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Oficios mineros (Mujeres en la minería)

Oficios mineros (Mujeres en la minería)

La gran demanda de mineral de hierro vizcaíno a partir del último ter­cio del siglo XIX, unido a los rudimentarios procedimientos utilizados en su extracción y transporte, requirió un elevado número de trabajadores. Inicialmente fueron jóvenes de las zonas limítrofes los que acudieron a las explotaciones y poco después, inmigrantes procedentes de diversas regio­nes españolas.

Los métodos de trabajo empleados, únicamente requerían de los traba­jadores, fortaleza física y capacidad de sufrimiento, dadas las precarias condiciones en que tenían que desenvolverse. Esta circunstancia obligó a que fueran muchos más hombres que mujeres los que llegaron «a las mi­nas», con el consiguiente desequilibrio en la población, que sólo con el transcurso de los años, fue igualándose.

Sin embargo, las mujeres desempeñaron un difícil y fundamental pa­pel en la cuenca minera vizcaína, pues no sólo asumían el cuidado y go­bierno de la familia, con frecuencia numerosa, en durísimas condiciones, que les obligaban en muchos casos a convivir con huéspedes (peones que trabajaban en las minas) para conseguir algunos ingresos complementa­rios, sino que trabajaban en las explotaciones o en actividades relaciona­das con las mismas.

En los lavaderos de mineral

Como ya hemos señalado en otras ocasiones, el progresivo agota­miento de los criaderos con mayor contenido de hierro, obligó a la explo­tación de los minerales, que anteriormente se habían desechado, siendo el más característico, los detritus formados por rubio mezclado con arcillas y rocas y que se conoce con el nombre de «chirta», que exigía un proceso de lavado (para la separación de los elementos estériles), antes de su utiliza­ción en los altos hornos o para la exportación.

Esta labor la llevaban a cabo, manualmente, las mujeres, en unas ins­talaciones conocidas como lavaderos.

El mineral procedente de las explotaciones, inicialmente, llegaba en vagonetas arrastradas por caballerías guiadas por un caballista, que fueron sustituyéndose por planos inclinados y tranvías aéreos, almacenándose temporalmente en una vertedera para, a continuación, ser transportado de nuevo hasta el trómel o instalación de lavado, consistente en un gran cilin­dro metálico giratorio, en el que se introducía el mineral por uno de sus extremos, al tiempo que se hacía circular agua en sentido contrario, de forma que se arrastrara toda la tierra e impurezas, más ligeras, que acom­pañaban al mineral, que una vez lavado caía sobre la mesa de separación.

Esta instalación consistía en un gran plato circular de hierro, de unos cuatro metros de diámetro, situada dentro de un edificio con un gran ven­tanal para su iluminación, que se abría con el buen tiempo y que giraba continuamente, situándose las mujeres de pie a su alrededor. Hacia 1920­1930, trabajaban en cada lavadero hasta catorce, que tras extender unifor­memente el mineral, utilizando una pala, con sus dos manos selecciona­ban y retiraban los elementos estériles contenidos en el material que iba pasando.

El mineral, ya limpio, caía por un hueco a una rampa y se almacenaba en el «puerto» del ferrocarril de Galdames, a la espera de su envío por este medio de transporte y el material no deseado era dejado en un cesto que cada una de las trabajadoras tenía a su lado, desde donde se llevaba en vagonetas al vertedero.

Las trabajadoras eran en su mayoría jóvenes solteras, aunque también había casadas con hijos y viudas, procedentes de la zona, que comenzaban a desarrollar esta labor con 14 años a las órdenes de un capataz o encar­gado. En ocasiones el trabajo lo efectuaban sentadas, dependiendo de la cantidad de impurezas que, en cada caso, traía el mineral.

Durante el trabajo no se les permitía hablar, ni cantar, pues se conside­raba que podían distraerse, y realizaban una jornada de ocho horas, con una hora de parada al mediodía (en verano, dos) para la comida «cocido arreglado», lo que hacían en el lugar de trabajo y que generalmente les traía de sus casas algún familiar.

El ambiente de trabajo era húmedo, pues el mineral llegaba mojado, y frío en invierno, por lo que encendían fuego en el interior del local y calen­taban sus pies poniéndolos sobre ladrillos calientes y, cada cierto tiempo y a turnos, les estaba permitido acercarse al fuego a calentar sus manos.

El trabajo no se realizaba a destajo, pero sí debían limpiar todo el ma­terial que les iba llegando, siendo su salario, en 1923, de 4 pesetas por jor­nada de ocho horas, por las que la empresa cotizaba al seguro de la época, lo que ha permitido tener derecho a una pensión de jubilación. Se prote­gían con un delantal que costeaban ellas mismas, pues el empresario no les facilitaba ninguna ropa.

En su trabajo eran asistidas por un pinche, muchacho aún muy joven para poder trabajar en las minas o minero imposibilitado (por edad o acci­dente), para realizar las tareas habituales, que les retiraban los cestos de estéril y hacían de aguadores, para lo que utilizaban un barril.

Hasta principios del siglo XX, cuando no había material a lavar o fal­taba energía eléctrica, las mujeres del lavadero tenían que ir a los puertos, donde en cestos llenos de mineral que colocaban sobre sus cabezas, lo acarreaban a los cargaderos, desde donde, en lanchas, llegaba a embarca­ciones mayores.

Trabajando con explosivos

La demanda de las explotaciones mineras fomentó la creación, en sus cercanías, de fábricas de explosivos, utilizados para la extracción de mineral de hierro, siendo una de ellas «La Magdalena» de Explosivos Modernos, S.A., en San Fuentes (Abanto y Ciérvana), que se puso en marcha en 1934.

Su actividad consistía en la elaboración de la mezcla explosiva, se­guida de la formación de cartuchos. La primera de las labores, se efec­tuaba en molinos mecánicos atendidos por hombres. La segunda, que tenía un gran contenido manual, era una labor realizada exclusivamente por mujeres, procedentes de la zona próxima, que pasaron, de las cinco ini­cialmente ocupadas en esta tarea, hasta sesenta, dos años después.

Proceso de fabricación

El cartucho consistía en un tubo, formado por una lámina de papel grueso enrollado sobre sí mismo, en el que se introducía el explosivo en forma de polvo negro (sabulita).

Para la obtención de los tubos se partía de hojas de papel recortado en varios tamaños, uno para cada medida. El trabajo lo realizaban las muje­res en su propia casa, fuera de la jornada laboral, «para completar el sa­lario». Las trabajadoras llevaban de la fábrica, cada día, 2 pliegos de 1.000 hojas cada uno, y el doble los fines de semana, «para aprovechar el domingo», y ya en su domicilio, iban enrollando el papel sobre un tubo metálico, de la medida adecuada, que utilizaban como patrón, «el man­dril», para seguidamente doblar uno de los extremos sobre sí mismo y me­terlo en su interior. Los tubos, así formados, se metían en cajas y eran re­tornados a la fábrica por las mismas trabajadoras.

El rellenado de los citados tubos con el explosivo se efectuaba en la fá­brica, en un edificio alejado del de su elaboración, para reducir riesgos en caso de accidente. Las trabajadoras lo recibían en forma de polvo negro, a granel, y lo vertían a una tolva de la máquina de envasar, de donde salía por una boquilla impulsado por un tornillo sinfín que giraba continuamente.

Las trabajadoras, sentadas frente al aparato, cogían con una mano el tubo de papel vacío y lo embocaban en la boquilla, con lo que iba llenán­dose; cuando esto ocurría, lo retiraban y, rápidamente, debían colocar otro vacío, mientras que con los dedos de la otra mano plegaban el extremo abierto y lo introducían en el tubo, cerrándolo para evitar la salida del ex­plosivo. La sustitución del tubo lleno por el nuevo vacío, debía ser muy rápida, para evitar la pérdida de polvo, pues la máquina no se detenía.

Los cartuchos rellenados se depositaban en cestas metálicas, en posi­ción vertical, con la que se sumergía en parafina líquida con el fin de que, esta sustancia, empapara el papel y lo protegiera de la humedad.

Finalmente, los cartuchos se preparaban para su expedición, para lo que las trabajadoras los agrupaban en paquetes de 2,50 kilogramos cada uno, manualmente sobre una mesa, que envolvían en papel y los ataban con una cinta de algodón, para seguidamente, sumergirlos de nuevo en parafina. Se terminaba la labor envasándolos en cajas de madera, que un carpintero construía en la propia fábrica, para de esta forma ser enviados a las explotaciones mineras.

Trabajando de la forma descrita, una mujer llegaba a llenar del orden de 1.500 cartuchos de explosivo en una jornada de 8 horas.

Aprovechar los conocimientos

Durante la Guerra Civil, la fábrica se dedicó a la elaboración de bombas de mano. Las partes metálicas se recibían del exterior y las tra­bajadoras las rellenaban de explosivo, de la misma forma que lo hacían con los cartuchos, para finalmente y a mano, montar el sistema de cierre y disparo.

Durante este período, el trabajo se efectuaba de noche, para evitar los bombardeos, que afortunadamente, no alcanzaron a la fábrica. aunque tu­vieron, en más de una ocasión, que salir corriendo al sonar la sirena que anunciaba la llegada de aviones bombarderos.

El trabajo era repetitivo y requería habilidad manual, y aunque no es­taba exento de riesgos, las antiguas trabajadoras no recuerdan accidentes especialmente graves.

Al ser ocupada la zona, estas mujeres tuvieron que hacer frente «a las responsabilidades de haber fabricado material de guerra».

Responsables de barracones, albergues y posadas

La explotación de la cuenca minera vizcaína alcanzó los niveles más altos en los últimos años del siglo XIX, con el consiguiente aumento de los trabajadores ocupados. A partir de esta fecha su número fue disminuyendo a medida que la caída de la demanda obligaba a cerrar las minas, hasta que, casi siete décadas más tarde, cesaron totalmente la actividad.

En el informe, referente a las explotaciones mineras de Vizcaya, del Instituto de Reformas Sociales (Madrid 1904), se estimaba el número de mineros en 11.411, y poco después, en 1910, tanto la Asociación de Patro­nos Mineros de Vizcaya, como la Inspección General de Minas de la provincia, elevaba esta cifra a 13.000. Hay que tener en cuenta que en la época no se consideraban como mineros y por lo tanto, no se incluían en las evaluaciones precedentes, entre otros, a trabajadores de las explotacio­nes como mecánicos, carpinteros, herreros o cargadores de muelles.

La zona minera no disponía de viviendas para alojar a los gallegos, leoneses, sorianos o zamoranos, que llegaban en busca de trabajo sin sus familias, careciendo de cualificación profesional alguna y que solían ser contratados como eventuales, representando del orden del 70% de los ocu­pados en las explotaciones. El restante 30% eran fijos, en raras ocasiones peones, habitualmente casados y con arraigo en la zona en la que dispo­nían de viviendas. En ocasiones dejaban las minas, cuando el trabajo rea­lizado en las mismas les eximía del cumplimiento del servicio militar.

Para resolver el grave problema de la falta de alojamiento, las compa­ñías mineras construyeron barracones cerca de las explotaciones, que después de la Guerra Civil, pasaron a llamarse albergues, al frente de los cuales había un responsable, en ocasiones mujeres. También fueron im­portantes las llamadas casas de peones y las posadas.

Barracones

Los barracones eran de madera y de capacidad variable, generalmente en torno a cincuenta personas, y tenían indudables ventajas para las em­presas mineras, al facilitar alojamiento y manutención a los trabajadores cerca de las explotaciones, a menudo alejadas de los centros urbanos y además de una cierta eventualidad, por el posible agotamiento de los filo­nes, en cuyo caso podían desmontarse y trasladarlos al lugar que conside­raban más conveniente. Al imponer la estancia obligatoria de los mineros, bajo multa de medio real diario a principios del siglo XX, en caso de resi­dir en otro lugar, se aseguraba su presencia cercana.

Los mineros preparaban su comida juntándose en grupos y dormían en camastros colocados sobre una tarima y separados por tablas. A principios del siglo xx pagaban 0,25 pesetas diarias por la estancia y no podían aban­donar los barracones después de las nueve de la noche. Desde el punto de vista higiénico, su situación era lamentable, incluso para la época.

La situación de los barracones fue mejorando con el transcurso de los años, dejando de ser obligatoria la estancia de los mineros. La interven­ción del General Loma, con motivo de la huelga de 1980, contribuyó de forma importante a esta positiva evolución, aunque no llegaron a prohi­birse, como al parecer quiso imponer.

Estas singulares instalaciones, fruto de la situación socio-política de la época, se administraban por empleados de las compañías mineras, apli­cando, generalmente, criterios inflexibles. Hay que recordar que alberga­ban hombres, en su mayoría jóvenes, con larguísimas jornadas laborables (doce horas hasta 1890 y diez y media posteriormente, que no siempre se cumplían) que se llevaban a cabo en muy duras condiciones con retribu­ciones muy precarias.

Albergues

Al término de la guerra civil, el problema que había dado lugar a la construcción de los barracones, en el último tercio del siglo XIX, seguía vi­gente, es decir, por un lado la falta de alojamiento para los trabajadores que llegaban a las minas y por otro, el interés de las compañías de mante­nerlos cerca de las explotaciones y con un cierto control. Todo ello hizo que se mantuvieran las antiguas instalaciones e incluso se transformaran otras para utilizarlas como vivienda, si bien, pasaron a llamarse albergues, lo que la cultura popular no acabó de asumir.

Los albergues seguían siendo, en algunos casos de madera y en otros de ladrillo, aunque no faltaban las adaptaciones, como las de las antiguas cuadras de las caballerías, utilizadas en el arrastre de vagonetas hasta las explotaciones mineras. En el albergue de Orconera, los lavabos, situados en el exterior del edificio, eran los antiguos bebederos de los animales. Su capacidad no era uniforme, situando generalmente, en torno a cien mine­ros y disponían además, de la cocina, una sala que hacía de comedor y dormitorio (con separación cada cuatro camas en dos hileras) y taquilla individual. Cuando las condiciones fueron mejorando, contaron con du­chas, aunque insuficientes y lavabos, así como con un botiquín de urgen­cia, conocido como «la enfermería».

Las grandes empresas mineras, propietarias de los albergues, nombra­ban entre sus empleados a los que debían administrarlos, los que en oca­siones, a su vez, subcontrataban los servicios que debían prestarse (co­cina, dormitorios, limpieza, etc.). De estas tareas se ocuparon, entre otras mujeres, Ricarda Allúe (1913) y Angelines Arroyo (1924).

Los gallegos siguieron siendo mayoritarios entre los mineros inmigran­tes, junto con asturianos, andaluces y notable presencia de extremeños, en su gran mayoría jóvenes. Al término de la segunda guerra europea, solda­dos alemanes trabajaron en las minas, hospedándose en los albergues. La rotación de los mineros era elevada; «a los tres días de faltar al trabajo los echaban y tenían que dejar el albergue». Generalmente estaban ocupadas todas las plazas, «la empresa decidía quién entraba», por lo que los trabaja­dores tenían que «ir de posada» o a las llamadas «casas de peones».

Las funciones básicas de los subcontratistas eran, la preparación de las comidas, la limpieza general y los dormitorios. La alimentación (desayuno, comida y cena), se basaba en legumbres (garbanzos, alubias y lentejas), y huevos fritos. En ocasiones pescado o como plato único, patatas guisadas con carne de caballo o la llamada «carne barata». Al anochecer sopa y agu­jas en escabeche. Recogían en su plato lo que les servían de una gran pe­rola e iban al llamado comedor. El administrador de la empresa visitaba en ocasiones las instalaciones y revisaba el servicio prestado.

Mediados los años cincuenta del siglo pasado, los trabajadores, que utilizaban los albergues de Orconera, pagaban 14,06 pesetas diarias a las empresas por los servicios y 1 peseta, también cada día, a la encargada (subcontratista y sin que se le cotizara a la Seguridad Social). Además, la compañía le abonaba otra peseta por albergado y día. También aportaba los alimentos, utensilios y enseres considerados necesarios en la época y el material de limpieza. Si el subcontratista utilizaba a terceras personas, lo hacía por su cuenta. El control de la empresa sobre el uso de las mer­cancías que aportaba era riguroso.

En los albergues también se prestaban a los mineros otros servicios, como el lavado y planchado de ropa, por lo que se les cobraba una canti­dad previamente acordada.

Eran frecuentes los retrasos en los pagos de los mineros y el abandono de los albergues, llegando a establecerse sistemas de control (no se les li­quidaba la nómina sin confirmación de que habían pagado el albergue). También se originaban problemas con el plus familiar «los puntos», que los que los percibían, tenían que enviar a sus familiares por los que cobra­ban, lo que en ocasiones no cumplían.

En el recuerdo ha quedado el perro «Overedo», que ayudaba a regre­sar al albergue a los mineros que, sobre todo los fines de semana, tenían problemas para hacerlo por sí mismos.

Hay que imaginarse la fuerte personalidad de estas mujeres para diri­gir un albergue, con un centenar de jóvenes mineros que llegaban tras una dura jornada con el clásico saco de arpillera en la cabeza protegiéndole la espalda, que vivían solos y comparativamente, mal pagados, con muy es­casa formación, a los que tenían que imponer una disciplina y solventar, en ocasiones, situaciones difíciles.

El paulatino cierre de las minas y la mayor disponibilidad de aloja­mientos para los mineros, hizo que los albergues fueran cerrándose, sobre todo, a partir de los años cincuenta del siglo XX, aunque algunos, como Concha de Orconera, siguieron prestando sus tradicionales servicios hasta casi los primeros años setenta.

Posadas

Además de los barracones, más tarde llamados albergues, los mineros dedicados básicamente al arranque y transporte de mineral, ocupaban vi­viendas construidas por las empresas, conocidas como «casas de peones», por las que pagaban un alquiler y que tenían que abandonar «en un plazo máximo de tres días» en caso de dejar su trabajo en la compañía. También era habitual que los trabajadores se hospedaran en posadas, viviendas en las que moraba uno y, en ocasiones, dos matrimonios y que se habilitaban para que pudieran residir más personas. Al desaparecer los albergues aumentó su importancia, aunque en general, sus problemas higiénicos fueron frecuentes.

Mercedes Arroyo (1928), que había colaborado con su hermana M.a Ángeles en el albergue de Orconera, regentó, durante los años cincuenta, una posada donde residían 7 u 8 mineros, que eran conocidos como «po­saderos».

Los huéspedes desayunaban, comían y cenaban en la posada. Los ali­mentos que cada uno elegía y que Mercedes Arroyo compraba por cuenta de ellos y preparaba en siete u ocho pucheros «en una chapa de carbón», cobrándoles «el coste». Lo habitual era huevos fritos con patatas, o «lo que ellos trajeran». Dormían en una habitación de tres camas y en otra contigua en literas, «que ensuciaban mucho por la clase de trabajo que ha­cían».

Aunque Mercedes no recuerda haber tenido problemas, eran frecuen­tes las comparaciones de los «posaderos» sobre la calidad de los servicios que recibían en las distintas posadas dando lugar a diferencias y litigios. Los mineros de peor comportamiento, por sus costumbres o retrasos en los pagos, solían tener problemas para encontrar alojamiento.

Carmelo Urdangarin

José María Izaga

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