Desarrollismo, inmigración y poder político local: el problema escolar en Barakaldo
El rápido crecimiento de la economía española en la década de los sesenta fue acompañado de corrientes migratorias sin precedentes desde el campo a las zonas urbanas. Esta afluencia masiva de inmigrantes planteó el mismo tipo de problemas en los lugares de recepción, básicamente nuevas demandas de equipamientos y servicios colectivos hacia las autoridades municipales. En muchas zonas, especialmente las periferias de Barcelona, Bilbao y Madrid, el crecimiento de la población fue de tal magnitud que desbordó a los ayuntamientos, ya fuera porque las soluciones escapaban a sus competencias o por falta de recursos. Pero también es cierto que las nuevas demandas actuaban sobre unas autoridades locales más acostumbradas a controlar a la población y a ejercer el poder que realmente a la gestión municipal. Ya no se trataba como en la larga post-guerra de tomar posiciones en las luchas de capillas entre los vencedores, ni de encuadrar y controlar a una población depauperada y atemorizada; era necesario ofrecer respuestas a las nuevas necesidades que el cambio económico y social, pero especialmente demográfico, planteaba.
La incapacidad de las autoridades locales para dar este salto cualitativo parece haber sido la tónica común en las ciudades españolas. La inhibición, la inercia administrativa, la vinculación a intereses especulativos y, finalmente, la ineptitud caracterizaron su actitud ante la realidad caótica y carente de servicios en que se desarrollaba la vida cotidiana de buena parte de la población. Sin embargo, la sociedad urbana española
de los sesenta ya no era la sociedad atemorizada de los cuarenta. Los mecanismos de control de la población al servicio de las autoridades locales resultaban inoperantes y, sobre todo, el propio régimen abría espacios a la crítica, especialmente a través de la prensa. Estos cambios crearon un cóctel explosivo en el que la ineptitud y el autoritarismo se combinaban con la incapacidad para frenar la creciente crítica ciudadana. El ámbito vecinal acabó erigiéndose en un sordo motor de deslegitimación del régimen, mucho menos espectacular que los conflictos laborales o estudiantiles, pero más extenso en la medida en que afectaba a amplias franjas de la población, incluidos sectores no politizados anteriormente o sin contacto con el nuevo movimiento obrero o estudiantil.
Este artículo explora estos cambios en el Barakaldo del desarrollismo. En él se compara la situación creada por la inmigración en los cincuenta y en los sesenta, dando cuenta de cómo la realidad de mediados de los sesenta impuso a las autoridades locales nuevas reglas de actuación substancialmente diferentes a las anteriores. Este cambio se analiza al hilo de las carencias en la escolarización.
- El pre-desarrollismo barakaldés
1959 constituye una cesura clave en la periodización del régimen franquista. El Plan de Estabilización cerró la larga etapa de miseria y estancamiento autárquico y dio paso a una fase de crecimiento económico sin precedentes, una de cuyas manifestaciones más importantes fueron las corrientes migratorias desde las regiones rurales a las zonas industriales. Vizcaya, y Barakaldo en concreto, no desmienten esta imagen. A lo largo de la década de los sesenta la población vizcaína se incrementó en un 40%, al igual que la barakaldesa. Sin embargo, este crecimiento acelerado a consecuencia de la inmigración no era un fenómeno nuevo en Vizcaya. Durante la década de los cincuenta el crecimiento de la población vizcaína había sido también considerable (32,54%). Barakaldo vivió en esos años una verdadera explosión demográfica: la población barakaldesa prácticamente se dobló durante los cincuenta.
Otros municipios del Gran Bilbao como Arrigorriaga, Basauri, Echevarri, Portugalete o Santurce crecieron también por encima del 75%. De hecho, el crecimiento del Gran Bilbao en los cincuenta fue prácticamente similar al de los sesenta. Existe, por tanto, un desfase en la cronología del cambio económico entre Vizcaya y el resto de España. Los procesos que se señalan a partir de 1959 para el conjunto de las zonas industrializadas de España se anticiparon una década en Vizcaya. Este desfase encuentra su explicación en los efectos de la política autárquica sobre la industria vizcaína. La reserva del mercado interior que garantizaba la autarquía y la relajación de la intervención gubernamental en los cincuenta permitieron un crecimiento económico importante en esta década. Esta reactivación económica, por limitada que fuera, tuvo efectos multiplicadores sobre las industrias barakaldesas, y de la margen izquierda en general, que se convirtieron en polo de atracción de inmigrantes para el conjunto de un país que a duras penas recuperaba los niveles de actividad y renta anteriores a la guerra. Muestra de ello fueron las aproximadamente 27.000 personas que llegaron a Barakaldo en los cincuenta. La magnitud del fenómeno queda ilustrada por el hecho de que por cada cuatro barakaldeses de 1950 habían llegado casi tres inmigrantes a finales de
la década.
Los problemas asociados a la inmigración masiva se planteaban, pues, en Barakaldo ya en los cincuenta, incluso con mayor intensidad que en la década posterior. Sin embargo, no tuvieron la trascendencia política que tendrían en los sesenta. Y es que la primera oleada migratoria se produjo en un momento en que las autoridades locales mantenían todavía firmemente el control sobre la población y contaban con el apoyo represivo del poder central. No existían por tanto resquicios para la crítica que actuara como contrapunto a la versión oficial de la realidad.
1.1. Llaneza y la inmigración
El control de la población y la inexistencia de crítica no implicaba que esta avalancha humana no desbordara a las autoridades locales y, todavía más, a la mentalidad del sempiterno alcalde barakaldés José M.ª de Llaneza. Llaneza se había hecho con el poder local en junio de 1937 y, rodeado de un grupo de fieles carlistas, monopolizó el poder
local durante 26 años. Más integrista que propiamente carlista, Llaneza había sometido a la población barakaldesa a un intenso programa de coactiva recristianización nacional-católica que paulatinamente fue cediendo paso a un discurso obrerista de tono paternalista. Este paternalismo obrerista de Llaneza entroncaba con una identidad local ligada a la industrialización y orgullosa de la cualificación y el bienestar de los obreros barakaldeses frente a una España de campesinos pobres y escasamente cualificados.
Esta concepción había llevado ya en 1940 a que Llaneza se quejara ante las autoridades provinciales de las dificultades que encontraban los obreros barakaldeses desmovilizados y retornados de campos y prisiones ante la substitución de mano de obra que se había producido en las empresas locales desde la entrada de los nacionales. Daba cuenta Llaneza de la existencia de muchos trabajadores locales que habían perdido sus puestos de trabajo «por efectos lógicos de la contienda pasada bien sea por haber pasado por campos de concentración o batallones de trabajadores o por otras causas», mientras «van cubriéndose estos puestos por combatientes o personas que sin reunir esta condición proceden de otras provincia o pueblos de España». El escrito resulta ilustrativo del barakaldesismo paternalista de Llaneza que priorizaba a los trabajadores locales represaliados frente a los recién llegados, incluidos los excombatientes, pero también de su visión del fenómeno migratorio. Trabajar en uno de los principales focos industriales de España era poco menos que un privilegio que era necesario regular, máxime cuando los que intentaban acceder a él anteponían intereses materialistas a su misión patriótica y «halagados por dejar su pueblo y faenas del campo abandonan estas tareas agrícolas tan necesarias para la prosperidad de España».
Esta percepción no cambió en dos décadas. En 1957 Llaneza se dirigía al ministro de Gobernación para quejarse de que «de un tiempo a esta parte la afluencia enorme e incesante de familias enteras desplazadas con este fin sin tener previamente resuelto el problema aludido de alojamiento, sino también el mismo de trabajo a que aspiran» planteaba multitud de problemas. Reclamaba el alcalde medidas que regulasen «estos desplazamientos en masa, continuos y un tanto alegremente y por tanto poco meditados» y evitase que los recién llegados «se compliquen y nos compliquen la vida en un peregrinar en demanda de trabajo y vivienda». No deja de ser significativo tanto de la mentalidad de las autoridades franquistas como de los cambios que se avecinaban
que uno de los argumentos que Llaneza esgrimiese fuera el del control político de la población: «al no disponer más que con medios muy limitados de policía de seguridad y vigilancia y no poder controlar debidamente las filiaciones políticas de nuestros vecinos, poder constituir un grave peligro en caso de una alteración del orden público». Como en 1940, las peticiones de Llaneza no fueron atendidas. Sólo obtuvo repuesta del Director General de Trabajo que establecía que «dicho movimiento migratorio no plantea una situación de paro, la demanda de mano de obra es claramente superior a la demanda de colocación» y se desentendía del resto de los problemas planteados por el alcalde: «En cuanto a otros problemas que se plantearon como son la escasez de viviendas de índole sanitaria y moral, etc. tampoco podemos entrar en ellos por no ser de la competencia de este Ministerio». No cabía esperar, pues, que el Estado regulara las corrientes migratorias y evitara al Ayuntamiento tener que enfrentarse a los problemas que el crecimiento vertiginoso de la población planteaba, máxime cuando se
producía en una localidad tradicionalmente mal dotada de infraestructuras.
1.2. Las prioridades de las autoridades locales
Ya en los primeros cuarenta la gestión de Llaneza se había dirigido a la construcción de infraestructuras, como el edificio de Correos y la Escuela de Maestría, que se presentaban como la prueba del progreso y bienestar que ofrecía el régimen de Franco. En 1954 el Ayuntamiento había realizado inversiones por valor de 35 millones de pesetas y en 1962 esta cantidad se había disparado hasta los 233. El 60% de esta inversión municipal se dirigió a la construcción de viviendas que constituía el problema más acuciante. En 1962 el Ayuntamiento había participado en la construcción de 2.358 nuevas viviendas. Pero la inversión municipal no era suficiente, pues sólo suponía una vivienda por cada 17 nuevos habitantes. A partir de 1955, las regulaciones estatales ratificaron el tradicional paternalismo social de las grandes empresas barakaldesas obligando a la construcción de viviendas en función de su plantilla. En 1962 Euskalduna había construido en Barakaldo 700 viviendas, Altos Hornos 507 y la Sefanitro 120. Pero ni siquiera estas intervenciones empresariales satisfacían las necesidades. Estas eran de
tal magnitud que incluso de las asociaciones locales partieron iniciativas de construcción. Así, el Centro Gallego construyó 320 viviendas, el Círculo Burgalés 110 y la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos 194. Un sólo dato ilustra el crecimiento desmesurado de Barakaldo en estos años: entre 1937 y 1962 se construyó el doble de las viviendas que existían al acabar la guerra, es decir, dos terceras partes del Barakaldo de principios de los sesenta se habían construido después de la guerra.
El Ayuntamiento podía presumir, así, de que el número de personas por vivienda en la localidad había descendido de los 5,42 de 1937 a los 3,93 de 1962, «a pesar de cuantas miserias se escriben sobre las condiciones lamentables en que viven muchos vecinos de Baracaldo». .
Mas la vivienda no era la única necesidad que la inmigración planteaba. A cuestiones como alumbrado, alcantarillado o asfaltado y al grave problema del abastecimiento de agua, se añadía la necesidad de ofrecer servicios educativos a la nueva población.
La inversión en educación más importante de los años cuarenta fue la construcción de la Escuela de Orientación y Formación Profesional, posteriormente conocida como de Maestría Industrial, inaugurada por el Caudillo en 1944. La obra era plenamente coherente con el carácter fabril de Barakaldo y con la identidad local ligada a la industria, además de con las expectativas de movilidad social intergeneracional de una parte significativa de la población. En este sentido, la Escuela de Maestría suponía un salto cualitativo con respecto a las escuelas de aprendices de las fábricas, como la inaugurada en Sestao por Altos Hornos en 1942.
En los años centrales de los cincuenta la Escuela vivía una eclosión y pasaba de 448 alumnos en 1954 a 792 en 1958, es decir, un 76,8% de incremento en cinco años. Sin embargo, esta importante inversión en formación profesional contrastaba con graves carencias en la enseñanza elemental y con la inexistencia de otras ramas de enseñanza media.
Para atender a la creciente demanda de enseñanza elemental se construyeron a lo largo de los cincuenta tres nuevos grupos escolares en Larrea, Alonsótegui y Luchana, pero se trataba de una inversión claramente insuficiente. En 1962 sólo el 43% de la matrícula de enseñanza elemental correspondía a las escuelas públicas. El resto se dividía entre las escuelas de Altos Hornos con un 11,9% y los diferentes centros privados, básicamente religiosos, que captaban al 44,5% del alumnado.
Además, estos porcentajes no reflejan la relación cualitativa existente entre pública y privada. El 37% de la matrícula pública correspondía a párvulos, es decir, niños y niñas entre los cuatro y seis años, ya que según reconocían las propias autoridades municipales «los numerosos Colegios particulares absorben, principalmente, alumnos comprendidos en superiores edades…». Las escuelas públicas asumían, por tanto, una función principalmente asistencial de custodia de los niños más pequeños, mientras las religiosas se centraban en la instrucción de buena parte de ellos cuando crecían. Este predominio de estas escuelas religiosas en el nivel elemental se convertía en hegemonía en la enseñanza media no profesional. Los institutos de Barakaldo y Portugalete formaron parte de los 52 institutos públicos (31,5% del total existente en 1937) clausurados por el régimen tras la victoria. Como en el resto de España, la Iglesia se apresuró en Barakaldo a cubrir este vacío. El colegio de los Padres Paúles, fundado significativamente en 1944, permitía a 600 alumnos estudiar bachillerato.
La escasa inversión pública estaba en la base de la edad de oro que
vivían las escuelas privadas, y básicamente las religiosas. Las posibilidades de expansión eran tales que en 1962 estaba previsto que comenzaran a funcionar en breve un grupo escolar de los Padres Páules con capacidad para 1.500 alumnos y otro de las Misioneras Seculares de Jesús Obrero para 600. Sin embargo, a pesar de esta inflación de escuelas privadas y de los tres nuevos centros públicos, el conjunto de las escuelas barakaldesas era incapaz de absorber el aumento de la población en edad escolar sin deteriorar seriamente indicadores como la media de alumnos por profesor: en 1962 era de 47, mientras que en 1937 había sido de 36.
Esta privatización y deterioro de la enseñanza elemental en Barakaldo no era fruto de las limitaciones presupuestarias. Ciertamente, el vertiginoso aumento de la población y los escasos recursos municipales dejaban poco margen de maniobra a las autoridades locales, pero aún así el análisis de las diferentes partidas de gasto permite afirmar
que existía un orden de prioridades en el que las escuelas elementales no ocupaban un lugar destacado. Para Llaneza la recristianización de la población se situaba por delante de la educación elemental, incluso en el terreno de las inversiones, tal como indica el gasto municipal en templos. Desde el final de la guerra se habían construido cuatro iglesias y el convento y escuelas de las Hijas de la Cruz. El Ayuntamiento había invertido 14 millones en acabar con la tradicional carencia de infraestructuras religiosas, prácticamente el doble de lo que habían costado los tres nuevos grupos escolares. Si se cuenta la Escuela de Maestría, se había gastado lo mismo en templos que en infraestructuras educativas. Incluso el Círculo Cultural Recreativo, pretendido foco de irradiación de la cultura oficialista y en la práctica centro de sociabilidad del franquismo local, había costado tanto como las escuelas.
Las inversiones realizas por Llaneza era coherentes tanto con su integrismo como con el obrerismo paternalista que inspiraba su discurso. La Iglesia se beneficiaba por activa y por pasiva: recibía inversión directa en templos y sus escuelas vivían una edad de oro ante la insuficiencia de la inversión en escuelas públicas. El barakaldesismo obrerista de Llaneza se plasmaba en la inversión en infraestructuras que se presentaban como la prueba del progreso y el bienestar que los obreros alcanzaban bajo el régimen de Franco. En este sentido la construcción de viviendas ocupaba un lugar destacado, pero también la cuantiosa inversión en la Escuela de Maestría, la mitad de lo gastado en infraestructuras educativas. El análisis de las inversiones municipales revela, sin embargo, que a pesar de la propaganda oficial las autoridades locales estaban muy lejos de haber satisfecho las necesidades planteadas por el crecimiento de la población. Pero este no era un tema que hubiera de preocupar a Llaneza, ya que los barakaldeses sólo estaban en condiciones de agradecer lo hecho, no de criticar a las autoridades por lo
que faltaba por hacer. Esta importante asimetría, que nunca debe olvidarse cuando se estudia la búsqueda del consenso bajo el primer franquismo, se relajó notablemente en los años siguientes.
- Las nuevas reglas de los sesenta
En los sesenta el flujo migratorio hacia Barakaldo se moderó. Frente al 84% de incremento en los cincuenta, en esa década la población creció en torno al 40%, en parte debido a unas tasas de crecimiento natural muy elevadas. La situación, por tanto, parecía en principio menos dramática que en el decenio anterior. Sin embargo, a mediados de la década se afirmaba una realidad que establecía nuevas reglas para la
actuación de las autoridades locales. La sociedad de los sesenta no era ya la sociedad atemorizada y férreamente controlada del período anterior. El régimen, sin abandonar nunca los mecanismos represivos, buscaba el consenso a partir de la mejora en las condiciones de vida. Esta voluntad de ganarse a la opinión pública implicaba una cierta apertura a la crítica y un cierto margen de actuación para la prensa que se sintetizó en la Ley de Prensa de 1966.
El ámbito local se perfilaba como una pieza clave en esta apertura a la crítica. Era, de hecho, la esfera del régimen cuya desprotección permitía obtener los mayores beneficios con los menores costos. Por un lado, la gestión municipal ofrecía un amplio espacio para la crítica que no tenía por qué cuestionar los principios básicos del régimen y, llegado el caso, el poder central podía sacrificar a las autoridades locales congraciándose con la ciudadanía. Por otro lado, los ámbitos que se desprotegían relativamente no eran ni mucho menos secundarios o de escaso interés: constituían la desastrosa realidad cotidiana de la mayoría de los españoles. Estos cambios colocaban a las autoridades locales en una situación muy difícil. De hecho, no hacía falta criticar, bastaba con poder nombrar la realidad urbana de la España de los sesenta para ponerlas en serios aprietos. Si a eso se añadía, como en el caso de Barakaldo, la mala gestión y la torpeza en el trato con la prensa, el descrédito alcanzaba cotas alarmantes para el propio régimen.
2.1. El laisser-faire de Ingunza
En 1963 Llaneza era nombrado gobernador civil de Álava y abandonaba la alcaldía después de 26 años de mandato. Tras su cese hacia arriba se encontraba el desafío que planteó a Altos Hornos con su negativa a modificar el Plan de Ordenación Urbana para acceder a las pretensiones de la empresa sobre la Vega de Ansio, única zona en la que la ciudad podía crecer ordenadamente. Su sucesor fue el abogado de los sindicatos verticales Luís Ingunza, primer teniente de alcalde desde 1958 y en el equipo de gobierno desde 1949. Promocionado por Llaneza, el nuevo alcalde era un hombre sin actuación política de pre-guerra, formado en las instituciones del régimen y ligado ya no tanto a tradiciones políticas como a intereses de hecho. En este sentido, a lo largo del conflicto que le costó el cargo a Llaneza, se mostró favorable a las pretensiones de la empresa.
Inguza no cambió las tendencias hacendísticas del período de Llaneza. A lo largo de los sesenta Barakaldo siguió ocupando los últimos lugares en inversión por habitante del Gran Bilbao. Incluso perdió posiciones relativas; en 1967 sólo Santurce y Arrigorriaga se situaban por detrás. Esta escasa inversión iba unida a una de las presiones fiscales por habitante más bajas de este grupo de municipios. No entraba, pues, en los planes de Ingunza aumentar la intervención municipal. Por el contrario, consideraba que la inversión anterior respondía a una situación excepcional que había quedado resuelta con los proyectos de Llaneza. Así, en la entrevista concedida con motivo de su nombramiento, manifestaba que «ya no existe problema de vivienda en Baracaldo, debido a que los movimientos de trabajadores hacia acá disminuyeron bastante y en la actualidad el ritmo de crecimiento de Baracaldo es completamente normal, por lo que basta para atenderlo con la iniciativa privada en este sentido». Semejante diagnóstico realizado en un año en que la población local se incrementó nada menos que un 8% da la medida de la política del nuevo alcalde. Si incluso la inversión en viviendas que había sido la prioridad de Llaneza podía ser ya abandonada, poca atención cabía esperar para otros ámbitos tradicionalmente postergados como el educativo. En este aspecto Ingunza se mostraba igualmente autocomplaciente. A pesar de señalar que la enseñanza era el problema que más le preocupaba, confiaba en dejar resuelto el problema con los proyectos en marcha heredados de Llaneza, entre los que destacaba un instituto de bachillerato y una escuela de peritos de minas. Su única propuesta de futuro era la elaboración de un censo escolar para cuya confección recababa la colaboración del vecindario y de los directores y maestros de las escuelas. Ante la creciente contradicción entre bienestar privado y carencias colectivas, que según C. Molinero y P. Ysàs caracterizaba las condiciones de vida de los años sesenta, la postura de Ingunza era la inhibición.
2.2. El problema de las escuelas
A pesar de la autocomplacencia de Ingunza, la escolarización de los niños barakaldeses estaba lejos de haberse resuelto dos años después de su nombramiento. El 10 de enero de 1965 J.M. Portell publicaba en La Gaceta del Norte la noticia de que un grupo de estudiantes buscaba locales para dar clases voluntariamente a los niños del municipio sin escolarizar, siguiendo el ejemplo del coadjutor de Santa Teresa, Pedro de Solavarría, que atendía a cuarenta alumnos en un sótano. La noticia revelaba las novedades que se habían producido en relación a la década anterior. Por un lado, el papel de la prensa haciendo públicas las insuficiencias de la gestión municipal; por otro, la actuación de sectores de la Iglesia vasca con un compromiso social que les alejaba del acomodaticio consenso franquista. En este sentido, Pedro de Solavarría fue cura obrero, participó y lideró las movilizaciones vecinales posteriores y finalmente fue cabeza de lista de HB en la localidad.
La noticia provocó una reunión de la Junta Municipal de Enseñanza para estudiar soluciones a lo que en palabras del alcalde era ya «el innegable problema de falta de escuelas». En la reunión se hacía básicamente un repaso a los proyectos por aprobar o atascados por diversas razones y se decidía acelerar la confección del censo escolar que Ingunza había anunciado dos años antes. Quedaba claro que las autoridades locales ni sabían cuántos niños estaban sin escolarizar, ni se habían planteado con seriedad encarar el problema hasta la publicación de la noticia. La advertencia del inspector que «llamó la atención a los asistentes sobre cierta campaña que apoyándose en una realidad de la insuficiencia de escuelas —que ningún organismo oculta— airean este
tema delicado» ilustraba su nerviosismo al hacerse pública su desidia.
Los temores del inspector no iban desencaminados. El 25 de enero, el coadjuntor de Santa Teresa, Pedro de Solavarría, planteaba el problema escolar de Barakaldo en una carta abierta publicada en la Hoja Oficial del Lunes. La carta cifraba en dos mil los niños sin escolarizar en Barakaldo y describía el reguero de despropósitos en materia educativa de las autoridades municipales. Ese mismo curso se había inaugurado el grupo escolar de Bagaza y se había nombrado a los maestros, pero no se contaba con mobiliario para comenzar las clases. 400 niños matriculados no habían comenzado el curso y los dos grados que habían comenzado el 10 de diciembre no tenían calefacción, ni electricidad, ni limpieza. Además, desde noviembre estaban sin clase los alumnos de
un grado del grupo viejo que había tenido que ser cerrado por peligro de derrumbamiento. Añadía el coadjutor que el alcalde se había desentendido del proyecto de maestros voluntarios, negándose a recibirles en tres ocasiones.
La reacción del gobernador civil ante la carta revela el autoritarismo instintivo que seguía presidiendo el régimen. A pesar de que los informes policiales confirmaban el malestar entre las familias de la localidad, el gobernador cerró filas en defensa de la corporación y atacó a los denunciantes. En este sentido, dirigió un escrito al obispo de Bilbao en el que concluía que «la crítica sana y constructiva es muy respetable y hasta digna de agradecer. La crítica destructiva y disolvente, como la que se encierra en la “Carta abierta” en cuestión, lo único que merece es la repulsa de todo el mundo, sobre todo cuando lo que persigue es simplemente poner en evidencia la actuación de la Autoridad». La negativa del Obispado de Bilbao a permitir el acceso a su archivo impide evaluar si la voluntad represiva del gobernador tuvo algún efecto sobre el crítico coadjutor. Sí que es posible establecer que las autoridades centrales no pensaban sancionar ni al sacerdote, ni al periódico. Por el contrario, no sólo desprotegían a sus representantes locales, sino que además hacían recaer sobre ellos toda la responsabilidad en el asunto.
La Dirección General de Enseñanza Primaria comunicaba que era perfectamente consciente de la situación y evaluaba el déficit de aulas en 111, además de la necesidad de renovar otras 10 ya existentes.
Pero añadía que en diferentes ocasiones «se ha dirigido al Ayuntamiento haciéndole presente la gravedad del problema escolar» y recordaba al gobernador que el Ministerio de Educación corría con el 80% de los gastos de edificación de nuevas escuelas y que incluso existían fórmulas para financiar el exiguo 20% que debía sufragar el Ayuntamiento. La respuesta del Ministerio de la Gobernación era todavía más contundente: advertía al gobernador que «si el contenido de dicha carta responde en absoluto a la realidad, la actuación del Sr. Alcalde de Baracaldo ha de constituir para V.E. un motivo de seria preocupación».
Mientras tanto, un Caballero Mutilado escribía al propio Franco denunciando la incuria del alcalde y la prensa seguía los avatares de los maestros voluntarios en la búsqueda de locales y voluntarios. Publicaba, además, testimonios como el de un padre al que el Ayuntamiento respondía que se considerara afortunado si después de cinco meses no había tenido respuesta a su solicitud de plaza escolar porque «el hijo de una señora que conozco tiene 13 años y todavía sigue esperando».
Ante la situación, el 26 de febrero el gobernador pedía el cese del alcalde al ministerio. Las autoridades locales barakaldesas descubrían con desasosiego el cambio en las reglas del juego: los niveles superiores del régimen no sólo no estaban dispuestos a acudir en su defensa, sino que les perfilaban como el chivo expiatorio del malestar ciudadano.
2.3. La agonía de Ingunza
Sin embargo, Ingunza no fue cesado, todavía. Incluso concedía en enero del año siguiente una entrevista a Portell. Posiblemente el alcalde esperaba reparar su deteriorada imagen pública, pero la publicación de la entrevista bajo el título de «El alcalde de Baracaldo se defiende» con un listado de acusaciones en letras de molde no debió de favorecer sus pretensiones. Y no era sólo una cuestión de tendenciosidad del periodista. Durante toda la entrevista Ingunza se batía a la defensiva ante los temas que se le planteaban. Reconocía sin pudor que se había desechado el proyecto de una importante vía de comunicación por la oposición de los propietarios afectados y, cuando Portell le planteaba el conflicto entre el interés general y el particular, contestaba que «el Ayuntamiento parte de que no es el Ayuntamiento el que hace el pueblo, sino el propio pueblo el que se hace a sí mismo». Seguramente no sería fácil encontrar una frase que sintetizara mejor la inhibición de las autoridades locales franquistas ante las necesidades planteadas por el desarrollismo.
Efectivamente, como reconocía Ingunza, Barakaldo se iba haciendo a sí mismo al margen de los planes y ordenanzas urbanísticas. Aludiendo a la tolerancia municipal ante este crecimiento anárquico, Portell volvía a criticar en mayo de 1966 al Ayuntamiento y concluía con la frase «algo va mal en Baracaldo». El instinto autoritario de la clase po-
lítica local se disparó automáticamente. Se redactaron varias versiones de una carta de protesta centradas en la descalificación del periodista por sensacionalista e insidioso y se recurría al populismo para reprocharle que su condición de hijo de familia de clase media le hacía desconocer las vicisitudes del común de los barakaldeses y, por tanto, insensible las mejoras que la corporación había realizado en su beneficio. Finalmente, se envió una versión más moderada firmada por los 17 concejales en la que, dolidos y ofendidos, apoyaban al alcalde y exigían explicaciones. La carta fue publicada, pero dentro de un artículo titulado «Insistimos: Algo anda mal en Baracaldo» en el que Portell daba cuenta detallada de varias irregularidades urbanísticas y de la, como mínimo, desidia de las autoridades locales. La carta con la que pretendían dar por zanjado el tema tuvo un efecto rebote que la corporación no había previsto: inmediatamente el gobernador requirió por escrito al alcalde una explicación sobre los puntos denunciados. Para los concejales franquistas era, sin duda, el mundo al revés. Pocos recursos les quedaban en su siguiente misiva de protesta al periódico más que dolerse de la insidia de quienes no apreciaban el favor que en realidad le hacían al pueblo al gobernarlo. Así, se presentaban como individuos desinteresados «procedentes de todas las clases sociales» que venían ejerciendo el cargo con «perjuicio de nuestros intereses particulares» concluían invitando a los interesados en la administración del municipio a entrar en la corporación en la próxima renovación.
En septiembre, el diario del Movimiento Hierro acudía en ayuda de Ingunza ensalzando los logros del consistorio barakaldés e informando de los proyectos del alcalde de construcción de un nuevo instituto de bachillerato, dos grupos escolares y un complejo deportivo con piscinas. Pero el esfuerzo del periodista de Hierro, a la sazón requeté de acción y excombatiente, por presentar una corporación dinámica y entusiasta, «llena de moceriles bríos», fracasaban cuando poco después La Gaceta del Norte se hacía eco de otra de las graves deficiencias de la localidad: el suministro de agua.
A pesar de la propaganda sobre las obras de construcción de pantanos, los cortes de agua venían siendo frecuentes desde finales de los cincuenta. El 3 de octubre La Gaceta del Norte publicaba fotos de las largas colas de mujeres y niños abasteciéndose con baldes, cubos y calderos ante las fuentes públicas instaladas al efecto y daba cuenta de que muchos vecinos llevaban más de dos meses sin agua. Añadía además vagas insinuaciones sobre desigualdades en el reparto por barrios.
Las autoridades barakaldesas habían aprendido poco de sus descalabros anteriores con Portell y cayeron en la trampa contra-atacando arrogantemente en defensa de la equidad en el suministro. Ciertamente, la nota remitida por el Ayuntamiento dejaba «suficientemente aclarado que las desigualdades en el abastecimiento de aguas de las distintas zonas de Baracaldo no suponen discriminación alguna por parte de este Servicio», tal como pretendía el ayudante de Obras Públicas que la firmaba, pero dejaba más claro todavía que la situación descrita por La Gaceta era absolutamente real, que los barrios sólo disponían de cinco horas de agua en días alternos y que la única solución del Ayuntamiento, de la que además parecía orgulloso, había sido instalar 18 fuen-
tes públicas para casi 100.000 habitantes.
El abogado de los sindicatos verticales que presidía el Ayuntamiento carecía de capacidad de respuesta ante una prensa que no redactara panegíricos. Sus intervenciones no hacían más que agravar una gestión desastrosa con actitudes autoritarias y prepotentes. Si el régimen pretendía mejorar su imagen ante una incipiente opinión pública, pocas alternativas le quedaban aparte del cese. Este se produjo finalmente en noviembre de 1967.
- Los años de descontrol
Tras el cese de Ingunza, el primer teniente de alcalde, Nicolás Larburu, director de la Escuela de Maestría, se hizo cargo accidentalmente de la alcaldía hasta enero de 1968 en que tomó posesión Luis Díez Marín. El nuevo alcalde era jefe de distribución de la margen izquierda de Iberduero y formaba parte de ese grupo de directivos de grandes empresas que iban tomando protagonismo en los consistorios en los años finales del régimen. Había sido concejal de 1955 a 1962, pero no acababa ahí su vinculación con el poder local: era hijo de un maestro carlista y dirigente de los sindicatos libres, concejal en 1937 y teniente de alcalde desde 1938 hasta 1955. En este sentido, no cabía dudar de su linaje y de su fidelidad al régimen. Sin embargo, a estas alturas el poder local estaba fuertemente erosionado. Díez Marín no había participado en la selección de los regidores, la prensa no cesaba de hacerse eco de los problemas de la localidad y en 1967 existían ya en Barakaldo cuatro asociaciones de cabezas de familias que planteaban legalmente las demandas vecinales.
En enero de 1969 el propio alcalde reconocía en un informe las graves carencias en los equipamientos y servicios colectivos. Se acumulaban en el Ayuntamiento más de tres mil peticiones para una media de diez viviendas municipales libres al año, y se cifraba el déficit de viviendas entre tres y cuatro mil. Gran número de calles estaba sin urbanizar y más del 50% de la superficie urbanizada necesitaba de nuevas instalaciones de alumbrado. Los pantanos del término eran insuficientes para abastecer a la población, especialmente en verano, y la falta de seis mil contadores más el mal funcionamiento de otros tantos hacía imposible conocer, y por tanto cobrar, cuánto consumía cada abonado.
Además, no existía en la localidad ninguna instalación deportiva aparte de la Ciudad Deportiva propiedad de Altos Hornos. Sólo el problema escolar parecía haberse aliviado. El escándalo de las escuelas de 1965 había obligado a las autoridades locales a abandonar la desidia que tradicionalmente había presidido su actuación. Se había terminado un grupo escolar con capacidad para 880 alumnos, se encontraba en construcción otro para 530, se estaba proyectando una escuela con mil plazas y se estaba gestionando la compra de terrenos para construir otras mil.
Todo ello suponía una ampliación del 35% en la oferta pública y de un 18% del total de plazas educativas. Aunque el segundo instituto prometido por Ingunza seguía a la espera de financiación, el cambio de actitud del régimen ante el problema escolar daba cuenta de su temor a la crítica y su interés por congraciarse con la opinión pública. Las carencias señaladas y la creciente presión ciudadana que generaban no dibujaban precisamente la mejor coyuntura para que Altos Hornos renovase sus pretensiones sobre la Vega de Ansio. En 1969 una comisión técnica convocada por el alcalde dictaminó en contra de nuevas modificaciones del Plan de Ordenación Urbana. Díez Marín no supo o no quiso imponer la férrea disciplina de unanimidades que había caracterizado la corporación con anterioridad. De hecho, el mismo primer teniente de alcalde y alcalde accidental Larburu había presentado una impugnación al Plan favorable a las pretensiones de Altos Hornos. El Pleno en el que se había de dirimir la cuestión ilustra la nueva realidad de la política barakaldesa a finales de los sesenta. La expectación era tal que parte del público tuvo que seguir los debates desde el vestíbulo ante la insuficiencia del local. Se decidió que la votación sería secreta y el alcalde abrió un turno de intervenciones en la que partidarios y detractores defendieron sus posturas «llegándose en algunos casos a posturas estridentes», según la crónica de Portell. La propuesta de Altos Hornos fue desestimada por doce votos contra seis. También se negó la corporación presidida por Díez Marín a autorizar el plan de Altos Hornos de sustituir el tradicional colegio de su propiedad por viviendas y un supermercado.
- La rectificación autoritaria
En septiembre de 1970, apenas 20 meses después de su nombramiento, Díez Marín era cesado. La larga mano de Altos Hornos parece vislumbrarse tras su rápida destitución, como tras la de Llaneza. Sin embargo, el enfrentamiento con el gran poder fáctico local no era la única razón. Novedades como los debates en el Pleno, las votaciones secretas, el público implicado, la presión de las asociaciones de cabezas de familia y el creciente protagonismo de la prensa asustaban al régimen que temía que la situación en la segunda ciudad vizcaína escapase a su control. Hacía falta un hombre enérgico capaz de reinstaurar la unanimidad y mantener la apariencia ante la opinión pública. Este hombre fue José Luís Alfonso Caño, un joven ingeniero de la SICE de treinta y tres años que no tenía experiencia política anterior, pero que contaba con la confianza del gobernador civil Fulgencio Coll.
Diferentes indicios parecen confirmar que el nombramiento de Caño respondía a una intervención decidida de las autoridades franquistas para cambiar el rumbo de la política barakaldesa. Su nombramiento se produjo significativamente justo antes de que comenzara el proceso electoral que había de renovar el consistorio. Las directrices de su programa de gobierno, anunciado a principios de 1971, no dejaban lugar a dudas sobre la rectificación que pretendía introducir. Se instauraba el «ante-pleno», es decir, una reunión previa de los concejales con el alcalde en su despacho para tratar los temas a llevar al Pleno. Se pretendía, así, acabar con esos plenos «vivos, discutidos y difíciles»
cuya pérdida lamentaba Portell desde La Gaceta. Se centralizaba, además, la relación con la prensa a través del delegado de prensa del Ayuntamiento, instaurando el monolitismo oficialista.
El éxito de la rectificación política de Caño era evidente cuando en mayo se decidía conceder a Altos Hornos el permiso para sustituir su colegio por viviendas. Como denunciaba escandalizado Portell, diez concejales habían cambiado el sentido de su voto tras la llegada del nuevo alcalde. El efecto de la decisión sobre el precario estado escolar del municipio obligó al nuevo alcalde a asegurar en la prensa que no se derribaría el colegio hasta contar con nuevas plazas escolares, mientras que Altos Hornos hablaba de una futura y magnífica Ciudad Educativa junto a sus instalaciones deportivas. Pero a estas alturas, incluso a Caño le iba a resultar difícil mantener la unanimidad de sus concejales, máxime cuando La Gaceta no perdía oportunidad para subrayar su cambio de actitud y las escasas garantías de que Altos Hornos cumpliera el compromiso de esperar a que se crearan las nuevas plazas escolares. En julio el tema volvió al Pleno que confirmaba en votación secreta la resolución favorable a la empresa, pero ahora por un estrecho margen de siete votos contra seis. Pueblo daba cuenta de «largos y a veces apasionados debates» y, sin duda, la tensión debía de ser grande, pues un teniente de alcalde falleció de un ataque al corazón a las pocas horas. A pesar de no haber conseguido disciplinar absolutamente a los concejales, Caño fue el hombre del régimen en un momento en que éste se cerraba sobre sí mismo. Las notas confidenciales de la policía revelan que el desinterés y la apatía eran generalizados ante las elecciones municipales de 1973. En un momento en que la movilización ciudadana y la incerteza política crecían, el régimen no estaba dispuesto a apertura alguna. Por el contrario, «tan sólo se habla hasta el momento de incluir entre los candidatos a personas de demostrada afección al Régimen, ya que se desea que no entren a formar parte de la corporación elementos disidentes que tan sólo traten de perturbar el normal funcionamiento de aquélla o de hacer una crítica destructiva». Se consumaba así el divorcio entre las autoridades locales y una ciudadanía crecientemente movilizada que
había de presidir la tormentosa transición municipal barakaldesa.
Antonio Fco. Canales Serrano
Dpto. de Historia y Filosofía de la Ciencia, la Educación y el Lenguaje.
Universidad de La Laguna
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