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El Palacio de Larrea

El Palacio de Larrea

larrea-1Seguro que hemos paseado muchas veces junto a él. Siempre dirigiendo la vista al escudo que luce en su fachada, tal vez por ser su único elemento curioso. Y siempre, también, preguntándonos qué esconderí­a su interior y quiénes serí­an sus dueños.

Precisamente de alguno de estos últimos querí­a hablar. De los que lo fueron en el siglo XVIII, y contar la relación que tení­an con el pueblo. Cuando termine, la visión que tenéis del palacio, sin duda, habrá cambiado.

Perteneció a una de las familias más acomodadas de Barakaldo, la de los Echavarri, descendientes y herederos de numerosos mayorazgos y propiedades, entre las que destacaba el mayorazgo Beurko-Larrea, al que estaba adscrita la torre de Larrea, la cual en la segunda mitad del siglo XVIII pasó a convertirse en el palacio de Larrea, merced a las obras ordenadas por José Ramón de Echavarri, su dueño en aquellos años.

José Ramón de Echavarri era, dicho finamente, un impresentable. Producto tí­pico de una gran acumulación de dinero y propiedades en su persona y una muestra, bastante representativa, de lo que eran en aquel tiempo los dueños de los mayorazgos. Este personaje, de joven, habí­a dejado embarazadas a tres criadas de sus padres. A alguna varias veces. Y otras se habí­an visto obligadas a huir.

Cuando murió su padre y se hizo dueño, como primogénito que era, de los mayorazgos, le faltó tiempo para echar de sus casas (tení­a más de una docena) a su madre y hermanos, dejándolos en la más absoluta indigencia.

Este cafre era la consecuencia natural de los padres (Juan José de Echavarri y Marí­a Isabel de Arana) y familia que le tocaron en desgracia.

Su padre consiguió dividir a Barakaldo en dos bandos, los que estaban con él y los que estaban contra él. Entre sus parciales se contaban, además de una larga parentela, los asalariados de sus ferrerí­as y molinos y los arrendatarios de sus casas.

Entre unos y otros sumaban los votos suficientes como para dificultar cualquier propuesta municipal que fuera en contra de sus intereses. Por este motivo, y por el temor que despertaba entre sus convecinos, habí­a logrado convertirse en un déspota contra el que nadie osaba enfrentarse.

Pero todo empezó a cambiar a partir del dí­a de Santa ígueda del año 1767. Dí­a en el que el pueblo, harto de sus tropelí­as, decidió, finalmente, enfrentarse a él y a los suyos. El cambio de actitud fue consecuencia de la agresión que sufrieron los regidores de Barakaldo por parte del dicho Juan José y de sus parientes en las campas del santuario, motivada por un asunto tan trivial como el de decidir a quién correspondí­a ordenar la música que el tamborilero debí­a tocar en la romerí­a. La discusión comenzó cuando acababa la fiesta y se prolongó más allá de terminada ésta, ya anocheciendo. Después, cuando todo el mundo se retiraba a sus casas, los Echavarri siguieron a los regidores municipales acorralándoles con golpes, amenazas e insultos por toda la bajada de Basatxu.

En dí­as sucesivos, parte del pueblo se planteó la posibilidad de denunciar ante la justicia a aquellos personajes, pero los Echavarri no estaban dispuestos a permitir que nadie se atreviese a alzarse contra ellos y, con tal propósito, juntaron su parentela e hicieron varias salidas a caballo disparando sus escopetas contra las casas de sus adversarios más significados.

Uno de los regidores, de nombre Manuel de Allende, venciendo al temor y las amenazas, acudió a la justicia y logró de ésta que se iniciase un proceso secreto, en el que los vecinos y vecinas, sin decir los nombres de aquellos a quienes acusaban, aunque identificándolos claramente por medio del calificativo de «persona privilegiada» y por el lugar donde residí­an, dieron sobrada cuenta de las andanzas de aquellos fulanos. Nadie se salvó del dedo acusador, ni siquiera los curas. He aquí­ el resumen de las actas levantadas para que sirva de reflejo de lo que pudo ser la vida cotidiana en Barakaldo a lo largo del último tercio del siglo XVIII.

A Juan José de Echavarri se le acusaba de pretender que a su familia y hermanos, en las honras de difuntos, se les tocase campana doblada, como se hací­a con los sacerdotes difuntos. La resolución a esta queja estaba en aquel momento pendiente del tribunal eclesiástico del obispado.

También se le acusaba de apropiarse de las tierras y montes comunales. De negarse a pagar el dinero que debí­a al municipio y el de las sisas de los derechos del vino foráneo. De mantener continuos pleitos en los juzgados contra vecinos, que por cierto todos los habí­a perdido. De abusos, deudas… y un largo etcétera.

Junto con Juan José, que podí­a considerarse el cabecilla, fueron acusadas entre otras personas, su hijo José Ramón, protagonista principal de las agresiones a los regidores. También Pedro Apario, hermano de Juan José, quien siendo cura en Portugalete desasistí­a su oficio manteniendo su morada en Barakaldo, ocupándose en criar el hijo que habí­a tenido con una soltera… Y así­ varios acusados más.

Pero sobre todos ellos destacan dos, otro hermano igualmente cura, Ignacio de Echavarri, y el administrador Juan Antonio de Elguero.

De Ignacio, cura párroco de Barakaldo, se decí­a que siendo sacristán, en el año 51 ó 52, faltó dinero de las rentas de Santa ígueda, Santa Lucí­a y San Bartolomé, y un relicario de plata. Porque habí­a un agujero en el archivo. Y, hací­a año y medio en que teniendo el municipio 8.000 reales de las rentas de Santa ígueda para sus urgencias, un vecino propuso que el dinero no se dejase en la iglesia, donde podí­a volver a faltar, sino que quedase a cargo del mismo pueblo, hasta que llegase el momento de emplearlo en la obra del santuario. Oí­do lo cual por el cura, una vez concluido el ayuntamiento, se acercó a aquel vecino y le dijo, bajo el Cementerio de la iglesia de San Vicente, que «por semejantes pretensiones le pondrí­a al mismo y a otras personas rendidas vajadas las Cavezas…» Y efectivamente, el párroco logró un «Mandamiento de Ejecución» contra los bienes de los fieles y vecinos pero, en lugar de usarle y «practicar dilixencia primero contra los Propios y

Rentas del Pueblo acudio hacer los embargos en los vienes de diferentes vecinos opuestos a las pretensiones sobredichas de su hermano Juan José de Echavarri…»

y a una vecina que se lo recriminaba le contestó que «con semejantes operaciones conocerí­an las Oposiciones que hací­an a dicho don Juan Joseph, su hermano, que a todos los traerí­a a vesar los Pies ó correa a este» (obsérvese que se trata de un cura a quien deberí­a suponérsele cierta equidad o cuando menos cierta piedad).

Esta actitud de prepotencia queda agudizada en las acusaciones siguientes: Cuando una vecina fue a «examen de dotrina para cumplir con la yglesia le nego la í§edula no obstante que estaba bien instruida en dotrina de cuia resulta quedándose mui avergonzada y apesadumbrada, hallandose embarazada de meses maiores pario mal a breves dias, y despues que combalecio sin preceder nuevo examen la dio la Zedula»

El año 66, estando enfermos de «tercianas» la mujer y el hijo de Domingo de Alday, el hijo quedó en letargo, y se pasó recado, como al más cercano, a dicho cura para que administrase santos sacramentos, viático y extremaunción, pues estaba próximo a morir, y les contestó que «no era semanero, y que fuesen a llamar a don Joseph de Lezama, a quien tocava de semana…» y volvieron nuevamente, pero la criada les dijo que se habí­a ido a dormir y tuvieron que acudir a dicho Lezama, quien administró únicamente la extrema porque al enfermo ya «le faltó el habla». A la misma tarde se agravó el estado de la madre, y una hermana de ella fue en busca del cura y también le contestó «que no querí­a ir porque no era de semana…» y volviendo a suplicarle que fuese que la enferma estaba en muy mal estado respondió que «no querí­a hir, y le diese la recadista mil ducados de renta en cada un año que así­ estarí­a prompto para quando le llamase…» visto lo cual acudió al cura Lezama quien le suministró a tiempo los sacramentos.

La relación sigue con barbaridades semejantes: «ahora seis años handando un hijo de un vecino de dicha Anteyglesia divertiendose con otros muchachos en la campa de su yglesia le arrojó dicha Persona Privilegiada (Ignacio de Echavarri) una piedra, y con ella le rompio la cabeza y le hizo sangrar por ella…».

Juan Antonio de Elguero era el administrador de los Echavarri, al tiempo que su rentero en el molino de Urkullu. Su labor resaltaba en las juntas de ayuntamiento consiguiendo con el apoyo de sus parciales y con sus gritos y amenazas paralizar cualquier decisión, no sólo las dirigidas contra su amo, sino cualquier otra que no fuese de su gusto.

Cuando el cura y el administrador andaban juntos era cuando verdaderamente se crecí­an. Entonces alcanzaban momentos tan logrados como el episodio que sigue.

Se encontraba el oficial carpintero Manuel de Aranguren reparando el tejado de Santa ígueda cuando se acercaron al lugar el párroco y el administrador. Y viendo la construcción que se estaba llevando a cabo intercambiaron entre sí­ diversos pareceres resultando que, al poco rato, decidieron pedir al oficial que alterase la forma que estaba dando a la obra por otra sugerida por ellos. El carpintero al oir las propuestas que le hací­an les dijo que no podí­a ejecutarlo de aquella manera, porque lo que le proponí­an «era contra todo arte» y que de hacerlo como ellos decí­an se vendrí­a abajo. Pero esas eran las ocasiones que ni Ignacio de Echavarrí­a ni Juan Antonio de Elguero dejaban pasar sin dejar cumplida constancia de su prepotencia y, a pesar de las protestas del carpintero, le obligaron a cambiar el proyecto por el diseñado por ellos. Y así­ se hizo.

Poco después se hundió el tejado nuevo y también los muros, dañados, amenazaron con caerse. El pueblo protestó de la intromisión de aquella pareja y algunos alzaron su voz para pedir que las reparaciones se hiciesen a cuenta suya, pero nada pudieron contra el poder de aquella familia. De forma que hubo de practicarse una nueva sisa en el municipio para recomponer la averí­a.

Resulta tan histriónico que parece un pasaje sacado del Quijote, pero ésta era la triste realidad de Barakaldo hace 200 años y fueron aquellas familias las que levantaron el palacio de Larrea.

Escrito por Goyo Bañales

1 comentario

  1. Carlos Alberto Larrea Tovar

    Gracias por la informacion.

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