El ferrocarril de la Robla (Segunda parte)
Cuando la empresa no empezó a rendir los resultados anunciados, las relaciones entre Zuaznávar y el Consejo de Administración se deterioraron. Zuaznávar no sólo había sido el autor del informe, el promotor del ferrocarril y el concesionario original, sino que ocupaba el cargo de Director General y, en la práctica, a cuenta de la discreta posición adoptada por el Presidente del Consejo, don Cirilo María de Ustara, era el máximo responsable de la sociedad.
En enero de 1895, declaró ante el Consejo que contribuiría al sacrifico general renunciando a la cuarta parte de su colosal sueldo de veinte mil pesetas anuales como Director General y a su puesto en el Consejo. Más adelante, se le pidió que, aunque había vuelto a rebajar su sueldo de 16.000 a 12.000 pesetas, cobrase 8.000, propuesta que él aceptaba «mientras le fuese posible».
En la reunión del 8 de julio, cuando faltaba más de un año para cumplirse los dos desde la apertura total de la línea, plazo mínimo de vigencia de su cargo, se leyó una carta suya de dimisión irrevocable. En ella exponía sus quejas, sus logros y anunciaba que continuaba como accionista y dedicado al desarrollo de las minas, con la seguridad de que «veremos llegar los trenes de carbón en cantidades que si hoy se estampasen parecerían fabulosas». El 12 de julio, el Consejo, después de lamentar la decisión de Zuaznávar, nombró Director General interino a Pedro de Alzaga, por recomendación suya. Al mes siguiente de dimitir Zuaznávar, le imitó el ingeniero director de las obras, José María Oraá, aunque el Consejo le convenció para que siguiese al frente de la construcción del ramal de Balmaseda.
Las publicaciones técnicas defendieron a Zuaznávar, al que consideraban la víctima propiciatoria de la ruina de la sociedad escogida por el Consejo. La «Revista Minera, Metalúrgica y de Ingeniería», dirigida por su gran amigo Román Oriol, acusa a los capitalistas de responsabilizar al ingeniero de no estar las minas preparadas y sugerir que su error había sido su eficiencia al terminar la línea antes del plazo estipulado en la concesión. Se reprocha a los socios, mineros e industriales que no hubiesen creído la realidad del ferrocarril hasta casi ser despertados por el silbato de la locomotora.
El apartamiento de la gerencia le impidió a Zuaznávar lo que, como ingeniero, habría sido la culminación de su idea: los ramales a las dos capitales. Su nombre ha quedado asociado injustamente al fracaso económico de su proyecto.
El enderezamiento de la sociedad
A herencia recibida pesó durante mucho tiempo en la sociedad. Los altibajos en los ingresos y los transportes y la lucha por obtener el saneamiento financiero marcan el período comprendido entre la apertura de la línea y los años anteriores a la Gran Guerra.
En 1898 creció el capítulo de viajeros debido a la repatriación de las tropas procedentes de ultramar. Salvo ese año, los mayores movimientos de personas eran los obreros gallegos y leoneses que bajaban a Bilbao por temporadas en busca de trabajo. En 1901 se iniciaron las primeras renovaciones de tramos de vía en el difícil puerto de El Cabrio; en 1903 la Inspección Técnica de Ferrocarriles exigió también la sustitución urgente de las traviesas, seguramente a resultas de algún accidente grave.
A pesar de los nuevos gastos y a no alcanzar las cifras del informe, la compañía no cejaba en la conclusión de la línea. Entre 1900 y 1903 se construyó el ramal Balmaseda-Bilbao. En 1904, cuando se suspendían obras de mejora y se reducía personal, se otorgó una subvención a la Compañía del Ferrocarril de León a Matallana para estimular este otro ramal.
Por fin entre 1904 y 1906 se produjo el saneamiento económico y se zanjaron los conflictos jurídicos nacidos con la suspensión de pagos de 1896. Se procedió a una emisión de doce millones en obligaciones de quinientas pesetas al 4% y amortizables a ochenta años. La Junta Extraordinaria razonaba que, con la empresa ya saneada, con unos beneficios medios entre 630.000 y 720.000 pesetas y con las nuevas expectativas de negocios, sería posible hacer frente a los gastos financieros de la operación. En 1906, por primera vez en la historia de la sociedad, se repartió un dividendo, aunque sólo fue la simbólica cantidad de cinco pesetas por acción.
Afortunadamente para los gestores, ningún imprevisto alteró sus previsiones. Los tráficos aumentaban, la Ley de Ferrocarriles Estratégicos y Secundarios incluía varias líneas que habrían de conectar con la de La Robla a Luchana y, debido a las presiones de los hulleros, se aprobó una prima a la producción de carbón. En 1912, el alza del precio y de la demanda del carbón hicieron crecer la actividad en las cuencas de la Meseta, alcanzándose, con dieciocho años de retraso, a 200.000 toneladas de transporte de hulla, cifra pronosticada por Zuaznávar; también se rebasaron ampliamente las 100.000 toneladas de mercancías. El optimismo indujo a la sociedad a contratar o construir en Balmaseda nuevos vagones e incluso a interesarse en la explotación directa de algunas minas. Entre 1908 y 1914, los dividendos se consolidaron en torno al 2,50% del capital, porcentaje todavía muy reducido.
En 1914 se desató la Primera Guerra Mundial y lo que para unos es desgracia, para otros es bendición. Gracias a la neutralidad, España vivió una ola de prosperidad inesperada. Son clásicas las anécdotas de tratantes de acémilas enriquecidos con la venta de mulas cojas a los franceses. La sociedad de La Robla no tuvo que recurrir a la picaresca para que esos años fuesen los mejores de su historia. Después de una primera fase en que Inglaterra exportó su carbón sin tasa, provocando la caída de la demanda del nacional, la guerra submarina y las exigencias bélicas cerraron los mares y los puertos, por lo que los siderúrgicos vizcaínos tuvieron que comprar el castellano. En 1918 se consiguió el mayor tráfico de carbones con 500.307 toneladas y los beneficios alcanzaron en 1920 la cantidad de 3.069.622 pesetas, magnitudes no superadas hasta la posguerra española. Ello disparó la cotización de las acciones, llamadas «Roblas», que desde 230 pesetas en 1914 subieron hasta alcanzar su cambio máximo en la Bolsa de Bilbao en 1918 con 579 pesetas por título. (Cabe mencionar que las «Roblas» fueron uno de los primeros valores que cotizaron en la Bolsa de Bilbao, al inaugurarse en 1891).
Durante la Gran Guerra fueron frecuentes los atascos de trenes en los empalmes y se impulsó la construcción de vagones en los talleres de Balmaseda, a los que, además, la empresa había encargado vagones quitanieves, harta de que todos los inviernos los temporales obligasen a suspender por varios días las actividades. En enero del 14, esas interrupciones duraron catorce días. Esta medida llegó tarde para evitar los problemas surgidos a causa de la gran demanda de combustibles. Los productores acusaron al ferrocarril de parcialidad en el reparto del material móvil y, en consecuencia, se nombró un Delegado, cuya ineficacia criticó La Robla. También fueron graves los desacuerdos entre los mineros, que habían triplicado el precio del carbón, y se negaban a admitir las modestas subidas de las tarifas que exigía La Robla.
El año 1920 destaca por el inicio de mejoras sociales y laborales. Se tomaron los acuerdos de añadir un piso a las estaciones de la línea, para uso como vivienda, y de regular un régimen de retiros a cargo de la empresa, al que se acogió la mayoría del personal. En las mismas fechas, recuerda el historiador Fernández López, ascendió al cargo de jefe de material de tracción y talleres del depósito de Balmaseda el ingeniero militar Alejandro Goicoechea, inventor del Tren Vertebrado y del Talgo. Su destino en este departamento le permitió concebir y desarrollar sus ideas. Observando el desgaste de los carriles, causado por el paso de los vagones, diseñó un vagón que nunca pasó de prototipo, pero que fue la base de un tipo de tren íntegramente español que hoy compran los ferrocarriles de Alemania o EE.UU. En triste contraste, las locomotoras del parque de La Robla, el mejor de los que estaban en servicio en todas las líneas métricas de España, eran por entonces extranjeras: alemanas, belgas, checoslovacas, norteamericanas, inglesas y suizas; incluso se trajeron de la colonia francesa de Túnez las llamadas «tunecinas» y, posteriormente, se hicieron gestiones para comprar otras en regiones del imperio francés tan distantes como Indochina y Senegal.
Después de la guerra, el ferrocarril entró en una fase de decadencia. Las compañías veteranas no querían reinvertir en él sus escasos beneficios, estando próximo el vencimiento de la concesión. Para remediarlo, el ministro de Fomento, Francisco Cambó, reguló aportaciones de capital público, con la obligación de que las compañías los destinasen a las mejoras de las líneas y del material y a gastos de personal. Fue el primer político que habló de la conveniencia de su nacionalización. La Dictadura de Primo de Rivera continuó la política de ayuda, fundando la Caja Ferroviaria, que subvencionaba las ampliaciones de las líneas y las renovaciones de material, y promulgando el Estatuto Ferroviario de 1924. La Robla, cuya marcha no fue tan espectacular en los años veinte, pero mantuvo un muy aceptable nivel, no necesitó recurrir a los fondos públicos ni acogerse al Estatuto, que a cambio de ayudas económicas implicaba una gran pérdida de autonomía para las empresas.
En 1928, cuando el único consejero fundador que permanecía en la sociedad era Salazar, los Bancos de Bilbao y Vizcaya y un grupo relacionado con estas entidades, compraron prácticamente la sociedad a través de una oferta pública de adquisición de acciones. Los nuevos propietarios realizaron una política más agresiva, cuya primera medida fue la adquisición de Hulleras del Sabero mediante otra OPA con la ayuda de una ampliación, que elevó el capital social de veinte a veintiséis millones. Fue la primera vez en que los Bancos Bilbao y Vizcaya participaron juntos en un negocio de la plaza. El antiguo Consejo fue sustituido por otro, quizá más profesionalizado y con mucha mayor presencia en el mundo financiero y económico, pero con menos interés directo en el capital.
La conclusión de la línea: los ramales
Bien pronto la sociedad trató de enmendar lo que «La Gaceta de los Caminos de Hierro de España y Portugal» denominó «torpeza»: la conclusión de la línea mediante la construcción de los ramales Balmaseda-Bilbao y MatallanaLeón, éste último como parte del ferrocarril secundario de Figaredo a León.
El Consejo de La Robla concedió prioridad al tramo vizcaíno. De esta manera, la línea hullera podría entregar directamente a las industrias siderúrgicas los carbones de las minas de la meseta sin tener que recurrir al ferrocarril de Santander. Por este servicio, el antiguo ferrocarril del Cadagua cobraba un peaje que La Robla siempre consideró excesivo, ya que normalmente superaba el 10% de los productos líquidos obtenidos por la explotación de la red.
Antes de presentar la solicitud de concesión administrativa para construir su propio ramal, La Robla intentó varios arreglos, como una reducción del peaje o el ofrecimiento de compra de parte de la línea, que fueron rechazados por la compañía rival.
El principal problema era el de comprometer la financiación. El director de La Robla, don Francisco Henrich, publicó un breve y escasamente fundamentado folleto en el que intentaba demostrar la rentabilidad de la prolongación de la red, cuyo costo ascendería a 2.500.000 pesetas. Asombra la audacia con que los gestores y propietarios se lanzaron a acometer una obra de tal magnitud, cuando la sociedad se hallaba en suspensión de pagos. La concesión fue otorgada por Ley de 28 de junio de 1898, cuando en Cuba desembarcaban tropas norteamericanas. Consuela comprobar que mientras se perdían los últimos restos del Imperio y concluía una época de la historia de España unos empresarios bilbaínos creaban riqueza.
El proyecto se encargó de nuevo a José María Oraá, prueba de su competencia y de la satisfacción general con que había realizado su labor. Una de las primeras decisiones que se tomaron fue la de prolongar la línea hasta Luchana, en lugar de hacerlo hasta Zorroza, ya que la zona señalada para ubicar las instalaciones ferroviarias y los almacenes carecía de la amplitud deseada. Los trabajos se iniciaron el 9 de abril de 1900 y se dividieron en cuatro tramos, adjudicados a José de los Heros, de Balmaseda; Lino Landaluce, de San Salvador del Valle; y Ramón de Madariaga, Felipe Garamendi y Juan Ereño, de Bilbao.
Las obras se complicaron extraordinariamente. Primero, resultó muy cara y enojosa la expropiación de los terrenos, como se refleja en los documentos de los Ayuntamientos. Después, en el aspecto técnico, los hitos fueron los túneles en Bolumburu, Zaramillo y Aranguren, los muros de contención en el barranco de Cachupín y el viaducto de Zaramillo, que sobrevolaba el Cadagua, la línea de Santander y la carretera a Reinosa y que décadas más tarde fue desmantelado. Los coches ya no pasan por debajo de su sombra ajedrezada, sino sólo por entre los muñones de sus estribos de piedra, que dan la penosa impresión de ser los restos de un monumento o un puente arrasado.
Consecuencia de lo anterior fue el desbordamiento del presupuesto. El costo total llegó a los 3.700.000. Como primera medida, ya habitual en la historia de la sociedad, el Consejo emitió obligaciones por 2.500.000 a noventa años y a un interés del 5 % . Posteriormente, se recibieron préstamos de varios consejeros y accionistas y se recurrió a una nueva emisión de 2.000.000. Entre tantas adversidades, se recibió con alivio la subvención reintegrable en veinte años y sin interés de 212.494 pesetas concedida por la Diputación, calculada en función de 7.500 pesetas por cada kilómetro de recorrido del ramal dentro de la provincia.
La prolongación se abrió al tráfico el 15 de diciembre de 1902 y desde el primer año completo de explotación produjo favorables resultados económicos.
El tramo de La Robla a León, o más exactamente de Matallana a León, tardó en realizarse bastantes años, a pesar de que era de gran sencillez técnica y de un costo más reducido que el anterior. La sociedad ferroviaria siempre manifestó su interés en llegar hasta la capital leonesa. Así, por ejemplo, en la Memoria de 1897, señala que para conseguir el aumento del tráfico, «el Consejo se había preocupado del enlace directo de nuestra estación de Matallana con León», pero que no había podido «hallar hasta ahora una combinación financiera».
Las primeras gestiones con respecto a este ramal están relacionadas con la concesión otorgada en 1899, para construir el denominado ferrocarril del Torío, que uniría las minas de la cuenca alta de este río con La Robla. El ferrocarril hullero tenía tanto interés en que se construyesen los escasos kilómetros que le separaban de la capital leonesa, desde donde podría enlazar con Asturias y Galicia, e incluso Extremadura y Portugal si se ejecutaban algunos de los ferrocarriles secundarios previstos, que la Junta de Accionistas de 1905 acordó conceder a la línea León-Matallana una subvención de 200.000 pesetas. No obstante, como no parecía muy convencida del buen fin de la operación, La Robla condicionó la entrega a que se garantizase su llegada hasta el barrio de Renuera de León.
Al no realizarse el proyecto, La Robla lo emprendió por su cuenta y, en vez de hacerlo directamente, utilizó una sociedad cuyo ca pital le pertenecía íntegramente, denominada Sociedad Industria y Ferrocarril (SIF). La concesión fue otorgada a SIF, único licitador que se presentó, por Real Orden de 4 de febrero de 1920. A las sociedades concesionarias de este tipo de ferrocarriles estratégicos y secundarios el Estado les aseguraba un rendimiento mínimo del 5 % anual sobre el capital invertido. De esta ayuda, para cuya determinación se partía de un capital reconocido de 6.321.542,36, se benefició La Robla durante unos cuantos años.
El autor del proyecto fue don Luis del Río. Los mayores quebraderos de cabeza los ocasionó la ubicación de la estación de la capital leonesa y su enlace con la del Norte. Se establecieron estaciones o apeaderos, además de en sus puntos extremos, en Villaquilambre, San Félix, Palazuelo, Garrafe, Manzaneda, Pedrón y Pardave.
Los 28,190 kilómetros del tramo se inauguraron el 31 de mayo de 1923 y desde esa fecha se estableció un servicio directo de viajeros y mercancías entre Bilbao y León. El recorrido de los 340 kilómetros de la línea duraba doce horas. El mismo día de la apertura se envió un telegrama a Madrid, solicitando la aprobación del expediente de unión de este ferrocarril con el Palanquinos-Medina de Rioseco, concedida por el Directorio Militar el 30 de marzo de 1924.
De acuerdo con un contrato de relaciones firmado entre SIF y Ferrocarriles de La Robla, ésta última se encargaba de la explotación de la línea, aunque su titularidad continuase a nombre de la concesionaria. Semejante situación anómala subsistió hasta el 1 de junio de 1946.
Los años 30 y la guerra civil
En 1930 se transportaron 270.880 tms. de mercancías, tope superado sólo después de la guerra civil, y se concluyeron la variante del alto de Bustillo y la renovación de la vía, empezada a principios de siglo. A partir de ese año, la crisis mundial se dejó sentir en España; en el País Vasco afectó en especial en los sectores siderúrgico y naviero y, naturalmente, se asistió
a un descenso de la demanda de carbón. El ejercicio de 1933 fue el peor de ese período. La Revolución de Octubre de 1934 se extendió a varias cuencas de la Meseta (Guardo, Barruelo, Orbó) y a Bilbao y los pueblos del Nervión; también hubo combates en La Vecilla
y Matallana, con columnas de mineros que trataban de tomar León; pero pronto la Guardia Civil y el Ejército restauraron el orden. Las semanas que se tardaron en dominar a los rebeldes y reparar los destrozos favorecieron las ventas del carbón castellano. El servicio del ferrocarril de La Robla quedó interrumpido desde la voladura del viaducto sobre el Ebro, la noche del 7 de octubre, hasta noviembre, en que se levantó uno de madera.
Al estallar la guerra, el ferrocarril de La Robla, que durante el primer semestre del año 36 había padecido varias huelgas, quedó cortado en dos. El frente norte casi seguía como divisoria la vía. Con excepción de la zona entre Cabañas y Mataporquera, la línea estuvo desde El Cabrio a León en poder de los sublevados, aunque el recorrido se acercaba tanto a la zona de combate que en algunos tramos se suspendió el servicio. La división afectó también al material móvil. El principal deposito se encontraba en Balmaseda y en él se guardaban la mayoría de las máquinas, salvo unas locomotoras que estaban casualmente al otro extremo y que fueron de valiosa ayuda a los nacionales para paliar la falta de tracción.
Como subraya Fernández López, para los nacionales el tren tenía una enorme importancia estratégica. Al no contar con Asturias, el único suministro de carbón eran las minas de León y Palencia. En sentido inverso al habitual, el mineral se trasladaba a León y de allí se distribuía por toda su zona. Los republicanos, conscientes de este hecho, lo sabotearon en repetidas ocasiones. A causa de los ataques, la autoridad militar suspendió la circulación en el tramo de Pedrosa-Espinosa. El 20 de diciembre de 1936, entre Matallana y La Vecilla, los milicianos quitaron el carril e hicieron descarrilar un tren. Además, el ferrocarril se usaba para el transporte y la evacuación de heridos; el tráfico de viajeros prácticamente desapareció.
Durante los primeros meses, en la zona republicana la sociedad conservó su personalidad jurídica, aunque el Control Obrero, organismo sustituto de la Dirección General de Ferrocarriles, y donde mandaba el sindicato UGT, intervenía los ingresos y pagos. A finales de noviembre del 36, el Gobierno de Euskadi destituyó a una serie de empleados y directivos y se hizo cargo del activo de la compañía y un consejo de empresa, formado por los trabajadores, ocupó el lugar del Consejo de Administración.
Desde el 1 de diciembre del 36 hasta el 19 de junio del 37, día de la toma de Bilbao, todos los bienes de la compañía, ya material móvil, ya cuentas, permanecieron incautados. Las menguadas recaudaciones se ingresaban directamente en el departamento de Hacienda del Gobierno Vasco.
En la zona nacional, los agentes de la sociedad establecieron una administración provisional supervisada por el Servicio Militar de Ferrocarriles, uno de cuyos representantes asistía a los Consejos. El primero de ellos se celebró en San Sebastián el 17 de junio de 1937.
A lo largo del verano del 37, se liquidó el frente norte y la línea se reunificó, al menos sobre los mapas, porque antes de ser reabierta hubo de procederse a una labor de reconstrucción. Quedaron muy afectados el puente sobre el Cadagua en Zaramillo (el tramo entre Bilbao y Sodupe permaneció cerrado hasta el 14 de julio), los puentes sobre los ríos Curueño y Camesa, varias estaciones como las de Mataporquera, Bercedo, Soncillo y Arija, la línea telefónica, etc. El problema primordial fue el de la recuperación del material rodante, que se había evacuado y estaba desperdigado por diversas estaciones santanderinas y vizcaínas. Por último, los alistamientos y la fuga de muchos ferroviarios mermaron el personal de la compañía. Tras trece meses de interrupción, el 28 de agosto de 1937 circuló el primer tren de pasajeros entre Bilbao y León. Al reanudarse el funcionamiento normal de la línea, la administración provisional cesó y traspasó sus poderes a la gerencia y al Consejo. Dentro del Consejo de Administración, se formó una comisión depuradora que destituyó a uno de sus miembros.
La puesta al servicio de los nacionales de la siderurgia de la ría tiró del ferrocarril de La Robla. La recuperación fue sorprendente. En el ejercicio incompleto de 1937, la sociedad obtuvo entre un millón y millón y medio de beneficio, con lo que se cubrió el déficit de 1936, se pagaron los impuestos y las obligaciones pendientes y se efectuaron donativos de guerra. Tanto en este año como en el siguiente, los beneficios siguieron aumentando y se emprendieron obras de mejora de la línea. En 1938, en vista de la insuficiencia de los talleres de la compañía para concluir las reparaciones del material rodante, se recurrió a los de Babcock-Wilcox.
La autarquía
A principal preocupación de La Robla en los años cuarenta se centraba en la reparación de los daños causados por la reciente contienda civil y la obtención de material de transporte. Este último sólo se podía adquirir en Portugal y Suiza, países que permanecieron neutrales durante la Segunda Guerra Mundial. Son curiosas las gestiones que se realizaron con los ferrocarriles réticos para canjear varias locomotoras por pulpa de albaricoque, ácido tartárico, espardilla y otros productos poco relacionados con el tren o las minas de carbón. Pese a lo que pueda creerse, en el comercio internacional el trueque, llamado barter, era de uso corriente entonces y vuelve a emplearse actualmente. Cuando no hay dinero, el ingenio se afila.
El tráfico y las recaudaciones continuaron creciendo. El período comprendido entre 1940 y 1959 se caracterizó en el terreno económico por buscar la sustitución de importaciones. Influido por el aislamiento impuesto por la Segunda Guerra Mundial y el bloqueo internacional, el régimen optó por la autarquía. Se pretendía que España se autoabasteciese en todos los sectores, incluido el mineral. En este sentido, la sociedad del ferrocarril de La Robla resultó beneficiada por la potenciación de las minas castellanas. El transporte de carbón, en una época de penuria de otros combustibles, aumentó hasta rozar en 1958 con 908.646 toneladas la cifra del millón. También se movió un mayor tonelaje de mercancías generales, cuyo récord de 375.401 toneladas se consiguió en 1952. Y debido al inicio de la emigración de las regiones pobres hacia las industriales, creció el transporte de viajeros; en 1948 alcanzó su máximo histórico con 1.450.984 pasajeros. Por esos años, España padeció una fuerte inflación, que el Gobierno trató de controlar manteniendo fijos muchos precios de servicios de interés social, entre los que se incluían las tarifas de los ferrocarriles y que ocasionó quejas de los afectados.
La escasez de todo tipo de productos, desde medicinas a repuestos de automóvil, hizo aparecer el mercado negro. En el tren de La Robla se efectuaba el estraperlo al por menor de alimentos comprados en Castilla que se revendían en Bilbao.
En 1942 se suprimió la segunda clase y en los incómodos vagones de tercera, que eran como hornos en verano y neveras en invierno, se apiñaban estraperlistas escondiendo sacos de garbanzos, soldados vestidos de uniforme, emigrantes con maletas de cartón y parejas de la Guardia Civil.
A pesar de la falta de material y de combustible, del incremento de los costos y de la inflación, mejoraron los resultados y los accionistas vieron aumentar sus dividendos del 4% de la preguerra al 9 % de los años lindantes con la estabilización. Pero la evolución no fue regular. La política social de control de precios provocaba que los ingresos se mantuvieran casi fijos, mientras los gastos ascendían, hasta que se autorizaba una revisión de las tarifas, momento que la compañía aprovechaba al máximo. El capítulo de ingresos parecía la marcha que un mal conductor imprime a su vehículo, con acelerones y pérdidas de velocidad.
Se reanudaron las obras del Pantano del Ebro, que avivaron el asunto del ramal a Reinosa y también las del Ferrocarril Santander- Mediterráneo, cuyo trazado constituyó un motivo de preocupación para La Robla, por lo que podía significar de competencia. Este polémico proyecto, tratado por la Dictadura y por la República, acabó sin embargo favoreciendo al tren hullero que contó, durante los escasos años de su funcionamiento, con un nuevo empalme en CidadDosante. Aunque se mantenían los proyectos de León-Palanquinos y Matallana-Collazo, el escaso interés que despertaban y su nula rentabilidad hacían previsible su próximo y definitivo olvido.
Desde el punto de vista técnico, tuvo gran importancia el proyecto de la Ley de Mejora y Ayuda a los Ferrocarriles de Vía Estrecha, que patrocinaba las sustitución de las locomotoras de vapor por automotores y locomotoras Diesel. Estas medidas tenían algo de premonitorio de los problemas que la crisis del carbón iba a ocasionar al viejo tren minero que, de acuerdo con esta disposición, recibió treinta y tres millones de préstamo.
De tren minero a tren turístico
Entramos en la peor época, no sólo para el tren hullero, sino para el ferrocarril en general. La mejora de las carreteras y el permanente incremento del número de personas que aceden al automóvil provocan que el ferrocarril, en todo el mundo desarrollado, quede como medio de comunicación anticuado. La sociedad ya había intentado diversificar su actividad interesándose en negocios relacionados con el transporte por carretera, aunque sin éxito.
A partir de 1959, fecha del Plan de Estabilización, el número de viajeros comenzó a descender y para 1971 había perdido sobre su cifra máxima 779.715 pasajeros, casi uno de cada dos. A pesar de la apertura de alguna central térmica, como la de Velilla del Río Carrión, la crisis carbonífera hizo que el transporte descendiera entre 1958 y 1971 un 54%.
En 1961 se encargó a La Robla la administración del Santander- Bilbao, que no había podido resistir la caída del transporte. En 1964 se dictó un Plan de Modernización que implicaba la concesión a las líneas férreas de créditos por 2.250 millones de pesetas; amparándose en esta norma, La Robla obtuvo al año siguiente un préstamo de 231 millones, cuyas obligaciones supusieron el golpe definitivo para su viabilidad. En 1966 La Robla vendió al Banco Industrial de León y a la Hullera Vasco Aragonesa su participación en Hulleras de Sabero. Probablemente la decisión respondía a la doble intención de desligarse de un cliente convertido en un peligroso deudor y de obtener liquidez. El declive de la empresa se reflejaba en los balances; en 1964 se repartió el último dividendo anual y 1967 fue el último ejercicio sin pérdidas.
En 1968 se dictó una disposición sobre incompatibilidades y limitaciones de presidentes, consejeros y altos cargos, que sirvió para que en la Junta del siguiente año se retirasen los representantes bancarios que desde 1928 habían regido los destinos de la sociedad. A partir de esta fecha, y con la colaboración de los delegados laborales incorporados en 1965, Ferrocarriles de La Robla fue dirigida por un grupo de profesionales pertenecientes a los bancos accionistas que, pese a su capacidad y esfuerzos, tuvo que limitarse a conseguir que la desaparición de la empresa fuese lo menos traumática posible.
Ese momento llegó en febrero de 1972 cuando, incapaz de continuar la explotación, Ferrocarriles de La Robla renunció a la concesión y entregó sus instalaciones a Ferrocarilles Españoles de Vía Estrecha (FEVE). Para gestionar el tren, se constituyó una administración compartida por las dos entidades. La sociedad recibió una indemnización de 54.466.000 pesetas por determinados bienes. Una de las medidas de FEVE consistió en desgajar los tramos BilbaoBalmaseda y León-Cistierna de la línea general e incorporarlos a la división de cercanías, dentro de la propia compañía. Por fin, en la Junta Extraordinaria de 25 de junio de 1982, los resignados accionistas acordaron por unanimidad la disolución de la sociedad.
Las reformas que emprendió FEVE gracias a su mayor disposición de medios, como la compra de nuevo material y obras en las vías y los talleres, no evitaron que la línea principal, La RoblaBalmaseda, siguiese perdiendo mercancías y viajeros y acumulando pérdidas. El 27 de diciembre de 1991 se cumplió la orden de clausura por motivos de seguridad del tramo Matallana-Bercedo, dada por la Secretaría General para los Servicios del Transporte del MOPT. Aunque se puso en marcha un servicio sustitutorio de autobuses, la Junta de Castilla y León y los Ayuntamientos afectados protestaron, ya que el cierre dejaba aislados a muchos pueblos, tanto más en invierno, cuando las nevadas dificultan la circulación por carretera. Las negociaciones posteriores han dado como resultado un acuerdo, firmado el 6 de abril de 1993, por el que FEVE invierte casi mil millones en la infraestructura ferroviaria del tramo León- Guardo (que pasa íntegramente a cercanías), la Junta aporta los 159 millones anuales del déficit de explotación de la línea y los sindicatos aceptan reducir la plantilla. Por otro lado, FEVE ha ofrecido a las productoras de cine el uso del tramo Guardo-Arija y vagones y locomotoras restaurados para ambientar películas de época; además baraja la puesta en marcha de trenes turísticos, al estilo del Bilbao-Bermeo, aprovechando la belleza de las comarcas que atraviesa.
El tren de La Robla conmemora su centenario de una triste manera. Perdida su función original de transportar hulla a los hornos de Bilbao, del que fuera el tren de vía estrecha más largo de Europa sólo quedan abiertos los tramos rentables.
Pedro Fernández Barbadillio
Comentarios recientes