
La audacia política del nacionalismo barakaldés, 1898-1936 (III)

EL PARTIDO NACIONAL VASCO DE 1922
La situación de los nacionalistas barakaldeses no difería de la del nacionalismo vasco en general. A partir de 1919 el ciclo expansivo del nacionalismo se trocó en recesión. Una ofensiva dinástica le privó de la presencia institucional conseguida y le condenó a la marginación política. En este contexto de fracaso y frustración en el que se forjó la escisión entre aberrianos y comunionistas, el grueso del nacionalismo barakaldés optó por el refugio en la ortodoxia que proponían los disidentes. Los batzokis de Burceña y Retuerto y la Juventud Vasca apoyaron durante el verano de 1921 la campaña de depuración y petición de responsabilidades que inició Aberri, lo que les costó la expulsión de la Comunión. En diciembre todo el entramado asociativo del nacionalismo barakaldés se había pasado en pleno al nuevo PNV, y en enero de 1922 lo haría la junta municipal de Alonsótegui. Con este alineamiento con los sectores más críticos, el nacionalismo barakaldés volvía a revelarse como un movimiento activo conectado con las corrientes más dinámicas del nacionalismo vasco. Sin embargo, tal como hizo en 1917 al pactar con la izquierda, pronto sobrepasó la dinámica provincial en la búsqueda de soluciones audaces a las situaciones de bloqueo. Insatisfecho con ambos partidos, un sector del nacionalismo barakaldés formuló una propuesta de futuro propia que traspasaba con mucho los límites del debate que mantenían aberrianos y comunionistas. El Partido Nacional Vasco, impulsado desde la Juventud Vasca de Barakaldo, suponía un proyecto de nacionalismo moderno, abierto a las reivindicaciones populares y a la democracia, que atentaba directamente contra la síntesis sabiniana, cuyos acentos discutían los dos sectores enfrentados. La aparición de esta alternativa estaba relacionada con la madurez alcanzada por la comunidad nacionalista barakaldesa y las mutaciones que se habían venido produciendo en su seno desde el inicio del ciclo expansivo en 1917. El movimiento nacionalista se había convertido ya en un verdadero frente interclasista vertebrado por criterios ideológicos y desprovisto de los vínculos sociales que había mantenido con anterioridad. Esta diversificación social implicaba la aparición de profesionales liberales y personas de fortuna por primera vez entre los dirigentes nacionalistas, pero, sobre todo, la irrupción de los trabajadores. Hacia 1920 los trabajadores se habían convertido en hegemónicos en las juntas de las sociedades nacionalistas. Además, tanto ellos como los abogados y acomodados empleados con los que compartían la dirección del movimiento eran notablemente jóvenes y marcaban una renovación no sólo social, sino también generacional, con respecto a los dirigentes del periodo anterior. Los nuevos nacionalistas movilizados en el ciclo ofensivo de 1917- 20 no tenían por qué compartir los compromisos sociales de los primeros nacionalistas, ni sus vínculos con las fuerzas vivas o notables locales, ni mucho menos su orden de prioridades ideológicas. Para estos sectores los componentes anticaciquil y antioligárquico del discurso nacionalista jugaban un papel que no habían tenido para las generaciones anteriores, máxime cuando el pacto de la izquierda con los dinásticos y el Estado dejaba huérfanas esas reivindicaciones. La propia coyuntura del nacionalismo local favorecía este desarrollo. El sufragio daba la mayoría a los nacionalistas y eran los manejos de los caciques, el Estado y la izquierda la razón de su marginación del poder. En el mismo sentido, eran ahora los nacionalistas las víctimas del autoritarismo del Estado y de sus prácticas represivas. Se abría así la posibilidad de que parte de los nuevos nacionalistas se fuera alejando del antiliberalismo originario y cifrara sus expectativas de actuación en un desarrollo del proceso de democratización. Igualmente, la moderación en materia social de los sindicatos socia- listas permitía a los nacionalistas competir con la izquierda desde el obrerismo, acusando a los líderes sindicales de haber pactado con los patronos y de abandonar la defensa de los intereses de los trabajado- res. De hecho, fue en estos años cuando los sindicatos nacionalistas se desarrollaron en Barakaldo. Ninguno de los dos partidos nacionalistas, enzarzados en la exégesis de la herencia sabiniana, se hacía eco de estos desarrollos deriva- dos de la específica coyuntura y naturaleza del movimiento barakaldés. De ahí, que desde la Juventud Vasca se lanzase una nueva propuesta en forma de manifiesto para la creación de un tercer partido nacionalista, el Partido Nacional Vasco. El manifiesto programático del nuevo partido no se ha conservado, por lo que su ideario sólo es conocido indirectamente a través de las reseñas publicadas de las conferencias que se celebraron en la Juventud Vasca para debatirlo desde noviembre de 1922 a febrero de 1923, con una asistencia media de cien personas. Aparte de lo publicado en la prensa, se conserva un borrador de la intervención del aberriano Telesforo Uribe-Echevarría donde daba cuenta de la madurez y complejidad de la comunidad nacionalista barakaldesa. Esta comunidad se había definido en la práctica a través de los enfrentamientos de las dos décadas anteriores, jalonados de batallas políticas y callejeras con heridos y muertos, y había tomado conciencia de su existencia. Una vez definida de facto, nada le impedía teóricamente dotar a la futura nación del sistema político o la organización social que decidiera. Para los disidentes barakaldeses, la premisa básica de partida para la reconstrucción del nacionalismo era simple y llanamente la reivindicación nacionalista. Esto implicaba desvincular la comunidad nacionalista de los contenidos integristas y antiliberales a los que había estado anclada desde sus orígenes, aunque este desarrollo supusiera abandonar la mayor parte de la herencia sabiniana. En este sentido, en una carta dirigida al diario Euzkadi, la Juventud Vasca de Barakaldo afirmaba que la idea de Sabino de que Euskadi era la única Patria de los vascos constituía “lo UNICO que admitimos como básico y dogmático en el Nacionalismo Vasco”. Limitada de esta manera la herencia sabiniana, el resto de las cuestiones quedaba, pues, expuesto al debate y la discusión. El Partido Nacional era consecuente con esta premisa nacionalista de partida y realizaba una explícita declaración independentista, reclamando la “independencia absoluta y terminante de nuestra patria”, según Uribe-Echevarrí. Se alejaba, por tanto, de las ambiguas formulaciones que habían permitido la convivencia de diferentes tendencias en el seno del nacionalismo vasco, y que todavía defendía la Comunión, y se acercaba a los planteamientos del PNV aberriano. Sin embargo, los puntos de contacto acababan aquí, puesto que el Partido Nacional se alejaba notablemente de las recetas sabinianas, y por tanto aberrianas, acerca de la organización del futuro Estado vasco. El nuevo partido defendía una república vasca unitaria con “unas mismas Cortes legislativas y un mismo poder ejecutivo para todos los vascos y teniendo las regiones y municipios facultades solamente administrativas”, según la formulación del ponente del programa Nicolás de Aldai. Con tal declaración casi jacobina, los disidentes barakaldeses superaban el esencialismo y el idealismo característico del nacionalismo vasco. La independencia de la nación vasca no podía ser un mero retorno a la situación anterior a la abolición foral; sino que debía articularse en torno a un sistema político homologable a la contemporaneidad, desde el cual cimentarla y reforzarla. Así, el tema de la centralización vasca se ligaba al tema de la unificación del euskera: debía crearse un euskera unificado por encima del conglomerado de dialectos locales y regionales. En definitiva, el Partido Nacional abandonaba la concepción mítica de una nación vasca preexistente para incidir en la necesidad de la moderna construcción de la nación en consonancia con la práctica de los movimientos nacionalistas coetáneos. En este punto trascendental los disidentes barakaldeses se acercaban más a la teoría y la práctica de la Comunión que al PNV. El ex-presidente de la Diputación, Ramón de la Sota Aburto, expresaba el acuerdo de la Comunión con estos planteamientos, señalando “la necesidad de la unidad nacional de que el Estado sea uno y único”, y atribuía a los particularismos tradicionales el fracaso de la nación vasca en la historia. Igualmente, Julián de Arrién establecía que la multiplicidad de gobiernos iría en contra de la unidad nacional y remitiría más a un regionalismo españolista administrativo “que le repugna” que a la reivindicación nacionalista. El PNV, por el contrario, en tanto que retorno a la ortodoxia integrista, defendía el pensamiento del Maestro y proponía una confederación de estados vascos absolutamente autónomos, con dialecto propio y personalidad soberana, teóricamente facultados para separarse de la confederación, y supuesta- mente organizados a la manera tradicional. Así, el conferenciante aberriano, Luis González de Etxebarri, centraba en esta cuestión el principal desacuerdo, señalando que “esa futura constitución que se pro- pone es lo más antidemocrático y centralista y lo más contrario al espíritu que informó la antigua y libérrima legislación del Pueblo Vasco”. La diferencia de planteamientos era substancial, puesto que no se trataba simplemente de una oposición entre centralismo y federalismo, sino de dos concepciones del movimiento nacional absolutamente distintas: la que defendía la necesidad de construir la nación, adecuarla a la contemporaneidad y cimentarla desde el Estado y la que, haciendo caso omiso de las nuevas realidades sociales, pensaba que la nación vasca había existido con anterioridad a la privación de sus derechos por los liberales españoles y, en consecuencia, sólo necesitaba para su libre funcionamiento del abandono de sus ocupantes. La declaración del aberriano Uribe-Echevarría sobre el idioma muestra que de estas concepciones se derivaban estrategias políticas muy diferenciadas: “En lugar de preocuparnos hondamente en la unificación de los dialectos actuales creo que sería más práctico que invirtiésemos todas nuestras energías en desterrar el erdera de nuestra patria”. A la luz de esta substancial diferencia de estrategia, estaba claro que la disidencia barakaldesa no se basaba, como pretendían los aberrianos, en una cuestión de grado o matiz. Era la oposición entre el tradicionalismo de referencia comunitaria que proponía el PNV y el moderno nacionalismo de los barakaldeses. Pero las novedades aportadas por la síntesis barakaldesa no se agotaban en el tema de la centralización. Mucho más rupturistas y polémicas resultaban sus propuestas en materia religiosa. El Partido Nacional proponía una estricta separación de la Iglesia y el Estado, relegaba la cuestión religiosa al ámbito privado y suprimía el Jaungoikua de su lema.
Consciente del catolicismo de los nacionalistas, incluidos los disidentes de Barakaldo, el aberriano Luis G. de Etxebarri prefería relativizar el tema reduciéndolo a “un simple matiz de tolerancia, que el Partido Nacional quiere proclamar en su Manifiesto y que el Partido Nacionalista, sin aludir a ella en el suyo, la practica todos los días”. De hecho, la formulación de Nicolás de Aldai muestra que el nuevo partido era bastante comedido en la expresión de este principio de tolerancia religiosa: “Pero a pesar de ser el Pueblo Vasco tradicionalmente católico, existen y existirán en el mañana discrepancias religiosas entre sus hijos, y a éstos no podemos ni debemos cerrarles las puertas de nuestros Batzokis y Sociedades si aman a Euzkadi y desean su libertad No pedimos libertad completa para estos hermanos nuestros, que han perdido la fe de Cristo para que sus ideas expongan en nuestros Baztokis, sino solamente tolerancia para que, juntamente con nosotros laboren en pro de la patria”. La Comunión, sin embargo, se opuso radicalmente a aceptar esta subordinación del tema religioso a la cuestión nacional. Así, Elexondo se declaraba partidario de la separación económica entre Iglesia y Estado, pero se mostraba contrario a la supresión de la primera parte del lema sabiniano, ya que “el espíritu religioso se halla tan arraigado en el alma de nuestra raza, que serán inútiles todos los esfuerzos que se hagan para desvincularlo”. Mucho más contundente era Ramón de la Sota: “No hay problema religioso en el País Vasco porque la inmensa mayoría de vascos son católicos. Habrá, sin duda, una minoría – de número y de calidad – que no tenga sentimiento religioso de ningún género, bien por holgazanería o por incultura. Estos son precisamente los que constituyen la intolerancia ignorante. Y frente a esa intolerancia es cuando no cabe el bálsamo misericordioso de nuestra tolerancia que es virtud demasiado preciosa para la cerrilidad”. Por tanto, para la Comunión la religión debía continuar siendo un elemento constitutivo de la nación vasca, en la que no habría lugar para los laicos. A pesar de su posibilismo y de su apertura en otras cuestiones, era radical en la defensa del integrismo sabiniano. En este sentido, frente a la interpretación de la herencia sabiniana propuesta por la Juventud Vasca, Euzkadi se había apresurado a afirmar la consubstancialidad e indisolubilidad de religión y nacionalismo vasco: “No creemos que lo UNICO básico en el Nacionalismo Vasco sea la afirmación patria. A esa afirmación política unimos la afirmación religiosa, estimando, por tanto, que lo básico del Nacionalismo por nosotros defendido es, conforme a las enseñanzas sabinianas, la afirmación de la unidad patria y la afirmación religiosa”. Las propuestas del Partido Nacional eran también novedosas en el tema social. Seguramente, nunca se plantearon los impulsores del nuevo partido subordinar la cuestión nacional a la social, ni mucho menos formar un frente único con los trabajadores socialistas con los que se batían en las calles. Sin embargo, no era éste el tema fundamental. La cuestión era que, aun sin abandonar la lógica subordinación del tema social al nacional (de lo contrario no serían nacionalistas), no había razones para seguir realizando profesiones de fe ante los dogmas armonicistas del nacionalismo para aquéllos que no eran ni nostálgicos tradicionalistas ni modernos conservadores. Puesto que los trabajadores constituían el grueso de la comunidad nacionalista (como mínimo así era en Barakaldo), el nacionalismo debía formular un programa claro y vinculante con su realidad, tal y como venían defendiendo líderes del sindicalismo nacionalista como el barakaldés Antonio Villanueva. La diferencia entre el Partido Nacional y los dos partidos nacionalistas no estribaría tanto en las implicaciones concretas del programa social como en esta explícita intención de establecer un compromiso entre el movimiento nacionalista y la realidad social de la comunidad nacionalista en una localidad industrial como Barakaldo. Frente a esta voluntad, la dificultad de los conferenciantes de las dos ramas nacionalistas para abordar el tema social resultaban proverbiales. Ramón de la Sota recordaba el proyecto de la Diputación para facilitar el acceso de los campesinos a la propiedad de los caseríos y, tras una larga disertación sobre el socialismo, parecía cifrar las mejoras obreras en la educación y el cooperativismo. Uribe-Echevarría esquivaba el tema señalando que “a pesar de que el Nacionalismo Vasco no haya definido aun oficialmente su actitud en la esfera social, es tan poco lo que vosotros demandáis, que no puede haber ningún patriota que se oponga a vuestras pretensiones”. Pero es sin duda la argumentación del comunionista Elexondo la que mejor sintetiza la nebulosa armonicista que caracterizaba el discurso nacionalista sobre esta cuestión y su incapacidad para dar respuesta al desafío obrerista del Partido Nacional:
“…esta cuestión podrá ser resuelta en el País, de forma armónica y cordial, entre patronos y obreros, el día en que el ideal nacionalista triunfe. Nadie más capacitado que la organización nacionalista para encontrar una fórmula de concordia a este problema, ya que nuestro ideal, al estrechar los lazos de fraternidad entre los vascos de todas las clases sociales, uniéndolos con los vínculos de un efusivo cariño de hermanos, facilita la compenetración, acorta las distancias, despierta la mutua simpatía haciendo posible una cordial y fraternal convivencia de la inteligencia, el capital y el trabajo, mediante la distribución, en justa y equitativa proporción, de los beneficios debidos a los tres factores que integran la producción de la riqueza”. A la luz de lo expuesto con anterioridad, puede afirmarse que la disidencia del Partido Nacional no suponía una específica combinación de los acentos en el debate que mantenían los dos partidos nacionalistas, sino que atentaba directamente contra la síntesis sabiniana y los contenidos substantivos que el Maestro había asociado a la nación vasca. En este sentido, resulta especialmente relevante el preámbulo de la conferencia de González de Etxebarri: “El espíritu del nuevo Partido es sano en cuanto pretende crear un vínculo más amplio de unión entre todos los vascos, en cuanto defiende una mayor tolerancia para las ideas y opiniones del adversario, en cuanto busca soluciones más progresivas a los problemas políticos y sociales. Pero ese espíritu es nocivo en cuanto significa una acogida indudablemente suicida al elemento extraño, en cuanto puede caer, no ya en la tole- rancia para las ideas ajenas, sino en la transigencia de las propias, en la claudicación más o menos consciente de las propias convicciones, en cuanto esa busca de soluciones progresivas puede hacernos perder la genuina idiosincrasia”. Sin embargo, a pesar de su novedad y radicalidad, las propuestas del Partido Nacional le acercaban en la práctica más a la Comunión que al refugio fundamentalista en la ortodoxia sabiniana que defendía el PNV aberriano. Más allá del aura de radicalidad inconformista que le envolvía, el partido aberriano tenía poco que ofrecer a los disidentes barakaldeses, mientras que con la Comunión coincidían en la necesidad de una estrategia de construcción nacional. Así, en marzo de 1923, la Juventud Vasca se adhería, en contra del resto del nacionalismo local, a la manifestación convocada por la Comunión para el primero de abril, que Aberri calificaba de “gran farsa”, en la que estos puntos de coincidencia eran evidentes: definición de los vascos como una nación única, idioma unitario-literario para el euskera, restauración de la “independencia nacional que Euzkadi disfrutó durante siglos” y creación de un estado unificado vasco y de un gobierno para todo el País Vasco. Posteriormente, según anunciaba Euzkadi, la Juventud Vasca de Barakaldo apoyó al candidato comunionista a Cortes, Mariano de la Torre, aunque con ello no se distanciaba en exceso de la base del nacionalismo barakaldés, pues de la Torre obtuvo una votación similar a la de los candidatos nacionalistas anteriores a la escisión. El golpe de Estado de Primo de Rivera impide evaluar si el sector que impulsó el Partido Nacional contaba con una base suficiente para mantener su existencia y constituir un punto de referencia para otros nacionalistas heterodoxos o si iba a ser finalmente absorbido por alguno de los dos partidos en pugna. En todo caso, su contribución al desarrollo del nacionalismo vasco constituye un hito en la evolución del movimiento: había roto la estrecha vinculación al integrismo que le encorsetaba y había formulado una irreverente propuesta de futuro. El testigo sería tomado por ANV durante la República
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ANTONIO FCO. CANALES SERRANO
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