
La audacia política del nacionalismo barakaldés, 1898-1936 (IV)

LA APUESTA DEMOCRÁTICA DE 1936
La experiencia republicana da cuenta por tercera vez de la especificidad barakaldesa. Los primeros años republicanos fueron de desconcierto y el nacionalismo se replegó sobre su reconstrucción y reafirmación como movimiento de masas. Pero a partir de 1933, cuando la dirección del PNV marcó un objetivo claro (la consecución del Estatuto), los nacionalistas barakaldeses desplegaron sus considerables energías y, de nuevo, como en 1917 y en 1922, desarrollaron en función de su específica coyuntura las premisas de la nueva estrategia para sobrepasar, por tercera vez, a la dirección ofreciendo una audaz solución propia. Tras la caída del dictador, se reconstituyeron en diciembre de 1930 la Juventud Vasca y los batzokis de Alonsótegui y Burceña. La primera retomó sus planteamientos de 1922, se integró en el nuevo partido ANV y se alió con socialistas y republicanos en el bloque anti-monárquico con ocasión de las elecciones municipales. Por su parte, los nacionalistas de Burceña y Alonsótegui permanecieron fieles al reunificado PNV, se negaron a participar en el bloque antimonárquico y optaron por presentar candidaturas en solitario. Entre ambas opciones, el grueso de la comunidad nacionalista barakaldesa permanecía paralizada. Ante la incierta coyuntura política y el desafío planteado por la Juventud Vasca, los nacionalistas del casco urbano prefirieron poner en un segundo plano la reivindicación nacional y plegarse sobre la defensa de los contenidos sustantivos de su ideario, uniéndose a car- listas, católicos y dinásticos en la denominada candidatura católica. En ella se integraban aquéllos que años atrás habían defendido la alianza con la derecha de Altos Hornos, pero también figuras claves que más tarde ocuparían lugares destacados en la dirección del moviiento nacionalista local o el mismo Pedro de Basaldua que sería secretario del lehendakari Aguirre. Para estos sectores, la afirmación nacionalista no sólo no era una prioridad, sino, además, un peligroso elemento de división de los elementos católicos y de orden ante la amenaza de la izquierda. De ahí, que ni la sociedad Euskalduna ni el batzoki de Retuerto se reconstituyeran hasta bien entrado el periodo republicano y que los nacionalistas de Burceña se vieran obligados a defender la solvencia de sus candidaturas frente a la desautorización que implicaba la opción de los notables nacionalistas del centro. Serían necesarios estudios locales para establecer la actitud del nacionalismo en las elecciones que dieron lugar a la República y la representatividad de sus candidatos allí donde los presentó. En todo caso, en Barakaldo una parte significativa del nacionalismo se retrotraía a la coalición de fuerzas vivas de principios de siglo ante la amenaza que suponía el nuevo régimen republicano. En realidad, esta actitud no contradecía en exceso la estrategia del propio PNV, que poco después formó un frente antirrepublicano con carlistas y dinásticos. A pesar de su lógica si se atiende al integrismo y al antiliberalismo que seguía impregnando la ideología nacionalista, esta estrategia planteaba serias dificultades a la reconstrucción de una comunidad nacionalista tan compleja y madura como la barakaldesa. Mientras esta estrategia se mantuvo, no sólo el proceso de reconstitución institucional, y por tanto de la propia comunidad nacionalista, siguió bloqueado, sino que se produjo además una hemorragia en favor del proyecto de ANV, como muestran las expulsiones y bajas de los primeros meses de 1931 paralelas a la fundación de eusko-etxeas del nuevo partido en los barrios y el hecho de que la mayor parte del voto aeneuvista en las constituyentes de junio procediera de las candidaturas del PNV en las municipales. No fue hasta que la dirección del partido nacionalista rectificó esta primera estrategia de beligerancia antirepublicana y retornó a su tradicional posibilismo que la comunidad nacionalista ortodoxa recobró sus energías en Barakaldo. A partir de 1932 se inició un proceso de crecimiento y expansión que convirtió al nacionalismo ortodoxo en un impresionante movimiento de masas que movilizaba a más de un millar de socios de batzokis y unas doscientas emakumes a principios de 1933. Y no era sólo una cuestión de número, sino también de arraigo social. Frente a la hegemonía de las clases medias y altas en las directivas de otras opciones de la derecha como el carlismo, el catolicismo o Acción Popular, los dirigentes del nacionalismo presentaban un perfil social amplio y diversificado, con una presencia mayoritaria de los grupos populares. Este carácter interclasista del nacionalismo resulta también constatable en el análisis de sus bases electora- les a partir de 1933. Mientras el voto a la derecha estaba vinculado a las clases medias y altas, y contrariamente el de la izquierda a las clases bajas, el voto nacionalista resultaba independiente de la configuración social de los distritos y secciones. El potencial de este amplio frente interclasista se desplegó cuando la dirección nacionalista marcó una estrategia dirigida por la consecución del Estatuto. El nacionalismo barakaldés se movilizó contra las derechas en el gobierno, apoyó a sus presos, respondió a la destitución de sus concejales a causa del conflicto del vino con un renovado impulso en el proceso de construcción de la comunidad nacionalista (consultorio para solidarios en paro, ikastola) y siguió a la dirección nacionalista en su ruptura con el resto de las derechas. Tras las elecciones de 1936 y la reintegración de los concejales nacionalistas al consistorio, pronto se iba a hacer evidente que los nacionalistas barakaldeses iban más allá de la entente cordial con la izquierda que practicaba la dirección jeldike. Los concejales del PNV, algunos de ellos elegidos en 1931 por la candidatura católica, pacta- ron con socialistas y nacionalistas de ANV una solución al bloqueo institucional que vivía el ayuntamiento. Siguieron a los socialistas en su retirada por incompatibilidad con los concejales que habían permanecido en sus puestos durante el conflicto del vino (católicos y republicanos radicales) y llegaron a un acuerdo para recomponer el poder local a partir de la legitimidad derivada de la oposición a las derechas gobernantes en el bienio negro. Así, con los votos de PSOE, ANV y PNV se destituyó al alcalde republicano y se formó un nuevo gobierno municipal de mayoría socialista en el que los aeneuvistas se hacían con la segunda tenencia de alcaldía y una sindicatura y los nacionalistas del PNV con la tercera.
Las bases de este nuevo consenso aparecían en la moción conjunta que socialistas y nacionalistas (de ambas tendencias) presentaron en la siguiente sesión. La moción contenía una serie de declaraciones generales de carácter vasquista como la defensa del Concierto Económico, la autonomía municipal o, incluso, “el anhelo de derogación de la ley de 1839, destructora de la libertad originaria de nuestro pueblo”. Pero, además, incluía un programa de normalización institucional con el que se pretendía dar solución al problema vasco: elecciones municipales, elecciones para las diputaciones (“fin del vergonzante periodo de gestoras”) y aprobación inmediata en las Cortes del Estatuto vasco plebiscitado en 1933 (58). Se trataba, en definitiva, de un programa coherente de actuaciones para acabar con el bloqueo institucional vasco y consolidar un marco político democrático. El alcance de la apuesta nacionalista quedó claro cuando el gobierno Azaña convocó elecciones municipales con un nuevo sistema que incluía la antevotación del alcalde. El carácter mayoritario de la nueva fórmula, que impelía a los partidos a coaligarse para no perder la alcaldía o quedar fuera del ayuntamiento, hizo que el nacionalismo vasco hubiera de enfrentarse de nuevo al espinoso tema de las alianzas electorales. En muchas localidades, los nacionalistas buscaron el apoyo de la derecha para sus candidatos, como en Bilbao; en otras ciudades, como San Sebastián, monárquicos y nacionalistas apoyaron a un católico; mientras en Vitoria algunos jeldikes defendieron la unión católica. En Barakaldo la opción nacionalista fue bastante más audaz y subrayaba su apuesta por un modelo político basado en la legitimidad heredada de la oposición a los gobiernos del bienio negro. Nacionalistas e izquierda se batirían electoralmente, mientras la derecha y los católicos neutros habrían de plegarse previsiblemente a votar a los primeros. El punto débil de esta estrategia eran los nacionalistas de ANV. Si los nutridos efectivos aeneuvistas de la localidad se aliaban con la izquierda, al PNV no le quedaría más remedio que buscar el apoyo de la derecha monárquica y los católicos. La prueba de la importancia que los jeldikes barakaldeses daban a la creación de un único frente nacionalista fue la generosa oferta que realizaron a ANV: la alcaldía para el aeneuvista Miguel de Abasolo y el 50% del resto de la candidatura. Ante la propuesta, la Juventud Vasca dio de nuevo muestras de independencia de criterio con respecto a las estructuras partidistas en que se encuadraba. Puesto que ANV había firmado su integración el Frente Popular, la aceptación de la oferta supuso su expulsión y la de otros dirigentes, entre ellos la minoría municipal, del partido. De esta escisión nació una nueva formación, la segunda a la que daba lugar la díscola Juventud Vasca de Barakaldo, llamada Acción Vasca Autónoma. El proceso electoral fue suspendido a principios de abril, pero llegó a celebrarse la ante-votación para alcalde en la que el candidato socialista venció al nacionalista Miguel de Abasolo (58% a 41%). Sin embargo, no era el resultado el criterio para medir el éxito de la estrategia nacionalista, sino la procedencia de los votos. Una comparación con las elecciones a Cortes de febrero revela que la candidatura nacionalista había arañado votos a las izquierdas y además, y esto era lo importante, se había hecho con el grueso de la base electoral de la derecha no nacionalista. El nacionalismo barakaldés había conseguido el voto de carlistas, católicos y dinásticos, y no por medio del pacto o con un candidato católico, sino forzándoles a votar a un exintegrante del bloque antidinástico que había abierto la puerta del consistorio a los huelguistas de octubre de 1934. Con la audaz estrategia seguida en estas elecciones, el nacionalismo barakaldés apostaba por un marco político democrático y ofrecía una guía para su consolidación en el resto del País Vasco: la competencia electoral entre dos grandes bloques vertebrados por nacionalistas y socialistas. De alguna manera, era un retorno a la propuesta implícita en el fracasado pacto con la izquierda de 1918. En esta ocasión, sin embargo, el contexto vizcaíno no le era tan adverso. Muchas cosas habían cambiado desde aquel primer esbozo, entre ellas el propio nacionalismo barakaldés. La propuesta se formulaba tras una larga y compleja evolución en la que la prioridad conferida a la reivindicación nacional había acabado por arrinconar los principios integristas y antiliberales originarios. Esto permitió, a diferencia de 1918, realizar las concesiones necesarias a las izquierdas para que el proyecto fuera viable. Unas concesiones que otras fuerzas políticas y sociales españolas, incluidas las que partían de la tradición liberal, no fueron capaces de hacer. En su lugar, optaron por la guerra civil.
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ANTONIO FCO. CANALES SERRANO
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