San Vicente y Mingolia (Perfiles Baracaldeses)
SAN VICENTE
Desde el campanario de la torre parroquial de San Vicente colúmbrase toda la periferia baracaldesa, pero han de buscarse otros puntos afines para mejor distinguir los detalles un tanto difuminados desde este alto dispuesto para gozar en éxtasis mirando al cielo lapislázuli. Así, desde Arteaga, Larrasolo y Lequerica, disfrútase de la panorámica de Ansio-la más dilatada vega de Baracaldo y una de las más extensas e importantes del Señorío-, rematada al fondo por el panzudo Argalario -el vigía baracaldés de la cordillera de Triano-, flanqueado de pinos y moteada por las alegres caserías montesinas de Sobrencampa, Susúniga, Aguirre y Burzaco. Domínase la vega de Ibárreta, la patriarcal aldea de Zuazo, todo el estuario del Galindo de aguas amarillentas, la marisma del juncal, en jurisdicción de San Salvador del Valle, y la vega sestaotarra de Beurco.
Situados en Arteaga-goico alcanzamos con la mano las heredades verdes y ocres de Lurquísiga y Landaburu, la gibosa colina de Róntegui y los rojos tejados de El Desierto, junto a la ría, el tinglado abigarrado de la fábrica de Altos Hornos de Vizcaya, y luego Luchana, donde desagua el Cadagua, que baja por .Zubileta y Burceña como una línea de plata y forma con el Nervión la puntiaguda península de Zorroza. Vemos desde aquí las feraces veguillas de Bitoricha, Lecúbarri, Ibarre, Serralta y Sacona, condenadas a desaparecer como tantos otros terrenos agrícolas de nuestro pueblo para dar paso a las nuevas industrias; los cerros de Llano y Andicollano; las campadas de Balejo, Azula, Sarasti y Labróstegui; oteamos el collado de Basacho y las altitudes de Oscariz y de Sasiburu, plataforma esta de Arróleza; el montañoso calizal de Peñas Blancas, luego la muela de Apuco, más lejos, al final de esta crestería, divísase el Ereza coronado por ingrávida gasa de niebla.
Tuvieron pues acierto, hace setecientos años, los fundadores de la iglesia de San Vicente, don Sancho López de Baracaldo, don López Gonzalo de Zorroza y don Galindo de Retuerto al situar el templo parroquial en la bella planicie de este cerro privilegiado, dominador de todo el espléndido escenario del ruedo baracaldés.
Aquí, en la vieja capitalidad baracaldesa, de noble tradición labradora, junto a los sólidos muros de la parroquia, reuníanse antaño los sesudos regidores de la Anteigles para celebrar sus juntas o batzarres. La acción demoledora de los tiempos pulverizó sus cuerpos en el anejo Campo-Santo, donde hoy los mozalbetes juegan al fútbol hollando las sagradas cenizas de sus antepasados. ¡Lástima que este lugar no esté cubierto de flores, flores que emanen el rancioso aroma de aquellos austeros varones!
El incremento constante de la población hizo necesaria una nueva necrópolis. Ahí está en Baibé, la silente ciudad de los muertos, tapiada por aítos muros, quejumbrosos los altos cipreses de fúnebre simbolismo. Ahí está, en Baibé. Nos espera a los que vivimos custodiando a los que murieron.
San Vicente tiene aspecto señoril, con sus casas-palacios de encristaladas galerías por las que se filtran los rayos de sol, y los amenos jardines que las rodean. En el pórtico de la parroquia, un sacerdote, leyendo su breviario, pasea con paso silencioso, por las losas centenarias. Chiquillos juguetones corretean por la plaza como bandadas de gorriones. Sentados en un banco toman el sol, en grupito, varios ancianos que sonríen -con la apagada sonrisa de los ancianos- por las gracias y donaires que brotan espontáneas de la boca del más viejo de todos ellos, el octogenario Ramonchín de Gabasa, baracaldés de pura cepa.
Ramonchín es hombre de «trago y cigarro». Tiene la cara surcada por los arañazos de arrugas, la cabeza cenizosa cubierta por amplia boina muy bien colocada, la nariz grandísima y la «nuez» tan prominente qué le sale al nivel de la grandísima nariz. Menudo y enjuto, va enfundado en la corta blusa de color cuadriculado, limpísima siempre, así el remendado pantalón y la camisa blanca que lleva desabrochada por el cuello. Ya le conocéis a Ramonchín. A Ramonchín todo el mundo le conoce en Baracaldo, donde se le respeta como a un símbolo que es de la más rancia solera. Aún tiene humor para obsequiar a las muchachas con camelias rojas y blancas, flores deslumbrantes de que se apropia en el Asilo. No falta a los «entierros». Cuando está un punto «alumbrado» saca la voz, recia todavía y canta jotas baracaldesas, de sesgo inconfunible, con brío juvenil. Se le oye conversar llevando siempre la voz cantante. Retiene con memoria prodigiosa las efemérides sobresalientes de su época y cuenta sus propios sucesos, siempre estupendos y exagerados, con frases imposibles de trasladar al papel, pero expresivas por los nerviosos ademanes que las acompañan.
Hoy Ramonchín refiere a sus amigos los episodios de una vieja «fiesta», las «carreras de gatos» consuetudinarias hasta hace setenta años en que desaparecieron y de las eran protagonistas los endiablados chavales de San Vicente.
Veamos cómo era esta «fiesta»:
En la mañana del día de San José ocupábanse los chicos en perseguir y dar caza a todos los gatos del barrio y lugares vecinos. El felino doméstico, el sentimental micifuz, permanecía en el secuestro toda la mañana prodigando sus miaus más elegíacos. Por la tarde los trasladaban al juncal, donde se celebraba entonces, como hogaño, la típica romería. Llevaban, asimismo, los más groseros instrumentos: pucheros desportillados, escobas decrépitas, «latas enroñecidas» que eran atados fuertemente con bramantes a los rabos de los infelices animalejos. A una señal convenida, daban suelta a los bichos propinándoles sendas patadas. Y aquellos forajidos gozaban del bárbaro y pavoroso espectáculo con carcajadas estrepitosas.
Hasta doscientos gatos, con los ojos fulgurantes y espantados, los bigotes erizados, dando saltos prodigiosos a través de los caños, junqueras y cañaverales que separan el juncal de San Vicente, produciendo en la loca huida una infernal algarabía de maullidos desgarradores y raros estrépitos de los originales remolques… ¡Bárbaro y pavoroso espectáculo!
No paraba aquí la cosa. Infelices de aquellos gatos que no alcanzaban la deseada meta de su domicilio.. Aquella legión de demonios los perseguían y acorralaban de nuevo, y esta vez los que caían en sus manos eran rematados, despellejados y, ¡oh manes de Pantagruel!, se los comían. Que no siempre eran de cordero las cenas de San José en algunos hogares de San Vicente.
Ramonchín añoraba aquellos tiempos que él, con moceriles ínfulas, estaba dispuesto a resucitar. Al terminar su narración brillábanle los ratoneros ojillos y alejóse con un guiño malicioso. Y los ancianos, que toman el sol sentados en un banco de la plaza de San Vicente, se sonríen, con la apagada soneisa de, los ancianos.
¡Tdnnn, tdnnn, tdnnn…! Las ocho en la «catedral» sanvicentina. Y también nosotros nos alejamos, temerosos que la noche nos alcance antes de llegar a Arteaga. Hoy es viernes, y junto al depósito de aguas celebran sus aquelarres duendes, brujas y fantasmas a la luz fosfórica de mil ojos gatunos clamando venganza.
Nos persiguen las sombras de los gemebundos cipreses de Baibé. Nos alucinan los miaus desgarradores de los felinos secuestrados.
Es viernes. .
Por fin, pasamos Arteaga.
DE MINGOLIA P’ARRIBA
Al descorrerse el negro telón de la noche impenetrable, nos despierta el sonoro clarín del gallo trompetero. Alborada fresca del mes de mayo. Una tenue neblina apenas impide percibir los contornos de los próximos collados de Guliendo, Espinóbeta, Cadorco y Garamílloba.
Ansio. Galsúa. Retuerto.
La fuente de Amézaga.
Ya ha limpiado totalmente el nuevo día y despuntan tibios los primeros rayos del astro rey. Rezuma el praderío las líquidas perlas de rocío y los madrugadores pajarillos saludan alegres a la aurora con sus mejores melodías. Todo, todo es armónico y apacible en esta diana primaveral, como si Dios reservara los mejores instantes de gozo a quienes muy de mañana se apresuran a loarle y pedir Su bendición.
Una vaca, pesada y silenciosa, viene hacia nosotros ocupando el centro de la carretera. Su abrigo de piel representa el mapa de otro mundo de tierras remotas y mares desconocidos. Es nuestro primer encuentro. Cuando esperábamos un cortés mugido de salutación deja caer a nuestra altura varias a modo de boinas verde-obscuras que, al estrellarse en el suelo, producen el clásico plaf de los objetos blandos.
Por las caprichosas cuevas y oquedades de aluvión asoman los muñones de los troncos y las descarnadas raíces de los árboles erguidos. Se ennegrece el río sinuoso con la sombra de los chopos, se cuela hasta Telleche, uno de los más primorosos rincones de Baracaldo- para reaparecer, doscientos metros más arriba, lamiendo la carcomida carretera.
Bajo los árboles corpulentos acampa una familia de gitanos. Dícese de la existencia de una carta geográfica, atribuida a Ptolomeo, en la que figuran trazadas las rutas que siguen estas tribus nómadas. Si esto es así no dejará de estar señalado en ella, con caracteres bien marcados, este soto de Bengolea, lugar de indefectible vivaqueo para las gentes trashumantes. Por el ventanillo de un carromato-habitación asoma la desgreñada cabeza una vieja gitana que nos ofrece decir la buenaventura. Varios costrosos caballejos y valetudinarios jumentos pacen los jugosos yerbajos de la campa; cuatro famélicos perros permanecen atados a los carros; objetos diversos del ajuar yacen esparcidos por el suelo. Parece jefe de esta tribu un faraónico cincuentón de pañuelo grasoso anudado por el cuello en el que destacan los enormes mostachos negros y la gran navaja cabritera con que parte en rodajas su desayuno, un gran trozo de pan moreno al que acompaña una sardina gallega. Un churumbel, enjuto y renegrido, berrea dentro del río, donde una gitanilla graciosa, de aceitosos cabellos procede a su ablución. Otro cañí intenta esquilar a un asno carcamal que acaso, ¡infeliz!, haya dormido la pasada noche en el confortable establo de un próximo caserío y por eso las prisas de este matutino camouflage. Asusta al pollino el brillo y el ruido de la tijera y ofrece resistencia a ser despojado de la rala pelambrera, su único abrigo, con la gualdrapa de saco, en los muchos inviernos de su existencia. Los cortadillos de azúcar y las zalameras y adulonas palabras de los gitanos no conquistan al desobediente animal, hasta que otras contundentes razones, una atroz lluvia de palos, déjanle mohíno y suave como un guante. ¡Pobre burro! Lejos del regazo de tu establo en el añejo caserí, ¿qué será de ti?; quizás la muerte te dé a alcance allá por los remotos confines de Estambul.
Llegamos a la presa. El agua se desborda produciendo en su caída alegría a la vista y grata música al oído. Delicioso paraje. La presa, con sus hilos de agua cascabeleros; el río espejeante, con su fondo de lisas lastras y de guijos gordezuelos; el rústico vado; la campiña, pintada de esmeralda…; este arcadiano lugar es una filigrana que plugo a la Naturaleza dotar a nuestro pueblo. Con razón es el sitio preferido por muchas familias de El Desierto para sus yantares campestres del estío.
Seguimos nuestro paseo por la cinta de la carretera. Ya vienen las lecheras, limpias como soles, con las relumbrantes cantimploras en las cestas de sus borricas; ya vienen, camino del mercado, los carros repletos de vendeja con sus aurigas las bizarras labradoras. Cestos llenos de lechugas, espárragos, puerros, cebolletas, habas verdes y berzas de primavera; cestillos con pavías y grandes pericachos llenos cerezas, los frutos más caracterizados, de renombre universal, del pensil baracaldés.
Gorostiza.
La feracísima vega de Gorostiza, regada por el Bengolea o Castaños -que de ambos modos se le denomina-, en plena lozanía, es una de las más llamativas de nuestro pueblo.
Un arroyo saltarín, que baja canturreando de la montaña, se une en Bustingorri al curso pintoresco del Castaños.
En las fragosas laderas de los montes, que se alzan a ambos lados del camino, las roturas.
¡Roturas baracaldesas cuajadas de múltiples cerezos, cargados de gruesas y carnosas perlas de púrpura y carmín!, decidnos, roturas baracaldesas, ¿sois acaso vosotras un resto del terrenal paraíso?, ¿sois acaso el discutido Edén!
Igulis
La popular fuente de Igulis. Un agí¼ista tempranero hojea una revista sentado en uno de los chatos poyos. Más arriba, Uraga, donde un mago baracaldés consiguió, en otros tiempos, someter a las sorguiñes y otros sañudos enemiguillos, introduciéndolos en un alfiletero. Y más arriba, en plena sierra, la Mirandilla, centinela del valle.
Irenguren
En su solar levántase hoy una casería de labranza, donde antiguamente radicaba la linajuda torre. También existió aquí una de las ferrerías que fueron cuna de las modernas factorías.
Extrañas apiladuras de huesos de cerezas a los bordes del camino…
Retosarta.
Mendierreca.
Detrás de una curva aparece El Regato acurrucado a la sombra de los castaños, de los pavíos y de los cerezos. Triscan las ovejas y corderos en !a pendiente. Estamos ante una estampa bíblica.
Dice una jota local:
Muy bonito es Castrejana
porque tiene cerca el monte
más bonito es El Regato
que además tiene a San Roque.
Sí, aquí, en el altar de la iglesia, está San Roque, con su cayado y su perrillo. Aquel santo provenzal, aquel mancebo de poderosa alcurnia que todo lo dejó para favorecer a los pobres, mira complacido desde e) cielo a esta humilde aldea baracaldesa que le proclama su patrón. ¡Que él la colme de venturas y a nosotros no nos olvide!
Varios arroyuelos murmuradores júntanse al padre río, y ya todos unidos saludan alegremente a la noble aldea con el cascabel de la corriente. Un frágil puentecillo surge de la misma portalada del caserío Mazorreca. Un sin fin de senderos amarillean por el monte; uno recto y empinado va derecho hacia Arnábal, pasando por Póceta y Mazcorta; otro, acaba en Trasquilocha; el de más allá, se dirige hacia Urtu, Loyola y Burzaco; aquel otro, culebrea en dirección a Tellitu, Salgueta y Saracho. Nosotros seguimos por la carretera hasta Subichu, donde muere, después de pasar Urcullu. Continuamos luego la excursión por el amplio camino carretil que conduce al Pantano.
El Pantano y aledaños.
Las flores acuáticas orlando las orillas, los peces multicolores que asoman boquiabiertos a la superficie, las aguas de la alta presa precipitándose en blanquísima cascada, el parque de amenas umbrías, la campa tapizada de yerba, los vecinos helechos, como verdes abanicos, movidos suavemente por la brisa, el ruiseñor que canta en la espesura, los barrancos escondidos que ignoran la existencia de la luz solar, los robles patriarcales, las sutiles florecillas silvestres, los brincos de bortos que nacen en las quiebras de las peñas, los ásperos cantiles que ascienden río arriba, los arrullantes regatos de linfa cristalina cantando sus fresquísimas sonatas, el intrincado y laberíntico boscaje,… la «selva» baracaldesa, la «yungla» del Bengolea.
¡Te saludamos, selva minúscula, selva de juguete, encantadora selva baracaldesa! ¡Te saludamos, jungla feliz donde el caimán se llama ligartesa y chindorrillo el marabú!
Te saludamos, rincón de la paz. Te saludamos, morada de los gnomos, de las hadas y del príncipe azul apresado en el palacio de cristal.
Te saludamos.
Por Ernesto Perea Vitorica
Tomado de La Gran Enciclopedia Vasca
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