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La cruz más santa (Leyenda)

La cruz más santa (Leyenda)

tramo-medio-9«Alboreaba el siglo decimoquinto de la era cristiana a cuyas efemérides pertenecen las gloriosas de la invención de la imprenta, del descubrimiento de América, de la conquista de Granada y de la terminación de los bandos de Oñaz y Gamboa que por espacio de más de dos centurias habí­an desolado la región vasco-cántabra.

Estos funestos bandos estaban más enconados que nunca al alborear aquel dichoso siglo, y particularmente lo estaban en los valles occidentales de Vizcaya conocidos desde tiempo inmemorial con el nombre de Encartaciones, conmemorativo de la carta o pacto que mediaba entre ellos y el resto de Vizcaya.

Aunque por regla general los linajes estaban afiliados en uno u otro bando, algunos habí­a que no lo estaban en ninguno, por cuya circunstancia se llamaba hombres comunes a los no abanderizados. Los hombres comunes eran respetados por los banderizos, pero esto no obstaba para que el vulgo los considerase como poco celosos dc su honra y pobremente dotados de lo que en aquel tiempo se consideraba como la mayor virtud, que era el valor para combatir con una espada, una lanza o una ballesta en la mano.

Entre los pocos hombres comunes de las Encartaciones se contaban los del linaje de Aranguren de Baracaldo, rama desprendida hací­a siglos del glorioso árbol de Susúnaga que florecí­a desde tiempo inmemorial en la misma república y trasplantada al apacible vallecito de Mendi­erreca vegetaba allí­ con extraordinaria lozaní­a y óptimo fruto.

 

Señor de aquella casa era entonces Martí­n Sánchez de Aranguren, que siguiendo la tradición de sus antepasados, buscaba la gloria por caminos muy distintos de aquellos por donde la buscaban los caballeros principales de su tiempo, aquellos caminos eran los de la paz y el trabajo bendecidos de Dios, aunque odiados de la generalidad de los hombres.

En esto seguí­a la costumbre iniciada por uno de sus predecesores que, queriendo reedificar y ampliar la casa primitiva del linaje, edificada, corno casi todas las casas fuertes del paí­s, en una colina desde donde sus moradores podí­an ofender y defenderse, dijo:

 

– La paz sea siempre en mi casa y en la de los que de mí­ vengan y un ramo de diva sea la única ballesta y el único muro que veden a los malos entrar a dañar en ella.

Y en efecto, en una hermosa aunque estrecha pradera, que se extendí­a entre la colina y a rí­o, levantó nueva morada y a su puerta plantó un olivo que le sobrevivió muchos siglos.

Las únicas memorias que quedan de la casa y del olivo son las que voy a enumerar.

En Aranguren hay escondida entre los nogales y los castaños una modesta casa de moderna construcción en cuya fachada se lee:

Sobre el antiguo solar de la torre de Aranguren

Año 1848.

Y en Memerea hay un olivo que la tradición dice proceder dc otro muy viejo que habí­a hace dos siglos a la puerta de la torre de Aranguren.

La torre de Aranguren era un edificio de piedra sillar, cuadrado y alto, que carecí­a de las saeteras y el muro exterior que tení­an casi todas las torres solariegas, en cuya construcción las miras de defensa militar habí­an predominado sobre las dc comodidad doméstica.

Esta comodidad era la que principalmente se habí­a buscado en la construcción de la torre de Aranguren. Edificada entre el rí­o y la base de la colina de darte que la dominaba; no ofrecí­a capacidad correspondiente a la riqueza y la industria de sus señores, pero este defecto se habí­a subsanado con diferentes edificios secundarios que arrancando de su espalda, se escalonaban en las estribaciones de la colina, hasta el primer término de la planicie de ésta, puestos todos ellos en comunicación interior con la torre.

Estos edificios estaban destinados a habitación dc criados, establos de ganado, lagar y cubera, lonja para el hierro y almacenes de granos y otros frutos de la industria agrí­cola y pecuaria cuyo ejercicio habí­a valido a los señores de Aranguren el nombre de ganaadres con que se designaba a los que curaban más de especulaciones industriales que de guerras de banderí­a.

La torre tení­a dos pisos altos destinados a habitaciones espaciosas y alegres y no reducidas y tristes como las de las torres fuertes donde todo se daba a la guerra y poco más que nada a la paz; como que en sus muros, en vez de estrechas y sesgadas saeteras y ventanillas gemelas, daban, paso al aire y la luz y los perfumes campestres anchas ventanas y aun puertas que comunicaban en el piso principal con un corredor o voladizo exterior que circuí­a a la torre, entoldado de parras que trepaban a él desde los cuatro ángulos del edificio.

Y por último, frontero a éste habí­a un oratorio o ermita consagrada a la Madre de Dios, y cuyo altar se vela desde la torre, porque constituí­a la fachada principal de aquel pequeño, pero lindo templo, un enverjado de hierro, procedente de las ferrerí­as de los señores del solar de Aranguren

De la torre no queda más que el recuerdo consignado en la fachada de la casa Levantada en su solar, y sin duda con sus materiales, en 1848; pero del oratorio queda un lienzo de pared Lateral que sirve de cerradura a un huertecillo lleno de frutales.

De los pací­ficos señores que habitaron la torre, quedan, desde desde Amézaga a Tellitu, puntos extremos de aquel lindo, estrecho y amení­simo valle, cuyo caserí­o está interpolado de huertos fértiles de regalados frutos, memorias singulares que ha conservado de generación en generación el honrado, gallardo e inteligente pueblo que allí­ habita.

A estas memorias pertenece la narración que allí­ se designa con el nombre de La Cruz  más Santa.

 

III

Era una hermosa mañana del mes de agosto, y oñacinos y gamboinos estaban a punto de venir a las manos en la llanura que precede a Mendi-erreca, llanura que entonces estaba poblada de arboledas, y no, corno ahora, convertida en fértiles tierras labrantí­as.

Los oñacinos cubrí­an las estribaciones del Argalario adonde habí­an trepado por Aguirre y Susúnaga,  y los gamboinos las lomas opuestas desde Oquéluri basta Basuchu.

Entre los oñacinos que capitaneaba Ochoa de Salazar, el de Muñatones, se contaban los de Achúriaga, los de Martiartu, los de Zaldí­bar, los de Butrón, los de Leguizamón, los de Mújica, los de Susúnaga, y otros banderizos no menos sañudos y esforzados; y entre los gamboinos, a cuya cabeza estaba Fortún Sánchez de Salcedo, se distinguí­an los de Ibargí¼en de Elorrio, los de Muncharaz, los de Echeburu, los de Atucha, los de Tosubando, los de Bildósola, los de Largacha y muchos más solariegos principales.

Los mancebos de Achúriaga, que siempre eran los más sañudos y audaces del bando oñacino, descendieron los primeros hacia Bengolea y empezaron a insultar y retar a los contrarios de la banda opuesta del rí­o.

Pronto uno y otro bando se fue corriendo hacia la llanura y descendiendo a ésta, donde poco después se trabó la pelea, cuyo horrible rumor atronaba el bosque desde Amézaga a Landáburu.

La lucha duraba aún una hora después, velada por la sombra de los robledales y los castañares de la extensa llanura. De repente se vio a los oñacinos abandonar el campo en completo desorden, unos yendo a refugiarse en las torres de Landáburu, otros en las de Zuazu, y otros procurando ascender a Susúnaga y Aguirre.

No pocos de ellos caí­an. en la huida, rendidos por el calor el cansancio y las heridas que habí­an recibido en el combate o alcanzados por sus perseguidores, que les daban muerte sin misericordia, y no pocos también perecieron al vadear el rí­o que limitaba por el Oeste la llanura, y a la sazón hací­a invadeable la marea que alcanzaba aún más arriba de allí­.

La huida de los oñacinos hacia la embocadura del valle de Mendi-erreca era punto menos que imposible, porque para impedirla se habí­an. corrido hacia aquella parte fuerzas gamboinas. Sin embargo de esto, un gallardo mancebo oñacino, inerme y cubierto de sangre, propia y extrana, apareció en la calzada que, atravesando el puente de Erriederto, nombre equivalente a lugar hermoso, que después, pasando por modificaciones eufónicas, vino a convertirse en Retuerto, se dirigí­a al Oriente, trepando al collado de Oquéluri, para descender al Cadagua en Burceña.

El fugitivo tomó la margen derecha del rí­o, a la sazón sombreada de seculares robles, y no come hoy, dedicada a feroces tierras labrantí­as, sin duda, con la esperanza de hallar su salvación Mendi-erreca arriba.

Al emparejar con la singular fuentes de Amézaga, cuyo raudal, entonces más caudaloso que en ninguna otra estación del año, serpenteaba a través de la arboleda, en un repechillo sombreado de los carrascos que les daban nombre, sintió ansia de apagar en ella la ardiente sed que le devoraba pero temeroso de que los enemigos le persiguiesen y le alcanzasen si se dirigí­a a ella, continuó rí­o arriba, esperando calmar su sed en la saludable y fresca fuentecilla de Igúliz, que pronto encontrarí­a a su paso, ya que no la calmase en el agua del rí­o, que debí­a estar tibia por efecto del mucho calor de aquel dí­a y los anteriores, y a cuyo profundo cauce era peligroso descender en su estado.

Pasó el rí­o por un alto puente de piedra que se alzaba frente a la casa solar y la ferrerí­a y el molino de Bengolea, y al volver allí­ ka vista hacia la llanura, vio con temor que algunos peones gamboinos, ballesta en mano, dejaban en Erri-ederto la calzada para tomar rí­o arriba, sin duda en su persecución.

Hizo un esfuerzo supremo para aligerar el paso, siquiera para llegar a Gorostiza y ocultarse en alguna de las casas de aquel barrio, cuyos habitantes pasaban por afectos al bando oñacino, pero una gran humareda que de hacia Gorostiza se alzaba, le hizo temer un nuevo contratiempo.

En efecto, el molino y las Casas de Gorostiza eran montón de escombros y de fuego y hasta habí­a sido talado el bosque de frutales, que ya entonces ocupaba parte de la llanura que hoy es en su totalidad fructí­fera Vega.

Mientras gamboinos y oñacinos se corrí­an hacia la llanura de Landáburu para emprender allí­ la lucha a que se habí­an retado, algunos peones de los primeros, por orden de sus caudillos, se habí­an encaminado a Gorostiza y habí­an entregado al fuego los edificios y árboles frutales para vengar los auxilios de mantenimientos que los gamboinos suponí­an haber sacado de allí­ los oñacinos, mientras éstos permanecí­an en las estribaciones del Argalario.

El mancebo siguió adelante cada vez con más dificultad. Esta se aumentaba al pasar por Gorostiza con el calor de los edificios incendiados y el espectáculo de desolación que ofrecí­a aquel barrio.

Ansiaba llegar a Igúliz para calmar la sed que le abrasaba, pero al llegar se encontró con que la fuentecilla habí­a dejado de manar, experimentando una de las intermitencias que la singularizaban.

Faltábanle sólo algunos centenares de pasos para llegar a Aranguren. Al subir una cuestecilla en cuyo término el camino daba una revuelta y desaparecí­a cerca de la torre de Martí­n Sánchez, volvió la faz y vio a los peones gamboinos que continuaban sin duda en su persecución.

La mayor de sus dichas hubiera sido entonces poseer una lanza o una espada para esperarles allí­ y terminar su vida peleando con ellos, pero careciendo de esta dicha, siguió aquella ví­a dolorosa algunos pasos más y al fin cayó al suelo falto de toda fuerza y de toda esperanza.

IV

Aquel mancebo era Fernando de Achúriaga, que habí­a esperado encontrar su salvación tomando la ví­a de Mendi­erreca para ascender por allí­ a las cumbres de Urállaga y descender a su solar de Galdames, atajo de que aún hoy dí­a se valen los galdameses que tornan de Bilbao para ahorrar gran trecho de camino.

Fernando de Achúriaga era el mayor de los tres mancebos de aquella fuerte y noble casa, cuyos señores se singularizaron por más de un siglo entre los más valerosos y encarnizados banderizos de oñaz, y precisamente era uno de los primeros que aquella mañana habí­an descendido de las estribaciones del Argalario a retar a los gamboinos.

En el instante en que exhalando un débil grito de dolor y de desesperación caí­a al sucio, una hermosa doncella salí­a del oratorio donde habí­a pasado gran parte de la mañana orando por los que peleando como caines, sucumbí­an en la llanura de donde el siniestro rumor de la pelea llegaba hasta Aranguren.

Apresurose la doncella a pedir auxilio a los servidores de su casa, que era la torre inmediata, y con ayuda de ellos condujo al mancebo a la torre.

En aquellos tiempos en Vizcaya era empí­rico el arte de curar, que sólo se adquirí­a con la observación y la práctica y ejercí­an por afición o caridad algunos y por logrerí­a otros.

Entre los criados de Martí­n Sánchez de Aranguren se contaba un buen anciano que pertenecí­a al número de los primeros, y en toda la Encartación gozaba fama de habilí­simo en aquel arte. Así­ Martí­n, como su hija Marina, tení­an la mayor complacencia en que Peruchón de Carranza, con cuyo nombre era conocido aquél su servidor, se ocupase sólo en la cura de los dolientes que requiriesen su auxilio, ora fuesen éstos criados o parientes de la casa, ora fuesen extraños a ella.

Por ventura del caballero de Achúriaga, al ser conducido a la torre por Marina, que no era otra la compasiva y hermosa doncella que tan a tiempo para reparar en el mancebo y acudir en su auxilio habí­a salido del oratorio, se hallaba a la sazón el anciano servidor en la colina de Olarte acopiando salutí­feras hierbas vulnerarias que él sólo conocí­a.

Buscósele apresuradamente, y asistido de su señora y una buena dueña a quien ésta amaba como a su madre, pues con ella habí­a hecho veces de tal desde que le faltó la suya prestó tan celoso y eficaz auxilio al herido, que muy pronto recobró éste el conocimiento y pudo ser conducido a un excelente lecho, restañadas y vendadas sus heridas y con todas las probabilidades humanamente posibles de que habí­a de sanar de ellas.

Apenas era terminada aquella operación, la voz de ¡Ah de la torre!» se oyó bajo los nogales fronteros a ésta.

Asomose el mismo Peruchón de Carranza al corredor exterior y vio que los que demandaban eran peones gamboinos, no dudando que fuesen los mismos que el caballero de Achúriaga, no bien recobró conocimiento y habla, habí­a dicho ir en su seguimiento.

Grande fue el terror que se apoderó de Marina y sus servidores cuando; saliendo también al corredor, vieron a los peones, pero no tardaron en tranquilizarse, pues interrogados por el anciano, le respondieron;

– El señor Fortún Sánchez de Salcedo nos enví­a a saludar a su deudo el señor Martí­n Sánchez de Aranguren, y a rogarle con mucho afincamiento que le plazca enviaras sin demora a prestar caritativa ayuda a muchos de su bando que yacen malheridos en el campo dc la lucha.

– Así­ haré al punto sin esperar licencia de mi amo y señor que está ausente y tiénemela dada para tales casos y curare de gamboinos como de oñacinos, porque para mis señores y para mi no hay bando que deba ser preferido, y menos cuando se trata de hombres dolientes y desafortunados.

– Bien hacéis vos y vuestros señores en pensar así­, pero hoy gamboinos sólo curaréis, que de curar oñacinos heridos se han encargado las lanzas y las ballestas de los dueños del campo.

El anciano hizo un signo de dolor y compasión al oí­r esto último, y al notarlo, añadieron los gamboinos.

-Cierto que es de lamentar tamaño ensañamiento, pero culpa no pequeña de ello tienen los caballeros de Achúriaga a quienes Dios maldiga, porque ellos provocaron esta mañana la lid bajando del Argalario a retar sañudos y procaces a los gamboinos.

Peruchón de Carranza, después de instruir a su señora de los cuidados que convení­a prestar al herido durante su ausencia, cabalgó inmediatamente en una muí­a de gran andar, provisto de cuanto necesitaba para ejercer su bienhechor arte, y partió valle abajo adelantándose pronto largo trecho a los peones gamboinos que tornaron por la misma ví­a después de refrigerarse con un jarro de sidra que la hermosa y amada doncella de Aranguren hizo bajarles al nocedal.

Pocas horas después regresaba a su casa Martí­n Sánchez de Aranguren que habí­a pasado el resto del dí­a en las laderas del Cuadro o Laurea, como entonces se llamaba aquella montaña, dirigiendo el trabajo de gran número de braceros que ocupaba allí­ roturando y cercando gran extensión de terreno destinado a la siembra de trigo en el otoño inmediato.

Entonces apenas era conocido en Vizcaya el cultivo del más precioso de los cereales que se traí­a de Castilla y tení­a aquí­ poco consumo. La cebada, el centeno, la avena y el mijo, que se designaba con el nombre de borona, eran casi los únicos cereales que aquí­ se consumí­an, y aun estos se suplí­an en gran parte con la castaña que se cosechaba en gran abundancia y hasta se exportaba a reinos extraños.

El ganador de Aranguren era casi el primero que en Vizcaya habí­a cultivado el trigo, haciendo grandes roturas en los montes. Como entonces éstos estaban ví­rgenes de todo cultivo y de todo despojo de sus sustancias vegetales, las cosechas que obtení­a eran copiosí­simas y con ellas habí­a conseguido aumentar en gran manera la riqueza de su casa y estimular la imitación de otros como él aficionados a las pací­ficas fatigas agrarias y no a las sangrientas y ruinosas lides de banderí­a

Marina lo esperaba con inquietud. Sabí­a que el corazón de su padre era magnánimo para con todos, pero sabí­a también que acaso eran los solariegos de Achúriaga los únicos hombres a quienes no alcanzaba esta magnanimidad por los instintos belicosos de aquellos mancebos que contribuí­an no poco a las guerras de bando que desolaban a la noble y hermosa Encartación, y temí­a que reprobase el hospedaje y los piadosos auxilios que en su casa habí­a encontrado el más belicoso e implacable de los tres hermanos.

Cuando Marina vio asomar a su padre por la arboleda, que mediaba entre la torre y la ferrerí­a y el molino de su propiedad, que subsistí­an aún algunos centenares de pasos más arriba de donde existió la torre, se apresuró a salir a su encuentro.

Abrazó Martí­n con la dulce emoción de siempre a la hermosa, a la buena, a la santa doncella en quien cifraba en lo humano el mayor de sus amores y Marina, con inquietud y timidez que le sobresaltaron algún tanto, le dio cuenta circunstanciada de la novedad que ocurrí­a en la torre.

Por única contestación Martí­n volvió a estrecharla en sus brazos diciéndole:

– Hija mí­a, lo que has hecho es digno de ti y de mí­.

Y ambos penetraron en la torre adonde poco antes habí­a regresado el buen Peruchón, quedando muy satisfecho del estado en que encontró al herido.

V

Terminaba el otoño y aún permanecí­a en la torre de Aranguren el caballero de Achúriaga a pesar de hallarse ya completamente restablecido dc sus heridas. Nadie sino su familia y los moradores de la torre tení­a noticia de su permanencia allí­, que Martí­n Sánchez cuidó no se divulgase para evitar que se dudara de la neutralidad de su casa en las guerras de banderí­a.

En la Encartación nadie dudaba que Fernando de Achúriaga habí­a muerto en la sangrienta lid de Baracaldo y aún no faltaba quien asegurase haberle reconocido entre los centenares de muertos que fueron sepultados al siguiente dí­a de la lid en una gran fosa que para ello se abrió cabe la iglesia de San Vicente. De esta misma convicción aparentábase participar en el solar de Achúriaga, pues el escudo de armas de aquella noble casa estaba velado con paños negros.

Trato con cualquiera otro de los banderizos no hubiera hecho sospechoso de parcialidad al ganador de Aranguren, pero cl trato con los de Achúriaga era muy ocasionado a esta sospecha por la implacable saña que a aquellos mancebos singularizaba entre todos los de la parcialidad oñacina.

Si hubiera sido conocida del malicioso vulgo la larga y en parte voluntaria permanencia del mancebo en Aranguren, no hubiese faltado quien sospechase y aun murmurase, no de la virtud de Marina, a quien todos tení­an por impecable, sino del sentimiento que retení­a allí­ tan largo tiempo al de Achúriaga, tanto más cuanto éste tení­a en la Encartación fama de enamoradizo.

Si el de Achúriaga hubiese sido tan codicioso de hacienda como de triunfos belicosos y amorosos, ocasión hubiera tenido en la torre de Aranguren de envidiar a os señores de aquella casa, que en lo abastada de positiva riqueza contrastaba con la suya, no obstante ser ésta una de las más ricas de la Encartación hasta que sus señores dieron en curar más de banderí­as que de su hacienda

Frutos de toda especie henchí­an la torre de Aranguren y los edificios adyacentes a ella. La miel y la cera de centenares de colmenas colocadas en múltiples y dilatadas hileras resguardadas de los frí­os vientos del Norte y del Noroeste en los soleados declives que dominaban a la planicie de Olarte; espacioso granero lleno hasta el techo de rico trigo, copia abundantí­sima de castaña, nuez, manzana y otros frutos: bodega enriquecida con un centenar de cubas de vino y sidra; lonja atestada de hierro labrado en las cuatro ferrerí­as que los señores de la torre poseí­an en Mendi-erreca y alimentaban con la vena dcl Cuadro y el carbón de sus robledales y bortales de las vertientes del hondo y estrecho valle, corral y cobertizos donde se albergaban centenares de aves domésticas y una docena de cerdos engordados con la bellota de los llanos de Uraga y la manzana de Sagastieta; gortes donde toda clase de ganado mayor y menor enriquecí­a a sus dueños en diversos conceptos, entre ellos el de la producción de abundante leche que en gran parte se convertí­a en quesos inteligentemente elaborados en oficina dedicada exprofeso a ello; tal era, incompletamente mencionado, el fruto que los señores de Aranguren obtení­an de su amor a la industria pací­fica y fecunda y su aversión a las banderí­as turbulentas, esterilizadoras y crueles.

Hací­a tiempo que el caballero de Achúriaga habí­a manifestado su propósito de poner término inmediato a la hospitalidad que habí­a encontrado en Aranguren, trasladándose a su solar de Galdames; pero este término se iba aplazando de un dí­a a otro, dando ocasión a ello, más que la falta de firmeza de su decisión, el pesar que así­ Martí­n Sánchez como su hija mostraban de que dejase de sentarse a su hogar y su mesa.

No era el señor de Aranguren muy diestro en leer en el fondo de los corazones, porque como él llevaba siempre, como suele decirse, el. suyo en la mano, creí­a que a todos cuantos le rodeaban les sucedí­a lo mismo, y nunca se habí­a ejercitado en adiestrarse en lecturas tan hondas. Sin embargo de esto, habí­a creí­do observar en el mancebo y más que en éste en su hija, pesar más grande que el que él sentí­a cuantas veces vení­a a su mente la ausencia del caballero de Achúriaga.

Al fin una mañana, en ocasión de haber bajado Marina a orar en el oratorio y de prepararse Martí­n a ausentarse de la torre para atender al granjeo de sus ferrerí­as que se preparaban a la labranza con la proximidad del invierno, única estación en que el caudal de agua de Mendi-erreca les permití­a labrar, el de Achúriaga le indicó con emoción inusitada en él, que deseaba decirle algo que interesaba grandemente a uno y otro.

Ambos caballeros se encerraron en una estancia propia para platicar reservadamente.

– Señor Martí­n Sánchez -dijo el de Achúriaga con humilde y balbuciente tono que denunciaba su inquietud interior-, desde que me cobija vuestro honrado techo han ido naciendo en mí­ sentimientos y ambiciones que eran para mí­ desconocidos, y a veces, como en esta ocasión, sacan lágrimas a mis ojos como si mis ojos fueran tos de débil mujer o mancebo afeminado y no como yo, viril y avezado a no conmoverse ni aun ante el estrago y la sangre de que llegué cubierto a vuestra noble casa.

Y al hablar así­ el de Achúriaga, ciertamente se arrasaban en lágrimas sus ojos.

El de Aranguren, también conmovido, le estrechó la mano diciéndole:

– Huélgome mucho de oí­r y ver eso en uno de los solariegos de Achúriaga que pasan y han pasado siempre por extraños a tales sentimientos. Mostradme vuestro corazón con la confianza que deben inspiraros mis años y el amor en que se ha ido trocando, desde que llegasteis a mi casa, si no el odio, porque yo nunca he llegado a odiar a nadie, la repulsión que me inspiraban las aficiones guerreras que parecí­an vinculadas en los de vuestro linaje.

– Pues, señor, os juro por mi honra que tales aficiones han muerto en mí­.

– Plegue a Dios, amigo mí­o, que no resuciten, y estad cierto de que para mí­ y los mí­os fuera gran dicha contribuir en todo, ya que hemos contribuido en parte, a trocar la vida que vos y los vuestros traéis por la que traemos nosotros.

– Señor, contribuir podéis en todo.

– Decidme cómo.

– Trocando el nombre de amigo que hoy me dais por el nombre de hijo.

– Eso es imposible -respondió Martí­n con tono decisivo, después de meditar y vacilar un momento.

– Señor… -murmuró el mancebo con tanta dificultad y tanto dolor como si un puñal, clavándose en su pecho, hubiese detenido su voz en la garganta.

– No me preguntéis -continué Martí­n- por qué razón me niego a daros el nombre de hijo, aunque esta negativa acaso sea para mí­ más dolorosa que para vos, que yo me apresuro a explicároslo. Los solariegos de Achúriaga por más nobles que sean, son la personificación de la guerra y la desolación, y los solariegos de Aranguren son la personificación de la paz y el trabajo fecundo. Paréceme que hasta los huesos de mis antepasados que duermen bajo las santas bóvedas de San Vicente se levantarí­an revestidos de carne mortal para maldecirme si yo rompiese la bendecida tradición de nuestra honrada casa, dando por sucesores en ella a los del linaje de Achúriaga, que tarde o temprano asestarí­an el hacha al sí­mbolo de paz que sombrea nuestro escudo.

El mancebo, que habí­a escuchado estas palabras con terror parecido al de quien escucha su sentencia de muerte, quiso replicar o más bien hacer humildes observaciones al de Aranguren pero éste le interrumpió, continuando:

– Tan firme es esta decisión mí­a, que quisiera os aborreciese mi hija cuanto yo os amo para que me ayudara a perseverar en ella.

– Señor, lejos de aborrecerme vuestra hermosa y santamente buena y pura hija, hame dado los testimonios que puede dar un ángel de que su corazón corresponde a los sentimientos del mí­o.

Al oí­r esto, Martí­n se estremeció de espanto, inclinó la frente, quedó silencioso por algunos instantes como entregado a dolorosí­sima reflexión, y levantándola al fin con los ojos arrasados en lágrimas exclamó con tono enérgico y supremamente decisivo:

– Mancebo, mi honrado techo no puede cobijaros ni un dí­a más.

Poco después el caballero de Achúriaga abandonaba la torre de Aranguren, no saliendo de ella por la puerta principal para seguir calzada arriba; sino saliendo por la zaguera para tomar la colina de Olarte y buscar desde allí­ el camino de Galdames, a fin de disimular su procedencia de casa de Martí­n Sánchez.

Cuando Marina dejó el oratorio y subió a la torre, su padre le manifestó lo que habí­a pasado entre él y el caballero de Achúriaga, lo que era tanto como manifestarle las razones que éste habí­a tenido para ausentarse sin despedirse de ella.

– Padre y señor -dijo la doncella por única observación, besando la mano de su padre-, lo que habéis hecho es digno de vos y de mí­.

Pero no bien su padre se alejó de la torre, Marina se encerró  en  su  cámara  y  allí­  rompió  a  llorar silenciosamente, mas con hondo desconsuelo.

VI

Para comprender la resignación con que la bija de Martí­n Sánchez de Aranguren oyó de boca de su padre lo que podí­a considerarse como sentencia de muerte de la Infeliz y hermosa doncella, es necesario saber lo que era la familia en el siglo XV de nuestra era: en la familia no habí­a entonces más que una voluntad, que era la del esposo o el padre, que ajustaba la suya a la tradición de la familia.

Tanto respetaba Marina esta tradición, que de ser libre su voluntad, hubiera vacilado mucho en unirse con uno de los belicosos solariegos de Achúriaga, temerosa como su padre, de que sus predecesores se alzasen de las fosas de San Vicente para maldecir la unión que hubiese llevado al tálamo de Aranguren a uno de aquellos a quienes vedaba aspirar a él el santo sí­mbolo de paz que sombreaba el escudo de armas del solar más honrado de Mendi-erreca.

Pero ¡ay! aun en aquellos tiempos en que las mujeres, y sobre todo las hijas, tení­an a toda hora hasta en el hogar doméstico el nombre de señor en tos labios, la razón y la voluntad solí­an ser esclavas del corazón.

Sólo habí­an pasado algunos meses desde que el mancebo de Achúriaga habí­a regresado a su solar de Caldames, y si aquel mancebo hubiese tornado por el dc Aranguren, con dificultad hubiera conocido a la hermosa doncella de quien allí­ tan solí­citos cuidados habí­a recibido: tal  era  el  desmejoramiento  que  Marina  habí­a experimentado en tan corto tiempo.

EI buen Peruchón de Carranza se acercó un dí­a a su amo y le dijo con discreción suficiente para que nadie pudiese oí­r sus palabras:

– Señor, el estudio de las dolencias humanas me ha enseñado una cosa muy triste.

– ¿Cuál, buen Peruchón?

– La de que cuando menos la mitad de las dolencias que aquejan a las mujeres tienen su origen y causa en cl alma.

– ¿Qué quieres decirme con eso, Peruchón? -preguntó Martí­n al honrado anciano, cuyos ojos rebosaban lágrimas, a pesar de que solí­a vanagloriarse de que nunca las habí­a derramado en el ejercicio del arte a que se dedicaba.

– Quiero deciros, señor respondió el viejo con voy entrecortada por los sollozos-, que reniego de toda mi experiencia y de todo mi saber, puesto que no alcanzan a dar salud a quien quisiera ver con ella, aunque se llevara el diablo a la humanidad entera, empezando por mí­.

Martí­n quiso ensayar una sonrisa al verla desesperación un tanto grotesca del viejo, pero no tuvo valor para ello y antes bien se sintió hondamente conmovido, sin duda adivinando quién ocupaba el fondo del pensamiento del empí­rico.

– Explí­cate, buen Peruchón, explí­cate -dijo Martí­n echando amorosamente su brazo al hombro del anciano. ¿Quién es el doliente que tanto te apena y desespera?

– ¡Quién ha de ser sino vuestra bija y mi señora Marina que se nos muere, señor, si vos no inquirí­s y remediáis la enfermedad que padece!

– ¿No has acertado tú cuál sea?

– En vano lo he intentado, porque sólo he conseguido sospechar que procede del alma.

– Pues bien, tranquilí­zate, Peru, que yo procuraré averiguar si tu sospecha es fundada, y entonces de consuno nos esforzaremos en devolver la salud a la enferma.

Aquel mismo dí­a, Martí­n, a solas con su hija, interrogó a ésta amorosamente, instándola a que le confiara la causa de su mal que, no obstante ser secreta para todos, para él, como para Peruchón de Carranza lo era incompletamente. Marina le confesó, en resumen, que se morí­a de amor por el mancebo de Achúriaga, por más que su voluntad y su razón luchasen contra aquel amor.

Martí­n agotó su elocuencia, que hasta tuvo por auxiliares algunas lágrimas que asomaron a sus ojos sin atreverse a descender a sus mejillas, para convencer a su hija de que amaba un imposible y como la doncella le escuchase sin contradecirle y aun le prometiese hacer el esfuerzo supremo para vencer la pasión que la dominaba, el bondadoso padre y buen caballero se separó dc la doncella confiado en que para curar el mal de ésta habí­a de bastar el remedio que acababa de aplicarle.

VII

Las ferrerí­as de Mendi~erreca, cerradas tristes y silenciosas durante ocho meses del año, en que les faltaba agua para labrar y sólo reinaba alguna animación en torno de ellas durante los de agosto y septiembre, en que se proveí­an de carbón sus carboneras y de vena su fragua, comenzaban. a hacer resonar su enorme mazo que se oí­a hasta la llanura de Baracaldo, a hacer rechinar sus barquines o fuelles y a despedir por su chimenea, en la oscuridad de la noche, alta columna de fuego dividida en millares de menudas y resplandecientes chispas.

La ferrerí­a de Aranguren sólo distaba, como he dicho, algunos centenares de pasos de la torre del mismo nombre, y en las largas veladas de invierno era muy frecuente que sus señores, inclusas las mujeres, fuesen a pasarlas en la ferrerí­a donde la estancia era grata con lo elevado de la temperatura y el animado espectáculo del trabajo de los alegres y viriles oIa-guizones u operarios.

Para comodidad de los ola-nagusias o señores de la ferrerí­a que iban a disfrutar de este solaz, habí­a en muchos de aquellos establecimientos fabriles una especie de tribuna alta que dominaba la fundición y el mazo y estaba provista de bancos. La mayor parte de las ferrerí­as del litoral cantábrico y particularmente las de las provincias vascongadas eran como dependencia inmediata y obligada de la casa solariega de sus dueños, que tení­an su principal elemento de subsistencia en su explotación y la del molino que acompañaba siempre a la ferrerí­a con su tejado blanco que contrastaba con el negro de su compañera. Orilla de un rí­o o riacbuelo un campo poblado de nogales y castaños, entreverados de algunos cerezos y otros árboles frutales; a un extremo del campo la ferrerí­a y el molino; cerca de estos edificios una casa con tí­midas pretensiones de palacio; a más o menos distancia, rí­o arriba, una presa de donde se derrumbaba ruidosamente el agua en forma de cascada, particularmente cuando no labraba la ferrerí­a; y entre el rí­o y el cauce que partí­a de la presa, señalando su comienzo la compuerta de madera coronada con dos maderos en forma de cruz que serví­an de asidero para levantarla y bajarla, un pedazo longitudinal dc tierra negra y fértil dedicado a huerta yen parte, aunque mí­nima, también a jardí­n, pues no faltaban allí­ algunos rosales y algunas matas de claveles, de espliego y de tomillo. Esto era lo que veí­a el que al descender de las montañas dirigí­a la vista al fondo del valle o la cañada oyendo mido de mazo de ferrerí­a o cuando menos de tolva de molino que unido al mido del agua de la presa le traí­a más o menos distinto y con más o menos intermitencias el viento que de hacia aquel lado soplaba.

Aunque hasta el siglo XVI no se generalizó el mecanismo conque llegaron hasta el presente las ferrerí­as, ya a principios del siglo anterior se habí­a adoptado en algunas, como la de Aranguren, cuyo señor se adelantaba en todo a la rutina de su tiempo; y lo que digo del mecanismo debe entenderse de los operarios, que eran un arotza o carpintero que al mismo tiempo que entendí­a en la maquinaria hidráulica, entendí­a en la dirección general del establecimiento fabril, de dos corzallac o fundidores que alternaban en el cuidado de la fundición, de un ijelia o tirador de barras y de un gatzarnalla o mozo martillador que tení­a por principal obligación la de desmenuzar y aprestar en cestos la vena que el fundidor iba echando a la fundición.

El mismo dí­a que Martí­n Sánchez tuvo con su hija la entrevista secreta en que creyó haber convencido a Marina de que debí­a dar a completo olvido al solariego de Achúriaga, se le presentó el arotza de su ferrerí­a de Aranguren diciéndole que tení­a completa la cuadrilla de ola-guizones y en la madrugada del dí­a siguiente comenzarí­a la labranza, anticipándola a la de todas las muchas ferrerí­as que existí­an desde Bengolea a Urcullu que eran los lí­mites extremos del valle.

En efecto, a la mañana siguiente despertó a los moradores de Mendi-erreca el ruido del mazo que siempre, al resonar por primera vez de temporada, llenaba de alborozo a todos los de aquella profunda extensa y amena cañada.

Aquella noche Martí­n invitó a su hija y a sus servidores predilectos, que eran la anciana que a Marina habí­a servido de madre y Peruchón de Carranza, a ir con él a pasar la velada en la ferrerí­a. Marina, que continuaba sumida en su profunda y habitual tristeza, rogó a su padre que la permitiera abstenerse de aquel solaz, pero al fin accedió a los deseos de Martí­n, que eran también los de los dos ancianos servidores.

Cuando llegaron a la ferrerí­a alumbrados con un susi o manojo de paja con que los acompañó un criado joven y se instalaron en el zabaya o tablado, los operarios acababan de sacar la zamarra o masa de hierro fundido que, dividido en cuatro trozos bajo el mazo de siete quintales, iba a ser por el ijelia reducida a largas y delgadas barras bajo el mismo mazo.

Los ola-guizones tení­an por único vestido una camisa de lienzo crudo que les cubrí­a por completo desde el cuello a los pies calzados con toscas sandalias y el negro tizne del carbón diluido con el constante y copioso sudor desfiguraba por entero su fisonomí­a.

Los operarios cantaban alegremente al compás de su faena y cuando vieron llegar a los señores guardaron silencio por respeto a los mismos, pero no tardaron en proseguir su canto.

De repente Marina se estremeció como si una corriente eléctrica hubiera chocado en ella. Era que el ijelia al empezar su faena, cantaba en lengua euskara, que entonces aún era la vulgar no sólo allí­ sino también dos leguas más al Oeste o sea hasta el valle que comprende a Galdames y Sopuerta

Por mucho que en el yunque

bata el mazo mayor.

mucho más en mí­ pecho bate mi corazón.

¡Ay corazón, que bates

con incesante afán,

y ni aun al batir tienes

la dicha de esperar!

 

Aquel estremecimiento alarmó a Martí­n y sus servidores; pero pronto se tranquilizaron uno y otros, oyendo decir a Marina que el canto del ijelia la habí­a estremecido, no de dolor, sino de placer, cuya causa no acertaba a explicarse, y viéndola pasar las veladas en que repetidas veces se repitieron los cantos, incluso el del ijelia, con bienestar y alegrí­a que hací­a tiempo habí­an desaparecido de la doncella.

VIII

El ola~nagusia, su hija y sus servidores predilectos continuaban pasando las veladas en la zabaya y Marina iba recobrando maravillosamente la salud y la alegrí­a, merced indudablemente, según la autorizada opinión de Peruchón de Carranza, a aquella diaria distracción y a la influencia, según él mismo, muy poderosa en las doncellas, de los efluvios férricos que allí­ recibí­a.

Una mañana se presentó el arotza a Martí­n dándole cuenta de que el ijeIia habí­a desaparecido de la ferrerí­a la noche anterior, apenas sacada la zamarra, y añadiendo que se veí­a en la necesidad de buscar quien le sustituyera cosa que sentí­a mucho, pues el ijelia era buen oficial y en lenguaje y trato más parecí­a nacido para caballero que para ola-guizon.

– Si sabéis de dónde es o a dónde ha ido -le replicó Martí­n- dadle espera y avisadle la que le deis.

– Eso, señor, es imposible -contestó el arrotza- llegose por la ferrerí­a un anochecer, cuando se preparaba la labranza, ofreciose a desempeñar la plaza de ijelia, única que quedaba vacante, dí­sela, porque me pareció honrado y vigoroso mancebo, y ni él ha dicho de dónde era ni yo ni nadie se lo ha preguntado, porque a decir verdad, señor, nos inspiraba a todos respeto más de amo que de compañero, y viéndole naturalmente poco comunicativo, no osamos importunarle con preguntas que si por acaso alguno le hací­a, contestaba a medias y con disgusto si bien  con cortesí­a impropia de nuestra condición.

Martí­n despidió al arotza autorizándole para que reemplazase al ijelia si éste no tornaba en todo aquel dí­a, y en seguida, asaltado por súbita sospecha, encerrose a solas con su hija y se la comunicó. Su sospecha era la de que el ijelia no fuese otro que el mancebo de Achúriaga. Marina, de cuya sinceridad no dudaba ni habí­a dudado nunca, le confesó que desde la primera noche que asistió a la zabaya y oyó el canto del ijelia concibió la misma sospecha que pronto se habí­a convertido en ella en í­ntima certidumbre, por más que su razón rechazase la idea de que mancebo como el de Achúriaga pudiera amarla hasta el extremo de aceptar aquel sacrificio sin más esperanza de recompensa, que la de verla sin hablarla.

A este punto llegaba la confidencia de Martí­n y su bija cuando oyeron, calzada abajo, pasos de cabalgadura que cesaron al llegar a la torre, y un instante después Peruchon de Carranza se acercó a la puerta de la estancia anunciando a su señor que un caballero deseaba verle.

Martí­n se apresuró a bajar al encuentro del recién llegado, que esperaba en una cámara o recibimiento del piso bajo, y con gran sorpresa suya, se encontró con el mancebo de Achúriaga, que vestí­a el traje de caballero y ceñí­a espada.

Martí­n le abrazó con gran benevolencia, que al mancebo arrasó los ojos en lágrimas, y cerrando la puerta de la cámara le invitó a sentarse y se sentó a su lado.

La tradición vulgar de Mendi-erreca que siglo tras siglo viene conservando y puntualizando esta sencilla pero ejemplar historia hasta el punto de decir que a pesar de que las cristalinas y delgadas aguas del torrente de Urallaga que corrí­an al pie de la torre de Achúriaga, y de las que el mancebo habí­a  hecho porfiado uso, son maravillosas para quitar manchas de carbón y vena, Martí­n adquirió completa certidumbre de que el ijelia y el mancebo eran uno mismo al reparar en manos y faz del mancebo. La tradición de Mendi-erreca no puntualiza las primeras explicaciones que mediaron entre Fernando de Achúriaga y Martí­n Sánchez de Aranguren.

Sólo dice la tradición que Martí­n Sánchez se estremeció de alegrí­a al pensar cuán profundamente amada era su hija, y de espanto al pensar cuán profundo dolor serí­a el de su hija al ver aquel amor sin recompensa.

– Señor -exclamó el mancebo-, si el único obstáculo que encontráis para darme el nombre de hijo, es la tradición belicosa de mi linaje, yo puedo hacer desaparecer ese obstáculo, y os aseguro que no me costará trabajo alguno el hacerle desaparecer; porque el espectáculo de paz, de abundancia y de amor que me ha ofrecido vuestra noble casa me ha hecho mirar con horror la tradición belicosa de la mí­a. Dispuesto estoy a romper para siempre esa tradición.

– ¿Como la romperéis?

– Jurándooslo solemnemente sobre la cruz de mi espada de caballero.

– No acepto tal juramento sobre tal cruz que está manchada de sangre fratricida -contestó Martí­n Sánchez-. Sobre otra cruz más santa que la de la espada le habéis de prestar si queréis que mi hija y yo le aceptemos y yo os dé el nombre de hijo, y seáis digno sucesor mí­o en el honrado solar de Aranguren cuyo escudo sombrea el santo sí­mbolo de la paz.

– Señaladme la cruz que más os plazca.

– Pues venid conmigo y jurad sobre ella.

Así­ diciendo, Martí­n Sánchez salió de la torre con el mancebo y ambos se encaminaron ribera arriba.

Al llegar a la ferrerí­a, entraron en la huerta y siguiendo la dirección del cauce llegaron a la presa y se detuvieron ante la compuerta donde Martí­n se descubrió la cabeza imitándole en esto el mancebo.

– Sobre esa cruz -dijo Martí­n señalando la tosca formada por dos maderos para servir de asidero a la compuerta-sobre esa cruz que es doblemente santa, porque si es sí­mbolo de la religión de Nuestro Señor Jesucristo, también lo es del trabajo pací­fico fecundo y santo, sobre esa cruz me habéis de jurar que renunciáis para siempre la tradición belicosa e impí­a de vuestra casa y linaje y aceptáis la pací­fica y gloriosa de la casa y linaje de Aranguren. EI mancebo se arrodilló al pie de la compuerta y poniendo su diestra mano sobre la tosca cruz, pronunció con solemne y enérgica voz el juramento que Martí­n Sánchez dc Aranguren le exigí­a.

Y hecho esto, arrancó de su cinto la espada, hí­zola dos pedazos apoyándola en su rodilla, arrojolos a la presa y ambos caballeros tornaron ribera abajo hacia la torre.

Las tradiciones de Mendi-erreca han conservado por largo tiempo el recuerdo de las bodas dc la doncella de Aranguren y del mancebo de Achúriaga; pues un viejo llamado Juan de Sasí­a, que hace cosa de veinte años murió de más de noventa en Euscauriza, que es como si dijéramos la capital de Mendi-erreca, me contó que cuando él era muchacho todaví­a se decí­a allí­ para ponderar la esplendidez de las bodas: «Han sido las bodas de Aranguren».

Escrito por Antonio de Trueba

1 comentario

  1. jose luis gandoy

    Este escrito es muy interesante y ameno de leer,lugares y nombres son familiares un acierto esta pajina

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