. En contraste con esta permanencia carlista, la derecha no tradicionalista de preguerra fue perdiendo posiciones a los largo de la década de los cincuenta hasta su desaparición en 1961. Los falangistas, por su parte, mantuvieron constante su participación cercana al 20% en el consistorio, aunque este grupo precisa de algunas puntualizaciones. En realidad, se trata de un grupo definido por exclusión, ya que se considera falangista a todo aquel militante FET-JONS no carlista o del que no se tienen datos de otra actividad polí­tica de preguerra. Falangistas de preguerra sólo se tiene constancia de dos: el excombatiente Vicente Valcabado, medalla de la vieja guardia, concejal de 1945 a 1949 y de 1955 a 1961, aunque sobrino de carlista, y Silverio Jaúregui, secretario del partido durante los cuarenta y parte de los cincuenta, que, sin embargo, tení­a un pasado tradicionalista.

La gestión municipal

La tarea de Llaneza al frente del consistorio barakaldés fue bastante complicada. Aunque fue procurador en Cortes en los años cuarenta y se valió del barakaldés Iturmendi Bañales, director general de Administración Local, subsecretario de la Gobernación y posteriormente ministro de Justicia, para tener una ví­a de acceso al lejano Estado franquista, Llaneza nunca ejerció de puente entre las fuerzas vivas locales y el Estado. Las grandes empresas de la localidad no necesitaban de sus gestiones, ya que tení­an canales mucho más fluí­dos de relación que el alcalde y jefe local.

Por otro lado, los problemas de gestión a los que habí­a de enfrentarse la corporación presidida por Llaneza eran serios. En Barakaldo habí­a que dar respuesta a los problemas planteados por una avalancha migratoria que prácticamente dobló la población en la década de los cincuenta. En los treinta la población habí­a crecido en torno a un 6% y en los cuarenta habí­a superado el 10%. En los años cincuenta se dispara en Barakaldo situándose por encima del 80%. Esto supone que en diez años Barakaldo casi dobló su población. En 1960 hací­a tiempo que Barakaldo habiá duplicado su población con respecto a 1940. En 1970 la triplica. La causa radica en la buena marcha de la siderurgia vizcaí­na bajo la autarquí­a.

Las limitaciones impuestas por la polí­tica económica del primer franquismo y las graves dificultades que atravesaba la economí­a española son ampliamente conocidas, pero no por ello dejaba de reservar el mercado español para la siderurgia vizcaí­na. La reactivación de los cincuenta, por limitada que fuera, tuvo efectos multiplicadores en las industrias barakaldeses y de la margen izquierda en general. Esta situación, unida a las precarias condiciones de vida  de sus lugares de origen, atraí­a anualmente a miles inmigrantes de Castilla, Galicia y Extremadura. Unas 27.000 personas, el equivalente a tres cuartas partes de la población de 1950, llegaron a Barakaldo entre esta fecha y 1960.

Esta avalancha humana desbordaba a las autoridades locales y todaví­a más a la mentalidad de Llaneza. Ya se señaló como en 1940 Llaneza contemplaba el fenómeno migratorio como la deserción de su lugar patriótico de unos campesinos «halagados por dejar su pueblo y faenas del campo» y reclamaba medidas para regular su llegada. En 1957 se dirigí­a al ministro de Gobernación para reclamar medidas que regulasen «estos desplazamientos en masa, continuos y un tanto alegremente y por tanto poco meditados» y evitase que los recién llegados «se compliquen y nos compliquen la vida en un peregrinar en demanda de trabajo y vivienda». Se quejaba el alcalde de que «de un tiempo a esta parte la afluencia enorme e incesante de familias enteras desplazadas con este fin sin tener previamente resuelto el problema aludido de alojamiento, sino también el mismo de trabajo a que aspiran» planteaba multitud de problemas entre los que, consciente de a quien se dirigí­a, destacaba el de control polí­tico: «al no disponer más que con medios muy limitados de policí­a de seguridad y vigilancia y no poder controlar debidamente las filiaciones polí­ticas de nuestros vecinos, poder constituir un grave peligro en caso de una alteración del orden público»

Como en 1940, las peticiones de Llaneza no fueron atendidas. Sólo obtuvo repuesta del director general de Trabajo que establecí­a que «dicho movimiento migratorio no plantea una situación de paro, ya que la demanda de mano es claramente superior a la demanda de colocación» y se desentendí­a del resto de los problemas planteados por Llaneza: «En cuanto a otros problemas que se plantearon como son la escasez de viviendas de í­ndole sanitaria y moral, etc tampoco podemos entrar en ellos por no ser de la competencia de este Ministerio».

No cabí­a esperar, pues, que el Estado limitara las corrientes migratorias y evitara al ayuntamiento tener que enfrentarse a los problemas que el crecimiento vertiginoso de la población planteaba, máxime cuando actuaban sobre una localidad tradicionalmente mal dotada de infraestructuras. En este sentido, ya en los primeros cuarenta la gestión de Llaneza se habí­a dirigido a la construcción de infraestructuras como el edificio de Correos y la escuela de formación profesional. En 1954 el ayuntamiento habí­a realizado inversiones por valor de 35 millones de pesetas y esta inversión se disparó en el resto de la década. En 1962 el ayuntamiento habí­a invertido 233 millones en obras municipales.

El 60% de la inversión municipal se habí­a dirigido a la construcción de viviendas que era el problema más acuciante. En 1962 el ayuntamiento habí­a construido 2.358 nuevas viviendas. Pero la inversión municipal no era suficiente, pues sólo suponí­a una vivienda por cada 17 nuevos habitantes. A partir de 1955, las regulaciones estatales ratificaban el tradicional paternalismo social de las grandes empresas barakaldesas obligando a la construcción de viviendas en función de su plantilla. En 1962 Euskalduna habí­a construido en Barakaldo 700 viviendas, Altos Hornos 507 y la Sefanitro 120. Pero ni siquiera estas intervenciones empresariales satisfací­an las necesidades. Estas eran de tal magnitud que incluso de las asociaciones locales partieron  iniciativas de construcción Así­, el Centro Gallego construyó 320 viviendas, el Cí­rculo Burgalés 110 y la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos 194.

Un sólo dato ilustra el crecimiento desmesurado de Barakaldo en estos años: entre 1937 y 1962 se construyeron el doble de las viviendas existentes al acabar la guerra. Así­, el ayuntamiento podí­a presumir de que el número de personas por viviendas en la localidad habí­a descendido de los 5,42 de 1937 a los 3,93 de1962, «a pesar de cuantas miserias se escriben sobre las condiciones lamentables en que viene muchos vecinos de Baracaldo».

Mas la vivienda no era la única necesidad que la inmigración planteaba. Para atender a la demanda educativa se construyeron tres nuevos grupos escolares en Larrea, Alonsótegui y Luchana, además de la Escuela de Maestrí­a. Sin embargo, esta inversión era insuficiente. Sólo el 43% de la matrí­cula de primaria correspondí­a a las escuelas públicas. El resto se dividí­a entre las escuelas de Altos Hornos con un 11,9% y los diferentes centros privados que captaban el 43% de la matrí­cula. Las escuelas religiosas que vení­an a cubrir las deficiencias de la inversión pública en educación se convertí­an en hegemónicas en la enseñanza media. No habí­a instituto en Barakaldo y sólo en el colegio de los Padres Paúles, fundado significativamente en 1944, podí­an 600 alumnos estudiar bachillerato. De hecho, la insuficiencia de la inversión pública planteaba tales posibilidades de expansión a la enseñanza religiosa que en 1961 estaba previsto que comenzaran a funcionar próximamente un grupo escolar de los Padres Páules con capacidad para 1500 alumnos y otro de las Misioneras Seculares de Jesús Obrero para 600. Aún así­, la media de alumnos por profesor era de 47, mientras que en 1937 habí­a sido de 36.

Esta edad de oro de las escuelas religiosas no era fruto de las limitaciones presupuestarias que impedí­an el desarrollo de la escuela pública, sino de un orden de prioridades. Y en el de Llaneza la Iglesia ocupaba el primer lugar. Que la prestación de servicios religiosos a la población era más importante que la de servicios educativos queda ilustrado por el gasto municipal en templos. Hasta 1962, el ayuntamiento habí­a invertido 14 millones en cuatro iglesias y el convento y escuelas de las Hijas de la Cruz. Era el doble de lo que habí­an costado los tres nuevos grupos escolares. Si se cuenta la escuela de maestrí­a, el ayuntamiento habí­a gastado lo mismo en templos que en infraestructuras educativas. Incluso el Cí­rculo Cultural Recreativo habí­a costado tanto como las escuelas.

Toda esta inversión habí­a multiplicado los presupuestos municipales. Sin embargo, todos ellos se cerraron con superávit. Llaneza no se dejaba desbordar por las nuevas necesidades y hací­a gala del realismo: «de lo que nunca se nos podrá acusar es de no haber realizado, al redactar cada presupuesto, un detenido y concienzudo estudio de las posibilidades económicas reales con que podí­amos contar».

A pesar de las importantes inversiones realizadas a lo largo de los cincuenta, las necesidades que el crecimiento de la población planteaba estaban lejos de cubrirse. Se necesitaban más viviendas, la mayorí­a de las calles estaban sin urbanizar y existí­an serios problemas con el suministro de agua. Todas estas deficiencias no harí­an más que agravarse cuando alcaldes menos paternalistas que Llaneza tomaran el mando en los años sesenta.

Los desafí­os.

En Barakaldo, Llaneza tení­a pocas dificultades para mantener su dominio. El nacionalismo vasco era un proyecto abiertamente polí­tico. La cuestión cultural nunca habí­a alcanzado la dimensión polí­tica que tení­a en Cataluña y el vasquismo no era exclusivo de los nacionalistas. También los carlistas actuaban en ese terreno. De hecho, el propio Llaneza hací­a uso de hilanderas y espatadantzaris en cada acto público sin que tales manifestaciones supusieran tensión alguna con su acendrado españolismo. Por otro lado, y precisamente por ello, el arraigo a la tradición y los valores culturales particulares no habí­a cimentado un compromiso de la Iglesia vasca con el nacionalismo vasco similar al de la Iglesia catalana con el catalanismo, en la versión que fuera. El carlismo seguí­a siendo un puente entre vasquismo, tradicionalismo y españolismo. Tampoco las fuerzas vivas locales y los grupos burgueses en general habí­an establecido un lazo con el nacionalismo vasco.

Finalmente, el nacionalismo se habí­a aliado explí­citamente con el bando republicano, lo que permití­a proscribirlo sin dificultad. Todo ello hací­a que la ruptura con las tradiciones de preguerra fuese radical  y que Llaneza pudiera mantener un estricto control sobre la sociabilidad local que condenaba al entorno nacionalista prácticamente a las redes de conocimiento personal. Los nacionalistas barakaldeses no habí­an creado sociedades al margen de los batzokis en las que pudieran encontrarse después de la guerra en función de intereses sociales o culturales. En Barakaldo la presencia de sociedades meramente recreativas o culturales no alineadas polí­ticamente habí­a sido mí­nima. Una  vez clausurados los batzokis y la Casa del Pueblo, prácticamente no quedaba espacio para la actuación de las sensibilidades polí­ticas y culturales de preguerra.

El Cí­rculo Cultural Recreativo, fundado en 1957, no dejaba de ser una creación oficial, que albergaba básicamente al nuevo personal polí­tico crecido al amparo de las organizaciones del Movimiento. No en vano Llaneza invirtió casi seis millones de pesetas en su creación. Su disolución para convertir el edificio en equipamientos culturales era una de las medidas con que el tardo-franquismo intentaba congraciarse con la ciudadaní­a movilizada en 1974.

A pesar de este férreo control sobre la sociabilidad local, a lo largo de los cincuenta ésta comenzó a renacer bajo diferentes fórmulas. Una de ellas era la del asociacionismo deportivo, básicamente equipos de futbol. En 1962 existí­an cinco clubs de futbol, aparte del Baracaldo Altos Hornos. Pero la respuesta más espectacular al páramo societario de los años cuarenta eran los centros regionales. Estos centros no eran una novedad en Barakaldo, donde la inmigración era un fenómeno tradicional. El Centro Gallego se habí­a fundado en 1901, la Colonia Burgalesa en 1905 y el Centro Asturiano en 1906. En 1928 existí­an también el Centro Montañés y el Centro Leonés, además de tres asociaciones de burgaleses. A finales de los cincuenta la lista de completó con nueve centros regionales nuevos, elevándose a un total de 13 los existentes en la localidad.

Estas sociedades respondí­an a las necesidades de los recién llegados. En los años veinte los centros más veteranos aparecí­an como sociedades de socorros mutuos y, en realidad, eso era lo que hací­an las nuevas casas regionales: ofrecí­an refugio frente al desarraigo y sobre todo redes de apoyo y solidaridad para la inserción en la sociedad barakaldesa de sus afiliados. Ya se indicó que los más veteranos, como el Gallego y el Burgalés, llegaron a edificar viviendas para sus socios. Sin embargo, esta red de centros regionales ofrecí­a unas potencialidades que el régimen aprovecharí­a crecientemente en la década siguiente. Las autoridades locales siempre mantuvieron buenas relaciones con estas casas regionales que subrayaban el «crisol nacional» o «España en miniatura», como gustaba denominarlo el régimen, en que se habí­a convertido Barakaldo y este componente serí­a explotado posteriormente en el alarde nacional, festival folklórico que reafirmaba la identidad española frente al renacer de los grupos vasquistas. Pero además  de esta proyección simbólica, los centros regionales acabaron configurándose en el tardofranquismo como uno de los ámbitos de extracción del personal polí­tico local.

Evidentemente quedaba un tercer ámbito de sociabilidad además del deportivo y el regional: el religioso amparado por la Iglesia católica. Como se señaló, la Iglesia local y las asociaciones religiosas locales se habí­an entregado con entusiasmo en los cuarenta al nacional-catolicismo. Y no era de extrañar, pues carlistas y hombres de la derecha no nacionalista habí­an tenido mucho más protagonismo en las asociaciones católicas que los nacionalistas. La sustitución al frente de la tradicional parroquia de San Vicente de Pablo de Guezala por José Marí­a de Baena, euskaldún de Bermeo y antiguo capellán de gudaris, empezó a cambiar las cosas. La Schola Cantorum, fundada en 1940, ofreció espacios de sociabilidad al mundo nacionalista. Llaneza intentó fundir esta sociedad con el Orfeón barakaldés, pero la Schola se resistió, lo que le valió la marginación de las ayudas oficiales. También en San Vicente se fundó en 1949 el Grupo de Danzas Laguntzaguna y siguiendo su estela el grupo Amaya en Luchana en 1955. Los intentos de Llaneza de fusión y la marginación de estas sociedades de las ayudas oficiales apunta a que también en Barakaldo la cultura tradicional suponí­a un desafí­o para el poder establecido. Pero estas manifestaciones no estaban tan politizadas en un sentido nacionalista. En ellas participaban personas procedentes de otras tradiciones polí­ticas. El nacionalismo vasco siempre habí­a sido discurso un abiertamente polí­tico en el que las cuestiones culturales no tení­an la trascendencia polí­tica que tení­an para el catalanismo. De las conversaciones con nacionalistas se desprende más bien la sensación de que tanto en la Dictadura de Primo como en el franquismo este tipo de sociedades suponí­an actuaciones de los nacionalistas, pero no actuaciones nacionalistas. Esta sutil diferencia cualitativa se percibe incluso en los dirigentes nacionalistas que señalan la importancia de estas sociedades como continuadoras de una tradición en un contexto hostil, pero que están lejos de otorgarles el carácter resistencial. Las contemplan más bien desde una perspectiva defensiva como espacios de sociabilidad arañados al régimen tras la reclusión en la privacidad que se habí­a impuesto tras la guerra, no como plataformas de actuación nacionalistas. En este sentido, la recuperación de la sociabilidad nacionalista no requerí­a necesariamente de asociaciones vinculadas a la temática vasca. En un barrio de arraigo nacionalista como San Vicente bastaba la creación de nuevas sociedades como el club de futbol Arbuyo o el Club Elejalde en 1961 para que los nacionalistas pudieran volver a establecer redes de sociabilidad más allá del ámbito de las redes familiares o de amistad.

Fuera del casco, las comisiones de fiestas ligadas a las parroquias constituyeron también espacios de sociabilidad autónomos. De nuevo, más que en el mantenimiento de tradiciones como romerí­as o danzas, la trascendencia de estas comisiones radicaba en la posibilidad que ofrecí­an a la gente de los barrios de participar en la vida pública al margen del estrecho mundo societario impuesto por el régimen. A pesar de la vinculación a la Iglesia, ofrecí­an espacios donde interactuar y eso en el Barakaldo de Llaneza ya era mucho.

Pero no iban a ser los grupos amparados por la Iglesia los protagonistas de los primeros desafí­os al nacional-catolicismo de Llaneza.  Fueron los sacerdotes los que plantearon abiertamente los desafí­os. En 1959, el coadjutor de Cruces habí­a protestado porque se tocara el himno nacional durante la Misa Mayor de las Fiestas de Burceña. En 1961 el mismo sacerdote increpó a la banda musical y se enfrentó a la corporación por el mismo motivo en Retuerto. Que un sacerdote atacara la sí­ntesis nacional-católica encarnada en la misa con la corporación y el himno era un desafí­o abierto, pero que además se atreviera a increpar a la corporación era poco menos que inconcebible para Llaneza que inmediatamente puso los sucesos en conocimiento del gobernador civil. Pero el rechazo al himno y a la misma corporación no fue un hecho aislado. Un mes después los incidentes se repetí­an con motivo de las fiestas de Burceña. Al no haber recibido invitación para la Misa Mayor, Llaneza envió al Oficial Mayor a hablar con el párroco para subsanar el olvido, pero Javier Echevarren le contestó que «ni la ha enviado ni la enviarí­a», como tampoco lo hací­a la parroquia de Cruces. Poco después llegaba al ayuntamiento la noticia de que la misa se habí­a adelantado media hora sobre el programa oficial aprobado por la autoridad local. A pesar de que no habí­a sido invitada y de que era evidente que se pretendí­a que no estuviera presente, la corporación se presentó en la misa, donde nadie la recibió. Echevarren inició su sermón sin mención alguna a las jerarquí­as de la Iglesia ni a las autoridades con un sencillo «queridos hijos de Burceña». Además, prohibió que se tocara el himno nacional y cerró las puertas para que no se oyese desde el exterior, interrumpiendo la consagración. Finalmente, cuando Llaneza acudió a despedirse del párroco, éste se negó a darle la mano pues «no le habí­a dejado dar la misa a gusto». Los sucesos eran un ataque en toda regla contra la lí­nea de flotación del nacional-catolicismo y su identificación entre religión y franquismo. Y así­ lo lamentaba Llaneza, que en la correspondiente denuncia ante el gobernador civil, concluí­a que «estos hechos no responden a la debida conducta para las Autoridades que rigen los designios de la Patria, ni para los ideales por los que tanta sangre se ha vertido«.

La caí­da de Llaneza

Poco después de publicitar los avances conseguidos en los 25 años bajo el signo de Franco, Llaneza abandonaba el cargo. A principios de 1963 fue nombrado gobernador civil de ílava. Tras haber conseguido la rotación del personal polí­tico local a través del sistema de las elecciones municipales, el régimen parecí­a abordar la renovación de estos alcaldes sempiternos. Su fidelidad no estaba en duda y los servicios prestados como representantes del régimen en la localidad así­ lo demostraban. Sin embargo, esa delegación de poder en una misma persona durante tantos años amenazaba con convertirse en un obstáculo para las pretensiones de dominio absoluto del propio régimen. Este era el caso de Llaneza que llegó a considerarse más representante de los intereses de la localidad que de Altos Hornos. Ante el conflicto el régimen se decantó a favor de la empresa.

En 1962 Altos Hornos solicitaba al ayuntamiento permiso para construir trenes de laminación de bandas en caliente y frí­o en la Vega de Ansio. Esta pretensión chocaba con los planes de futuro del ayuntamiento que habí­a intentado planificar el desarrollo urbaní­stico de la localidad en el Plan General de 1956. La pretensión de Altos Hornos superaba con mucho la capacidad industrial prevista para la zona, requerí­a la recalificación de los terrenos y, en definitiva, atentaba contra una de las lí­neas básicas del Plan. Así­ lo hací­a constar en octubre el arquitecto municipal en su informe, sin duda sin ser desalentado por Llaneza. Más rotundo era un segundo informe de noviembre firmado junto al ingeniero municipal. Recordaban los técnicos municipales que según el Plan de 1956 «la Vega de Ansio constituye el núcleo esperanzador del nuevo Baracaldo, en condiciones óptimas en cuanto a soleamiento y protección de vientos dominantes y con posibilidad de crear una moderna ciudad de tipo abierto, provista de los suficientes espacios verdes y de mas comunicaciones amplias y lógicas, de que se carece en el actual núcleo urbano», y tras enumerar los perjuicios que acarrearí­a la aceptación del proyecto de Altos Hornos concluí­an: «por otra parte, vemos que ninguna ventaja reportarí­a la transformación solicitada a Baracaldo, ni siquiera de tipo recaudatorio, dada la categorí­a de la industria». El 7 de noviembre la Comisión Municipal Permanente ratificaba el permiso para las instalaciones de laminado en frí­o, pero se negaba a permitir la instalación del tren de laminado en caliente, ya que «ello supondrí­a ir en contra del plan de ordenación urbana de Baracaldo aprobado por los organismos competentes (…) sin interposición de reclamaciones en su periodo de exposición ni por particulares ni empresas, con un plazo de vigencia no transcurrido y que no cataloga como zona industrial la de la Vega de Ansio».

Altos Hornos presentó un recurso de reposición, pero disponí­a de mecanismos más efectivos para hacer rectificar al ayuntamiento. A principios de marzo de 1963 Llaneza era nombrado gobernador civil de ílava. El primer teniente de alcalde, Luis Ingunza, se hací­a cargo accidentalmente de la alcaldí­a. Ya en octubre de 1962 Ingunza,  desde la Comisión de Fomento que presidí­a, habí­a hecho poco menos que suya la argumentación de la empresa y establecí­a que la petición «merece su estudio con todo cariño por parte de la Corporación». Ingunza no esperó a ser nombrado alcalde, ni siquiera a que Llaneza abandonara la localidad, para mostrar este cariño suyo a la empresa. El 13 de marzo la comisión de fomento aceptaba la propuesta de Altos Hornos y las compensaciones en terrenos que ofrecí­a. El dí­a 14 de marzo, Llaneza presidió su última comisión municipal permanente y su último pleno, que ratificaron por unanimidad el acuerdo de la Comisión de Fomento. Si la corporación, incluido el mismo Llaneza, habí­an cambiado de opinión, no era extraño que el arquitecto municipal pasara a ver ventajas donde pocos meses antes no veí­a más que inconvenientes.

En el Pleno del dí­a 14, Llaneza se despedí­a del ayuntamiento que habí­a dirigido con mano férrea durante 25 años. Era una despedida amarga. Reservó las palabras de agradecimiento y cariño para los funcionarios municipales que habí­an esperado pacientemente que acabara la Permanente y se limitó a enumerar en el Pleno el estado de los principales asuntos municipales pendientes.

El cese hacia arriba de Llaneza cerraba un largo periodo de la historia del poder local en Barakaldo: el de los vencedores polí­ticos de la guerra. Sin Llaneza la estrella de los carlistas locales declinó súbitamente y aparecí­a un nuevo personal polí­tico mucho más vinculado a las organizaciones del Movimiento y los cambios sociales y económicos que viví­a la sociedad barakaldesa que a una tradición polí­tica de preguerra.

5.4.- La inercia tecnocrática

Los años sesenta se caracterizaron en el ámbito polí­tico local por la desaparición de las adscripciones de preguerra. El tiempo trascurrido desde el final de la guerra dejaba paso a un nuevo personal polí­tico formado bajo el franquismo. Pero no era sólo una cuestión de tiempo. Los profundos cambios sociales que acompañaban al desarrollismo perfilaban una sociedad en la que las viejas adscripciones polí­ticas y de bando habí­an perdido parte de su sentido, máxime cuando el régimen habí­a sustituido su agresivo discurso polí­tico de los cuarenta por la tecnocracia que elevaba el desarrollo económico al rango de ideologí­a oficial.

 

El personal polí­tico del desarrollismo

En Barakaldo, la competencia entre candidatos siguió presidiendo las elecciones municipales hasta el final del franquismo. Incluso podrí­a afirmarse que el periodo que siguió a caí­da de Llaneza supuso una revitalización del sistema. En 1963 eran 12 los candidatos que competí­an por el tercio familiar y 11 los del sindical. Igualmente la participación en algunos años indica que el sistema habí­a conseguido despertar un cierto interés entre los barakaldeses. Que todos los candidatos fueran cuidadosamente seleccionados, no implica que el régimen consiguiera que la elección de sus preferidos.

De hecho, en ninguno de los casos en los que se ha encontrado orden de idoneidad, éste se mantuvo.

En Barakaldo hubo un cierto juego polí­tico entre los adictos al régimen que no derivó en tensiones y enfrentamientos abiertos porque ni el gobernador civil ni el alcalde forzaban la elección de sus preferidos. A partir de 1964, los hombres del carlismo de preguerra, hegemónicos en el ayuntamiento bajo el mandato de Llaneza, iniciaban un drástico y rápido declive polí­tico. En su lugar se hací­an con el consistorio personas formadas en las organizaciones del Movimiento o apolí­ticos.

Ya en el último consistorio de Llaneza se apreciaba la relajación de sus estrictos criterios exclusivistas de la victoria polí­tica. En 1961 accedí­a al ayuntamiento Gervasio Fernandez Torrontegui, presidente de la Hermandad Sindical de Labradores y Ganaderos, que habí­a estado vinculado al Sindicato Agrí­cola de Retuerto antes de la guerra. En este sentido, era un representante tí­pico de las fuerzas vivas de Retuerto. En realidad, Fernandez Torrontegui tomaba el relevo de Vicente Bardeci que vení­a siendo la vinculación con este sector desde 1937. Sin embargo, el nuevo concejal no podí­a esgrimir el pasado ortodoxo del carlista Bardeci, sino que habí­a estado cercano a la Juventud Vasca de Retuerto en el periodo republicano. Igualmente, en 1964 era elegido concejal el dentista Orencio de Santurtún, miembro de una de las pocas familias nacionalistas a las que se habí­a permitido actividad societaria en los cuarenta a través de la Sociedad de Caza y Pesca, como ya se indicó. Pero estas incorporaciones no deben entenderse como un acercamiento o una cooptación del nacionalismo vasco moderado. Eran simplemente el resultado de la relajación de la férrea intransigencia polí­tica mantenida hasta el momento. El agotamiento de esta polí­tica dejaba paso entre el personal polí­tico a una representación de diferentes sectores sociales y económicos al margen de la ortodoxia de su pasado. Muestra de este cambio era la entrada en el ayuntamiento, también en 1961, de Gustavo López Saiz en representación de la Unión Mercantil, a pesar de que su pasado familiar era republicano.

La edad del nuevo personal polí­tico ilustra este cambio en los criterios de selección. La hegemoní­a de los carlistas de preguerra se tradujo en el envejecimiento  progresivo desde 1937. En 1955 la media de edad del personal polí­tico barakaldés superaba los cincuenta años. La renovación del personal polí­tico de los sesenta rompió con esta tendencia y a lo largo de la década se constata un continuo proceso de rejuvenecimiento. El perfil social no se modificó sustancialmente con respecto a los cincuenta. Los sectores mesocráticos del desarrollismo se expandí­an a lo largo de la década y constituí­an, junto a los profesionales liberales, el grueso del consistorio. Sin embargo, esta evolución no suponí­a una apertura social del consistorio, pues no actuaba en contra de propietarios e industriales, sino en contra de la presencia obrera que Llaneza habí­a mantenido durante los cincuenta.

Los problemas del desarrollismo.

El Plan de Estabilización tuvo un efecto ralentizador sobre el crecimiento de la población en Barakaldo. No por ello se detuvo una inmigración que se añadí­a ahora a unas tasas de crecimiento natural elevadas. En 1970 la población de Barakaldo se habí­a incrementado en un 50% con respecto a 1960. La situación, por tanto, parecí­a menos dramática que durante el periodo de Llaneza. Sin embargo, a mediados de la década se afirmaba una nueva realidad que establecí­a nuevas reglas para la actuación de las autoridades locales. La sociedad de los sesenta no era ya la sociedad atemorizada y férreamente controlada del periodo anterior. El régimen, sin abandonar nunca los mecanismos represivos, buscaba el consenso a partir del desarrollo económico. Esta voluntad de ganarse a la opinión pública implicaba una cierta apertura a la crí­tica y un cierto margen de actuación para la prensa. Este era el sentido de la Ley de Prensa de 1966.

El ámbito local se perfilaba como una pieza clave en esta apertura. Era, de hecho, el ámbito del régimen cuya desprotección ofrecí­a los mayores beneficios con menores costos. Por un lado, la gestión municipal ofrecí­a un amplio espacio para la crí­tica que no tení­a por qué cuestionar los principios básicos del régimen y, llegado el caso, las autoridades locales podí­an ser sacrificadas sin que el asunto tuviera mayor trascendencia. Por otro lado, las cuestiones que se desprotegí­an relativamente no eran ni mucho menos una cuestión secundaria: constituí­an la desastrosa realidad cotidiana más cercana a los ciudadanos. No hací­a falta criticar, bastaba con poder nombrar esa realidad para poner en serios aprietos a las autoridades locales. Si a eso se añadí­a, como en el caso de Barakaldo, la ineptitud en la gestión y la torpeza en el trato con la prensa, el descrédito alcanzaba cotas alarmantes para el propio régimen.

Si al nuevo papel de la prensa se añade la evolución que viví­a la Iglesia, y especialmente la vasca, con la aparición de sacerdotes que planteaban desafí­os abiertos al régimen se obtiene un coctel letal para la alcaldí­a del sucesor de Llaneza, el abogado de los sindicatos verticales Luis Ingunza. El 10 de enero de 1965 J.M. Portell publicaba en La Gaceta la noticia de que un grupo de estudiantes, buscaba locales para dar clases voluntariamente a los niños del municipio sin escolarizar, siguiendo el ejemplo del coadjutor de Santa Teresa, Pedro de Solabarrí­a, que atendí­a a cuarenta alumnos en un sótano. La noticia provocó que el dí­a 22 la Junta Municipal de Enseñanza abordara la situación escolar y pusiera en marcha precipitadamente un censo escolar con el fin de evaluar las necesidades y ofrecer soluciones. La reunión dejaba claro que las autoridades locales ni sabí­an cuántos niños estaban sin escolarizar, ni se habí­an planteado encarar el problema hasta la publicación de la noticia. Su nerviosismo quedaba ilustrado por la advertencia del inspector que «llamó la atención a los asistentes sobre cierta campaña que apoyándose en una realidad de la insuficiencia de escuelas – que ningún organismo oculta – airean este tema delicado».

Los temores del inspector no iban desencaminados. El 25 de enero, el coadjuntor de Santa Teresa, Pedro de Solabarrí­a, planteaba el problema escolar de Barakaldo en una carta abierta publicada en la Hoja Oficial del Lunes. La carta cifraba en 2000 los niños sin escolarizar en Barakaldo y describí­a el reguero de despropósitos en materia educativa de las autoridades municipales. Ese mismo curso se habí­a inaugurado el grupo escolar de Bagaza y se habí­a nombrado a los maestros, pero no se contaba con mobiliario para comenzar las clases. 400 niños matriculados no habí­an comenzado el curso y los dos grados que habí­an comenzado el 10 de diciembre no tení­an calefacción, ni electricidad, ni limpieza. Además, desde noviembre estaban sin clases los alumnos de un grado del grupo viejo que habí­a tenido que ser cerrado por peligro de derrumbamiento. Añadí­a el coadjutor que el alcalde se habí­a desentendido del proyecto de maestros voluntarios negándose a recibirles en tres ocasiones.

La reacción del gobernador civil ante la carta muestra el autoritarismo instintivo que seguí­a presidiendo el régimen. A pesar de que los informes policiales confirmaban el malestar entre las familias de la localidad5, cerró filas en defensa de la corporación y atacó a los denunciantes. En este sentido, dirigió un escrito al obispo de Bilbao en el que concluí­a que «la crí­tica sana y constructiva es muy respetable y hasta digna de agradecer. La crí­tica destructiva y disolvente, como la que se encierra en la «˜Carta abierta’ en cuestión, lo único que merece es la repulsa de todo el mundo, sobre todo cuando lo que persigue es simplemente poner en evidencia la actuación de la Autoridad». La negativa del Obispado de Bilbao a permitir el acceso a su archivo impide evaluar si la voluntad represiva del gobernador tuvo algún efecto sobre el denunciante. Sí­ que es posible establecer que las autoridades centrales no pensaban sancionar ni al sacerdote, ni al periódico. Por el contrario, no sólo desprotegí­an a sus representantes locales, sino que además hací­an recaer sobre ellos toda la responsabilidad en el asunto.

La Dirección General de Enseñanza Primaria comunicaba que era perfectamente consciente de la situación y evaluaba el déficit de aulas en 111, además de la necesidad de renovar otras 10 ya existentes. Pero añadí­a que en diferentes ocasiones «se ha dirigido al Ayuntamiento haciendole presente la gravedad del problema escolar» y recordaba al gobernador que el Ministerio de Educación corrí­a con el 80% de los gastos de edificación de nuevas escuelas y que incluso existí­an fórmulas para financiar el exiguo 20% que debí­a sufragar el ayuntamiento. El Ministerio de la Gobernación, por su parte, advertí­a al gobernador «si el contenido de dicha carta responde en absoluto a la realidad, la actuación del Sr. Alcalde de Baracaldo ha de constituir para V.E. un motivo de seria preocupación».

Mientras tanto, un Caballero Mutilado escribí­a al propio Franco denunciando la incuria del alcalde y la prensa publicaba testimonios como el de un padre al que el ayuntamiento respondí­a que se considera afortunado si después de cinco meses no habí­a tenido respuesta a su solicitud de plaza escolar porque «el hijo de una señora que conozco tiene 13 años y todaví­a sigue esperando». Ante la situación, el 26 de febrero el gobernador pedí­a el cese del alcalde al ministerio.

Sin embargo, Ingunza no fue cesado, todaví­a. Incluso concedí­a en enero del año siguiente una entrevista a Portell. Posiblemente el alcalde esperaba reparar su deteriorada imagen pública, pero la publicación de la entrevista bajo el tí­tulo de «El alcalde de Baracaldo se defiende» con un listado de acusaciones en letras de molde no debió de ayudar demasiado a sus pretensiones. Y no era sólo una cuestión de tendenciosidad del periodista. Durante toda la entrevista Ingunza se batí­a a la defensiva ante los temas que se le planteaban. Reconocí­a sin pudor que se habí­a desechado el proyecto de una importante ví­a de comunicación por la oposición de los propietarios afectados y, cuando Portell le planteaba el conflicto entre el interés general y el particular, contestaba que «el Ayuntamiento parte de que no es el Ayuntamiento el que hace el pueblo, sino el propio pueblo el que se hace a sí­ mismo». Seguramente no serí­a fácil encontrar una frase que sintetizara mejor la postura de las autoridades locales franquistas ante las necesidades planteadas por el desarrollismo.

Y efectivamente, como reconocí­a Ingunza, Barakaldo se iba haciendo a sí­ mismo al margen de los planes y ordenanzas urbaní­sticas. Aludiendo a la tolerancia municipal ante este crecimiento anárquico, Portell volví­a a criticar en mayo de 1966 al ayuntamiento y concluí­a con la frase «algo va mal en Baracaldo». El instinto autoritario de la clase polí­tica se disparó automáticamente y se redactaron varias versiones de carta de protesta en la que con la descalificación de Portell se pretendí­a dar por cerrado el tema. Finalmente, se envió una versión de la carta firmada por los 17 concejales en la que, dolidos y ofendidos, apoyaban al alcalde y exigí­an explicaciones. La carta fue publicada, pero dentro de un artí­culo titulado «Insistimos: Algo anda mal en Baracaldo»en el que Portell daba cuenta detallada de varias irregularidades urbaní­sticas y de la, como mí­nimo, desidia de las autoridades locales. El artí­culo provocó que inmediatamente el gobernador requiriese al alcalde una explicación sobre los puntos denunciados.

En septiembre, el diario del Movimiento Hierro acudí­a en ayuda de la corporación ensalzando los logros del ayuntamiento barakaldés e informando de los proyectos del alcalde de construcción de un instituto de bachillerato, dos grupos escolares y un complejo deportivo con piscinas. Pero el esfuerzo del periodista de Hierro, a la sazón requeté de acción y excombatiente, por presentar una corporación dinámica y entusiasta «llena de moceriles brios» fracasaban cuando poco después LaGaceta del Norte se hací­a eco de otra de las graves deficiencias de la localidad: el suministro de agua.

A pesar de la propaganda sobre las obras de construcción de pantanos, los cortes de agua vení­an siendo frecuentes desde finales de los cincuenta. El 3 de octubre La Gaceta del Norte publicaba fotos de las largas colas de mujeres y niños abasteciéndose con baldes, cubos y calderas ante las fuentes públicas instaladas al efecto y daba cuenta de que muchos vecinos llevaban más de dos meses sin agua. Añadí­a además vagas insinuaciones sobre desigualdades en el reparto por barrios16. Las autoridades barakaldesas habí­an aprendido poco de sus descalabros anteriores con Portell y cayeron en la trampa contra-atacando arrogantemente en defensa de la equidad en el suministro.

Ciertamente, la nota remitida por el ayuntamiento dejaba «suficientemente aclarado que las desigualdades en el abastecimiento de aguas de las distintas zonas de Baracaldo no suponen discriminación alguna por parte de de este Servicio», tal como pretendí­a el ayudante de Obras Públicas que la firmaba17, pero dejaba más claro todaví­a que la situación descrita por La Gaceta era absolutamente real, que los barrios sólo disponí­an de cinco horas de agua en dí­as alternos y que la única solución del ayuntamiento, de la que además parecí­a orgulloso, habí­a sido instalar 18 fuentes públicas para casi 100.000 habitantes.

El tardofranquismo barakaldés mantiene importantes paralelismos con lo expuesto para Vilanova, aunque la magnitud de los problemas y la presión social dibujan una evolución polí­tica mucho menos estable.

La relajación de los criterios polí­ticos desde principios de los sesenta en Barakaldo planteaba un interrogante sobre la continuidad del sistema de selección del personal polí­tico. La implantación carlista habí­a permitido un cierto juego polí­tico al margen de la voluntad del jefe local sobre el que se basada todo el sistema de elecciones municipales.

Desde mediados de los sesenta, el franquismo barakaldés empezó a abrirse al nuevo mundo societario que se habí­a desarrollando. La Cámara de Propiedad Urbana, la Unión Mercantil, la Escuela de Maestrí­a, el Orfeón Barakaldés, el Centro Cultural Recreativo y, en menor medida, la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos y el FC Baracaldo se erigieron en los centros de extracción del personal polí­tico del tardofranquismo, junto a los sindicatos y las organizaciones del partido. Esas entidades aseguraron el funcionamiento del tercio corporativo, pero la imbricación del mundo societario en el sistema electoral no se redujo a este ámbito. Las sociedades locales empezaron a suministrar desde mediados de los sesenta el personal necesario para que el sistema de las elecciones por cabezas de familia siguiera funcionando. En este ámbito, la novedad más destacada del tardofranquismo fue la aparición de candidatos vinculados a la red de centros regionales.

Ya en 1961 formaba parte del ayuntamiento un concejal que en 1966 serí­a presidente honorario de Centro Cultural Manchego. Entre los candidatos al tercio familiar de 1963 figuraban un miembro de la comisión organizadora del Centro Cultural Manchego en 1959 y el vocal de viviendas del Cí­rculo Burgalés de 1965. Este candidato consiguió ser elegido en 1966 junto al que serí­a presidente del Casa Palentina; en 1970 lo era el que serí­a presidente honorario en 1979 del Centro Salmantino. También en 1970 era candidato el relaciones públicas del Centro Gallego y en 1973 el secretario y ex-presidente del Centro Zamorano y el presidente del Centro Segoviano y presidente de la coordinadora de centros regionales. También en 1973 los centros regionales participaban por el tercio de entidades, por el que consiguió su reelección el presidente del Casa Palentina y por el que fue candidato el secretario del Cí­rculo Burgalés.

Desde luego, los centros regionales no eran las únicas sociedades locales que participaban en las elecciones locales. Hubo también candidatos de las nuevas sociedades como la Schola Cantorum, la Asociación de Familias de Arteagabeitia o la Sociedad Cultural Recreativa de Luchana, que a la vez era directivo del Cí­rculo Burgalés. Sin embargo, la vinculación entre centros regionales como el Burgalés y Palentino y la clase polí­tica del tardofranquismo fue estrecha. Sus presidentes fueron tenientes de alcalde en los dos últimos consistorios y consejeros locales en los 70. Los centros regionales se perfilaban, pues, como una ví­a de renovación del consenso franquista o, como mí­nimo, como una cantera de nuevos dirigentes. Superaba así­ el tardofranquismo local las limitaciones de penetración social del partido y sus organizaciones y de los núcleos de sociabilidad de la clase polí­tica local como el Cí­rculo Cultural Recreativo o el Orfeón Barakaldés. Cuestión aparte serí­a establecer si este carácter de plataforma polí­tica local de los centros regionales respondí­a a la identificación con el régimen de los sectores sociales que agrupaban o, más bien, a una

pragmática voluntad de protegerse tras personas bien relacionadas con el poder polí­tico local, como parece indicar la presencia de presidentes honorarios entre este personal ligado a los centros.

La continuidad de los mecanismos de selección no solventó, sin embargo, la cuestión del liderazgo local. Tras el cese de Ingunza, el primer teniente de alcalde, Nicolás Larburu, director de la Escuela de Maestrí­a, se hizo cargo accidentalmente de la alcaldí­a hasta enero de 1968 en que se tomó posesión Luis Dí­ez Marí­n. El nuevo alcalde era jefe de distribución de la margen izquierda de Iberduero y formaba parte de ese grupo de directivos de empresas importantes que iban tomando protagonismo en los años finales del régimen. Habí­a sido concejal de 1955 a 1962, pero no acababa ahí­ su vinculación con el ayuntamiento. Era hijo del maestro carlista y dirigente de los sindicatos libres, Irí­neo Diez Arroyo, nombrado concejal en 1937 y teniente de alcalde desde 1938 hasta la entrada de su hijo en 1955. Se adscribí­a, por tanto, a la tradición carlista que habí­a inspirado el mandato de Llaneza. El mandato se Dí­ez Marí­n apenas alcanzó los 20 meses y tras su rápida destitución, como tras la de Llaneza, se vislumbra

la larga mano de Altos Hornos.

En 1969, las renovadas pretensiones de Altos Hornos sobre la Vega de Ansio, con las consecuentes modificaciones del Plan de Ordenación Urbana, merecieron el informe negativo de una comisión técnica convocada por el alcalde para estudiar la petición. Marí­n, que presidí­a una corporación en cuya composición no habí­a colaborado, no supo o no quiso imponer la férrea disciplina de unanimidades que caracterizó la corporación antes y después de su breve paso por la alcaldí­a. De hecho, el mismo primer teniente de alcalde y alcalde accidental Larburu habí­a presentado una impugnación al Plan favorable a las pretensiones de Altos Hornos. El Pleno que habí­a de decidir la cuestión levantó expectación y parte del público tuvo que seguir los debates desde el vestí­bulo ante la insuficiencia del local. Se decidió que la votación serí­a secreta y el alcalde abrió un turno de intervenciones en la que partidarios y detractores defendieron sus posturas «llegándose en algunos casos a posturas estridentes», según la crónica de Portell. La propuesta de Altos Hornos fue desestimada por doce votos contra seis. También se negó la corporación presidida por Diez Marí­n a autorizar el plan de Altos Hornos de sustituir el tradicional colegio de su propiedad por viviendas y un supermercado.

En septiembre de 1970, apenas 20 meses después de su nombramiento, Diez Marí­n era cesado. Novedades como los debates en el pleno, la aparición de las asociaciones de cabeza familia y el creciente protagonismo de la prensa asustaban al régimen que temí­a una pérdida de control. Hací­a falta un hombre enérgico capaz de  reinstaurar la unanimidad y mantener la apariencia ante la opinión pública. Este hombre fue José Luí­s Alfonso Caño, un joven ingeniero de la SICE de treinta y tres años que no tení­a experiencia polí­tica anterior. Según sus propias declaraciones, habí­a formado parte del Frente de Juventudes y del Movimiento sin participar activamente. Sin embargo, contaba con la confianza del gobernador civil Fulgencio Coll.

Diferentes indicios apuntan a que el nombramiento de Caño respondí­a a una intervención decidida de las autoridades franquistas para cambiar el rumbo de la polí­tica barakaldesa. Su nombramiento se produjo significativamente justo antes de que comenzara el proceso electoral que habí­a de renovar el consistorio. No es posible determinar hasta qué punto los nuevos concejales eran hombres de su confianza, pero su hermano, también ingeniero industrial, resultó elegido por el tercio corporativo.

Las directrices de su programa de gobierno, anunciado a principios de 1971, no dejaban lugar a dudas sobre la rectificación que pretendí­a introducir. Se instauraba el «ante-pleno», es decir, una reunión previa de los concejales con el alcalde para tratar los temas a llevar al pleno. Se pretendí­a, así­, acabar con esos plenos «vivos, discutidos y difí­ciles» cuya pérdida lamentaba Portell desde La Gaceta. Se centralizaba, además, la relación con la prensa a través del delegado de prensa del ayuntamiento.

El éxito de la rectificación polí­tica de Caño era evidente cuando en mayo se decidí­a conceder a Altos Hornos el permiso para sustituir su colegio por viviendas.

Como denunciaba escandalizado Portell, diez concejales habí­an cambiado el sentido de su voto tras la llegada de Caño. El efecto de la decisión sobre el precario estado escolar del municipio obligó al nuevo alcalde a asegurar en la prensa que no se derribarí­a el colegio hasta contar con nuevas plazas escolares, mientras que Altos Hornos hablaba de una futura y magní­fica Ciudad Educativa junto a sus instalaciones deportivas. Pero a estas alturas, incluso a Caño le iba a resultar difí­cil mantener la unanimidad de sus concejales, máxime cuando La Gaceta no perdí­a oportunidad para subrayar su cambio de actitud y las escasas garantí­as de que Altos Hornos cumpliera el compromiso de esperar a que se crearan las nuevas plazas escolares. En julio el tema volvió al Pleno que aprobó en votación secreta las pretensiones de la empresa por un estrecho margen de siete votos contra seis. Pueblo habla de «largos y a veces apasionados debates» y, sin duda, la tensión debí­a de ser grande, pues un teniente de alcalde falleció de un ataque al corazón a las pocas horas.

A pesar de no haber conseguido disciplinar absolutamente a los concejales, Caño fue el hombre del régimen en un momento en que éste se cerraba sobre sí­ mismo. Las notas confidenciales de la policí­a revelan que el desinterés y la apatí­a eran generalizados ante las elecciones municipales de 1973. En un momento en que la movilización ciudadana y la incerteza polí­tica crecí­an, Caño no podí­a permitirse ninguna apertura. Por el contrario, «tan sólo se habla hasta el momento de incluir entre los candidatos a personas de demostrada afección al Régimen, ya que se desea que no entren a formar parte de la corporación elementos disidentes que tan sólo traten de perturbar el normal funcionamiento de aquélla o de hacer una crí­tica destructiva».

Aunque los concejales del tardofranquismo no desmentí­an el perfil mesocrático dependiente caracterí­stico del ayuntamiento, se detectaba la entrada en el ayuntamiento de hombres vinculados a las empresas locales. Ya Dí­ez Marí­n, jefe de suministro de la margen izquierda de Iberduero respondí­a a este perfil. Caño y su hermano, ambos ingenieros industriales, no hací­an más que reforzarlo. Incluso Portell desde La Gaceta se preguntaba si la profesión de ingeniero estaba de moda entre los alcaldes.

También se viví­a en los setenta una cierta revitalización de la liturgia del Movimiento. De hecho, la conciencia de bunker del personal polí­tico no podí­a más que reforzarse ante la intensa movilización social que presidió esta última etapa. A la problemática general se añadí­a en Barakaldo la fuerte movilización local que provocó a partir de 1974 la pretensión de la Sefanitro de construir una nueva planta de amoniaco, una cuestión que coleó a lo largo de la transición barakaldesa. Sin embargo, Caño no estaba dispuesto a retirarse. Por el contrario, escaló puestos entre la clase polí­tica provincial del tardofranquismo. En 1973 fue nombrado subjefe provincial del Movimiento y en 1975 procurador en Cortes. Muerto Franco, pilotó la explosiva transición municipal.

6.- LA TRANSICIí“N

Uno de los rasgos definitorios de la transición española hacia la democracia fue la voluntad de sus impulsores de evitar un proceso descentralizado que amenazara con dificultar seriamente las negociaciones y escapar a su control. Ante la intensa movilización social y polí­tica de la sociedad española parecí­a aconsejable orillar una renovación de los poderes locales que hubiera dado lugar a una multiplicidad de actores en juego y proceder desde las instituciones centrales. Esto dejaba a los hombres que integraban las últimas corporaciones franquistas en una posición incómoda como receptores de la hostilidad de los sectores movilizados, mientras las autoridades centrales y provinciales negociaban con estas mismas fuerzas. El papel de la clase polí­tica local fue el de aguantar al frente de las instituciones locales mientras se iba diseñando el nuevo marco polí­tico.

El franquismo barakaldés tení­a desde 1970 en Luí­s Alfonso Caño a un hombre fiel al gobierno con capacidad de liderazgo y de maniobra. Sin embargo, la situación era bastante más compleja como muestra el tema de la construcción de la nueva planta de amoniaco de la Sefanitro. La oposición a la nueva planta generó una amplia movilización que fue encauzada por las Asociaciones de Cabezas de Familias. En la tónica de lo que habí­a sido su actuación en los últimos años, las asociaciones utilizaron la ví­a legal para paralizar el proyecto, además de convocar una gran manifestación en marzo de 1977.

Pero tras las elecciones se evidenció la disparidad de criterios entre el movimiento vecinal y los partidos polí­ticos y su pugna por arrogarse la legitimidad popular.

Las elecciones generales de 1977 supusieron una gran victoria para la izquierda en Barakaldo.  Con una participación que superaba el 80%, el PSOE se impuso como primera fuerza polí­tica con el 35% de los votos en Barakaldo.   A su izquierda, el casi 8% y 9% del PCE y Euskadiko Eskerra elevaban los resultados globales de la izquierda a más del 50%.  Frente a esta victoria, la derecha se dividí­a en tres opciones polí­ticas: las posturas nostálgicas de Alianza Popular, el pragmatismo reformista de UCD y las propuestas  nacionalistas. Alianza Popular fue la opción minoritaria. El grueso de la derecha oscilaba entre la progubernamental UCD y el PNV. Tras las elecciones, estalló un duro conflicto entre los partidos y las asociaciones de vecinos por la legitimidad popular. Uno tras otro, todos los partidos a excepción de la ORT, comenzaron a manifestarse a favor de la planta de Sefanitro. La continuidad de la plantilla y otros temas justificaban esta decisión. Las asociaciones de vecinos, por su parte, reclamaron un referéndum. En septiembre de 1977 el ayuntamiento se decantó por los partidos y autorizó la construcción de la planta. Ante el acuerdo entre las viejas autoridades locales franquistas y los nuevos polí­ticos democráticos, las asociaciones de vecinos impulsaron una comisión de control que fiscalizarí­a la actuación de la corporación. A pesar de la oposición de los partidos que se arrogaban en exclusiva la representación popular, la fuerza del movimiento vecinal llevó al gobernador a negociar con la comisión. Cuestionada y desautorizada desde todos los frentes, la corporación en pleno presentó la dimisión. Sin embargo, los concejales barakaldeses fueron obligados por el gobernador a seguir en sus puestos.

Las elecciones generales de 1979 confirmaban a grandes rasgos los resultados de 1977. La gran diferencia entre ambas convocatorias estribaba en un notable aumento de la abstención y en la pérdida de votos del partido socialista. La coalición Herri Batasuna entraba en la lucha electoral con resultados superiores a los partidos situados a la izquierda de los socialistas. A la derecha desaparecí­an las posturas nostálgicas y se mantení­a el práctico empate entre los seguidores del proyecto gubernamental y la rama nacionalista.

En Barakaldo el cabeza de la lista nacionalista, Josu Sagastagoita Monasterio, era el heredero de una saga de polí­ticos locales. Encarnaba una derecha que se presentaba libre de compromisos con el régimen. Como se vio, tras dirigir la derecha de Altos Hornos a principios de siglo, los Sagastagoitia habí­an evolucionado hacia el nacionalismo durante la República y su presencia en algunas juntas religiosas durante el franquismo respondí­a más a la significación social de la familia que a un acercamiento al régimen. La candidatura nacionalista no remití­a a personas con actividad polí­tica durante el franquismo, sino a los conocidos apellidos de la militancia de preguerra: Casal, Akasuno, Bañales Abasolo, Urcullu, etc.

La derecha no nacionalista se dividió con ocasión de las municipales. Parte de la clase polí­tica del tardofranquismo se presentó como Independientes de Barakaldo; mientras que la mayorí­a siguió bajo la adscripción de UCD. Entre ellos figuraban dos personas vinculadas a los centros regionales, concretamente, el tesorero del Centro Zamorano en los años sesenta y el secretario del Centro Segoviano y presidente de la coordinadora de centros regionales.

Las municipales no mejoraron los resultados de la derecha. Con gran diferencia con respecto a la generales, el PNV se convertí­a en la candidatura más votada y se hací­a con más de un cuarto del voto emitido. El escaso 11% de la UCD revelaba que los nacionalistas vascos habí­an ganado la batalla frente a la derecha que les habí­a desplazado de la vida pública en los últimos cuarenta años. Los socialistas continuaban su descenso y HB, cuyo lí­der Pedro de Solabarrí­a tení­a una sólida vinculación con el mundo asociativo que se habí­a opuesto al franquismo y que ahora se enfrentaba a los partidos mayoritarios, se convertí­a en la segunda fuerza de la localidad a escasa distancia del PNV.

El apoyo prestado por UCD para que el PNV se hiciera con la alcaldí­a confirmaba, tras cuarenta años de dictadura, lo que ya habí­a quedado establecido en Barakaldo a finales del periodo republicano: la derecha no nacionalista tení­a que plegarse al arraigo social y la legitimidad de los nacionalista vascos.

Antonio Fco. Canales Serrano

5 Comentarios

  1. Javier Echevarría Santamaria

    Muy interesante. Muy bien. Me interesa el libro, por no copiarlo todo. Me informan donde localizarlo. Enhorabuena. Muchas gracias

  2. javier

    Me ha interesado el libro. Mi padre,ya fallecido, sufrió la denuncia de uno de esos personajes que cita en el ayuntamiento de Baracaldo durante la postguerra, lo que le valió ser separado del escalafón hasta la muerte de Franco. Era Maestro Nacional de Sopuerta.Durante toda su vida, tuvo esa amargura.Estaba terminando la Licenciatura de Pedagogia en la Universidad Central.Trabajaba y estudiaba.

    Saludos

  3. Andoni

    Hay un pequeño error en el parrafo:
    «En un barrio de arraigo nacionalista como San Vicente bastaba la creación de nuevas sociedades como el club de futbol Arbuyo….»
    Supongo, que se quiere mencionar a la Union Sport de San Vicente, de 1923, el historico club de futbol del barrio, porque el Arbuio es el club de futbol de Alonsotegi, entonces barrio de Barakaldo, y hoy municipio independiente.
    Por lo demas, un buen trabajo. Zorionak !

  4. Joseba Altube Basterretxea

    Error: «También en San Vicente se fundó en 1949 el Grupo de Danzas Laguntzaguna»

    El nombre correcto del Grupo es «Laguntasuna».

  5. Johng336

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