
La iglesia de San Vicente Mártir: fiesta y culto popular (III)

El interior del templo de San Vicente: arte y ceremonia
En este recorrido histórico-artístico por la iglesia de San Vicente, también debemos focalizar nuestra observación en el patrimonio del interior del templo. Si bien en nuestros días podemos contemplar escasas piezas artísticas, donde destacan el retablo mayor y el órgano, la promoción que hubo tras ellas y la relevancia que históricamente han tenido son dignas de estudio. Por no hablar de todo ese mobiliario desaparecido entre los años 1962 y 1963, teniendo en cuenta también las imágenes que han sobrevivido pero que hoy no están expuestas.
La retablística consiguió un notable auge en España en el siglo XVII, consecuencia de la religiosidad y valores didáctico-morales promulgados por la Contrarreforma tridentina a partir de 1563. Estos principios calaron en el arte con cierto retraso, pero una vez se introdujeron a finales del XVI, el retablo, referencia visual principal para el culto, se erigió como marco monumental principal de las imágenes y el sagrario. Las imágenes debían presentar un aspecto decoroso, basado en el rigor iconográfico y en la representación realista de los rasgos físicos. Asimismo, el sagrario se alzaba como elemento más importante del mobiliario litúrgico, al tratarse del depósito donde se manifestaba la presencia real de Cristo. El retablo, que goza de ejemplos de gran tamaño y calidad desde los siglos del gótico, adquiere, a partir del siglo XVII, una eficacia litúrgica y visual que se mantendría en los siglos venideros.
La realización del retablo mayor contó con un precedente a cargo del arquitecto Pedro de Cobreros, que José Lapoza se ocuparía de erigir. De planta cuadrada, tres calles y un cuerpo central con ático, el proyecto se entregó en 1871. La efigie de San Vicente, ubicada en el nicho de la calle central retranqueada hacia delante, la flanqueaban los lienzos de San Antonio de Padua y San Ignacio de Loyola, mientras que el ático lo componía el lienzo con San José y el Niño. Todo ello era rematado con un rompimiento de gloria, y al conjunto se le añadían quiebres en los frontones y entablamentos, jarrones con flamas y motivos vegetales de tradición decorativa barroca, como ya se estilaba en los retablos vizcaínos a partir de la década de los sesenta del siglo XIX.
Sin embargo, este proyecto no se llegó a materializar, y no sería hasta 1881 cuando el retablo actual sería construido, con Atanasio de Anduiza como responsable. Presenta menor ornamentación y una planta menos movida que el proyecto de una década antes, pero sigue apreciándose la tendencia ecléctica centrada en elementos neoclásicos como las columnas de orden clásico, la escasez de imágenes y el marmoleado de la superficie así como en recuerdos barroquizantes como cuerpos retranqueados y motivos vegetales. En el cuerpo central destaca la imagen del titular del templo, San Vicente. El retablo lo remata un Calvario, con Cristo Crucificado en el centro y la Virgen y San Juan Evangelista a sus lados. En la calle del lado del evangelio (a nuestra izquierda según miramos al altar) identificamos a San José con el Niño y en la de la epístola (a la derecha) la iconografía de San Antonio de Padua. La única imagen coetánea al retablo es la de San Vicente, puesto que el San Antonio de Padua y el San José son de factura moderna, mientras que el Calvario se fecha a inicios del siglo XVII. Bajo el nicho de San Vicente se sitúa el sagrario, de modestas dimensiones pero descrito, a mediados del pasado siglo, como objeto “precioso decorado en oro fino”.
No obstante, estas imágenes, a excepción de San Vicente, han sido añadidas posteriormente. Inicialmente el retablo incluía otra iconografía en sus calles laterales y en el ático: según la detallada descripción del año 1909, imaginamos un aspecto general muy distinto del que nos encontramos hoy. El sagrario lo rodeaba un tabernáculo de un metro de altura, rematado con la paloma del Espíritu Santo. A los lados de San Vicente, anexos a las paredes del retablo, lucían un Sagrado Corazón y una Inmaculada, mientras que en las calles laterales se encontraban las efigies de San José (evangelio) y San Isidro (epístola). La obra de mayor calidad artística, hoy perdida, se encontraba en el ático, y no se trataba de una talla sino de un lienzo pintado por Anselmo Guinea, que representaba a San Vicente defendido por un cuervo De hecho, las tallas descritas se determinaron en el inventario como imágenes “sin mérito artístico”.
A comienzos de la década de los 30, las imágenes del Sagrado Corazón e Inmaculada a los lados de San Vicente fueron excluidas y las efigies de los nichos laterales fueron sustituidas. A juzgar por una fotografía fechable en la década de los 50, a los lados de San Vicente no se encontraban las imágenes que se describían en el inventario de principios de siglo, mientras que en el nicho del lado del evangelio podemos distinguir un Sagrado Corazón y en el de la epístola el San José que en su origen se posicionaba en el lado contrario. Ambas imágenes, procedentes de los Talleres Castellanas (Barcelona), se preservan hoy en un armario fuera de la vista de visitantes y fieles.
Tras la reforma de 1962, el retablo se transformó notablemente: sus paneles se policromaron con marmoleados; se retiró el tabernáculo que enmarcaba el sagrario; las efigies medianas del Sagrado Corazón y la Inmaculada se colgaron en los muros laterales que hasta el momento habían ocupado dos retablos; una nueva imagen de San José con el Niño se ubicó en el nicho del evangelio y un San Antonio de Padua en el de la epístola; y el ático se retiró en su totalidad para reconstruir una nueva estructura protagonizada por la composición del Calvario.
Hasta 1962, año en el que el retablo mayor pasó a ser el único en toda la iglesia, la religiosidad popular también se manifestaba en forma de pequeños retablos. Las cofradías generaban una actividad importante para la vida de la parroquia, y cada una de ellas poseía un altar que engalanaban con cruces, candelabros y flores. Éstos se situaban en las capillas laterales del segundo tramo de la iglesia y en los laterales del presbiterio. Fue en 1880 cuando surgió la iniciativa de construir estos altares, debido a la excesiva sobriedad decorativa que la iglesia presentaba. Por consiguiente, aunque el protagonismo lo copara el retablo mayor, los actos de las cofradías y actos litúrgicos menores se centraban en los pequeños retablos que dotaban al interior de mayor riqueza decorativa y actividad ceremonial.
Uno de los retablos era propiedad de la cofradía del Rosario, con un sagrario dorado en el banco y presidido por una imagen de la Virgen del Rosario de tamaño natural. La cofradía de las Ánimas y la Soledad disponía asimismo de su altar, de mayor monumentalidad y ornato, con sagrario también en su parte baja. Las dos principales efigies que componían este retablo se conservan actualmente bajo el coro, aunque fuera de la estructura original: la Virgen Dolorosa, imagen de vestir esculpida en 1909 y procesionada en Semana Santa hasta que esta festividad dejó de celebrarse en Barakaldo; además del manto con el que hoy está cubierta, destacamos otro adquirido en 1956, hoy propiedad del Museo de Arte Sacro de Bilbao, que presenta unos ricos bordados dorados. A los pies de la Virgen, encontramos la urna del Cristo Yacente que Zorrozua fecha en la segunda mitad del siglo XVIII. Este Yacente también sirvió como imagen procesional, en varios formatos posibles: al ser una talla articulada, también podía representarse su Crucifixión y Descendimiento, tal y como comprobamos en sus hombros, sus manos y sus pies, así como en la Cruz Desnuda que hoy contemplamos junto a estas dos esculturas. El retablo lo completaban las imágenes de la Verónica y San Juan Evangelista a sus lados, mientras que el cuerpo superior lo componía una talla la Virgen del Carmen y un relieve con las Ánimas del Purgatorio.
La iglesia también tuvo en su haber algunos retablos para la oración privada. Posiblemente en el punto que hoy encontramos las dos imágenes descritas en el párrafo anterior, se documenta la existencia de un retablo dedicado a Cristo, ya muy deteriorado a comienzos del siglo XX. Coetáneo al retablo del Rosario, el altar de la Inmaculada Concepción contenía un sagrario “dorado interior y exteriormente” y la imagen de la Purísima en el centro, con su característica corona. Asimismo, también se le construyó un retablo a San Antonio, con su imagen en el centro y a sus lados esculturas de San Roque y la Asunción, de menor tamaño. La estructura era protagonizada, en su cuerpo superior, por una efigie de San Bartolomé y rematada por un ángel. Estos dos retablos, junto con el de la Soledad, estaban protegidos con verjas instaladas bien entrado el siglo XX, aportándoles así mayor exclusividad y ostentación, sin obstaculizar su visión en ningún momento.
Desgraciadamente, el interior de la iglesia que hoy contemplamos no dispone de ninguno de estos retablos, por lo que nos tendremos que conformar con alguna fotografía antigua y el poder de nuestra imaginación para recrear el antiguo espacio interno de la parroquia de San Vicente. De todos modos, la documentación sobre estos altares y los escasos restos materiales que hoy se almacenan, nos ayudan en el proceso de comprensión de la actividad y riqueza material de la que esta parroquia disfrutó.
Respecto a las otras imágenes que conserva el templo, mencionamos los relieves del Vía Crucis adquiridos en 1920, procedentes de los talleres de Arte Católico de Reu. Pese a que contienen un escaso interés artístico, una vez más destacamos la iniciativa popular que hizo posible la adquisición de estas piezas, mediante una colecta entre los feligreses; como podemos comprobar, incluso fuera del sistema de cofradías, la actividad popular fue necesaria para el funcionamiento adecuado del templo. Por otra parte, el pequeño Crucificado que encontramos junto al Cristo Yacente y Dolorosa a los pies del templo, podríamos fecharlo alrededor de 1908. Presenta un sereno dramatismo expresivo, siendo el paño de pureza, a punto de soltarse de la cuerda, el que aporta el mayor punto de tensión a la pieza. También debemos hacer mención a una imagen de un Sagrado Corazón que no se ha logrado ubicar en su contexto original, y que hoy se almacena junto al San Isidro anteriormente citado.
Más allá de la retablística e imaginería policromada, piezas de platería como copones, cálices o custodias que hoy se mantienen bajo llave, completaban la dotación litúrgico-devocional de la parroquia de San Vicente. Desgraciadamente, no podemos destacar piezas de gran calidad material, aunque tampoco debemos dejar de lado su mención. Además de los copones y cálices plateados y dorados, múltiples candeleros y jarrones poblaron los altares, tratándose de los soportes materiales de los aromas provenientes de la cera de las velas y las flores naturales. Los que hoy se conservan fueron producidos entre los siglos XIX y XX, al igual que crucifijos dorados de gran tamaño o una custodia dorada con incrustaciones de piedras y medallones que causó furor tras su adquisición, alrededor del año 1940. Los revestimientos dorados y plateados que estos objetos lucían contribuían a aportar una imagen de riqueza y abundancia a los ojos de fieles y oficiantes, que contrasta con la sobriedad material que hoy contemplamos en el interior de San Vicente.
Ander Prieto de Garay
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