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Ereza y la Ciudad (Perfiles baracaldeses)

Ereza y la Ciudad (Perfiles baracaldeses)

EREZA

Del engolfado mar de montañas que con­figura la comarca baracaldesa, destaca gallarda, a cerca de mil metros de alti­tud, la imponente testa del Ereza, per­forando, unas veces, los vapores de la atmósfera, donde permanece largo ra­to en celestial embeleso, enjoyándose, otras, con blanca diadema de niebla, y mirando, las más, impávida como una colosal esfinge al Cantábrico braví­o, hasta que las primeras nie­ves le tocan de alba chapela de armiño.

Nos espolea el deseo de llegar allí­ arriba, en esta fresca mañana de abril, para escu­driñar desde lo alto el curso de los rí­os de nuestra anteiglesia; mirar a vista de pájaro los somos y los gayos caserí­os es­parcidos por vegas y laderas; contemplar las suaves ondulaciones de colinas y collados y las escarpadas cimas de los montes de Bara­caldo; queremos recrear los ojos con los be­llí­simos paisajes de los rincones, que nos son tan caros; queremos desentumecer nuestros miembros y saturar nuestros pulmones de aire puro; ansiamos, en suma, gozar en este dí­a de una más cercana presencia de Dios desde donde mejor puede admirarse toda Su majestad y grandeza: desde la eminencia de una alta montaña.

Hemos llegado a El Regato enjaulados en el renqueante y prosaico autobús de lí­nea en el momento que la campana de la iglesia de San Roque repica alborozadamente invitándonos a oí­r la santa misa. ¡Oh, estas misas domingueras en los humildes templos rura­les! Así­, de mañanita, el alma platica con el Señor, plácida y sencillamente, en un tono más í­ntimo, familiar y hogareño.

Salimos de misa con el corazón rebosante, saludamos ufanos a queridos amigos nuestros, insignes «regateños», e iniciamos despaciosa­mente la derrota del Ereza por el empinado y retorcido sendero que conduce a la misma cumbre a través de los somos de Tellitu y de Saracho.

Discurre el camino seccionando un enma­rañado boscaje de árgomas y helechos, bortos y castaños, patria de silfos y otras deidades silvestres invadida en esta hora matinal por mil suertes de poéticos ruidos. Los inverosí­­miles arpegios de las pequeñas avecillas, el suave bisbiseo del aura y el desgranado canto de los cristalinos regatos, forman esta sin igual armoní­a de la Naturaleza.

Estamos en primavera. La verde alfombra de yerba destila su lí­quido aljofar, las flores multicolores despiden sus gratos aromas y el alma se ensancha y amplí­a ante tanta belleza. Todo es poesí­a. Es la primavera.

Hemos cruzado Tellitu cabe blanca y tupida techumbre de flores, flores de cerezos y paví­os que al final de mayo se habrán trans­formado en sabrosos frutos, los más sabrosos frutos del orbe.

Y hemos llegado a Saracho jinetes del rús­tico puente que salva el abismo. ¡Qué lindo es Saracho! La ermita y la plaza son tan dimi­nutas que esta aldea parece la habitan enanos. Cinco caserí­os, uno de ellos prócer, esquilas de vacas, balidos lejanos, un mastí­n que ladra, chiquillos que berrean y una fuente que canta. Escuadras de limacos cruzan la calzada de­jando una blanca estela de babas. ¡Cuánta paz! ¡Qué calma! ¡Qué lindo es Saracho!

Bacigorta.

Aguirza. Ya estamos en Aguirza, último pel­daño del Ereza. Varios rebaños de ovejas apacentan tranquilamente, semiocultos por el alto yerbal. Pastan también buen número de ca­ballos montaraces que levantan la cabeza a nuestro paso y nos miran, cara a cara, altaneros y despectivos. Estos animales son, sin duda, descendientes de aquellos nobles y civilizados humsmhs que conociera Gulliver.

Un último y fuerte repecho y alcanzamos la cúspide del Ereza.

¡Soberbio panorama!

Tenemos de frente el mar anchuroso de horizonte infinito, cuya linfa verdosa se encrespa haciéndose lí­quido polvo ante la barrera de la costa. Junto al oro de las playas, limpí­simas las ciudades y villas costeras.

Un piélago de montañas, que preside el patriarca Gorbea con Cruz veneranda, se levanta en las demás direcciones: las sierras de Ordunte y Salvada, el pico de Amboto, las peñas de Lecanda, los montes de Oiz, de Sollube y de Jata; montes y más montes en cuyas entrañas, aún empapadas de sangre resuenan los épicos ecos de cien guerras y hazañas. Y aquí­, más cerca, a mano diestra se esconde Bilbao, tras la enorme tripaza de ese animal fabuloso llamado Pagasarri, las pezuñas hincadas muy hondo en la tierra que son la palanca que da movimiento a la Villa.

Volvemos de nuevo los ojos al mar galopante. Poderosas olas estrellan furiosas su fuerza contra esos ciclópeos muros que surgen de tierra, e impotentes, abriendo sus fauces, revientan en blancos penachos de espuma. Ha sido este el triunfo de un hombre -don Evaristo Churruca- en titánica lucha con el fiero Neptuno, a quien hizo clavar su tridente allá fuera, una púa en el ancho Serantes, otra en la Punta Galea, y la otra de en medio, a Bilbao dirigida, quedole arqueada, torcida, en la zona fangosa del mar.

Bellí­simo el Abra y gallardo y airoso el dintel de la rí­a: el puente colgante.

La rí­a.

Sestao; El Desierto, Luchana… flotantes a humos espesos que arrojan las mil chimeneas fabriles.

En el Desierto, al regazo de Róntegui, el corcovado montí­culo, empieza Baracaldo. Y luego las vegas que le dieron su nombre -no hay que olvidar que Baracaldo (barazalde) significa paraje de huertas en el idioma-, las vegas amorosamente abrazadas por los rí­os Castaños, Galindo, Cadagua y Nervión.

Y extendemos la pupila por los montes y collados de existencia perenne que hasta aquí­ llegan en anfiteatro; son los montes baracal­deses, nuestros montes.

Desde esta la más cimera atalaya, te ojeamos, Baracaldo, a nuestro sabor, y contemplándote desde aquí­, ¡oh solar querido!, el espí­ritu se desborda y se abre a chorros la fuente de la fantasí­a.

Vuela un aguilichu sobre nuestras cabezas, vuela hacia arriba en busca del cielo…

LA CIUDAD

No hace un siglo todaví­a, el paraje de la desembocadura del Galindo era una playa de­sértica de dunas movedizas. En un islote en­clavado en el brazo de mar a la altura de este desierto existí­a el convento de San Nicolás, cuyo islote desapareció cuando el hombre arremetió, con voluntad tesonera, la ingente obra del «relleno», consiguiendo aglutinar la isla con el continente.

Corrí­a el año 1855 cuando aquí­ se fundó la factorí­a denominada «Nuestra Señora del Carmen»-años después «Altos Hornos de Vizcaya»-, a cuyo arrimo y calor, siguiendo el ritmo progresivo de la incipiente factorí­a, nací­an las primeras casas de la población que hoy ocupa el primer plano baracaldés y aun el vizcaí­no después de la Villa de don Diego. Crecí­a la fábrica, y el pueblo crecí­a amaman­tado en ubre tan poderosa. Y aquel desierto, aquel arenal jaspeado por millones de cara­coles fosilizados, transformose, en pocos años, en un gran pueblo industrial.

Sigue medrando la fábrica, surgen otras nue­vas industrias y el pueblo se multiplica. Levántanse hermosos edificios, iglesias, escuelas, jardines, teatros, plazas, paseos, calle tras calle…; la moderna capital de la comarca ba­racaldesa adquiere categórica personalidad y fisonomí­a de ciudad, de importante ciudad No solo en aquel paraje desolado de las dunas movedizas, sino también se afinca la metrópoli en las vegas de Réqueta, Portu, Murrieta Lasesarre; se engarza en las colinas de Pormecheta, Rágeta y Larrea con calles pinas casas en tobogán que se apretujan y apoyan unas a otras; ocupa los antiguos lugares más altos de Arrandi, Landaburu y Carranceiru; allana la encañada de Zaballa; alarga sus tentáculos hacia Gabasa y Beurco, Lurquisiga y Arteagabeitia y amenaza con tragarse a San Vicente, la vieja capital lugareña. El esforzado trabajo, el laborar incesante, hicieron el milagro: ayer, desierto; pueblo grande, después hoy, importante ciudad; mañana.., gran urbe

Familiarmente, en Baracaldo, llamamos «la fábrica» al maremágnum siderúrgico de la Sociedad Altos Hornos de Vizcaya. Es curioso cómo describí­a este dédalo fabril un forastero que nos visitó un dí­a del pasado invierno. Este señor, tertuliano de casino y rebotica en su tranquilo pueblecito aragonés, escribí­a así­ a su amigo el galeno del lugar:

«… y ayer tarde visité los Altos Hornos de Bilbao, que no están en Bilbao, sino en Baracaldo. En Baracaldo hay que visitar los Altos Hornos lo mismo que los forasteros cuando llegan a Zaragoza, no dejan de visitar la Pilarica. Así­, pues, acompañado por un mi  amigo que ejerce un alto cargo en la Empresa, me adentré en la factorí­a. ¡No lo repetiré en los dí­as de mi vida! El extraordinario torbellino de máquinas, hornos, calderas, chimeneas, grúas, locomotoras, cabrestantes y mil artefactos más que no sé cómo se llaman me sobrecogió de terror y de espanto; es esto algo quimérico e incoherente, cuya impresión me dejó anonadado. Todo es estruendo y fragor. Me figuré precipitado a los mismos antros infernales, un infierno que Dante no soñó. ¡Horrible pesadilla! Multitud de rojos demonios semidesnudos, chorreando sudor,  azuzaban con grandes picaparrillas a las almas de los condenados que penaban en las entrañas de fuego de unas enormes calderas rebramanes. De cuando en cuando oí­anse unos chillidos ululantes, fatí­dicos, indescriptibles que sin duda eran producidos por el mismo Satán al que me pareció ver, arrebu­jado en su capa escarlata y envuelto en espesa nube de humo, escapar por una alta chime­nea. ¡Vamos, vámonos de aquí­! ¡Salgamos de esta mazmorra infernal!, hube de vociferar interrumpiendo las explicaciones del cicerone –que hací­a ya rato no escuchaba. ¡Vamos a la calle! Y, en plena calle, amigo mí­o, donde esperaba recobrarla tranquilidad, estuve a punto de morir del susto cuando unas a modo de enormes tazas de hierro lí­quido que la atravesaban, arrastradas por simiesca loco­motora, reventaron a mi paso en inquietantes fuegos de artificio. ¡Oh, estas locomotoras de los Altos Hornos! Cruzan las calles de la población como un viandante más y se paran en cualquier plaza o paseo, no para permanecer ­ociosas, sino para seguir trabajando, dedicándose al lucrativo negocio de asar castañas. ¡Así­ están luego las salas de los cines barakaldeses cubiertos por una espesa y cru­jiente alfombra de cáscaras…!»

Interrumpimos aquí­ la carta del genial aragonés para reproducir una parte del texto de aquel otro informador, no menos genial, que atravesó Baracaldo en el ferrocarril, ca­mino de Portugalete y de Santurce:

«Baracaldo es un pueblo muy sucio, donde el cielo no se ve, cubierto por los negros humos de la industria. A la hora del mediodí­a los obreros se desparraman por las calles de la población en busca de sus frugales condu­mios, siendo muchos los que, no teniendo ho­gar cercano al trabajo, despachan sus vituallas sentados en un banco de la plaza o arrellenados entre las traviesas del ferrocarril. Después de comer y hasta que los ladridos de los cuernos y sirenas anuncian la hora de reintegrarse al tajo, sestean tranquilamente tumbados en los mismos bancos o traviesas, utilizando de al­mohada sus chaquetas y` cubriéndose la cara con las boinas para no ser molestados por las moscas. De las ventanas y balcones de las casas cuelgan las coladas, predominando el azul del «mahón» y de la «francesilla». Por la noche, el cielo  llamea siniestro y letal… ».

Venga con nosotros el visitante imparcial de Baracaldo y le llevaremos, cordialmente de ta mano, a conocer nuestra ciudad. No se alarme ante la visión de la fragua de Vulcano ni abandone su imaginación a angustiosas re­giones avernales. Antes la exalte admirando el gran poema fabril forjado por millares de brazos del ejército trabajador. Y cuando mire al cielo, no vea en los negros nubarrones de humos presagios siniestros, sino a cendales gallardetes y banderas que fluyen de las erectas, chimeneas para saludar al Creador, que nos impuso a los hombres el deber de trabajar. Ven con nosotros, forastero amigo.

Subamos por esta calle, limpia y bulliciosa, que es la arteria comercial de Baracaldo; arri­bemos a la Plaza de España, nuestra gran plaza, pulquérrima y monumental, y perma­nezcamos inmobles, largo rato, en su con­templación; sigamos luego por el bellí­simo Paseo de los Fueros, bajo los porches umbrosos de los árboles enlazados; admiremos en él !a nueva iglesia de San José; miremos la ca­pillita de la Cruz, llena de ternura, y el serio obelisco de la linda plaza; dirijamos nuestros pasos hacia el Asilo Miranda y contemplemos la obra de aquel filántropo baracaldés que aseguró un tranquilo hogar a nuestros an­cianos pobres, un hogar que no tiene el as­pecto huraño de otros Asilos que conocemos, sino la magnificencia de un palacio suntuoso rodeado de repeinadas avenidas de jardí­n, de árboles copudos y de flores multitud. Visitemos el Hospital magní­fico, el espléndido Parque y las preciosas Escuelas de Altos Hornos. De­tengámonos admirativos ante el señero y so­berbio edificio de la Escuela Profesional del Trabajo. Adentrémonos en la bellí­sima iglesia de Nuestra Señora del Carmen, Patrona excelsa de la ciudad. Visitemos la iglesia, las aulas, salones y campo de deportes del Colegio re­gentado por los Padres Salesianos, forjadores merití­simos de varias generaciones cristianas, cultas y selectas de nuestro pueblo.

Podemos mostrarte, forastero amigo, otras cosas notables y bellas: otras hermosas calles, otros destacados edificios, más plazas y paseos…» pero ya es bastante por hoy, forastero amigo.

Marcha tranquilo. Es ya de noche. No os sobresalte nuestro cielo encendido. Desecha de tu mente los siniestros pensamientos, que nuestro cielo es coruscante, que nuestro cielo es envidiado por la misma luna en plenilunio. Adiós, forastero, amigo.

Por Ernesto Perea Vitorica

Tomado de La Gran Enciclopedia Vasca

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