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El ferrocarril de la Robla (Segunda parte)

El ferrocarril de la Robla (Segunda parte)

La marcha de Zuaznávar

Cuando la empresa no empezó a rendir los resultados anunciados, las relaciones entre Zuaznávar y el Consejo de Administración se deterioraron. Zuaznávar no sólo habí­a sido el autor del informe, el promotor del ferrocarril y el concesionario original, sino que ocupaba el cargo de Director General y, en la práctica, a cuenta de la discreta posición adoptada por el Presidente del Consejo, don Cirilo Marí­a de Ustara, era el máximo responsable de la sociedad.

En enero de 1895, declaró ante el Consejo que contribuirí­a al sacrifico general renunciando a la cuarta parte de su colosal sueldo de veinte mil pesetas anuales como Director General y a su puesto en el Consejo. Más adelante, se le pidió que, aunque habí­a vuelto a rebajar su sueldo de 16.000 a 12.000 pesetas, cobrase 8.000, pro­puesta que él aceptaba «mientras le fuese posible».

 

En la reunión del 8 de julio, cuando faltaba más de un año para cumplirse los dos desde la apertura total de la lí­nea, plazo mí­nimo de vigencia de su cargo, se leyó una carta suya de dimisión irrevo­cable. En ella exponí­a sus quejas, sus logros y anunciaba que con­tinuaba como accionista y dedicado al desarrollo de las minas, con la seguridad de que «veremos llegar los trenes de carbón en canti­dades que si hoy se estampasen parecerí­an fabulosas». El 12 de julio, el Consejo, después de lamentar la decisión de Zuaznávar, nombró Director General interino a Pedro de Alzaga, por recomen­dación suya. Al mes siguiente de dimitir Zuaznávar, le imitó el in­geniero director de las obras, José Marí­a Oraá, aunque el Consejo le convenció para que siguiese al frente de la construcción del ramal de Balmaseda.

Las publicaciones técnicas defendieron a Zuaznávar, al que con­sideraban la ví­ctima propiciatoria de la ruina de la sociedad escogi­da por el Consejo. La «Revista Minera, Metalúrgica y de Ingenierí­a», dirigida por su gran amigo Román Oriol, acusa a los capitalistas de responsabilizar al ingeniero de no estar las minas preparadas y sugerir que su error habí­a sido su eficiencia al terminar la lí­nea an­tes del plazo estipulado en la concesión. Se reprocha a los socios, mineros e industriales que no hubiesen creí­do la realidad del ferro­carril hasta casi ser despertados por el silbato de la locomotora.

El apartamiento de la gerencia le impidió a Zuaznávar lo que, como ingeniero, habrí­a sido la culminación de su idea: los ramales a las dos capitales. Su nombre ha quedado asociado injustamente al fracaso económico de su proyecto.

El enderezamiento de la sociedad

A herencia recibida pesó durante mucho tiempo en la sociedad. Los altibajos en los ingresos y los transportes y la lucha por obtener el saneamiento financiero marcan el perí­odo comprendido entre la apertura de la lí­nea y los años anteriores a la Gran Guerra.

En 1898 creció el capí­tulo de viajeros debido a la repatriación de las tropas procedentes de ultramar. Salvo ese año, los mayores movimientos de personas eran los obreros gallegos y leoneses que bajaban a Bilbao por temporadas en busca de trabajo. En 1901 se iniciaron las primeras renovaciones de tramos de ví­a en el difí­cil puerto de El Cabrio; en 1903 la Inspección Técnica de Ferrocarri­les exigió también la sustitución urgente de las traviesas, segura­mente a resultas de algún accidente grave.

A pesar de los nuevos gastos y a no alcanzar las cifras del in­forme, la compañí­a no cejaba en la conclusión de la lí­nea. Entre 1900 y 1903 se construyó el ramal Balmaseda-Bilbao. En 1904, cuan­do se suspendí­an obras de mejora y se reducí­a personal, se otorgó una subvención a la Compañí­a del Ferrocarril de León a Matallana para estimular este otro ramal.

Por fin entre 1904 y 1906 se produjo el saneamiento económi­co y se zanjaron los conflictos jurí­dicos nacidos con la suspensión de pagos de 1896. Se procedió a una emisión de doce millones en obligaciones de quinientas pesetas al 4% y amortizables a ochenta años. La Junta Extraordinaria razonaba que, con la empresa ya sa­neada, con unos beneficios medios entre 630.000 y 720.000 pesetas y con las nuevas expectativas de negocios, serí­a posible hacer fren­te a los gastos financieros de la operación. En 1906, por primera vez en la historia de la sociedad, se repartió un dividendo, aunque sólo fue la simbólica cantidad de cinco pesetas por acción.

Afortunadamente para los gestores, ningún imprevisto alteró sus previsiones. Los tráficos aumentaban, la Ley de Ferrocarriles Es­tratégicos y Secundarios incluí­a varias lí­neas que habrí­an de conectar con la de La Robla a Luchana y, debido a las presiones de los hu­lleros, se aprobó una prima a la producción de carbón. En 1912, el alza del precio y de la demanda del carbón hicieron crecer la actividad en las cuencas de la Meseta, alcanzándose, con dieciocho años de retraso, a 200.000 toneladas de transporte de hulla, cifra pronosticada por Zuaznávar; también se rebasaron ampliamente las 100.000 toneladas de mercancí­as. El optimismo indujo a la socie­dad a contratar o construir en Balmaseda nuevos vagones e incluso a interesarse en la explotación directa de algunas minas. Entre 1908 y 1914, los dividendos se consolidaron en torno al 2,50% del capi­tal, porcentaje todaví­a muy reducido.

En 1914 se desató la Primera Guerra Mundial y lo que para unos es desgracia, para otros es bendición. Gracias a la neutralidad, Es­paña vivió una ola de prosperidad inesperada. Son clásicas las anéc­dotas de tratantes de acémilas enriquecidos con la venta de mulas cojas a los franceses. La sociedad de La Robla no tuvo que recurrir a la picaresca para que esos años fuesen los mejores de su historia. Después de una primera fase en que Inglaterra exportó su carbón sin tasa, provocando la caí­da de la demanda del nacional, la guerra submarina y las exigencias bélicas cerraron los mares y los puer­tos, por lo que los siderúrgicos vizcaí­nos tuvieron que comprar el castellano. En 1918 se consiguió el mayor tráfico de carbones con 500.307 toneladas y los beneficios alcanzaron en 1920 la cantidad de 3.069.622 pesetas, magnitudes no superadas hasta la posguerra española. Ello disparó la cotización de las acciones, llamadas «Ro­blas», que desde 230 pesetas en 1914 subieron hasta alcanzar su cam­bio máximo en la Bolsa de Bilbao en 1918 con 579 pesetas por tí­tulo. (Cabe mencionar que las «Roblas» fueron uno de los primeros va­lores que cotizaron en la Bolsa de Bilbao, al inaugurarse en 1891).

Durante la Gran Guerra fueron frecuentes los atascos de trenes en los empalmes y se impulsó la construcción de vagones en los talleres de Balmaseda, a los que, además, la empresa habí­a encar­gado vagones quitanieves, harta de que todos los inviernos los tem­porales obligasen a suspender por varios dí­as las actividades. En enero del 14, esas interrupciones duraron catorce dí­as. Esta medida llegó tarde para evitar los problemas surgidos a causa de la gran demanda de combustibles. Los productores acusaron al ferrocarril de parcialidad en el reparto del material móvil y, en consecuencia, se nombró un Delegado, cuya ineficacia criticó La Robla. También fueron graves los desacuerdos entre los mineros, que habí­an tripli­cado el precio del carbón, y se negaban a admitir las modestas su­bidas de las tarifas que exigí­a La Robla.

El año 1920 destaca por el inicio de mejoras sociales y labora­les. Se tomaron los acuerdos de añadir un piso a las estaciones de la lí­nea, para uso como vivienda, y de regular un régimen de reti­ros a cargo de la empresa, al que se acogió la mayorí­a del personal. En las mismas fechas, recuerda el historiador Fernández López, as­cendió al cargo de jefe de material de tracción y talleres del depósi­to de Balmaseda el ingeniero militar Alejandro Goicoechea, inventor del Tren Vertebrado y del Talgo. Su destino en este departamento le permitió concebir y desarrollar sus ideas. Observando el desgas­te de los carriles, causado por el paso de los vagones, diseñó un vagón que nunca pasó de prototipo, pero que fue la base de un tipo de tren í­ntegramente español que hoy compran los ferrocarriles de Alemania o EE.UU. En triste contraste, las locomotoras del parque de La Robla, el mejor de los que estaban en servicio en todas las lí­neas métricas de España, eran por entonces extranjeras: alema­nas, belgas, checoslovacas, norteamericanas, inglesas y suizas; in­cluso se trajeron de la colonia francesa de Túnez las llamadas «tunecinas» y, posteriormente, se hicieron gestiones para comprar otras en regiones del imperio francés tan distantes como Indochina y Senegal.

Después de la guerra, el ferrocarril entró en una fase de deca­dencia. Las compañí­as veteranas no querí­an reinvertir en él sus es­casos beneficios, estando próximo el vencimiento de la concesión. Para remediarlo, el ministro de Fomento, Francisco Cambó, reguló aportaciones de capital público, con la obligación de que las com­pañí­as los destinasen a las mejoras de las lí­neas y del material y a gastos de personal. Fue el primer polí­tico que habló de la conve­niencia de su nacionalización. La Dictadura de Primo de Rivera con­tinuó la polí­tica de ayuda, fundando la Caja Ferroviaria, que subvencionaba las ampliaciones de las lí­neas y las renovaciones de material, y promulgando el Estatuto Ferroviario de 1924. La Ro­bla, cuya marcha no fue tan espectacular en los años veinte, pero mantuvo un muy aceptable nivel, no necesitó recurrir a los fondos públicos ni acogerse al Estatuto, que a cambio de ayudas económi­cas implicaba una gran pérdida de autonomí­a para las empresas.

En 1928, cuando el único consejero fundador que permanecí­a en la sociedad era Salazar, los Bancos de Bilbao y Vizcaya y un grupo relacionado con estas entidades, compraron prácticamente la sociedad a través de una oferta pública de adquisición de acciones. Los nuevos propietarios realizaron una polí­tica más agresiva, cuya primera medida fue la adquisición de Hulleras del Sabero mediante otra OPA con la ayuda de una ampliación, que elevó el capital so­cial de veinte a veintiséis millones. Fue la primera vez en que los Bancos Bilbao y Vizcaya participaron juntos en un negocio de la plaza. El antiguo Consejo fue sustituido por otro, quizá más profe­sionalizado y con mucha mayor presencia en el mundo financiero y económico, pero con menos interés directo en el capital.

La conclusión de la lí­nea: los ramales

Bien pronto la sociedad trató de enmendar lo que «La Gaceta de los Caminos de Hierro de España y Portugal» denominó «torpeza»: la conclusión de la lí­nea median­te la construcción de los ramales Balmaseda-Bilbao y Matallana­León, éste último como parte del ferrocarril secundario de Figare­do a León.

El Consejo de La Robla concedió prioridad al tramo vizcaí­no. De esta manera, la lí­nea hullera podrí­a entregar directamente a las industrias siderúrgicas los carbones de las minas de la meseta sin tener que recurrir al ferrocarril de Santander. Por este servicio, el antiguo ferrocarril del Cadagua cobraba un peaje que La Robla siem­pre consideró excesivo, ya que normalmente superaba el 10% de los productos lí­quidos obtenidos por la explotación de la red.

Antes de presentar la solicitud de concesión administrativa pa­ra construir su propio ramal, La Robla intentó varios arreglos, co­mo una reducción del peaje o el ofrecimiento de compra de parte de la lí­nea, que fueron rechazados por la compañí­a rival.

El principal problema era el de comprometer la financiación. El director de La Robla, don Francisco Henrich, publicó un breve y escasamente fundamentado folleto en el que intentaba demostrar la rentabilidad de la prolongación de la red, cuyo costo ascenderí­a a 2.500.000 pesetas. Asombra la audacia con que los gestores y pro­pietarios se lanzaron a acometer una obra de tal magnitud, cuando la sociedad se hallaba en suspensión de pagos. La concesión fue otorgada por Ley de 28 de junio de 1898, cuando en Cuba desem­barcaban tropas norteamericanas. Consuela comprobar que mien­tras se perdí­an los últimos restos del Imperio y concluí­a una época de la historia de España unos empresarios bilbaí­nos creaban riqueza.

El proyecto se encargó de nuevo a José Marí­a Oraá, prueba de su competencia y de la satisfacción general con que habí­a realizado su labor. Una de las primeras decisiones que se tomaron fue la de prolongar la lí­nea hasta Luchana, en lugar de hacerlo hasta Zorro­za, ya que la zona señalada para ubicar las instalaciones ferrovia­rias y los almacenes carecí­a de la amplitud deseada. Los trabajos se iniciaron el 9 de abril de 1900 y se dividieron en cuatro tramos, adjudicados a José de los Heros, de Balmaseda; Lino Landaluce, de San Salvador del Valle; y Ramón de Madariaga, Felipe Gara­mendi y Juan Ereño, de Bilbao.

Las obras se complicaron extraordinariamente. Primero, resultó muy cara y enojosa la expropiación de los terrenos, como se refleja en los documentos de los Ayuntamientos. Después, en el aspecto técnico, los hitos fueron los túneles en Bolumburu, Zaramillo y Aran­guren, los muros de contención en el barranco de Cachupí­n y el viaducto de Zaramillo, que sobrevolaba el Cadagua, la lí­nea de San­tander y la carretera a Reinosa y que décadas más tarde fue des­mantelado. Los coches ya no pasan por debajo de su sombra ajedrezada, sino sólo por entre los muñones de sus estribos de pie­dra, que dan la penosa impresión de ser los restos de un monumen­to o un puente arrasado.

Consecuencia de lo anterior fue el desbordamiento del presu­puesto. El costo total llegó a los 3.700.000. Como primera medida, ya habitual en la historia de la sociedad, el Consejo emitió obliga­ciones por 2.500.000 a noventa años y a un interés del 5 % . Poste­riormente, se recibieron préstamos de varios consejeros y accionistas y se recurrió a una nueva emisión de 2.000.000. Entre tantas adver­sidades, se recibió con alivio la subvención reintegrable en veinte años y sin interés de 212.494 pesetas concedida por la Diputación, calculada en función de 7.500 pesetas por cada kilómetro de reco­rrido del ramal dentro de la provincia.

La prolongación se abrió al tráfico el 15 de diciembre de 1902 y desde el primer año completo de explotación produjo favorables resultados económicos.

El tramo de La Robla a León, o más exactamente de Matallana a León, tardó en realizarse bastantes años, a pesar de que era de gran sencillez técnica y de un costo más reducido que el anterior. La so­ciedad ferroviaria siempre manifestó su interés en llegar hasta la capital leonesa. Así­, por ejemplo, en la Memoria de 1897, señala que para conseguir el aumento del tráfico, «el Consejo se habí­a preocupado del enlace directo de nuestra estación de Matallana con León», pero que no habí­a podido «hallar hasta ahora una combi­nación financiera».

Las primeras gestiones con respecto a este ramal están relacio­nadas con la concesión otorgada en 1899, para construir el denomi­nado ferrocarril del Torí­o, que unirí­a las minas de la cuenca alta de este rí­o con La Robla. El ferrocarril hullero tení­a tanto interés en que se construyesen los escasos kilómetros que le separaban de la capital leonesa, desde donde podrí­a enlazar con Asturias y Gali­cia, e incluso Extremadura y Portugal si se ejecutaban algunos de los ferrocarriles secundarios previstos, que la Junta de Accionistas de 1905 acordó conceder a la lí­nea León-Matallana una subvención de 200.000 pesetas. No obstante, como no parecí­a muy convencida del buen fin de la operación, La Robla condicionó la entrega a que se garantizase su llegada hasta el barrio de Renuera de León.

Al no realizarse el proyecto, La Robla lo emprendió por su cuen­ta y, en vez de hacerlo directamente, utilizó una sociedad cuyo ca pital le pertenecí­a í­ntegramente, denominada Sociedad Industria y Ferrocarril (SIF). La concesión fue otorgada a SIF, único licitador que se presentó, por Real Orden de 4 de febrero de 1920. A las so­ciedades concesionarias de este tipo de ferrocarriles estratégicos y secundarios el Estado les aseguraba un rendimiento mí­nimo del 5 % anual sobre el capital invertido. De esta ayuda, para cuya determi­nación se partí­a de un capital reconocido de 6.321.542,36, se bene­fició La Robla durante unos cuantos años.

El autor del proyecto fue don Luis del Rí­o. Los mayores que­braderos de cabeza los ocasionó la ubicación de la estación de la capital leonesa y su enlace con la del Norte. Se establecieron esta­ciones o apeaderos, además de en sus puntos extremos, en Villa­quilambre, San Félix, Palazuelo, Garrafe, Manzaneda, Pedrón y Pardave.

Los 28,190 kilómetros del tramo se inauguraron el 31 de mayo de 1923 y desde esa fecha se estableció un servicio directo de viaje­ros y mercancí­as entre Bilbao y León. El recorrido de los 340 kiló­metros de la lí­nea duraba doce horas. El mismo dí­a de la apertura se envió un telegrama a Madrid, solicitando la aprobación del ex­pediente de unión de este ferrocarril con el Palanquinos-Medina de Rioseco, concedida por el Directorio Militar el 30 de marzo de 1924.

De acuerdo con un contrato de relaciones firmado entre SIF y Ferrocarriles de La Robla, ésta última se encargaba de la explota­ción de la lí­nea, aunque su titularidad continuase a nombre de la concesionaria. Semejante situación anómala subsistió hasta el 1 de junio de 1946.

Los años 30 y la guerra civil

En 1930 se transportaron 270.880 tms. de mercancí­as, tope superado sólo después de la guerra civil, y se concluyeron la variante del alto de Bustillo y la renovación de  la ví­a, empezada a principios de siglo. A partir de ese año, la crisis mundial se dejó sentir en España; en el Paí­s Vasco afectó en especial en los sectores siderúrgico y naviero y, naturalmente, se asistió
a un descenso de la demanda de carbón. El ejercicio de 1933 fue  el peor de ese perí­odo. La Revolución de Octubre de 1934 se extendió a varias cuencas de la Meseta (Guardo, Barruelo, Orbó) y a Bilbao y los pueblos del Nervión; también hubo combates en La Vecilla
y Matallana, con columnas de mineros que trataban de tomar León;  pero pronto la Guardia Civil y el Ejército restauraron el orden. Las  semanas que se tardaron en dominar a los rebeldes y reparar los  destrozos favorecieron las ventas del carbón castellano. El servicio del ferrocarril de La Robla quedó interrumpido desde la voladura del viaducto sobre el Ebro, la noche del 7 de octubre, hasta noviem­bre, en que se levantó uno de madera.

Al estallar la guerra, el ferrocarril de La Robla, que durante el primer semestre del año 36 habí­a padecido varias huelgas, que­dó cortado en dos. El frente norte casi seguí­a como divisoria la ví­a. Con excepción de la zona entre Cabañas y Mataporquera, la lí­nea estuvo desde El Cabrio a León en poder de los sublevados, aunque el recorrido se acercaba tanto a la zona de combate que en algunos tramos se suspendió el servicio. La división afectó también al ma­terial móvil. El principal deposito se encontraba en Balmaseda y en él se guardaban la mayorí­a de las máquinas, salvo unas locomo­toras que estaban casualmente al otro extremo y que fueron de va­liosa ayuda a los nacionales para paliar la falta de tracción.

Como subraya Fernández López, para los nacionales el tren tení­a una enorme importancia estratégica. Al no contar con Astu­rias, el único suministro de carbón eran las minas de León y Palen­cia. En sentido inverso al habitual, el mineral se trasladaba a León y de allí­ se distribuí­a por toda su zona. Los republicanos, conscientes de este hecho, lo sabotearon en repetidas ocasiones. A causa de los ataques, la autoridad militar suspendió la circulación en el tramo de Pedrosa-Espinosa. El 20 de diciembre de 1936, entre Matallana y La Vecilla, los milicianos quitaron el carril e hicieron descarrilar un tren. Además, el ferrocarril se usaba para el transporte y la eva­cuación de heridos; el tráfico de viajeros prácticamente desapareció.

Durante los primeros meses, en la zona republicana la socie­dad conservó su personalidad jurí­dica, aunque el Control Obrero, organismo sustituto de la Dirección General de Ferrocarriles, y donde mandaba el sindicato UGT, intervení­a los ingresos y pagos. A fina­les de noviembre del 36, el Gobierno de Euskadi destituyó a una serie de empleados y directivos y se hizo cargo del activo de la com­pañí­a y un consejo de empresa, formado por los trabajadores, ocu­pó el lugar del Consejo de Administración.

Desde el 1 de diciembre del 36 hasta el 19 de junio del 37, dí­a de la toma de Bilbao, todos los bienes de la compañí­a, ya material móvil, ya cuentas, permanecieron incautados. Las menguadas recaudaciones se ingresaban directamente en el departamento de Ha­cienda del Gobierno Vasco.

En la zona nacional, los agentes de la sociedad establecieron una administración provisional supervisada por el Servicio Militar de Ferrocarriles, uno de cuyos representantes asistí­a a los Conse­jos. El primero de ellos se celebró en San Sebastián el 17 de junio de 1937.

A lo largo del verano del 37, se liquidó el frente norte y la lí­nea se reunificó, al menos sobre los mapas, porque antes de ser rea­bierta hubo de procederse a una labor de reconstrucción. Queda­ron muy afectados el puente sobre el Cadagua en Zaramillo (el tramo entre Bilbao y Sodupe permaneció cerrado hasta el 14 de julio), los puentes sobre los rí­os Curueño y Camesa, varias estaciones como las de Mataporquera, Bercedo, Soncillo y Arija, la lí­nea telefónica, etc. El problema primordial fue el de la recuperación del material rodante, que se habí­a evacuado y estaba desperdigado por diversas estaciones santanderinas y vizcaí­nas. Por último, los alistamientos y la fuga de muchos ferroviarios mermaron el personal de la com­pañí­a. Tras trece meses de interrupción, el 28 de agosto de 1937 circuló el primer tren de pasajeros entre Bilbao y León. Al reanu­darse el funcionamiento normal de la lí­nea, la administración pro­visional cesó y traspasó sus poderes a la gerencia y al Consejo. Dentro del Consejo de Administración, se formó una comisión de­puradora que destituyó a uno de sus miembros.

La puesta al servicio de los nacionales de la siderurgia de la rí­a tiró del ferrocarril de La Robla. La recuperación fue sorpren­dente. En el ejercicio incompleto de 1937, la sociedad obtuvo entre un millón y millón y medio de beneficio, con lo que se cubrió el déficit de 1936, se pagaron los impuestos y las obligaciones pen­dientes y se efectuaron donativos de guerra. Tanto en este año co­mo en el siguiente, los beneficios siguieron aumentando y se emprendieron obras de mejora de la lí­nea. En 1938, en vista de la insuficiencia de los talleres de la compañí­a para concluir las repa­raciones del material rodante, se recurrió a los de Babcock-Wilcox.

La autarquí­a

A principal preocupación de La Robla en los años cuarenta se centraba en la reparación de los daños causados por la reciente contienda civil y la obtención de ma­terial de transporte. Este último sólo se podí­a adquirir en Portugal y Suiza, paí­ses que permanecieron neutrales durante la Segunda Gue­rra Mundial. Son curiosas las gestiones que se realizaron con los ferrocarriles réticos para canjear varias locomotoras por pulpa de albaricoque, ácido tartárico, espardilla y otros productos poco re­lacionados con el tren o las minas de carbón. Pese a lo que pueda creerse, en el comercio internacional el trueque, llamado barter, era de uso corriente entonces y vuelve a emplearse actualmente. Cuando no hay dinero, el ingenio se afila.

El tráfico y las recaudaciones continuaron creciendo. El perí­o­do comprendido entre 1940 y 1959 se caracterizó en el terreno eco­nómico por buscar la sustitución de importaciones. Influido por el aislamiento impuesto por la Segunda Guerra Mundial y el bloqueo internacional, el régimen optó por la autarquí­a. Se pretendí­a que España se autoabasteciese en todos los sectores, incluido el mine­ral. En este sentido, la sociedad del ferrocarril de La Robla resultó beneficiada por la potenciación de las minas castellanas. El trans­porte de carbón, en una época de penuria de otros combustibles, aumentó hasta rozar en 1958 con 908.646 toneladas la cifra del mi­llón. También se movió un mayor tonelaje de mercancí­as genera­les, cuyo récord de 375.401 toneladas se consiguió en 1952. Y debido al inicio de la emigración de las regiones pobres hacia las indus­triales, creció el transporte de viajeros; en 1948 alcanzó su máximo histórico con 1.450.984 pasajeros. Por esos años, España padeció una fuerte inflación, que el Gobierno trató de controlar mantenien­do fijos muchos precios de servicios de interés social, entre los que se incluí­an las tarifas de los ferrocarriles y que ocasionó quejas de los afectados.

La escasez de todo tipo de productos, desde medicinas a re­puestos de automóvil, hizo aparecer el mercado negro. En el tren de La Robla se efectuaba el estraperlo al por menor de alimentos comprados en Castilla que se revendí­an en Bilbao.

En 1942 se suprimió la segunda clase y en los incómodos va­gones de tercera, que eran como hornos en verano y neveras en in­vierno, se apiñaban estraperlistas escondiendo sacos de garbanzos, soldados vestidos de uniforme, emigrantes con maletas de cartón y parejas de la Guardia Civil.

A pesar de la falta de material y de combustible, del incremen­to de los costos y de la inflación, mejoraron los resultados y los accionistas vieron aumentar sus dividendos del 4% de la preguerra al 9 % de los años lindantes con la estabilización. Pero la evolución no fue regular. La polí­tica social de control de precios provocaba que los ingresos se mantuvieran casi fijos, mientras los gastos as­cendí­an, hasta que se autorizaba una revisión de las tarifas, momento que la compañí­a aprovechaba al máximo. El capí­tulo de ingresos parecí­a la marcha que un mal conductor imprime a su vehí­culo, con acelerones y pérdidas de velocidad.

Se reanudaron las obras del Pantano del Ebro, que avivaron el asunto del ramal a Reinosa y también las del Ferrocarril Santander- Mediterráneo, cuyo trazado constituyó un motivo de preocupación para La Robla, por lo que podí­a significar de competencia. Este polémico proyecto, tratado por la Dictadura y por la República, acabó sin embargo favoreciendo al tren hullero que contó, durante los es­casos años de su funcionamiento, con un nuevo empalme en Cidad­Dosante. Aunque se mantení­an los proyectos de León-Palanquinos y Matallana-Collazo, el escaso interés que despertaban y su nula rentabilidad hací­an previsible su próximo y definitivo olvido.

Desde el punto de vista técnico, tuvo gran importancia el pro­yecto de la Ley de Mejora y Ayuda a los Ferrocarriles de Ví­a Estre­cha, que patrocinaba las sustitución de las locomotoras de vapor por automotores y locomotoras Diesel. Estas medidas tení­an algo de premonitorio de los problemas que la crisis del carbón iba a oca­sionar al viejo tren minero que, de acuerdo con esta disposición, recibió treinta y tres millones de préstamo.

De tren minero a tren turí­stico

Entramos en la peor época, no sólo para el tren hullero, sino para el ferrocarril en general. La mejora de las carreteras y el permanente incremento del número de personas que aceden al automóvil provocan que el ferrocarril, en todo el mundo desarrollado, quede como medio de comunicación anticuado. La sociedad ya habí­a intentado diversificar su actividad interesándose en negocios relacionados con el transporte por carre­tera, aunque sin éxito.

A partir de 1959, fecha del Plan de Estabilización, el número de viajeros comenzó a descender y para 1971 habí­a perdido sobre su cifra máxima 779.715 pasajeros, casi uno de cada dos. A pesar de la apertura de alguna central térmica, como la de Velilla del Rí­o Carrión, la crisis carboní­fera hizo que el transporte descendiera entre 1958 y 1971 un 54%.

En 1961 se encargó a La Robla la administración del Santander- Bilbao, que no habí­a podido resistir la caí­da del transporte. En 1964 se dictó un Plan de Modernización que implicaba la concesión a las lí­neas férreas de créditos por 2.250 millones de pesetas; ampa­rándose en esta norma, La Robla obtuvo al año siguiente un prés­tamo de 231 millones, cuyas obligaciones supusieron el golpe definitivo para su viabilidad. En 1966 La Robla vendió al Banco Industrial de León y a la Hullera Vasco Aragonesa su participa­ción en Hulleras de Sabero. Probablemente la decisión respondí­a a la doble intención de desligarse de un cliente convertido en un peligroso deudor y de obtener liquidez. El declive de la empresa se reflejaba en los balances; en 1964 se repartió el último dividen­do anual y 1967 fue el último ejercicio sin pérdidas.

En 1968 se dictó una disposición sobre incompatibilidades y limitaciones de presidentes, consejeros y altos cargos, que sirvió para que en la Junta del siguiente año se retirasen los representan­tes bancarios que desde 1928 habí­an regido los destinos de la socie­dad. A partir de esta fecha, y con la colaboración de los delegados laborales incorporados en 1965, Ferrocarriles de La Robla fue diri­gida por un grupo de profesionales pertenecientes a los bancos ac­cionistas que, pese a su capacidad y esfuerzos, tuvo que limitarse a conseguir que la desaparición de la empresa fuese lo menos trau­mática posible.

Ese momento llegó en febrero de 1972 cuando, incapaz de con­tinuar la explotación, Ferrocarriles de La Robla renunció a la con­cesión y entregó sus instalaciones a Ferrocarilles Españoles de Ví­a Estrecha (FEVE). Para gestionar el tren, se constituyó una admi­nistración compartida por las dos entidades. La sociedad recibió una indemnización de 54.466.000 pesetas por determinados bienes. Una de las medidas de FEVE consistió en desgajar los tramos Bilbao­Balmaseda y León-Cistierna de la lí­nea general e incorporarlos a la división de cercaní­as, dentro de la propia compañí­a. Por fin, en la Junta Extraordinaria de 25 de junio de 1982, los resignados ac­cionistas acordaron por unanimidad la disolución de la sociedad.

Las reformas que emprendió FEVE gracias a su mayor dispo­sición de medios, como la compra de nuevo material y obras en las ví­as y los talleres, no evitaron que la lí­nea principal, La Robla­Balmaseda, siguiese perdiendo mercancí­as y viajeros y acumulan­do pérdidas. El 27 de diciembre de 1991 se cumplió la orden de clausura por motivos de seguridad del tramo Matallana-Bercedo, dada por la Secretarí­a General para los Servicios del Transporte del MOPT. Aunque se puso en marcha un servicio sustitutorio de auto­buses, la Junta de Castilla y León y los Ayuntamientos afectados protestaron, ya que el cierre dejaba aislados a muchos pueblos, tanto más en invierno, cuando las nevadas dificultan la circulación por carretera. Las negociaciones posteriores han dado como resultado un acuerdo, firmado el 6 de abril de 1993, por el que FEVE invier­te casi mil millones en la infraestructura ferroviaria del tramo León- Guardo (que pasa í­ntegramente a cercaní­as), la Junta aporta los 159 millones anuales del déficit de explotación de la lí­nea y los sindica­tos aceptan reducir la plantilla. Por otro lado, FEVE ha ofrecido a las productoras de cine el uso del tramo Guardo-Arija y vagones y locomotoras restaurados para ambientar pelí­culas de época; ade­más baraja la puesta en marcha de trenes turí­sticos, al estilo del Bilbao-Bermeo, aprovechando la belleza de las comarcas que atraviesa.

El tren de La Robla conmemora su centenario de una triste ma­nera. Perdida su función original de transportar hulla a los hornos de Bilbao, del que fuera el tren de ví­a estrecha más largo de Euro­pa sólo quedan abiertos los tramos rentables.

Pedro Fernández Barbadillio

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