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Retuerto e Iraúregui (Perfiles baracaldeses)

Retuerto e Iraúregui (Perfiles baracaldeses)

RETUERTO

Después de Bitur, ya en Arteagabeitia, la recta y bellí­sima avenida taja en dos a la ostentosa vega de Ansio que, a derecha e izquierda, hasta Retuerto, muestra al paseante las ubérrimas piezas de hortalizas en ringulera y los verdeantes pastizales salpicados del blanco y amarillo de las febles chiribitas y del rojo sanguí­neo de las amapolas.

Retuerto, orgulloso y altivo, del más rancio abolengo baracaldés, tiene regusto de vieja hidalguí­a. Sin embargo, los retuertanos a ul­tranza jamás os dirán que son baracaldeses; ellos son de Retuerto. Tan acendrado es el amor de los retuertanos a su rincón, que de uno de sus hijos tenemos oí­do un peregrino suceso.

Tuvo nuestro hombre un disgusto de familia en un arranque acibarado, decidió alejarse de los suyos. Y en un patache embarcó en Portugalete con rumbo a ultramar. Llegó tarde a despedirle un pariente suyo, que luego cantó,  con local vibración, aquella jota tan oí­da por los chacolí­es baracaldeses:

A Portugalete juí­

por verte, primo del alma,

no te vi más que el sombrero

y el barco que te llevaba.

Méjico.

Oyendo a los mejicanos su hablar aguachi­nanguado y ausentes de sus oí­dos las recortadas frases de Retuerto; lejos de su mirada el argentado rí­o que atraviesa su lugar; lejos su novilla; lejos el prado; lejos el caserí­o; lejos el verde maizal; lejos el monte Argalario; más lejos su Retuerto amado… y tan alejado el corazón, que el buen retuertano, triste, triste, nostálgico y evocador, enfermó tan grave­mente que la tremenda murria le llevó a las fronteras de la muerte. Hizo Dios el milagro que un luchanés trotamundos, linyera en las zampas, apache en Marsella y en Méjico intrépido gaucho, cayera a la sazón en aquel rancho remoto donde un compatriota morí­a. Infor­mado el luchanés del lugar de nacimiento del moribundo, percatose al instante de la clase de mal que a la tumba le llevaba y, así­, sin pérdida de tiempo, puso en práctica la medi­cina conveniente. Salió al campo y en sitio que el enfermo pudiera oí­rle bien, gritó esten­tóreo: ¡Bandadas de quiñas me c… la uva! ¡Viva Retuerto! Y cuentan que el buen retuer­tano, que ya en los estertores de la agoní­a se hallaba, brincó de su lecho como picado por un aguijón… pidiendo a su madre, a gritos, la escopeta. Y el redivivo retornó a Retuerto, su mí­stico amor.

Pero no se crea por el relato que en Re­tuerto campea el melindre. Contrariamente, la juventud de Retuerto, la unida juventud de Retuerto, se ha hecho siempre temer, y respetar en reyertas y colisiones por sus puños enérgicos. Gente alegre, de humor, de humor abundante, tiene cara la pelea dureza diaman­tina.

Para trasladarnos de Retuerto hasta Ugarte hemos preferido siempre el andurrial de Cá­riga a la anchurosa carretera general, atrave­sando las aldehuelas de fuerte sabor clásico ba­racaldés denominadas Las Carolinas, Luí­siga, Gaztí­sulo, Cáriga y Ugarte la Vieja. Ristras de ajos y rosarios de pimientos al socaire; cerdos adiposos y gruñones revolcándose en el lodo; hiedra y musgo abrigando !os de­crépitos muros del camino y accesos abruptos y escarpados que conducen al fragoso Arga­lario.

Y en Cáriga, ¡ah en Cáriga!, uno, diez, cin­cuenta; hemos contado hasta más de cien burros diseminados por heredades, caminos y praderas. Salvo en un ferial de asnos o en un zoco ma­rroquí­, no habrá, seguramente, en todo el mundo, un lugar donde se encuentren reunidos tantos animales de esta clase. Jamás hemos llegado a comprender el por qué de esta afición hacia los burros que sienten los jocundos vecinos de Cáriga, aborí­genes de la más pura estirpe baracaldesa. Vemos aquí­ al jumento abúlico de lacias greñas, allí­, a varios borriquillos persiguiéndose juguetones, dibujando graciosos esguinces; allá, al temible onagro de mirada retadora; más lejos, al anciano jumento de carga que estornuda y enseña los dientazos amarillentos como teclas de piano derrengado. Aquí­, allá y acullá, pollinos y más pollinos. Y también pollinas abultadas que velan por la conservación de su especie.

De nuevo en Retuerto. Retornamos por la vetusta calzada que tiene su nacimiento en la plaza, junto a la modestí­sima iglesia de San Ignacio.

Beteluri. Labróstegui. Cruces.

Ha anochecido. Se oye cu-cu incesantemen­te.

Sarasti. Azula. Sacona.

Croan las ranas y persiste el cu-cu. El g­rillo «carbonero» canta feliz, en el hogar, uniéndose al concierto nocturno. Escondidos en los ­jarales, fosforecen tenues los gusanos de luz. Domina en el firmamento, tachonado de estrellas, el luminoso fanal de la luna.

En la tierra parpadean los gusanos de luz y en el cielo parpadean las estrellas. Y recordamos la frase del santo vasco, del santo de hierro, de San Ignacio de Loyola: ¡cuán baja me parece la tierra cuando miro al cielo».

IRAUREGUI

En el capí­tulo destinado a Baracaldo en la «Historia General de Vizcaya», escrita en Munditibar en 1793 por don Juan Ramón de Iturriza y Zabala, puede leerse:

«Hay vn combento de religiosos Merceda­rios Calzados en el barrio de Burceña, dotado en 4 de Mayo de 1384 por el Conde de Ayala, Fernán Pérez y su hijo Pero López; en cuia Iglesia se venera vna imagen de San Antonio de Padua, hallada a primero de Octubre por un mozo que llebaba ganado al monte; y a obrado algunos prodigios según se relatan en vn manuscrito que se conserva en el archivo de dicho combento».

Es en este lugar de la fertilí­sima vega de Ibarreta, en el lí­mite con Burceña, donde co­mienza el histórico y legendario barrio ba­racaldés de Iráuregui, bordeado por el rí­o Cadagua y por el monte Cenicero, al que sin duda se dirigí­a aquel mozo con su ganado el dí­a 1.° de octubre de 1421, cuando encontró la milagrosa imagen de San Antonio de Padua.

Sobre Ibarreta está la loma de Peñascuren, y encima, en la ruta al santuario de Santa Agueda, se encuentra el poblado de Basacho, dominador de Abando, en que el monumento al Sagrado Corazón de Jesús dirige a la Villa su mirada protectora.

Más abajo la caserí­a de Alday, y a conti­nuación los caserí­os de Larracoechea, Picachea y Aldeco en un ribazo florecido.

En la ribera del Cadagua la exhuberante vega de Zubileta y el solar originario de aquel Juan de Zubileta, grumete baracaldés acom­pañante de Juan Sebastián Elcano en la histórica proeza del primer periplo realizado por ­los hombres.

Ascula, Larrazábal. Y luego la ermita montesina de Santa Agueda, blindada por el Norte con la sierra.

El puente de Castrejana. El achacoso puente de Castrejana, de fábrica medieval, con las piedras carcomidas y minadas por las aguas,  es un esqueleto piadosamente abrigado por las plantas trepadoras. Dice don Valentí­n Requena en su «Guí­a de Vizcaya»:

«El puente de Castrejana, todo de sillares y en un solo arco, por el que pasa el rí­o Cadagua, y en cuya atrevida obra invirtió menos de un año el maestro Pedro Ortiz de Lequetio, ya que lo empezó el 9 de junio de 1435 y lo concluyó el 2 de mayo de 1436, conserva ­según la tradición, una anécdota muy curiosa y admitida. Cuéntase que cuando no habí­a puente y se atravesaba el rí­o sobre atrancos o pasos de piedras, habitaba en su orilla izquierda una hermosa joven que amaba apasionadamente a un mancebo, su vecino de la orilla derecha. Esta joven tení­a por costumbre ­subir diariamente al monte Altamira y posternarse en hinojos bajo un añoso castaño, desde el que descubrí­a la iglesia de Begoña para dirigir a la Señora que ocupaba su trono las frases más fervientes de amor y de humildad. Llegó un dí­a en que el muchacho abrigó dudas de la fidelidad de su amada y en un momento de desesperación resolvió marcharse a la guerra. Desconsolada la pobre niña y no sabiendo cómo disuadirle de su empeño temerario le citó a las altas horas de la noche en un castañal que crecí­a a la otra parte del rí­o. La lluvia caí­a a torrentes; el Cadagua corrí­a impetuoso y salí­a de madre, aproximán­dose la fatal sin que fuera posible vadearlo. De repente, se presenta un hombre a la joven  y le propone construir un puente antes de que cantara el gallo por primera vez si en cambio ella le entregaba su alma. No titubeó la joven en prometérsela y vio, con el mayor asombro,que el puente se construí­a a impulsos de un poder extraordinario. Arrepentida de su debilidad cuando ya estaba próxima su terminación y comprendiendo toda la magnitud de la deuda que habí­a contraí­do, imploró, como tantas veces, el amparo de la Virgen de Begoña. No fue sorda a sus ruegos la excelsa Señora. Ocupábase el obrero de remover la última piedra, que era la clave del arco para encajarla en su sitio, cuando otro hombre, que apareció sobre el puente, dejó caer una vara en el claro que debí­a ocupar la piedra. Forcejeó aquel con indecible esfuerzo para arran­carla, bramó de coraje contra su impericia y brotaban de sus labios las blasfemias más impuras, en el momento que sonó en el espacio el alegre canto del gallo. Al escucharle huyó el maestre despavorido, el otro hombre quebró la vara, encajóse en su lugar la clave, atravesó el puente la niña, corrió a los brazos de su amante que la esperaba y se juraron amor eterno y  vivir siempre unidos. El arquitecto del puente de Castrejana era el diablo y San José el que dejó caer la vara».

Pércheta.

El cementerio aldeano sobre un montí­culo de piedra y luego Iráuregui; Iráuregui, propiamente dicho, donde radica la iglesia de San Antolí­n, construida en el siglo XVI, a expensas de los abuelos paternos de Fray Martí­n de Coscojales. Fue este religioso agus­tino y baracaldés eximio que en 1595 escribí­a en seis volúmenes «Las Antigúedades de Viz­caya».

Sasí­a.

Y arriba, arriba, cobijándose feliz tras Peñas Blancas, el tranquilo somo de Samundi, donde hasta las piedras son espontáneamente fecun­das; allí­ brotan nasidisos los ciruelos en las grietas de las peñas; allí­ surgen los cerezos, «a la buena de Dios», en los mismos cantiles del camino…

A la izquierda de Sasí­a, subiendo arriscada cuesta, se llega a Goicoechea y, después, a la caserí­a de la Llana. Y otra vez en la ribera del Cadagua, Coscojales, junto a la erguida y umbrosa chopera.

En la ví­a del ferrocarril maniobra fanfarrona una locomotora de la Robla, de rojas anti­parras: gruñe y resopla exhibiendo sus hu­mosos bigotazos que limpian los carriles. Nos acomodamos como podemos en el tren. A lo largo del trayecto repasamos con los ojos los lugares recorridos esta tarde. El rí­o y el monte. En las orillas y en las laderas amarillos alubiales, frondosos cerezos, viñas-muchas viñas de verde terciopelo-, hortelanos que trabajan y caserí­os risueños.

¡Barrio chacolinero de Iráuregui, poblado por gentes buení­simas! ¿A quién niegas tú hospi­talidad? iA quién no ofreces un trago?

Aún recordamos nuestros tiempos de la infancia, cuando vení­amos a Iráuregui en las tardes festivas del mes de mayo para alquilar un cerezo». Un cerezo repleto de fruta a nuestra disposición para toda la tarde. Nos costaba dos reales.

Añoramos…

El tren hace su entrada en la estación final. Luchana.

Por Ernesto Perea Vitorica

Tomado de La Gran Enciclopedia Vasca

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