
El ángel del escudo de Barakaldo

Hace muchos años, en los fríos meses del crudo invierno de 1808 sucedió un hecho extraño en el pequeño pueblo de Barakaldo. Como si el silencio fuera un mudo signo de aquellos tiempos hoy quedan en su escudo cañones de sable en fondo de gules, dos lobos de sable pasantes cebados con dos corderos blancos en fondo de oro, el árbol de Guernica con dos lobos pasantes por detrás y delante del tronco sobre fondo de azur… un pequeño ángel rubio de incierto origen.
Eran épocas oscuras. Las tropas francesas cruzaban España en grandes columnas, mientras sonaban por todas partes los gritos de independencia. Fue entonces cuando el general Merlín se aposentó con sus tropas en la iglesia de san Vicente Mártir en Barakaldo. Convertida en fortín, destruidas y quemadas las imágenes y altares, se transformó en el cuartel general donde caballos, enseres y soldados convivían pacíficamente.

Detalle del escudo de Barakaldo
La pesca, el campo, la ganadería y el incipiente trabajo de las ferrerías ocupaban la sencilla vida de los baracaldeses. El Cadagua, el Nervión y el Galindo eran los tres ríos que como tres dedos apuntaban la providencia de una tierra próspera.
Durante el tiempo que duró el asedio, los gabachos se fueron acomodando poco a poco a la tranquila vida de los aldeanos. Sin embargo nunca se borró de sus caras el recelo. El idioma era distinto y no pocas veces sorprendieron burlas en los padres y temor en los niños. Uno de ellos, el rubio íngel Bitoritxa y Beurko era el avispado rapaz que a sus 11 años había conseguido ser el imprescindible monaguillo de Don Ruper, el cura párroco. De figura rechoncha y colorada y bondadosa nariz Don Ruperto, que no podía ocultar sus aficiones chacolineras, había anunciado ya en tono de iluminada confidencia que Angel tenía un don especial y que si el diablo no lo remediaba llegaría a ser uno los grandes, añadiendo bajito «de cabecera, de cabecera».
El caserío de Josetxu Bitoritxa, situado junto a las cuadras, tenía una pieza dedicada a la cantina. Allí Maruja, su mujer, y Angelillo rebosaban el vino sin distinguir entre los labios sedientos de soldados v campesinos. Pronto, sin embargo, dejó el pequeño Angelillo de sonreír. Ni siquiera las golosinas del sargento Du Bois, un bigotudo a lo kaiser que enroscaba febrilmente las guías de su bigote, hacían mella en su ánimo.
– ¡Angelito! «Traete» un buen «jago» de vino – rezongaba como podía el francés haciendo sonar sus monedas de cobre en el tablón de la larga mesa.
– ¡Voy! – replicaba el rubiales poniendo en marcha la canilla de la barrica
– Son tres chiquitas y la propina a parte, si el señor lo tiene a bien.
Así fueron transcurriendo los días, y cada vez la tirantez y el temor entre invasores y aldeanos era mayor. Más de un baracaldés cobro en plomo y culatazos su odio a los soldados. Una mañana la retuertana Casiana Zubileta apareció muerta. Otro tanto ocurrió con los hermanos Peru y Nisio Zuloko cuyos cadáveres fueron encontrados en sus huertas se Zuazo, sembrando, más si cabe, el odio y el desconcierto entre sus convecinos.
No muy lejos de la parroquia se encontraba la ermita de San Bartolomé, en la ladera que entre jaras y laureles formaban las huertas vecinales. Con la excusa de ser un buen punto estratégico fue requisado por las autoridades francesas y allí apostaron a los artificieros para cuidar la pólvora de los mosquetes y los detonadores. Quedó por tanto prohibida la entrada a todos los devotos del Santo, pero no ocurrió lo mismo con el pequeño cantinero de vuestra historia que diariamente se acercaba al improvisado polvorín para proveer al retén de guardia.
En varias ocasiones, Angelito fue testigo de los comentarios airados de sus convecinos. Todos coincidían en que había que hacer algo. Hacer la guerra a pedradas, si fuera preciso afilar las hoces, las guadañas y las sardas.
– Yo creo- aseguró el barbero- que lo mejor sería prender fuego a la ermita con todo lo que hay dentro.
– La idea no es mala- sentenció solemnemente Peru el de Gabasa – pero ¿quién le pone el cascabel al gato?
– Hombre, podríamos hacer un sorteo entre todos y el que saque el número más alto será el incendiario-, aseveró el más anciano.
– Claro -protestó Juliantxo, el de Zuloco- y con eso de que por eso de la edad no puede con los calzones usted, compadre, no entra en el juego. Yo no tengo vocación de héroe así, así que sabéis mi decisión: ¡No al sorteo!
Surgieron así opiniones para todos los gustos sin que se llegase a un acuerdo. Finalmente el sacristán, que había permanecido callado hasta ese momento terció:
– Yo creo que lo mejor sería que nos sacara del apuro el hijo de Josetxu. Angelín se trata muy bien con los gabachos y bien podría dar fuego en una de sus escapadas a la munición que tienen en la ermita.
– También podrías hacerlo tú- dijo Josetxu Bitoritxa- pues tienes pinta de bueno y hechos de demonio. A fin de cuentas poco perdería el pueblo con tu muerte, pues aparte de apagar y encender velas y chupar vinajeras nada de nada.
El pequeño Bitoritxa permanecía callado, pero sus dedos ya estaban crispados y los ojos relampagueaban. No le pareció mal que el birrocho y patizambo sacristán se acordara de sus privilegios con los galos. Pensandoselo bien – se dijo- soy el único que podría salvar a estas gentes.
Aquel domingo de amanecer ceniciento, las campanas de la iglesia no doblaron para anunciar la Santa Misa. El miedo se agolpaba detrás de las ventanas y todos se preguntaban qué pasaría si el hijo de Josetxu fallaba.
Al atardecer de aquel caluroso verano se personó finalmente en la cantina el sargento Du Rois:
– ¡Eh, tú, Angelito! Mis muchachos están hambrientos. Tráenos una buena porción de tasajo de cabra, talos y una azumbre de buen vino. ¡Date prisa!
Ni corto, ni perezoso, el pequeño íngel subió al piso superior del caserío y se adueñó del pedernal y del eslabón con que su abuelo materno, Peru Beurko, solía encender la ennegrecida pipa. Alojó en su bolsillo el chiscador y la mecha y bajó a saltos los tramos de escalera gritando:
– iCuando usted quiera, mi sargento!
Colocó las viandas en un cestillo de apañar cerezas, y con la otra mano sujetó bien que mal la garrafa de vino. La caminata hasta la pequeña ermita de San Bartolomé era larga y la impaciencia hacía temblar las manos del pequeño.
Cuando llegaron, el sol va se había ocultado. En los ojos de los franceses brillaba la codicia, y Angelito no pudo evitar algún empellón. Estaban cansados y hambrientos…aburridos en el fondo por no tener un enemigo con quien medirse.
Mientras hacían honor al buen vino y remataban las viandas, el pequeño Bitoritxa, en un momento de descuido, aprovechó para separarse del grupo. En la noche sonaron unos leves chasquidos y pronto prendió el fuego en las hojas resecas cercanas al arsenal. Pronto hizo presa el fuego de la pólvora y de los detonantes, y la explosión hizo saltar la techumbre de la ermita. Entre las ruinas, despedazados, yacían los cuerpos de los soldados. íngel era ya una leyenda.
Días más tarde, las tropas francesas se agruparon en Bilbao, y poco tiempo después llegó la calma. Como tantos otros, Josetxu y Maruja habían visto como la guerra seccionaba la vida de su ser más querido, su hijo íngel.
Algunos meses después, en reunión celebrada en el maltrecho Ayuntamiento se reunió la Corporación, y a propuesta de don Benito de Zabala, apoderado por Baracaldo en las Juntas Generales de Guernica, se acordó lo que sigue:
«A partir de la presente fecha, Diciembre de 1808, se propone y acepta que el Escudo Heráldico de la Anteiglesia de San Vicente de Baracaldo esté presidido por la cabeza de un ángel alado y que dos ramas de roble queden enlazadas en honor a nuestro querido y malogrado Angel Bitoritxa y Beurko».
Mi nombre es Jorge Eduardo Baracaldo Vera, orgulloso de mi Apellido, llevo muchos años tratando de reconstruir la historia de mi apellido
Estoy muy agradecido por tener la oportunidad de leer esta historia tan especial para mi,
Gracias a todos por compartir