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Luchana, Zuazo, Argalario (Perfiles Baracaldeses)

Luchana, Zuazo, Argalario (Perfiles Baracaldeses)

Argalario (2)LUCHANA

Allá por el mes de diciembre del año 1836, Espartero, al frente de sus tro­pas, consiguió la victoria en la ba­talla de Luchana, de tanta transcen­dencia que por ella otorgose a aquel caudillo el tí­tulo de Prí­ncipe de Luchana. El nombre del hoy popular barrio bara­caldés está, pues, unido con histórica reso­nancia a los fastos de las guerras civiles del pasado siglo.

Luchana es sin disputa alguna, después del Desierto, la localidad de la anteiglesia, más importante en cuanto a número de habitantes, comercio e industria. Su crecimiento ha sido tan grande en los últimos años que hoy apenas si quedan en sus proximidades algunos huertos diseminados, sacrificados sus renombrados te­rrenos hortí­colas en aras del desarrollo de la población y del progreso industrial.

Humos blancos, amarillos, grises, rojos y negros coronan la barriada con el nimbo del trabajo fabril. Las fábricas, la rí­a, fin de lí­nea del ferrocarril de La Robla y del minero de la Orconera, estación de primer orden: ferrocarril de Bilbao a Portugalete y Santurce, carretera general de incesante tráfico, la tónica general de este barrio, eminentemente obrero, es el trabajo. Trabajo y trabajo, mucho trabajo con ­su secuela de ruidos; ruidos chirriantes: trenes y tranví­as, trepidar de máquinas, silbidos penetrantes de las sirenas de raro trémolo,  bufidos de locomotoras, estrépitos de cargas y descargas de vagones y bolquetes, pesado rodar de camiones y carros, ronquidos de los claxons… ruido ensordecedor y atmósfera pesada por los humos densos. Así­ es Luchana, como un suburbio londinense.

Actualmente, en la rí­a, el trají­n es mucho ­menor debido a la casi total paralización del comercio exterior a causa de la contienda vigente. Los buques, como gigantescos mastines permanecen meses y meses atados con grandes ­cadenas, cables tirantes y gruesos chicotes a las boyas del canal y a los bolardos del muelle.

Los cargaderos de mineral están repletos de piedras de hierro impacientes por precipitarse en rojo alud a las vací­as bodegas de los barcos. Las gabarras, varadas en el fango de las orillas, semejan en su incesante bostezo bocazas ham­brientas de monstruosos cetáceos aprisionados por el cieno.

Y así­ la rí­a, mansa, mansa, ha perdido en esta época su ruidoso temperamento. El «Zo­pimpa», popular «nao corsaria» luchanesa, digna por sus hazañas de particular historia, duerme pací­fica bajo un cargadero. Los viejos luchaneses, aquellos dí­scolos bebedores de potes, hablan y no acaban de sus continuas querellas con tripulaciones completas de buques de banderas extranjeras que, después de abun­dosas libaciones, creí­anse aquí­ dueños de una í­nsula por ellos sojuzgada. ¡Ah, si hablaran la mal adoquinada carretera de Luchana y el camino rojizo de Erotabarrí­a! Un marino luchanés nos refirió la sorpresa que experimentó una vez, hace unos años, en un figón de Tron­dhjem, puerto de Noruega, al oí­r en correcto castellano la popular canción:

«Qué paliza les dimos ellos a nosotros»

Quien así­ cantaba era un imponente no­ruegazo que años atrás habí­a perdido un ojo en una de las refriegas de Bitoricha.

Los muelles han sido siempre centro de operaciones de individuos de existencia hampona y holgazana. Hoy dí­a son raros estos ejemplares en el muelle de Luchana. Sin em­bargo no causará extrañeza a los habituados a pasear por este arrabal el que uno de estos caballeros», que están de tumbada en el terraplén o en la arboleda de Orconera, se incorpore desusadamente y dirigiéndose al paseante le pida un pitillo con indolente cor­tesí­a, expresándose así­: Eh, my frend, ekarri un pitillo s’il vous plait. Si accede, dirá: thonk you, amigo, o, ekarriasko, my boy. El frecuente contubernio de palabras de distintos idiomas es el lenguaje de estos vagos «polí­glotas». Ellos y ciertas damas amigas suyas, portadoras de sendas cestas de cacahuetes, constituí­an hace unos años la nota pintoresca del muelle de Luchana.

El pescador de la rí­a es inconfundible. «No le veremos como al arrantzale de Ber­meo o Santurce manipulando con las redes con un haz de remos a la espalda ni tam­poco le confundiremos con el pescador de costa o de rí­o, provisto de caña u otros trebejos de pesca. El pescador de la rí­a es el obrero del taller o de la fábrica que aprovecha los ratos de ocio para dedicarse a la captura de angulas, anguilas, quisquillas y carramarros. Para lograr estas últimas especies va provisto de varios quisquilleros, rudimentarios aparatos que consisten en trozos de harpillera cosidos a unos aros de alambre y colgantes de cordeles. Se atan estos aparatos a las estacadas, cables, cabrios y pretiles del muelle y se introducen en las aguas. La carnada preferida por las quisquillas son las tripas de pescado fresco, mientras que los carramarros, si deciden dejarse atrapar, lo harán más a su gusto cebados por el bacalao salado. En los dí­as de turbiada utilí­zase para la pesca un respetable mamotreto llamado rastra, también de harpillera, alambre y cuerda, cuyo manejo exige el esfuerzo de dos o más personas. Cuando se levanta el artefacto, que ha sido arrastrado largo trecho por el agua rozando las paredes del muelle, el pescador de la rí­a de Luchana sabe muy bien seleccionar las anguilas, quisquillas y carramarros de las mil porquerí­as que han penetrado subrepticiamente en la rastra.

El sistema de las jirrias es sin duda el más fructí­fero para los pescadores de la rí­a si bien sólo lo pueden ejecutar sus privilegiados propietarios, requiriéndose además disponer de bote, chinchorro, chanelo u otra embarca­ción. Consisten las jirrias en trozos de harpi­llera en forma de saco cargados de limo, que átanse a las estacadas y maderamen se­ñaladores del dragado de la rí­a. En la baja ma­rea acércanse los pescadores con su nave a los lugares donde previamente han sido fi­jadas las jirrias, que son luego levantadas cuidando de colocar un cedazo debajo; sacú­dese entonces la jirria cayendo la pesca al cedazo al desprenderse del barro al que ha estado adherida. Quien haya pasado de noche por el muelle de Luchana y haya visto e! singlar de los chinchorros a la luz de la lana que platea la superficie de la rí­a; quien haya oí­do las hermosas canciones de los levanta­dores de jirrios al compás del chapoteo de los remos; quien esto haya visto y oí­do puede estar seguro de haber disfrutado de tan románticas escenas como lo puedan ser las de las reputadas noches venecianas.

Muchas cosas quedan en el tintero que darí­an un cabal conocimiento de este barrio laborioso, tan querido y conocido por nos­otros. Id por allí­ los que no le conocéis. Id por allí­. No os asusten los rostros tiznados de los obreros del transbordo de carbón ni los extraños atuendos de los trabajadores de la fábrica de alquitranes. Saludadles, cono­cedles y veréis cuánta es su educación y mesura, cuánto hay en ellos de hombrí­a de bien y cuán pronto conquistan vuestra esti­mación. Luchana, como ellos, tiene hosca y ceñuda la fisonomí­a; pero es acogedor con quien se le acerca y entrañable con quien le quiere. Id por allí­, adentraos en él, hurgad su corazón y os convenceréis de lo bueno y honrado que es este barrio obrero, este barrio de humos y ruidos.

ZUAZO

Estamos en la verde colina de Mucusuluba – mal llamada la Tarifa y también Monte Cabras-y a nuestros pies levántase altiva la casa-torre de Zuazo capitaneando una pequeña tropa de caserí­os. Escúdase el poblado al abrigo de la colina contra los furores del septentrión y enciérrase en un cí­ngulo de gravas centenarias muy bien determinado por la ruinosa calzada que por Subichúbeta, Zuloco y Récachu se dirige a San Vicente y por la carretera que desde este último lugar se lanza rectamente hacia Retuerto con el único col de Egusquiaguirre. Serpentea el rí­o sombreado por los chatos tamarises y extiéndese la vega, suave, suave, como un pañuelo de seda verde en rectangulares porciones dividida. Más lejos dibújanse ro­tundos los contornos de los montes en este dí­a de extraordinaria visibilidad, hija del viento sur, el gran pintor de paisajes. Arriba, en lo azul, las blancas nubecillas navegan blandamente. Por la famosí­sima cuesta de Egusquiaguirre descendemos a la ancestral aldea que tiene el sello de los tiempos re­motos.

En Juriendo, en el cruce con el camino que viene a Arteagabeitia, nos encontramos con un fornido boyero, al hombro la agui­jada, que trae el mismo paso cansino de su yunta. En el mismo umbral de Zuazo, a la vera de la añeja fuente, dos arrechas comadres baracaldesas platican animadamente.

Rubias mazorcas de maí­z cuelgan de las balconadas de los caserí­os y en !as portaladas descansan kokos, azadas, pericachos, escobas de bereso y otros aperos de labranza. Un borriquillo mamador chupetea en la ubre de su madre hasta que cansado la abandona y comienza a retozar en la pradera. Mugen las vacas en los establos y se oyen lejanos aullidos de canes. En las heredades, los hortelanos laboran inclinados mostrándonos los remiendos.

Nos conmueve profundamente la estancia en este lugarejo de nuestro pueblo al que es­tamos tan hondamente vinculados. Es segu­ramente este lugar el que mejor conserva las pristinas esencias baracaldesas a pesar de su proximidad con la ya crecida ciudad de El Desierto. Aquí­ se encierran las viriles caracterí­sticas de la raza. Si en la urbe nos sentimos cosmopolitas, en Zuazo nos sentimos baracaldeses,  ahincadamente baracaldeses, indí­genas acérrimos, respetuosos con la ­gleba de que vivieron nuestros abuelos

¡Salve a Zuazo secular!

Mas ¡ay!, ¿hasta cuándo podrás resistir ­rincón amado, la invasión de la vorágine industrial? Quisiéramos que eternamente. Que cuando nuestro cuerpo decline, nuestros hijos y los de nuestros hijos vengan, como ­nosotros, de vez en cuando, a asomarse al ventanal de Mucusuluba y ante tu venerada  visión aquieten sus espí­ritus en los momentos fatigados.

La tarde luminosa declina sumiéndonos en grata y placentera melancolí­a. Las amas de casa preparan en los llares ennegrecidos ­la clásica porrusalda. Lo delatan los tenues ­penachitos de humo que asoman por las  chimeneas.

En el umbral de Zuazo, a la vera de la añeja fuente, las dos arrechas comadres baracaldesas, que habí­amos visto horas antes siguen platicando animadamente. Y siguen hablando hasta que el reloj de la torre parro­quial de San Vicente deja caer pesadamente las ­siete campanadas. Entonces las prisas y entonces las imprecaciones. «Estas tardes de Mayo no tienen nada, Filo». «Ya hemos de hablar otro dí­a con más espasio, Frisca». Y se despiden. Las dos arrechas comadres baracaldesas que han iniciado a mediodí­a su animado parloteo, se retiran entre sombras, insatisfechas y presurosas, con el cántaro a ­la cabeza.

Riela el sol poniente. Muere la tarde nitida. Esfúmanse los contornos de los montes en la noche que avanza. Los aullidos de los canes en la lejaní­a tienen ahora acentos más lúgubres. Y ascendemos por la famosí­sima cuesta de Egusquiaguirre, donde la noche nos traga voraz.

Ya Zuazo duerme, duerme tranquila la  patriarcal aldea con el sueño reposado de siglos. Sin prisas. Sin vorágine. Con calma.

¡Salve a Zuazo secular!

ARGALARIO

Ha nevado copiosamente durante la pasada Noche. Por la mañana caen todaví­a, más len­tamente, los blancos vellones. Somos los primeros en hollar el inmaculado manto de nieve que arropa las calles de la población y dejamos atrás las redondas huellas de las tachuelas.

Cuando llegamos a Mesperuza ya ha cesado la pausada lluvia de pétalos blancos. Esta aldea montés, seductora en todo tiempo, tiene hoy el hechizo de una delicadí­sima estampa suiza.

Nos fascina la visión de la loma de Belga­rris y de la barrancada de Pasajes. Están borrados los caminos. Ascendemos paralela­mente a una lí­nea de encantadores árboles de navidad que son estos pinos jóvenes cubiertos de blanca túnica.

Y alcanzamos el somo de Santa Lucí­a, que resalta en el cautivante paisaje. Otros cuarenta minutos de marcha ascendente, y después de remontar los picos del Sel y de la Mota coronamos la cumbre del monte Argalario, acodada al final de la sierra de Triano, desde donde vigila, tutelar, a Baracaldo.

Ordeñadas por los ángeles las vaquillas del cielo Argalario, ha recibido el regalo de dos palmos de nieve esponjosa que sólo a nosotros, sus visitantes, permite pisar. ¡Gracias, abuelo venerable de barbas blanquí­simas! Bien nos compensas, montaña generosa, el esfuerzo realizado en tu escalada.

Y gozamos desde aquí­ de los más bellos paisajes alpestres. Vemos al portentoso Ereza cubierto con blanco capuchón semejando a un monje magní­fico. Allá abajo, sepultado en el fondo del valle, El Regato, al que miramos arrobados, El Regato sencillo y pobre, pobre y sencillo como Bethelem. Nos aturde un momento el espejismo de la nieve. Los montes vecinos Aldape, Ganeran, Pico de la Cruz, Mendí­vil, Bitarracho… se yerguen, se yerguen y bailan «a lo suelto» en mangas de camisa una fenomenal zambra de cí­clopes. Pero la mente se aquieta contemplando otras seduc­toras aldeas de nacimiento: Gorostiza, So­brecampa, Aguirre, Susúniga… que esmaltan valles y laderas. El poblado de Arnábal da la nota de inquietud, empingorotado en la roca como nido del águila. Arnábal parece caer al abismo. Las rojas entrañas de los montes mineros discordan en este ambiente de albura.

En la esplendente llanura montañosa en­cuéntrase una casucha abandonada que sirve de aprisco a las ovejas. Estamos en la que fue vivienda solitaria de Juan de Urcullu, el famoso Juanchu el de Argalario, que durante años y años llevo por los montes y extramuros baracaldeses su azarosa vida de juglar.

Hace ya mucho tiempo, antes de que Juan­chu pasara al somo de Artiba y a su cha­bola de Bacuña, tuvimos con él una casual entrevista en esta su lobuna morada de Argalarí­o. Aún nos parece que flota entre los muros que se desmoronan la imponente figura del rapsoda montesino.

En aquel lejano dí­a fuimos sorprendidos en estas proximidades por una lluvia torren­cial y corrimos a la cabaña para guarecernos. En el umbral nos detuvimos paralizados por el pánico. Oí­anse dentro unos formidables ronquidos que vení­an ventoleros por las fisu­ras de la puerta. Calmóse nuestro ánimo al descubrir que los tales ronquidos eran pro­ducidos por un ser humano. Era Juanchu, que dormí­a. Dormí­a vestido, sobre un jergón de helechos secos y crepitantes. En su labio inferior se sostení­a una colilla apagada. Des­pertóse con el ruido que hicimos al abrir la puerta desvencijada. «¿Ande vas por aquí­, majillo?», nos preguntó campechano sin sentirse molestado por nuestra intrusa pre­sencia. Le indicamos quiénes éramos, y al sabernos nieto de un buen amigo suyo nos prodigó de rústicas atenciones.

Un ardiente ósculo de nuestro pitillo encendió su apagada colilla. Y hablamos. Hablamos de su vida, de sus lejanos amorí­os y de sus enjundiosas jotas baracaldesas, en las que campea espontáneo el fuego divino de la poesí­a. Nos reveló varias leyendas y fábulas que creen a pies juntillas las candoro­sas gentes que habitan por estos agrestes pa­rajes y de las que él conocí­a muy bien el se­creto. Y aquel dí­a nos saturamos de atávico baracaldesismo con la compañí­a de Juanchu, el hombre de la montaña.

Este aprisco montaraz, estos valles, estos montes y barrancos cubiertos hoy por ní­veas galas virginales añoran los retumbantes ¡breas! con que Juanchu cerraba sus jotas baracaldesas viriles y pujantes. Hoy, Juanchu, asilado en el palacio que regaló a los baracaldeses don Antonio de Miranda, solí­citamente atendido por las beneméritas monjitas, avizora, ensoñador, «su» monte Argalario, donde discurrió la mayor parte de su vida libre y alegre como la de los pájaros sus compañeros trovadores.

Por Ernesto Perea Vitorica

Tomado de La Gran Enciclopedia Vasca

 

1 comentario

  1. Joel

    Me ha encantado la descripción medio histórica medio leyenda de Zuazo, ya que he nacido en ese barrio y sigo viviendo.

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