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Oficios mineros: Constructores de carros para el transporte de mineral

Oficios mineros: Constructores de carros para el transporte de mineral

Los yacimientos de mineral de hierro vizcaínos y en especial los de los montes de Triano son conocidos desde la antigüedad por su calidad y facilidad de extracción. Ya en el siglo XV abastecían a un gran número de ferrerías de Bizkaia, Gipúzkoa y Cantabria, a donde se transportaba el mineral por medio de pequeños barcos desde los puertos de Somorrostro y de la ría del Nervión, cercanos a las minas.

El sistema tradicional de acarreo desde los yacimientos a los puntos de embarque fue a lomo de mulas, burros y sobre carros de bueyes, circu­lando por caminos de tierra. Este medio de transporte se mantuvo hasta la industrialización de la explotación en el último tercio del siglo XIX, siendo progresivamente sustituido por ferrocarriles y otros sistemas me­cánicos.

Las Ordenanzas de Baracaldo, de 1634, determinaban que solo se po­día acarrear mineral con bueyes y mulas de abril a septiembre y no en in­vierno, y establecían que ningún vecino podía tener más de un carro des­tinado a este transporte.

Según un informe que realizó el célebre ingeniero Fausto Elhuyar tras una visita de inspección a la zona minera en 1782, para el acarreo de la vena a los puertos por malos caminos carretiles, se valían de caballerías y yuntas de bueyes y aunque el coste era variable, se podía calcular que por término medio sería de 9 1/2 reales la tonelada, resultando como queda ex­presado que el precio medio de la vena puesta a bordo durante muchos siglos hasta 1767, no se diferenciaba gran cosa de 14,50 reales la tone­lada métrica.

G.G. Azaola estimaba que en el año 1827 se dedicaban al transporte, entre 80 y 100 carros de bueyes y 600 mulos, ocupando a 370 conducto­res. L. Aldama describe en 1851, una » interminable fila de recuas y a la larga serie de carros tirados por bueyes marchando a paso lento». El mismo autor evaluó entre 470 y 590 el número de carros utilizados en el área minera de Triano, que transportaban cada uno del orden de 850 kilo­gramos de mineral por viaje, realizando de uno a dos cada día.

Años más tarde, en 1883, Ignacio Goenaga describe el transporte de la vena o mineral de la siguiente forma: «El transporte se verifica por ca­ballerías, carros de bueyes, vías de alambre. El transporte por fuerza ani­mal o sea con caballerías y carros tirados por bueyes se verifica, de las minas al puerto del valle (posiblemente se refería al puerto denominado «La Valle», sobre el río Barbadun en Somorrostro) en las pocas minas ex­plotadas en el grupo de Poveña; y de Triano a Ortuella o sea la estación superior del ferro-carril de la Diputación siendo su trayecto medio 2 kiló­metros. Se calcula que bajan 3.000 toneladas diarias empleando al efecto 150 caballerías y 400 yuntas de bueyes que trabajan todo el año descen­diendo diariamente 160 toneladas por el primer medio y 2.840 por el se­gundo, siendo igual el coste de acarreo por ambos, es decir 2,50 pesetas por todo el trayecto de 2 kilómetros y por consiguiente 1 peseta 25 por tonelada kilométrica.» También nos informa que hasta 1867 «…. los obre­ros eran de las mismas Encartaciones, además de algunos carreteros vas­congados….», aludiendo a su procedencia de los caseríos de la zona de habla vasca (4). Parte de ellos se afincaron en las poblaciones de la zona minera, y aún hoy sus descendientes residen en ella.

Poco tiempo antes, hacia 1880, en un informe posiblemente de la Compa­ñía Franco Belga, redactado en francés se lee: «Todos los caminos están abarro­tados por carros que conducen desde las minas a la estación de Ortuella».

En general sus conductores y propietarios eran labradores que con su yunta se dedicaban a estas labores alternándolas con el cultivo de sus tierras.

Al comenzar la explotación industrial de los ricos criaderos, hacia 1875, el coste de transporte del mineral en carros y a lomo de burros y mulas, suponía del orden del 45% al 47% del coste del mineral puesto en la estación de Ortuella. Debido a ello las nuevas empresas mineras orien­taron gran parte de sus inversiones a la construcción de sistemas de trans­porte de tipo industrial con objeto de reducir estos gastos de acarreo, de tal forma que hasta 1883, el 76-77% del capital invertido por dos de las principales empresas mineras (Orconera y Franco Belga), se destinó a sus ferrocarriles y un 12-15% al transporte bocamina- ferrocarril por medio de vagonetas arrastradas por caballos o un solo buey utilizando atalajes similares a los de las caballerías, tranvías aéreos, planos inclinados y pe­queños ferrocarriles.

Una hilera de carros de recogida de basura esperando ser descargados a una gabarra en la Ría de Bil­bao. Se aprecia también un carro de bueyes de ruedas macizas, eje fijo y freno, del mismo tipo que el utili­zado en las minas. Posiblemente también se utilizaba en los muelles de la ría. Foto: Archivo Foto Ortega.

A pesar de todo ello y durante años el transporte con carros de bueyes se simultaneó con estas nuevas instalaciones y sistemas más modernos, siendo útil en pequeñas explotaciones o áreas apartadas, y se mantuvo su uso hasta el primer tercio del siglo XX. La última mina en utilizarlos fue la Parcocha en sus hornos de calcinar, hasta inicios de la década de los años 40 del siglo XX.

También, en las minas y su zona se siguieron utilizando carros de otros tipos para transporte más ligero, como abastecimientos de alimen­tos a los barrios mineros, transporte de elementos de trabajo y todo tipo de suministros. Estos eran carros provistos de ruedas de radios relativa­mente pequeñas tirados por una caballería, que recibían en la zona el nombre de «mesillas». Estuvieron en uso hasta los años 70 del siglo XX.

Una familia de constructores de carros

La utilización de tan grande cantidad de carros atrajo a constructores de estos elementos de transporte que se instalaron en las poblaciones que rodeaban a las minas.

Uno de estos artesanos fue Santiago Arana Learra que, originario de Berango, Bizkaia, en donde había trabajado como carpintero y ebanista, se trasladó en Gallarta en la última década del siglo XIX, en donde ins­taló un taller de carros. Debió ser un trabajador hábil, pues su familia re­cuerda que él mismo construyó su casa.

Le sucedieron sus hijos Víctor y Bernardino y a la muerte de este úl­timo su cuñado Bautista Goicoechea. Posteriormente, en 1927, Víctor se independizó y se trasladó al vecino Valle de Trápaga, hoy Trapagaran, con taller propio de carros.

Ambos debieron ser buenos constructores, pues aún después de varias décadas que su padre dejó su población originaria, los caseros de ella les seguían encargando carros para el trabajo agrícola.

A Bautista le sucedieron sus hijos en el taller de Gallarta, siendo Ro-mán, el más joven, quien trabajó en él hasta finales de la década de 1960.

En ambos talleres se seguía un proceso de trabajo en parte artesanal y en parte mecanizado, disponiendo de una instalación de tipo industrial provista de maquinaría diversa.

El taller de carros de Gallarta

El taller de carros estaba situado en las afueras del antiguo núcleo ur­bano de Gallarta, en las cercanías del matadero, hoy Museo de la Minería del País Vasco.

Consistía en dos pabellones de tipo industrial adosados construidos con paredes de mampostería de piedra y con ladrillo, con sendas cubier­tas a dos aguas una de ellas de teja y la otra de chapa galvanizada sobre una estructura de madera de unos 4 a 5 metros de altura. Disponían de una entreplanta cercana a la cubierta en la que se almacenaban materia­les. Cada uno de ellos tenía grandes puertas que daban acceso al interior. Estos edificios desaparecieron, junto con el resto del pueblo hacia el año 1970, como consecuencia de la explotación de la Mina Concha II.

En su interior disponían de la maquinaria necesaria para realizar las actividades a que se dedicaban. Este espacio estaba dividido en taller de madera, taller de herrería y montaje.

En el primero se disponía de sierra de cinta mecánica con su carro para cortar tablones a medidas diversas, cepillo grueso y taladro, tupí, torno para madera suficientemente grande para poder sujetar en él una rueda y trabajarla, y maquina copiadora.

En la zona de herrería se disponía de fragua alimentada con carbón mineral, yunque, martillo de forja de caída libre accionado eléctrica­mente, torno para metal, amoladera, taladro de herrero, horno para calen­tar llantas, maquina curvadora de llantas y recalcadora, compresor de aire, así como un pozo de agua dispuesto para enfriar las ruedas. Gran parte de estas máquinas estaban accionadas por un único motor eléctrico que transmitía su movimiento a las maquinas a través de un sistema de ejes sujetado en el techo y correas planas de cuero, subía tirada por una tablas de madera de eucalipto y caía por su propio peso guiada entre dos carriles verticales dispuestos a cada uno de sus la­dos. Se disponía así mismo de todo tipo de herramientas manuales para trabajar la madera y el hierro. Como herramientas características se pue­den destacar los juegos de dos estampas de acero cada uno, utilizadas para forjar determinadas piezas en el martillo citado.

Tipos de carros

En el taller de Gallarta propiedad de Román Goicoechea, en las déca­das de los años 40 y 50 del siglo XX, se fabricaban los carros a petición del cliente y de acuerdo con sus necesidades, en general una sola unidad cada vez. Habitualmente se correspondían con dos tipos básicos que se construían en diversos tamaños y variantes. Uno de ellos era el carro de un solo eje y dos ruedas macizas tirado por bueyes, de construcción ro­busta y adaptado para el transporte de mineral. El otro tipo era también de un solo eje pero sus dos ruedas eran de radios, su construcción era mas ligera y eran tirados generalmente por caballerías.

Los carros de ruedas macizas

Los primeros, eran los mismos que se habían usado hasta final del ul­timo tercio del Siglo XX para el transporte de mineral y hacia 1950 ya solo se utilizaban en la agricultura. Consistían en una cama o plataforma de madera de 2,90 metros de longitud por 0,0,90 de anchura, con un largo varal central de 2 metros de largo al que se uncía la pareja de bueyes. El ancho de la vía era de 1,20 metros.

Su estructura era similar a la de los carros de bueyes usados de modo generalizado en la agricultura en la vertiente cantábrica de nuestro País, con la diferencia de que eran más largos y de que las dos ruedas eran más robustas y de mayor diámetro (1’10 metros frente a 80 ó 90 centímetros) y giraban libremente sobre un eje de hierro sujetado firmemente bajo la cama, a diferencia del carro tradicional de los caseríos cuyas dos ruedas iban rígidamente unidas a un eje de madera que giraba con ellas y sobre el que se apoyaba directamente el armazón, produciendo al girar un chi­rrido muy característico que anunciaba su presencia. Era el conocido con el nombre de carro chillón.

Se puede estimar que el carro de bueyes de ruedas macizas cons­truido y utilizado en la zona minera, y también en otras actividades in­dustriales y portuarias en el entorno de Bilbao, constituye un modelo más desarrollado procedente del tradicional carro chillón, condicionado por las necesidades y características de las explotaciones mineras y adaptado

Las dos ruedas macizas consistían en un núcleo circular de madera formado por cuatro o cinco tablas con un cubo o núcleo también de ma­dera que disponía de un orificio central donde se introducía el eje.

Su perímetro estaba cubierto por una llanta de hierro en forma de aro, y disponía de varias piezas de hierro reforzando el conjunto unidas por remaches del mismo material.

Los carros de ruedas de radios

Los carros de ruedas de radios se fabricaban en diversos modelos y tamaños aunque los más frecuentes eran los del tipo denominado «mesi­llas». Estos vehículos se utilizaban en calles y carreteras para transportes ligeros y suministros a minas, transporte de alimentos y productos diver­sos y eran de estructura menos robusta que los de ruedas macizas.

Eran vehículos de dos ruedas situadas debajo de la cama o plata­forma, que giraban libremente sobre un eje de hierro forjado sujetado bajo la cama por medio de unos herrajes y ballestas metálicas. El arma­zón consistía en dos piezas de madera de fresno sobre los que se montaba la cama y que se prolongaban hacia delante dando lugar a dos varales en­tre los que se situaba la caballería.

Estas varas estaban reforzadas por llantas metálicas de unos 40 mm de anchura y sección de media caña fijadas a cada uno de sus costados y en toda su longitud. Los modelos grandes llevaban estos elementos refor­zados por sendas piezas de madera, llamadas «sobrevaras» colocadas en el costado exterior y reforzadas también por llantas metálicas. En estos tamaños y en los extremos delanteros de las varas se hacían sobre pedido unas fijaciones con las llantas para enganchar un segundo caballo delante del primero.

Disponían así mismo, de 4 «tentemozos» o patas de madera situados adelante y atrás, para mantener el carro en posición horizontal cuando se desenganchada el animal de tiro, y que iban colgados del armazón por medio de argollas de hierro forjadas.

Así mismo se llegó a construir algún ejemplar de calesa o «serré» destinado al transporte de personas, carruaje abierto, de dos ruedas, que disponían de seis plazas en asientos laterales con respaldo y acceso pos­terior a través de una puerta y un estribo. Iban decorados con piezas de madera elaboradas en el torno y con decoración de finas líneas pintadas formando figuras geométricas, en muchos casos disponían de farol. Las ruedas de radios eran altas, estaban situadas en el exterior del cajón gi­rando sobre un eje de hierro con ballestas y disponían de guardabarros de madera.

Se recuerda también la construcción de una serie de carros iguales es­pecialmente construidos para la recogida de basuras para el Ayunta­miento de Baracaldo. Eran de construcción muy robusta, con dos ruedas de 1,50 metros de diámetro, sin ballestas de suspensión y con la caja ce­rrada totalmente por los cuatro lados y por la parte superior con tapas a dos aguas. Todo el cajón giraba sobre el eje en forma de volquete, para facilitar su descarga.

Hacia 1940-1950, se fabricaron también enfardadoras, máquinas para la obtención de fardos de hierba. Se construían de madera con uniones y herrajes de hierro.

La hierba cortada se introducía en un espacio interior rectangular y se comprimía por medio de una palanca de la que se colgaban varios hom­bres. Finalmente se ataba el fardo con alambre de 1 milímetro de diáme­tro.

El proceso de trabajo

La fabricación de los carros se efectuaba a partir del pedido del cliente y de acuerdo con sus especificaciones, sin embargo, se seguían las líneas constructivas de los modelos habitualmente fabricados.

Se comenzaba con la elaboración de la cama o armazón por los traba­jadores de la sección de carpintería, montando las piezas transversales sobre uno o dos varales según el tipo de carro. Estas piezas se hacían a partir de tablas que se cortaban a la medida necesaria y se les daba forma en el cepillo, para después armar el conjunto por medio de uniones pa­santes y a caja y espiga. Sobre ellas se colocaban los herrajes de refuerzo unidos con clavos y tornillos. Bajo todo ello se instalaba el eje de hierro directamente unido al armazón en el caso de carros de bueyes de ruedas macizas, o por medio de ballestas en las «mesillas» y otros modelos de carros.

La construcción de los dos tipos de ruedas era la principal ocupación de los trabajadores del taller. Se construían para los nuevos carros y para reponer las de otros que se habían deteriorado por uso o accidente.

Las ruedas macizas o cerradas

Los trabajadores de la zona de carpintería iniciaban su construcción con cuatro o cinco tablas de 35 a 40 mm de espesor machihembradas en­tre sí y unidas transversalmente en la cara interior de la rueda por otra pieza de madera encajada en las anteriores con un ajuste de cola de mi­lano. Seguidamente al conjunto se le daba forma de disco o rueda cor­tando en la sierra mecánica el material sobrante.

En su centro dejaban un hueco cuadrado en el que encajaban cuatro cuñas, también de madera, muy prietas que cilindraban en el torno y a las que les hacían seguidamente un agujero redondo para constituir el cubo.

Seguidamente, en la zona de herrería montaban a presión sobre este cilindro o cubo unos aros metálicos que hacían la función de cellos o zunchos e introducían también a presión el buje o pieza de bronce o hie­rro fundido que hacía de cojinete y sobre el que se apoyaba posterior­mente el eje del carro.

Se pasaba a colocar sobre las superficies laterales de la rueda y cerca de su perímetro unas llantas de refuerzo que previamente se habían ela­borado en el mismo taller de herrería. Para ello el herrero las calentaba en la fragua y las curvaba por medio de golpes de martillo sobre el yun­que, lo mismo que hacía para fabricar, forjando, el resto de los refuerzos de hierro constituidos por llantas metálicas. Todos ellos se unían por pa­sadores del mismo material, que eran remachados por medio de golpes de martillo dados manualmente, una vez que habían sido calentados en la fragua al rojo y colocados en su lugar.

Vista de las dos caras de una rueda maciza o cerrada con sus refuerzos y el buje. Dibujo de Yulen Zabaleta.

Volvía la rueda al torno para madera y se igualaba su perímetro exte­rior eliminando la madera sobrante hasta conseguir una forma perfecta de disco concéntrico con el agujero central.

La difícil colocación del aro metálico

Cuando el cuerpo de madera ya estaba elaborado y armado se proce­día a colocar el aro de llanta de hierro sobre el que la rueda iba a apo­yarse al girar.

Este aro metálico se introducía a presión sobre el armazón de madera de la rueda. El método consistía en calentar el aro en un horno consi­guiendo con ello que el material se dilatara, con lo que aumentaba su diá­metro. Se colocaba rápidamente sobre la madera y se enfriaba, por lo que se contraía y volvía a su dimensión original al mismo tiempo que compri­mía con fuerza todas las piezas dándoles cuerpo y rigidez y manteniendo armada toda la rueda con cada elemento en su posición.

La colocación de este aro era una de las labores fundamentales y de mas difícil ejecución en el taller, y de su correcta ejecución dependía la robustez de la rueda, su resistencia al rodar por suelos irregulares y su duración en el tiempo.

La labor comenzaba cuando el herrero y sus ayudantes construían el aro. Previamente tenían que medir el perímetro del armazón de madera. Para ello utilizaban una pequeña rueda graduada provista de un mango,»rueda de medir,»que se hacía rodar sobre el perfil de la rueda. Obtenida la longitud, cortaban la llanta a la medida necesaria y formaban el circulo en la maquina curvadora, dándole del orden de tres pasadas hasta conseguir un aro perfecto. Las llantas de hierro utilizadas para rue­das de radios tenían de 70 a 75 milímetros de anchura por 20 a 30 de gro­sor.

Seguidamente procedían a soldar entre sí los dos extremos para cerrar el aro. Esta era la operación llamada «caldear» o soldar a fuego. El he­rrero calentaba los extremos del aro introduciéndolos entre el carbón in­candescente de la fragua hasta que adquirieran la temperatura necesaria, lo que se conocía cuando alcanzaban un color amarillo pálido y también porque del material se desprendían partículas incandescentes en forma de pequeñas estrellas. Previamente había vertido sobre ellos arena de playa para evitar su oxidación. Extraía el aro del fuego y posicionaba un ex­tremo sobre el otro echando previamente entre ellos arena de playa. In­mediatamente los apoyaba sobre el yunque y dos hombres los golpeaban con los martillos de mano, al comienzo fuertes y seguidamente más lige­ros pero siempre rápidos y continuos, hasta conseguir la unión de las dos piezas. La labor debía hacerse sin pérdida de tiempo para evitar que des­cendiera la temperatura del material, no había tiempo para detenerse a contemplar el trabajo.

Para conseguir que el aro apretara con fuerza al armazón de madera, lo elaboraban con un perímetro menor del necesario en unos 25 o 30 milímetros. Si había quedado pequeño estiraban el material del aro a golpes de martillo sobre el yunque y previo su calentamiento en la fragua. Si el aro había quedado amplio reducían su dimensión recalcando en caliente sus extremos en una maquina especial para ello, la recalcadora, que se accionaba a mano dando vueltas a un volante.

Seguidamente procedían a montarlo en su posición sobre la rueda de madera. Para ello calentaban el aro en el horno utilizando leña como combustible con lo que se conseguían su dilatación, y lo introducían a presión sobre la madera.

Esta operación la efectuaban simultáneamente 4 o 5 hombres situados alrededor de la rueda bajo la dirección del propietario y maestro del ta­ller. Cada trabajador utilizaba un «gato», herramienta manual consistente en una garra y una palanca con la que sujetaban al aro y lo forzaban a in­troducirse o colocarse en su posición.

La operación debía hacerse rápidamente, antes de que la llanta se en­friara. El hierro caliente quemaba la madera y para evitarlo un aprendiz ver­tía agua en los puntos precisos siguiendo las ordenes de maestro. Se termi­naba de poner en su posición el aro por medio de golpes de martillo y cuñas.

Seguidamente se introducía la rueda en un foso con agua y se le hacia girar. El aro de hierro se enfriaba y se contraía rápidamente y apretaba y hacía crujir a todo el armazón de madera.

Finalmente, los herreros introducían unos remaches a través de unos agujeros dispuestos uniformemente en todo el perímetro del aro para ter­minar de unirlo al cuerpo de madera

Si la labor se había realizado de forma correcta y con precisión, la rueda quedaba perfectamente terminada y prestaría un buen servicio.

Para simplificar la fabricación y economizar leña para el horno, se construían aros para ruedas en lotes de 8 a 10 unidades simultáneamente, pudiendo ser de distintos diámetros.

Hacia 1950 se sustituyó la unión de los extremos soldados «a la calda», por la soldadura eléctrica. En aquella época se disponía también de soplete oxiacetilénico. Se compraba el oxígeno y el acetileno necesa­rio se producía en un generador vertiendo agua sobre carburo de calcio que se adquiría en el mercado.

Las ruedas de madera de radios

Este tipo de ruedas son en apariencia un elemento sencillo, pero en realidad constituyen una estructura compleja formada por piezas de ma­dera y hierro encajadas unas en otras, que no están unidas entre si por clavos, pernos ni cola, sino solamente por la presión del aro o llanta que los rodea. Con una configuración muy estudiada son capaces de soportar un gran peso circulando por suelos irregulares. Estas ruedas de radios se fabricaban siguiendo un proceso diferente al de las ruedas macizas. Los cubos eran de una única pieza, se obtenían torneando un trozo de madera de olmo y se les colocaban unos aros o cellos metálicos para reforzarlos, siguiendo el mismo método que para las llantas.

Los radios eran de madera de acacia y se fabricaban en la maquina copiadora utilizando unos modelos o plantillas metálicos. Los trabajado­res del taller de carpintería torneaban los extremos a la misma medida que la de unos agujeros que se habían hecho previamente en el cubo, en una posición al tresbolillo, y los introducían en él. Con un gramil fijado en el centro de la rueda comprobaban la perfecta concentricidad de todos ellos, de forma que sus extremos formaran un circulo perfecto.

Las pinas o arcos del círculo de la rueda se fabricaban con madera de fresno cortándola con la sierra de cinta siguiendo la forma de unas planti­llas con diferentes curvaturas y de acuerdo con el diámetro de la rueda que se quería construir. Las montaban a mano sobre los radios y las unían entre ellas con cuñas de madera de fresno. Seguidamente sujetaban la rueda en el torno para metal y en él taladraban el orificio central del cubo, donde posteriormente se introduciría el eje.

Cuando los carpinteros habían terminado el montaje del armazón de madera, ayudaban al herrero a colocar el aro de llanta de hierro envol­viendo todo el conjunto, siguiendo el mismo procedimiento que el utili­zado en las ruedas macizas.

A diferencia de las ruedas macizas, las de radios tenían forma de pla­tillo, quedando el aro o llanta perimetral desplazado hacia fuera respecto al centro del cubo. La rueda se colocaba en el carro de forma que desde el exterior se viera esta concavidad. De esta forma podía soportar los mo­vimientos y esfuerzos laterales que se producen al tomar una curva o cir­cular sobre una superficie inclinada.

«Las gracias del eje»: «Un carro con buenas gracias no saca ruido al andar».

Este era un dicho que utilizaba el maestro carrero para resaltar la im­portancia de determinados ángulos con los que se debían instalar las rue­das de radios en el carro. Ellos le conferían resistencia y un movimiento suave.

Las ruedas giraban alrededor de fuertes ejes de acero que no eran rec­tos totalmente, sino que sus extremos estaban curvados hacia abajo y ha­cia delante unos 2 o 3 milímetros. A esta pequeña flexión era a lo que lla­maban «las gracias».

De esta forma el constructor conseguía que una vez colocada la rueda (recordemos que tenía forma de plato) los radios que soportaban la ma­yor parte del peso del vehículo con su carga quedaran en una posición casi vertical, que era la más adecuada para soportar los esfuerzos a que eran sometidos. Además, el carro circulaba suavemente y de forma que la llanta tocaba el suelo en toda su anchura.

El eje estaba constituido por una pieza única de acero forjado de sec­ción cuadrada en su parte central, de 50 a 70 mm de lado, que se com­praba terminado a industrias especializadas en su fabricación. El curvado de sus dos extremos se conseguía calentándolos en la fragua y golpeán­dolos suavemente contra el yunque. Esta era una operación delicada que requería experiencia en el oficio y que realizaba personalmente el propio maestro carrero. Una vez realizada, él mismo comprobaba visualmente la curvatura y si estimaba que no era la correcta repetía el trabajo.

En la década de los años 40 del siglo XX, posterior a la Guerra Civil, no era fácil encontrar material de acero con las medidas adecuadas para construir las llantas de las ruedas, por lo que frecuentemente las obtenían a partir de recortes de material obtenidos de trómeles usados y desguaza­dos en las minas cercanas, a los que se les daba las dimensiones y forma necesarios forjándolos en el martillo de caída.

Cuando no se podía disponer de energía eléctrica por cortes en el su­ministro, lo que era muy frecuente en aquellas fechas, esta operación de forja la realizaban en la cercana ferrería de El Pobal los hermanos Pérez Ibarrondo, utilizando su martillo de forja movido por una rueda hidráu­lica accionada por agua del río Barbadún.

Los herrajes, ganchos y piezas de unión de hierro eran fabricados por el mismo herrero del taller de carros, calentando trozos de hierro en la fragua y dándoles la forma deseada a golpes de martillo de mano, mien­tras los apoyaba sobre el yunque.

El sistema de suspensión, excepto las ballestas y el eje, y el freno, también se fabricaban en el taller de herrería siguiendo formas de trabajo artesanales. Para el primero el herrero forjaba las piezas que sujetaban las ballestas dándoles forma. El freno consistía en un husillo roscado y di­versas piezas de sujeción también forjadas en el taller. El husillo estaba situado debajo del varal o lanza en los carros de bueyes y al hacerlo girar apretaba las zapatas de madera de olmo contra las ruedas.

Otros talleres instalaban un sistema de freno no tan perfecto, consis­tente en una garrucha o polipasto con cuerdas, siendo las zapatas de ma­dera de chopo. Cuando el boyero que conducía el carro estiraba de las cuerdas, una palanca apretaba las zapatas o un madero contra las ruedas, tal como se puede apreciar en el dibujo adjunto. Este sistema se conocía con el nombre de freno de galga.

Los trabajadores

Entre 1940 y 1970 la plantilla del taller de carros osciló entre 3 y 10 trabajadores, en su mayoría residentes en el mismo Gallarta. El propieta­rio y maestro dominaba todos los aspectos constructivos y técnicos del trabajo, y era quien dirigía todas las labores, efectuando personalmente las de más responsabilidad o que requerían más experiencia o conoci­mientos. En ellas era ayudado por otros trabajadores.

Estos eran jóvenes, en general, y se incorporaban al taller cuando de­jaban la escuela sin conocimientos ni experiencia, e iban aprendiendo del propietario siempre que fueran observadores y tuvieran interés. Con el paso del tiempo unos se especializaban en el trabajo de la madera y otros en el del metal.

El principal informante de este trabajo, Santiago Antón Arranz que se incorporó al taller en 1945, a la edad de 15 años, percibía en su primer año, como aprendiz, un salario de 2 pesetas al día, que subieron a 3 pese­tas el segundo año, 10,70 el tercero y 17,50 el cuarto año, este con la ca­tegoría de oficial de 3°, y realizando trabajos tanto en madera como en hierro.

El horario de trabajo era de 8.00 a 13.00 por la mañana, y de 14.30 a 19.30 por la tarde, un total de 10 horas al día de lunes a sábado, se care­cía de vacaciones.

El cambio y el paso al carrozado de vehículos. Nuevos tiempos

Hacia 1940 en el taller de Román Goicoechea también se hacían cabi­nas para camiones, combinando la chapa metálica con la madera. Simul­táneamente se carrozaban coches automóviles, algunos del tipo llamado «rubias», a los que se les hacía habitáculo (armazón y cierre que se insta­laban sobre el bastidor) y puertas de madera. Seguidamente se barnizaban quedando con un color de madera claro y característico, de donde les ve­nía su nombre.

Por las mismas féchas comenzaron a llegar al puerto de Santurce ca­miones GMC, procedentes del ejercito norteamericano que los había uti­lizado en la II Guerra Mundial en Europa y que eran vendidos de segunda mano. Estos camiones fueron muy apreciados en aquellos tiempos pues ayudaron a resolver la carencia de vehículos de transporte en España desde el fin de la Guerra Civil. Disponían de tracción a sus tres ejes y ello les permitía circular por los más difíciles y abruptos caminos, lo que les hizo muy útiles en la construcción, explotaciones forestales y en la minería.

Cuando el comprador conseguía ponerlo en marcha lo llevaba al ta­ller de carrocería de Gallarta y allí se reformaban de acuerdo con las in­dicaciones del nuevo propietario. Se modificaba la cabina o se instalaba una nueva, pues muchos solo disponían de un parabrisas y un toldo cu­briendo el puesto del conductor, se les hacía la caja o cama, se les insta­laba volquete o se les adaptaba a otro tipo de transporte.

Para todo ello se seguían las técnicas, los procedimientos y los ele­mentos constructivos utilizados anteriormente en la elaboración de ca­rros, fabricándolos en su mayoría de madera reforzada con llantas, perfi­les y herrajes de hierro.

Algunos pequeños empresarios mineros los incorporaron a sus explo­taciones y en ocasiones sustituyeron a otros sistemas de transporte de mi­neral utilizados hasta entonces como vagonetas y líneas aéreas de baldes.

Como en aquellos años la necesidad de mineral de hierro era tal que se intentaba extraerlo hasta de los lugares de peor acceso, estos camiones con su capacidad de llegar a lugares difíciles, permitieron la explotación de los yacimientos que anteriormente habían sido desechados.

Todo ello supuso cambios notables en el taller de carrocería. Se re­dujo de forma importante la cantidad de carros y ruedas de madera que se fabricaban, y se pasó a reparar y carrozar camiones, y los pocos carros que se construían llevaban ya ruedas de neumáticos y estructura de tubos metálicos, el último se construyó en 1960. El taller cesó en su actividad hacia 1970.

Mientras tanto el taller de la rama de la familia de carreros instalada en Trapagaran también se vio afectado por los cambios. Construyó el último carro en 1961, y se dedicó a diversos trabajos de carpintería hasta 1975.

El transporte de mineral de hierro en carros de bueyes y burros hacia 1880

Un informe que podemos datar en una fecha próxima a 1880, posible­mente de la Compañía Franco Belga de Minas de Somorrostro, anónimo y redactado en francés, nos describe el transporte de mineral de hierro en carros arrastrados por bueyes, así como sus características, de la si­guiente forma:

«Todos los caminos están abarrotados por carros que conducen desde las minas a la estación de Ortuella.

Estos carros están óolidamente construidos y apoyados sobre dos ruedas macizas, tienen 2,90 (metros) de longitud sobre 0,90 de ancho y una profundidad de 0,40, transportan en plena carga de 2 toneladas a 2 toneladas 25.

Esta carga es la máxima que pueden transportar visto el mal estado y las pendientes frecuentemente muy considerables de los caminos, en particular de la carretera que bordea la (mina) San Bernabé y hasta la línea (de ferrocarril) de los Srs. Alonso e Hijos.

Los precios son variables a causa de los diferentes caminos que de­ben seguir los carros para descender de tal o cual mina a la estación, el precio frecuente es de 4,30 reales (1,12 la tonelada-kilómetro).

La distancia mayor de la explotación a la estación es de 2.200 me­tros, el precio de coste del transporte es de 2,46 la tonelada; añadiendo esta cifra al precio de coste del mineral en la explotación a pie de can­tera, nos lleva a 5 o 5,50 la tonelada puesta en la estación de Ortuella. (Sigue un dibujo de carro)»

El documento, una serie de hojas sueltas incompletas, adjunta no uno, sino dos dibujos de carros de un solo eje con ruedas de 1,10 metros de diámetro, macizas con cubos, lo que nos indica que giran libremente so­bre su eje, con un ancho de vía de 1,20, muy similares en dimensiones y características a los que nos han llegado hasta hoy representados en foto­grafías y grabados, y al ejemplar conservado en el Museo de la Minería del País Vasco, de Gallarta. Así mismo aparece información sobre distin­tos medios de transporte de mineral: por burros, carros, vagonetas, vago­nes de ferrocarril, y cable. Transcribimos aquí lo relativo a los burros:

«Transporte por asnos (Orconera). Antes de la puesta en marcha del plano inclinado los asnos bajaban el mineral. El precio medio del trans­porte era de 9 reales por tonelada; un asno bajaba 120 K. por viaje y ha­cía 9 viajes por día”

Carmelo Urdangarin

José María Izaga

 

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Actualizado el 29 de mayo de 2025

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