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Las Ferrerí­as primitivas

Las Ferrerí­as primitivas

Ignoramos cuándo tuvieron sus comienzos. Cabe suponer que fue bastante remoto y se debió, probablemente, a la aportación de influencias culturales externes procedentes del Oeste y de la Meseta castellana, o venidas desde el Oriente a través de los valles pirenaicos occidentales. Esas influencias iniciales informaron y desencadenaron las relaciones entre los hombres y el medio y dieron lugar a las primeras actuaciones encaminadas a la obtención del hierro en nuestros territorios comarcales, donde seguramente se conocí­an y practicaban ya algunas otras de las metalurgias de la Antigí¼edad prehistórica.

Hasta comienzos del S.XIII (aplicación de la rueda hidráulica a la ferrerí­a para accionar los fuelles o barquines y dos siglos mes tarde para mover los martinetes) las ferrerí­as buscaron, como lugares ideales de localización, algunos claros de los bosques, para de este modo poder disponer fácilmente de las grandes cantidades de madera y de carbón vegetal necesarias en sus trabajos metalúrgicos. Estos se aplicaron sólo al beneficio de «menas» ricas (hematites seleccionadas), no sometidas a ningún tratamiento previo; y posteriormente se utilizaron también «menas» lavadas y troceadas golpeándolas con martillos, labor muy dura encomendada al aprendiz o gatzamalle.

Una u otra de tales primeras materias era después mezclada con carbón o lefia, y dicha mezcla se hacia arder apilándola en montones rodeados por un cerco de troncos o de piedras. Cuando terminaba la combustión, se deshací­a el apilado y se separaba la parte rica en gránulos metálicos escoriformes -la agoa- para calentarla de nuevo (ahora en un pequeño hoyo) a fin de agregar el metal formando un tocho o lingote rudimentario, que era forjado largamente golpeándolo con mazos o martillos accionados a mano; durante esta segunda «calda», el fuego era avivado soplando sobre él a través de celas huecas.

Las pequeñas ferrerí­as de monte a que acabamos de referimos -Ilamadas agorrolas- trataban sólo reducidas cantidades de menas, no superiores a veinte o treinta quintales en cada operación; pero luego fueron creciendo, tanto en número como en terreno, y en ellas se instalaron ya hornos de fábrica, hechos con piedras o con ladrillos. Estos hornos serian, probablemente, de forma cilí­ndrica y de dimensiones parecidas a los existentes en las caleras, aunque de momento su estructura y sus restantes particularidades permanecen casi totalmente ignoradas, por ser muy escasos y de incierta procedencia los restos que hemos Ilegado a conocer. En ellos se cargaban el carbón (robles y castaños del paí­s) y la mena, calcinando y troceando generalmente ésta antes de mezclarla con el reductor, también troceado; durante el proceso de reducción se practicaba un soplado elemental (como el precedentemente descrito) insuflando aire a través de tubos o canas huecas, introducidos, a través de la pared, en la zona inferior del horno. Ese aire procedí­a de fuelles muy primitivos, hechos con pieles de cabras o de ovejas y accionados a brazo o con los pies.

Procediendo de esta manera, aunque no se conseguí­a fundir el metal, Ilegaban a obtenerse zamarras o agoas esponjosas de hierro, que se transformaban posteriormente en lingotes, forjándolas a mano cuando aún estaban calientes.

Además del tipo de agorrolas precedentemente descrito, hubo también otros centros siderúrgicos -Ilamados ferrerí­as menores- que solamente preparaban la agoa o arragoa, Elevándola luego a otra ferrerí­a mayor para completar el proceso de metalurgia con el afino y el forjado del metal recibido; y existieren asimismo, especialmente en los siglos avanzados de la Edad Moderna, diversos talleres cuya única ocupación era el trabajo de forja, para mejorar con él la calidad de los hierros industriales, antes de su comercialización.

A partir del siglo XIV, y aún más en las centurias siguientes, el desarrollo económico-social alcanzado exigió un nuevo incremento de las actividades siderúrgicas, al ser solicitados de éstas no solo productos primarios (lingotes y barras) sino también numerosos transformados o productos secundarios, tales como laminados, alambres, clavaz6n, herramientas de taller, y para la agricultura, cerrajera, anclas y, sobre todo, armas, para las que era necesario disponer de aceros de calidad adecuada, que fueron elaborados cada vez mejor, alcanzando notable prestigio.

En la época a que nos referimos, al consumo interior, ya muy importante, se unió la expansión continuada del comercio exterior, permanentemente acrecentado y extendido por las costas atlánticas, hacia el Nuevo Continente y hacia los piases del Mar del Norte y del Báltico, así­ como hacia los territorios del Mediterráneo, donde se Ilegaron a alcanzar las zonas más orientales del mismo.

Todas estas circunstancias reclamaron, como condici6n indispensable, la mecanización del trabajo realizado en las ferrerí­as; y éstas cambiaron entonces sus lugares de emplazamiento, pasando de los montes («Ferrerí­as de ladera») a los rí­os («Ferrerí­as de agua») para aprovechar en éstos la energí­a mecánica obtenida de los saltos de agua, fáciles de equipar convenientemente en numerosos puntos de sus cauces. Esos saltos disponí­an de caudales a veces bastante importantes, y sus alturas útiles oscilaban, por lo general, entre cinco y diez metros, estando equipados con una o dos ruedas de paletas emplazadas al término del canal por donde recibí­an et agua remansada en las presas; y para regular el movimiento de las citadas ruedas hidráulicas, deteniéndolo o modificando su velocidad, existan unas compuertas o registros, que uno de los ferrones accionaba desde su puesto de trabajo en et interior de la ferrerí­a.

 

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Actualizado el 05 de noviembre de 2024

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