
El Ferrocarril de la Robla (Parte Primera)

A última guerra carlista del siglo XIX arrasó las entonces llamadas Provincias Vascongadas. A los muertos y mutilados se añadían las destrucciones de casas, puentes, fábricas, campos de labor, carreteras y todas las demás obras de los hombres, al haberse librado las grandes batallas en suelo vasco. Sin embargo, la victoria liberal creó las condiciones para el fulgurante desarrollo económico de Bizkaia, iniciado en el mismo año de 1876.
Con la guerra desaparecieron los últimos restos del modo de vida tradicional. Para muchos, la pérdida de las instituciones y los hábitos conocidos desde siempre en unas circunstancias tan terribles y con la incertidumbre de asistir al nacimiento de una nueva etapa, definida por la novedad, resultó traumática. El mundo moderno irrumpió en Bizkaia cuando aún flotaba en el aire el olor a pólvora.
Entre los preceptos abolidos del Fuero Nuevo, se encontraba la ley XVII del título primero, fundamental para el futuro del territorio, porque había prohibido hasta entonces la exportación del mineral férreo de los montes de Somorrostro y Triano, famoso ya en la época romana.
Junto con la derogación de las vetustas disposiciones aduaneras y la concesión del Concierto Económico por el Gobierno como marco legal, otro factor que influyó en el nacimiento del ferrocarril Bilbao-La Robla fue el descubrimiento por el ingeniero inglés Enrique Bessemer de un procedimiento para obtener acero a un precio más reducido, siempre que el mineral de hierro empleado tuviera una proporción de fósforo muy baja. El lmineral vizcaíno era de los pocos que cumplían esa condición. Así, Europa entera empezó a demandarlo para sus fábricas. Se exportaba el 80% de lo extraído. En 1876Tueron–432.000 toneladas; en 1877, 1.040.000; en 1880, 2.634.000; y en 1899, el año culminante, 5.512.000. El 60% se destinaba a Inglaterra. A cuenta de la venta de mineral, Bizkaia ingresaba una media anual de cien millones de pesetas, capital que permitió fundar la poderosa industria que ha durado hasta nuestros días. Para el consumo interno de las numerosas acerías vizcaínas que se iban levantando en las orillas de la Ría del Nervión quedaba el 10%, entre 500.000 y 550.000 toneladas. A la primera siderurgia «Nuestra Señora del Carmen», fundada en 1848 por Ibarra y Cía. en Baracaldo, se añadieron «La Vizcaya» en 1882, propiedad de Francisco de las Rivas, marqués de Mudela, y la «Sociedad de Altos Hornos y Fábricas de Acero de Bilbao», constituida por un grupo de capitalistas vascos, madrileños y catalanes. En 1902, estas tres sociedades se fusionaron en una nueva: «Altos Hornos de Vizcaya, S. A .».
Al poco de concluir la guerra civil, las chimeneas de las fábricas y de los barcos cubrían de humo la cuenca del Nervión, inspirando, años más tarde, al escritor portugalujo José Antonio de Zunzunegui, el título de un libro: Bajo mi cielo metalúrgico.
El carbón de hulla, el combustible para los hornos, provenía de Gran Bretaña y de Asturias. Además de su mejor calidad, el carbón británico contaba con la ventaja del porte. Mientras los mismos barcos que transportaban el hierro a Gran Bretaña regresaban a Bilbao cargados de carbón, con el consiguiente abaratamiento de los fletes, los barcos que traían el carbón español hacían el viaje de vuelta vacíos. La situación, por tanto, era la ideal para los industriales. Dos suministradores, uno nacional y otro extranjero, con los que podían ajustarse las compras según las conveniencias. Pero a principios de los años 90, se produjo un repentino y desmesurado aumento del precio del carbón británico, que al pasar de veinticuatro pesetas tonelada a cuarenta, casi se duplicó, como se ve por las cifras que quedan anotadas.
Los industriales vizcaínos debieron sentirse tan preocupados como sus nietos con las subidas del petróleo. Para no depender de los carboneros ingleses y asegurarse el suministro energético, compraron participaciones en las minas asturianas, leonesas y palentinas. Por ejemplo, Altos Hornos de Vizcaya entró en el capital de la Unión Hullera y de Carbones Asturianos. Pero, como decía Julio Lazúrtegui, el carbón en la mina es estéril; necesita, al igual que el mineral de hierro, del transporte mecánico. La respuesta a cómo trasladar las cargas de hulla a Baracaldo y Sestao la dio el ingeniero de minas Mariano Zuaznávar Arrazcaeta.
El informe Zuaznávar
ZUAZNAVAR había sido Director de la mina de carbón «La Esperanza de Orbó», en la provincia de Palencia. Había hecho estudios de otras explotaciones de la Meseta y dejó el puesto de Director de «La Vizcaya» para promocionar el ferrocarril de La Robla. Al estar enterado de las necesidades de la industria vizcaína, de los métodos de explotación de las zonas carboníferas y de su extensión y de la configuración del territorio por el que discurría la vía, su informe fue tomado por riguroso.
Partía de una premisa de cuya certeza los capitalistas no dudaban: la demanda de carbón y cock en Bilbao en 1890 sería de 500.000 tms. y en tan sólo dos años subiría a 600.000; de éstas, 200.000 procederían de Inglaterra, otras 200.000 de las cuencas castellanas y las últimas 200.000 de las asturianas. Aquí se iniciaban las opiniones de Zuaznávar. La hulla inglesa no podría competir con la española, en cuanto ésta dispusiera de puertos y ferrocarriles. A su vez, el transporte de hulla asturiana al Nervión costaría ocho pesetas por tonelada, cantidad que sería inferior para la hulla palentino-leonesa, transportada en un ferrocarril vinculado a las siderurgias vizcaínas.
Zuaznávar proponía tender una vía férrea a lo largo de los aproximadamente 220 kilómetros de distancia entre La Robla y Balma;, seda. Cifraba el presupuesto en dieciséis millones, desglosando en 14.960.000 de coste de la línea, deducidos de un cálculo de 68.000 pts/km. y 1.039.000 de material móvil (locomotoras, vagones de toda clase, agujas, señales).
Preveía 2.689.294 pts. de ingresos anuales, por las siguientes tres partidas:
200.000 toneladas de hulla a 7 pts/tms. 1.400.000 pts.
405.950 viajeros, a 2,3 pts. de promedio 933.685»
60.892 toneladas de mercancías, a 5,84 pts. de promedio 335.609.
La cifra de viajeros resultaba de aplicar a los 79.990 habitantes de la zona de atracción del ferrocarril un coeficiente de «movilidad» del 5% y añadir 6.000 viajeros más, procedentes de las minas y fábricas de Bilbao y las cuencas carboníferas. Y las 60.852 toneladas de mercancías son el producto de multiplicar un promedio de 150 kilos por cada viajero. Como se deduce de las diferentes magnitudes, el acarreo de carbón era el principal objetivo del ferrocarril.
Los gastos de explotación, 1.344.647 pts., se calculaban en la mitad de los ingresos y los gastos financieros, 480.000, resultaban de cargar un 6% a los ocho millones de pesetas en obligaciones con que se completaría el capital ajeno, necesario para la construcción. Los restantes ocho millones presupuestados los aportarían los socios como capital.
Restando a los ingresos totales los gastos financieros y de explotación se obtenían unos beneficios líquidos a distribuir de 864.647 pts., con los cuales, respecto a la cantidad aportada, Zuaznávar prometía una rentabilidad del 10,8 % «en las circunstancias más desfavorables», tasa muy alta para la época.
La burguesía bilbaína sube al tren
Ante estas expectativas, y dado el gran progreso económico que vivía la región y hacía creíble el informe de un experto como Zuaznávar, los socios decidieron constituir la sociedad, aportar el capital y acometer los demás trámites legales. El mismo Zuaznávar, seguro de la aceptación de su proyecto, había iniciado por su cuenta otras gestiones como: la solicitud de subvenciones en metálico y en especie en las Diputaciones y Ayuntamientos cuyas demarcaciones atravesaba el ferrocarril; la firma del contrato de ejecución de obras del ferrocarril, formalizado ante Notario el 17 de abril de 1890; la firma de un contrato
el 29 de julio de 1890 con la compañía del Ferrocarril del Cadagua (uno de los tramos del futuro Bilbao-Santander) autorizando la circulación por su vía de los trenes de La Robla; y la formalización el 24 de julio de 1890 de un convenio para el arrastre de carbones,
con los propietarios de varias minas sitas en las cuencas castellano-leonesas. Todos estos derechos los cedió Zuaznávar, junto con la Concesión de la línea, de la que era titular. Por su parte, recibió el nombramiento de Director General de la compañía mientras durase la construcción del ferrocarril y durante los dos primeros años de la explotación, la facultad de seleccionar el personal que se contratase, 500 acciones de fundador sujetas a la consecución de ciertos beneficios y el reembolso de los gastos realizados.
Reunidos el 17 de abril de 1890 en la casa número 52 de la calle Hurtado de Amézaga, Zuaznávar y los catorce socios, acordaron la definitiva constitución de la sociedad. El día 18 se firmó la escritura de constitución ante el Notario de Bilbao don Félix de Uríbarri; el 21 empezaron a emitirse las acciones y el 30 se celebró el primer Consejo de Administración, que eligió a don Cirilo M.a de Ustara y don Paulino de la Sota como Presidente y Vicepresidente respectivamente.
Los fundadores se declaraban vecinos de Bilbao, excepto don Fernando Fernández de Velasco, que dijo serlo de Villacarriedo (Santander). El principal lazo de unión entre ellos era el interés en las cuencas carboníferas de Palencia y León. Ese mismo año, adquirieron participaciones en varias minas. Como casos concretos, pueden citarse a los Sres. Salazar, Guturbay, San Martín y Orbe, fundadores y Director de Carbonífera Matallana, empresa que tuvo una influencia decisiva en la aceptación del proyecto ferroviario y a los Sres. Aresti y Zabalinchaurreta, también fundadores de Hulleras del Sabero y Anexas, y entre cuyos consejeros, antes de finalizar el siglo, se contaban Fernández de Velasco, de la Gándara y Díaz Rubín, futuro vicepresidente de La Robla.
Los socios fundadores áparecían como consejeros de empre- sas bancarias, siderúrgicas, ferroviarias o químicas. Dentro de los tres grandes grupos siderúrgicos vascos, la conexión más importante se mantenía a través de Salazar con el grupo Chávarri, propietario de «La Vizcaya», aunque Ustara Guturbay fueron además consejeros de Altos Hornos. Por tanto, puede asegurarse que la construcción del ferrocarril, además de buscar el aseguramiento energético de la siderurgia, respondió en gran parte a una operación especulativa de algunos sectores de la burguesía bilbaina, tendente a revalorizar sus inversiones en las minas de carbón.
El Derecho español exigía el régimen de concesión administrativa del Estado para la construcción de líneas, como se hace en la actualidad con las autopistas. La solicitud la había presentado Zuaznávar y la defendió el político alavés Becerro de Bengoa. La ley fue aprobada por las Cortes, ratificada por el Ministerio de Fomento y firmada el 11 de junio por la Reina Regente.
El pliego de condiciones, fechado el 29 de diciembre, contenía –entre otras obligaciones específicas– la de iniciar las obras en el plazo de seis meses y concluirlas en seis años, el número de estaciones a establecer y el material móvil mínimo necesario para abrir la explotación. También se enumeraban varias prestaciones gratuitas en favor del Estado. Una era el transporte de presos y penados junto con su escolta, costumbre de la que hay una descripción en la novela de Tomás Salvador Cuerda de presos. Otra era el transporte de la correspondencia oficial y privada, junto con el personal correspondiente, causa de quebraderos de cabeza para los opositores a Correos, pues en los exámenes solían preguntarse las estaciones y apeaderos de las diferentes líneas; pero desde hace poco se recurre a la carretera. Los vagones-correo han desaparecido de las estaciones y se han sustituido por camiones.
Ausencia de subvenciones
EN cuanto se conoció el proyecto, éste fue muy bien acogido no sólo por los interesados, sino por todos los estamentos nacionales, debido a la inexistencia de participación extranjera y de subvenciones. Por un lado, se trataba de un sector fundamental para el desarrollo económico y la seguridad del país y, por otro, servía a muchos para llenarse los bolsillos.
El Diputado conservador Sánchez Toca juzgó el período de construcción de los ferrocarriles como «la más colosal mohatra que registra nuestra historia». Y el historiador Ricardo de la Cierva afirma que fue el medio por el cual «el capitalismo extranjero logró una auténtica intervención y colonización que se extendió a un dominio creciente de las profesiones técnicas». Desde los años cuarenta del siglo pasado hasta el reinado de Alfonso XIII, la corrupción por antonomasia se vinculaba al vapor y al hollín de las locomotoras.
La Desamortización, las tarifas y las concesiones de los ferrocarriles han sido el origen de inmensas fortunas, cuyos beneficiarios formaban camarillas que ocupaban el poder político. No fueron escasas las líneas que sólo funcionaron los días necesarios para cobrar las subvenciones y luego se cerraron. Hasta el Estatuto de Ferrocarriles de 1924, el interés general no prevaleció sobre el particular.
En el caso del ferrocarril de La Robla, el capital provino casi en su totalidad de particulares bilbaínos. La confianza en sí mismos y en la rentabilidad de la empresa animó a los promotores a no solicitar fondos de las instituciones públicas. Unicamente se recibieron cifras simbólicas por parte de algunos Ayuntamientos y Diputaciones.
El Ayuntamiento de Balmaseda, uno de los más favorecidos, concedió, después de ciertas vacilaciones, diez mil metros cuadrados de terrenos y las cinco mil pesetas en que se valoró la casa de los Sres. Arteche, a cambio de que la compañía instalase sus talleres en su término municipal. Estos talleres, los principales de la línea, las vías muertas y los cobertizos se encuentran en un pequeño otero en las afueras del pueblo.
Ayuntamientos como los del Valle de Mena, Las Rozas, Valdeola, Valdeprado o Nestar, colaboraron con el ferrocarril mediante la cesión gratuita de los terrenos requeridos para la explanación de la vía; otros como los de Barruelo de Santullán, Guardo y Boñar, entregaron diversas cantidades de traviesas de roble; y unos pocos, los de Espinosa de los Monteros y las Merindades de Sotoscueva y Valdeporres, aportaron tanto terrenos como traviesas; la Merindad de Montija entregó cuatro mil pesetas. Colaboraciones pequeñas, pero indicativas del interés con el que veían el proyecto.
El entusiasmo de los pueblos no tuvo correspondencia en las Diputaciones. A la de Santander, los promotores ni se dirigieron, señal de que consideraban la gestión inútil. Las de León y Palencia, donde las minas no se habrían abierto sin contar con el aliciente del tren, no entregaron ninguna cantidad. La de Burgos condicionó un pago anual de 30.000 pesetas durante veinte años a que el tren pasase por Villarcayo, cabeza de partido judicial y capital de la comarca, o en su defecto se tendiese un ramal. El trazado original, realizado seguramente conociendo el ofrecimiento de la Diputación burgalesa, llevaba la línea de Balmaseda a Villarcayo y de esta localidad, remontando el curso del río Nela, a la Merindad de Valporres y continuaba desde allí en dirección a La Robla, pero la orografía y los dieciséis kilómetros en que se alargaba el trayecto forzaron la rectificación de los planes. Así, el ferrocarril terminó por ir desde Bercedo a Espinosa de los Monteros y la Merindad de Sotos- cueva y, desde allí, entrar en la Merindad de Valdeporres. La Diputación vizcaína aplicó estrictamente la legislación y concedió una subvención sin interés, reintegrable en 20 años, de 32.767,50 pesetas, resultado de aplicar 7.500 pesetas a los escasos kilómetros que el tren recorría dentro de su Territorio.
Caso excepcional en España, la financiación del ferrocarril de La Robla fue pagada casi exclusivamente por los accionistas y obligacionistas. En 1890, año fundacional de la sociedad, las subvenciones totales a fondo perdido del Estado para los ferrocarriles sumaban 700 millones: el 30% del presupuesto de las líneas construidas. El Bilbao-Tudela, cuyo presupuesto era de cuarenta y nueve millones, recibió subvenciones por casi veinte millones.
El Trazado
El proyecto de Zuaznávar desempolvó el intento de tender un «camino de fierro» entre Bilbao y Bercedo, patrocinado por la Diputación General del Señorío en 1831, y que –de haberse culminado– habría sido el primer ferrocarril español, anticipándose a los de La Habana-Bejucal (1837), Barcelona- Mataró (1848) y Madrid-Aranjuez (1851). En un escrito de la Diputación, se reconocía la necesidad de disponer de un medio de comunicación rápido con Burgos, «centro de las Castillas», y se escogía el itinerario de las Encartaciones. En seguida surgió el tradicional enfrentamiento de nuestra historia. Por la «tierra llana» se extendió la «arraigada convicción de que el camino de fierro sólo sería útil a Bilbao y no al resto del Señorío». La guerra carlista y el tendido del Madrid-Irún, que enlazaba el País Vasco con la Meseta por Orduña, llevaron al abandono de esta idea, que habría implicado una mapa ferroviario distinto del actual.
Los dos caminos para subir de Bilbao a Burgos, y de aquí al resto de la Península, siempre han sido Balmaseda y Orduña, antiguos puertos secos. Aunque cualquiera que haya viajado en tren o carretera conoce las dificultades y los retrasos en la peña de Orduña, se escogió este trayecto inadecuado, debido al juego de influencias. De este modo, el ferrocarril de La Robla venía a ser una especie de segunda oportunidad para la capital de las Encartaciones.
Para muchos pueblos de la zona, el tren era la ocasión de conseguir una fuente de riqueza y de escapar del aislamiento. Si con motivo de la construcción de la red de autovías, muchos municipios pusieron todo su tesón en contar con accesos o acercar la carretera al pueblo, podemos imaginar la lluvia de súplicas, recomendaciones y presiones que caería en las oficinas de Bilbao. Incluso se discutía la categoría de las estaciones. En ocasiones, el establecimiento de una parada se sujetó a que los solicitantes corriesen con los gastos de instalación y mantenimiento. Quizá el caso más curioso sea el de Soncillo, cuyo Ayuntamiento financió la estación, que se construyó a unos siete kilómetros de su casco urbano.
Se echa en falta en el proyecto toda mención a Reinosa, la mayor localidad situada en las proximidades de la línea, capital de una comarca con cierto grado de industria, peso demográfico y tradición ferroviaria. En 1844, Stephenson, el inventor del ferrocarril moderno, visitó Reinosa, cuyo clima gélido, se dice, le provocó la afección catarral que le causó la muerte.
Nada más hacerse público el proyecto, la villa entera, con el Ayuntamiento a la cabeza, emprendió múltiples gestiones para conseguir que se tendiese un ramal de Las Rozas a Reinosa. Ninguna de las propuestas llegó a buen fin, debido a lo abrupto de la obra (una longitud de seis o siete kilómetros, con un túnel de 800 metros) y la falta de acuerdo sobre las aportaciones de los Ayuntamientos interesados. También influyeron en la sociedad los apuros financieros y el recelo respecto a la Compañía del Norte, con la que ya empalmaba en Mataporquera. Cada una temía que la otra penetrase en su mercado. Esta rivalidad provocó en los años siguientes guerras de tarifas, el incumplimiento de las sindicaciones de tráfico y otros incidentes.
El crecimiento de la comarca del Alto Campóo hizo más necesaria la unión con Bilbao, por lo que en 1925 volvió a discutirse el enlace, sin ningún resultado. Años más tarde, al estudiarse la variante del Ebro, impuesta por el pantano, se planteó nuevamente el paso de la línea minera, que entonces ya llegaba a Bilbao, por Reinosa. Tampoco hubo frutos positivos.
A veces, las personas individuales supieron emplear con más habilidad la mano izquierda que las instituciones. El ferrocarril no pasa por Villasana de Mena, como era lógico y estaba previsto en el proyecto, porque un consejero deseaba que el tren parase en su pueblo, Anzo, más alejado, y logró la rectificación del trazado. Otro personaje del lugar, el señor de Maltrana, familia mencionada por Pérez Galdós en los Episodios Nacionales, insistió lo indecible para obtener un apeadero en el término de dicho nombre. Sus gestiones rebasaron el Consejo y llegaron a tratarse en una Junta General de accionistas. Luego, se interesó por la ejecución de unas obras en el apeadero de Menamayor, el más cercano a su residencia, y cuando se clausuró esta parada, pese a sus pretensiones de que se mantuviese, se le concedió al menos la facultad de hacer parar los convoyes cuando lo solicitase. Algunos seguían jugando con los trenes de mayores, igual que cuando eran niños. ¿Llegó el señor de Maltrana a tirar del silbato de la locomotora?
A todo viajero le sorprende la frecuencia con la que las estaciones se encuentran, aún hoy, alejadas de los principales núcleos de población. Esta anomalía se explica por razones de tipo técnico y económico y, sobre todo, por la preponderancia de los intereses mineros.
El ancho de vía
OTRO aspecto, tan trascendental como el de terminar el trayecto, fue el ancho de vía. De todos es sabido que el ancho de vía española y portuguesa es mayor que el de la empleada en Europa occidental, pero, a pesar de lo que se cree, esta diferencia no responde a precauciones militares, para obstruir futuras invasiones procedentes de Francia. El experto Angel Maestro da otra interpretación del informe de la Comisión presidida por el ingeniero de caminos Subercasse, a la que un Consejo de Ministros encargó pronunciarse sobre el ancho de vía más conveniente, cuando empezaban a construirse los primeros kilómetros de la red ferroviaria española. La Comisión recomendó el de seis pies castellanos, correspondiente a 1,674 metros, en vez del que se difundía por Europa y el norte de Estados Unidos, de cuatro pies y ocho pulgadas y media (1,435 m.), basándose en estimaciones técnicas. Se pensaba que, merced al mayor ancho, se podría agrandar el emparrillado de las locomotoras, con lo que las calderas tendrían más poder de vaporización; asimismo los cilindros aumentarían de potencia y tamaño y las locomotoras gozarían de más estabilidad. Una segunda versión lo atribuye a un saldo vendido por los constructores británicos del Barcelona-Mataró. En Escocia había dos líneas locales cuyo ancho de vía, cinco pies y seis pulgadas, era equivalente a los seis pies castellanos. Al construirse la línea principal de Londres a Escocia en 1848 con el ancho de 1,435, las dos compañías citadas tuvieron que adaptarse a él y colocaron el material sobrante en España.
Junto a este ancho, llamado ordinario o español, pronto apareció el estrecho, de un metro, autorizado en nuestro país por la Ley de Ferrocarriles de 1877. La discusión sobre la superioridad de uno u otro se alargaba y alcanzaba un ámbito mundial; en Bizkaia polemizaron sobre este punto dos especialistas tan destacados como Lazúrtegui e Ibarreta. Mientras, el factor económico beneficiaba a la vía estrecha. Para las empresas capitalistas, basadas en el rendimiento, y para algunos Gobiernos ahorradores, éste resultaba primordial. Así, casi todos los ferrocarriles mineros y fabriles se construyeron con el ancho de un metro.
En España, la mayoría de las líneas de vía estrecha se encuentran en el Norte y Valencia. En Cataluña, patria del carril, recibieron el apodo cariñoso de carrilets. Aparte de los empresarios privados, varias Diputaciones estudiaron la posibilidad de unir la cornisa cantábrica, desde El Ferrol hasta Irún, mediante un tren de estas características.
De este modo, se llegó a la existencia de redes de ancho dispar, mal común a otros países europeos. En nuestra provincia, las líneas que comunicaban con el exterior y vinculaban los centros productores con el mercado nacional (Madrid-Irún, Bilbao-Portugalete y Bilbao-Tudela) eran de ancho ordinario; las demás se tendieron con la vía métrica. El resultado, en palabras del historiador Manu Montero, fue «la falta de integración económica de las comarcas vizcaínas».
El informe Zuaznávar aportaba dos argumentos para que los promotores del ferrocarril de La Robla se decidiesen por el ancho métrico. Primero, el coste de éste era de 70.000 pesetas por kilómetro, frente a las 200.000 del ordinario; y, segundo, se contaba con que la Compañía del Cadagua concedería permiso para instalar dos carriles interiores a lo largo de su vía y permitir llegar al hullero a los hornos y al puerto, lo que así ocurrió, a cambio del pago de un peaje.
Otra característica del ferrocarril hullero era su trazado transversal que significaba una excepción en el sistema radial establecido en la Península.
Las obras
Solventados todos los problemas, se acometieron las obras, dirigidas por el ingeniero bilbaíno José María Oraá, amigo y compañero de Zuaznávar en «La Vizcaya» y cuya labor elogiaron todas las publicaciones técnicas de la época. Los constructores, que por imposición de la sociedad se convirtieron además en los mayores accionistas individuales, fueron don José María Yriondo y don Juan José Cobeaga de Ea y Cortézubi, don Teodoro Urueta, comerciante de Ochandiano y don Francisco Arribalzaga, cantero de Bilbao.
La línea, de una longitud de 284 kilómetros, se dividió en cuatro tramos: entre La Robla y La Espina, entre La Espina y un punto situado entre Montesclaros y Las Rozas, entre este punto y Bercedo y entre Bercedo y Balmaseda. Se comenzó por los dos extremos a fin de aprovechar lo ya construido para el traslado del material, de los suministros y del personal. También se recurrió a los empalmes de La Robla y Mataporquera con el ferrocarril del Norte y de Balmaseda con el del Cadagua.
Los trabajos más arduos fueron la subida de El Cabrio desde el valle de Mena a la Merindad de Montija, donde se separan las cuencas del Cadagua, que desemboca en el Cantábrico, y del Trueba, que a través del Ebro desagua en el Mediterráneo, y que obligó a realizar un gran rodeo y el túnel de La Parte, de casi un kilómetro, que une las Merindades de Sotoscueva y Valdeporres. Otra parte del recorrido que acabó presentando inconvenientes de tal magnitud que modificaron el trazado fue el desfiladero de Peñalevante, en las cercanías de Montesclaros, a causa de los corrimientos de tierras.
Los carriles de la vía pesaban veinticuatro kilos por metro, pero tuvieron que sustituirse pronto por otros de mayor peso, treinta y dos k/m. Las curvas, sólo excepcionalmente, podían tener un radio de cien metros y la inclinación máxima permitida en las pendientes era del 2 %.
Las obras reclamaron un número considerable de obreros y a ella acudieron tanto gentes ajenas a las comarcas, como campesinos que podían ganar un jornal mayor que trabajando en el campo. En algunos lugares apartados, la presencia de éstos últimos en las brigadas era mayoritaria y provocaba las quejas de los capataces porque, según la época del año, abandonaban sus puestos para cumplir con las siegas y el ganado. El Estado también proporcionó fuerza de trabajo, cediendo cuerdas de condenados a trabajos forzosos.
Aunque se dispone de escasa documentación relacionada con las obras del tendido, se sabe que hubo una huelga en el túnel de La Parte, «enérgicamente reprimida»; que, en otra ocasión, «algún loco por hacer daño» voló un estribo de un puente; y que ocurrían numerosos accidentes, ya que los contratistas se obligaron a instalar «tres hospitales de madera».
Los trabajos concluyeron a los cuatro años. El 11 de agosto de 1894 se clavó el último carril de la línea en el paso de Los Carabeos, en la provincia de Santander, aproximadamente en la mitad del recorrido. El ingeniero Román Oriol describió la ceremonia en la «Revista Minera, Siderúrgica y de Ingeniería»: «A las cinco de la tarde llegaron al sitio designado dos trenes llenos de banderas nacionales, procedentes de las secciones primera y segunda. En el primero se veía en la maquina ‘León’ un tarjetón con las palabras Inteligencia, Capital, Trabajo, los nombres de las cinco provincias que atraviesa la línea, León, Palencia, Santander, Burgos y Vizcaya, y la fecha, 11 de agosto de 1894; en él venía el personal de la construcción y los invitados de Castilla. En el segundo ostentaba su máquina ‘La Engaña’ una sencilla dedicatoria de la primera sección a su director y traía lo que constituye la base fundamental de la línea, los carbones de Castilla. ( ..) Casi al mismo tiempo llegaba a Los Ca rabeos otro tren procedente de Bilbao con el Consejo de Administración y algunos grandes accionistas de la Compañía, el director general don Mariano Zuaznávar y los invitados de Vizcaya y Burgos».
Como era costumbre, los principales consejeros pusieron las escarpias y clavaron el último carril entre estampidos de barrenos y cohetes. A continuación, el provincial de la orden de los dominicos, padre Antonio Martínez, bendijo la línea y las máquinas.
En el mismo artículo, Oriol destaca la rapidez de la ejecución de la línea en un plazo menor que el concedido, de seis años, «buen contraste con las compañías extranjeras que piden prórroga tras prórroga para sus trabajos», y la ausencia de políticos en el Consejo de Administración, «siendo todos los consejeros accionistas que cuidan de sus propios intereses al mismo tiempo y con igual esmero que de los intereses de sus administrados». Estos párrafos, no enteramente exactos, pues entre los consejeros sí figuraban políticos, dan el tono de lo que solían ser los ferrocarriles en el siglo XIX.
La apertura al público se produjo el día 24 de septiembre de 1984, hace ahora un siglo.
El fracaso de la empresa
OR desgracia, la marcha financiera de la sociedad no anduvo pareja con los éxitos técnicos. Pronto comenzaron los aprietos, algunos de los cuales podrían detectarse en el propio informe. Las previsiones que había hecho Zuaznávar no eran del todo correctas. Su proyecto pecaba de optimista. Los Municipios estaban interesados, pero su pobreza les impedía contribuciones nutridas; las minas palentinas y leonesas disponían de transporte, pero sus propietarios no habían comenzado su explotación; los pasajeros hubieran supuesto un ingreso considerable, pero el tren atravesaba comarcas pobres y poco pobladas. Y el defecto más claro para un viajero: la línea nació coja al no terminar en las capitales de las dos provincias extremas, León y Bilbao. Tiempo después, se remedió este disparate al tenderse las prolongaciones Balmaseda-Bilbao (1902) y Matallana-León (1923); paradójicamente, los únicos tramos que continúan abiertos.
Se esperaba la financiación de los dieciséis millones del presupuesto, mediante una aportación de capital de ocho millones y otros ocho por suscripción de obligaciones. Sin embargo, la cuantía del capital hubo de rebajarse a seis, lo que se justificó, sin ser correcto, por la disminución del coste del proyecto. La suscripción de acciones quedó abierta en el Banco de Bilbao y se cubrió el primer día. Los catorce miembros del Consejo eran titulares de un total de 3.780 títulos, que unidos a los 3.200 propiedad de los constructores, representaba el 58,66% del capital; una cómoda mayoría absoluta.
El éxito era aparente. El capital propio no alcanzaba a cubrir ni la mitad del presupuesto, por lo que los promotores tuvieron que depender peligrosamente del capital ajeno. A la primera emisión de obligaciones de diez millones, siguió una segunda, de cinco millones, al 8%, interés muy alto para la época, a un plazo de reintegro excesivamente corto, ocho años, y que don Angel Ormaechea califica de «verdaderamente suicida». El Consejo intento sustituir esta segunda emisión por otra tercera de ocho millones y mejorar la tesorería con un desdoble de capital de dos millones, además de acudir al crédito bancario y al de los propios accionistas. La sociedad se sumió en un proceso de endeudamiento, acelerado con nuevas emisiones y préstamos. El costo de las obras acabó superando lo calculado y los ingresos previstos tardaron veinte ejercicios en alcanzarse. La cotización de las «Roblas» en la Bolsa de Bilbao cayó en poco más de un año por debajo de la par.
Por todo ello, en 1896, a los dos años de la apertura al público, el Ferrocarril Hullero de La Robla a Valmaseda, S. A. tuvo que solicitar la suspensión de pagos, ante el rechazo por los acreedores del convenio amistoso que presentó. El convenio judicial definitivo que cerró este período implicó la pérdida del 60 % del valor de las acciones y la conversión en títulos de renta variable de las obligaciones. En 1905, el capital se fijó en 20.264.500 pesetas, redondeándose posteriormente a 20.000.000. Merced a esta operación, nació una sociedad distinta, debidamente estructurada y que cambio su nombre al de Ferrocarriles de La Robla, S. A.
Se discuten mucho las causas que originaron el fracaso económico del ferrocarril. La falta de tráfico carbonífero, bien sea como consecuencia del retraso de la puesta en marcha de las minas por la desconfianza de sus propietarios en el futuro del ferrocarril, bien por «los intereses vascos en Asturias», que señala G. Ojeda, es citada entre las esenciales. Cabe mencionar respecto a esta última hipótesis, que don Víctor Chávarri y don Tomás Zubiría, fundadores de Altos Hornos de Bilbao, S. A., lo fueron también de Hulleras del Turón, S. A. , y uno de los grandes proveedores de combustible de la siderurgia vasca.
En opinión de Francisco Quirós, investigador de las conexiones de los capitalismos vascos y asturianos de la época, la apetencia de la siderurgia vizcaína por las minas asturianas, nació «tanto por el interés de participar en el negocio hullero como por el de asegurarse suministros nacionales de carbón, especialmente a raíz del arancel proteccionista finisecular». Estas vinculaciones de los inversores bilbaínos con los capitalistas originarios de la región no se repitieron en las cuencas carboníferas palentino-leonesas, a pesar de que en Palencia existía una cierta tradición industrial, que le permitió destacar como adelantada en la técnica de los altos hornos de cock. Entre las razones, cabe citar la ausencia de suficiente espíritu empresarial, la escasez de capitales disponibles y el carácter más especulativo que, con respecto a Asturias, estuvo presente en el acaparamiento de concesiones mineras en las provincias de la Meseta.
Es indudable que los mineros palentinos y leoneses estaban en total desigualdad para competir en AHV con Hulleras del Turón, ya que el factor básico para colocar su mineral era el del precio y la inferior calidad del carbón de la Meseta, en comparación con el inglés, hizo que éste oscilase.
Un error de menos importancia, pero indicativo de la defectuosa planificación con que se desarrollaba el negocio, fue el reducido número de vagones consignados en la concesión. Se suponía que los mineros los adquirirían por su cuenta y el ferrocarril les bonificaría; pero nunca se estipuló obligación alguna. En 1898, la sociedad propuso subir las tarifas, alegando que, al no surtirle de vagones ninguna compañía minera, no podía mantener el precio de arrastre fijado en ocho pts/tm. En una instancia dirigida al Ministerio en 1920 sobre petición de material, la sociedad reconoce que «la situación poco halagí¼eña de la empresa fue motivo de que su material móvil desde el primer momento fuese en número muy reducido» y que «no pudo aumentarlo porque los productos apenas eran suficientes para el pago de los intereses». Apresuramiento, confusión y falta de capital; todo junto.
Hay que añadir, asimismo, factores ya mencionados, como el elevado costo de las obras y los errores cometidos al estudiar su trazado, y otros ajenos a la sociedad, como el encarecimiento de las importaciones y la crisis que se inició a comienzos de los noventa.
Sin embargo, todos estos aprietos se habrían podido salvar disponiendo de una adecuada financiación. La Robla padeció siempre escasez de capital propio. Al cierre de diciembre de 1894, frente a seis millones de capital existían más de catorce de deudas. El déficit de tesorería tuvo que ser remediado por los propios capitalistas originales, que se convirtieron en los principales suscriptores de las obligaciones y prestatarios de los créditos. Obviamente, habría sido preferible la aportación de un capital superior.
Pedro Fernández Barbadillo
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