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Oficios mineros (Cargadores de mineral)

Oficios mineros (Cargadores de mineral)

En el proceso de explotación de la zona minera vizcaína, además de las actividades extractivas, el transporte de los materiales obtenidos hasta su embarque o destino final tuvo una gran importancia. En esta tarea la tracción animal fue el sistema tradicional utilizado cargándose el mi­neral de hierro sobre rastras y carretas, que tiradas por yuntas de bueyes y mulas, lo acarreaban hasta los cargaderos de la ría y de la costa, así como a las fábricas que lo demandaban Según L. Aldama, a mediados del siglo XIX, se empleaban en estas tareas cerca de un millar de anima­les de tiro de los que cuidaban los caballistas especializados en esta tarea. Pero a pesar de que a partir de 1880 se inició su paulatina sustitución por los planos inclinados, los tranvías aéreos y los ferrocarriles, los caballis­tas seguían figurando en la plantilla de la Orconera Iron Ore C. en 1948.

Inicialmente el embarque del mineral se llevaba a cabo mayoritaria­mente por mujeres que lo transportaban en cestos de cuarenta o cincuenta kilos colocados sobre los hombros o la cabeza, depositándolo en gabarras a las que accedían por una plancha de madera suspendida entre una cons­trucción de este material, anclada en tierra, conocida «andamio de ma­dera» y el costado de la barcaza. A su vez estas embarcaciones las trans­portaban a otras de mayor capacidad que esperaban cerca de la costa. La capacidad de carga de este sistema era de unas 200 toneladas cada doce horas.

El desarrollo de los cargaderos de la Ría de Bilbao y de los ferroca­rriles mineros supuso un avance fundamental en los sistemas de trans­porte y embarque. Según Antonio Hernández, a finales del siglo XIX, la cuenca minera vizcaína contaba con una docena de ferrocarriles mine­ros y entre Portugalete y el muelle de Olaveaga nueve compañías poseían veintitrés cargaderos con una capacidad de 1.000 a 1.800 toneladas de mineral al día por cada vertedera lo que hacía un total de casi 30.000 to­neladas diarias.

Además de estos cargadores se pusieron en marcha, con la misma finali­dad a lo largo de la costa cantábrica, instalaciones tipo cantilever posible­mente para facilitar la salida del mineral obtenido en explotaciones alejadas de la Ría con la consiguiente reducción de costes de transporte y a pesar de las dificultades que suponían las operaciones de carga en mar abierto.

Antonio Hernández define estos cargaderos como formados por estructuras metálicas rectilíneas de malla triangular volando sobre el mar abierto ancladas en su inicio sobre una construcción en tierra firme y ha­bitualmente apoyadas sobre un pilar más o menos en su centro y con una vertedera móvil en su parte final. Estos sistemas de carga tuvieron una evolución de las mismas características que los cargaderos de la Ría de Bilbao. A fines del siglo XIX eran siete los cantilevers de la costa cantá­brica oriental.

El cantilever de El Piquillo

Este singular cantilever fue proyectado por Pedro de Icaza Aguirre si bien Luciano Prada Iturbe lo abribuye a Alberto del Palacio Elissage. Ambos autores coinciden en señalar que el encargo fue de Chávarri y Cía y que su construcción se llevó a cabo hacia 1.890 en Talleres de Miravalles sin acudir a la tecnología extranjera como era habitual en la época. Se instaló en el término municipal de Ontón en Cantabria muy próximo al límite con Bizkaia. Al describir esta parte de la costa, Hilario Cruz señala «en una pequeña ensenada sobresalía la formidable es­tructura del cargadero de El Piquillo». Actualmente quedan restos mate­riales, sobre todo, de los depósitos de lo que en su día fue este cargadero.

Fue el mayor cantilever de toda la costa oriental cantábrica al tener una longitud de algo más de cien metros de los que más de setenta eran en voladizo sobre el mar, al tener que salvar una zona rocosa para alcan­zar el calado suficiente. Disponía, en su parte final, de una vertedera que facilitaba la carga de los buques fondeados en la costa y que según los veteranos cargadores «sufría mucho desgaste por el roce del mineral». Alcanzaba una altura de diecisiete metros sobre las mareas equinocciales y hasta veintidós en bajamar, y en el recuerdo ha quedado el convenci­miento de que en las operaciones de descarga de mineral el cantilever os­cilaba hasta veinte centímetros al estar solo anclado en tierra firme.

Se estimaba que su peso total rondaría las cuatrocientas toneladas, que en realidad fueron muchas más, (Luciano Prada Iturbe en el libro citado habla de mil) como se demostró al ser desmantelado después de su derribo por «vientos huracanados el martes, diez de diciembre de 1.985».

Sistema de carga en El Piquillo. El mineral llega en ferrocarril y se vierte en los depósitos y por una tolva llega a las vagonetas que empujadas por dos cargadores, tras recorrer el cantilever, llegan a la verte­dera, con la cual se carga en el buque. (Dibujo de Julen Zabaleta).

Este cantilever estaba previsto para el embarque del mineral extraído en las minas Josefa del Hoyo y Galerna. Un veterano trabajador recor­daba «que más tarde también llegaba del criadero La Lorenza. General­mente eran carbonatos y en mucho menor medida rubios». Llegaban a El Piquillo, tras recorrer 2,6 km., desde Covaron, donde se calcinaban cuando era necesario, en un ferrocarril minero traccionado por una má­quina de vapor que arrastraba vagones de tres toneladas por una vía de 0,7 metros de anchura.. Javier Ibarzabal Zalbabeitia (Baltazana-Cantabria 1.935) que trabajó en este cantilever manifiesta que en los últimos años cincuenta del siglo XX los camiones GMC provinentes de la poco antes terminada guerra europea sustituyeron al ferrocarril por cuyo trazado adaptado circulaban.

Cerca del cantilever se encontrabam varios depósitos de notables di­mensiones conocidos como «El Puerto» con diversos compartimentos donde se vertía el mineral que había llegado en el ferrocarril. Ibarzabal, al que hemos citado anteriormente, señala que «trabajadores jóvenes, de en­tre 15 y 18 años en el interior de los depósitos, recogían en un cesto, «pe-ricacho» con capacidad de unos 25 y 30 kgs. y un rastrillo, los estériles que acompañaban al mineral que a veces arrojaban al mar. «Era un trabajo muy penoso por el calor que, en algunas ocasiones, desprendían los carbo­natos, los gases y el polvo, así como las posturas en las que tenían que tra­bajar y las inclemencias que se derivaban de su actividad al aire libre».

El duro trabajo de los cargadores

Los depósitos en su parte inferior y en cada compartimiento tenía una tolva, conocida como «boquilla» que al abrirse, utilizando manualmente una palanca, daba paso al mineral que caía en las vagonetas con capaci­dad de 1,8 toneladas de carga cada una. A veces se apelmazaba el mate­rial a su salida lo que obligaba a los cargadores «a pinchar hasta conse­guir fluidez en la descarga». El cierre se llevaba por el mismo sistema. Para sanear el ambiente acabó colocándose una chimenea que evacuaba los humos.

La anchura útil del cantilever era de 6,2 metros con tres vías; por los dos laterales circulaban las vagonetas cargadas de mineral que alcanza­ban un peso total de 2,5 toneladas utilizándose la tercera, la central, para su regreso una vez descargadas. Según Luciano Prada Iturbe «cada vagoneta era empujada por dos cargadores que tras recorrer unos 50 me­tros de un plano, ligeramente ascendente, desde la tolva, hasta el inicio del cantilever, la impulsaban y solían subirse en los topes viajando de esta forma hasta poco antes de llegar a la vertedera desde donde de nuevo tenían que empujar. Al término del recorrido, tras pesar la vagoneta con su contenido, llegaban «al tope que era una traviesa» donde esperaban hasta cuatro trabajadores que «golpeaban con un hierro la llave de cierre y caía el mineral por volquete y gravedad». Terminada la operación vol­vían por la vía central con la vagoneta vacía «en total, ida y vuelta unos trescientos metros muchas veces al día».

El trabajo era muy duro pues las vagonetas no llevaban rodamientos, sino casquillos de bronce y tenían un comportamiento muy distinto en su rodadura. Además, el polvillo que caía de la carga sobre la vía en caso de lluvia formaba una masa que dificultaba su marcha. Para mejorar el desli­zamiento mojaban las vías con una mezcla de agua y grasa quemada. Asimismo, el trabajo a la intemperie, vientos, lluvias, granizos, etc. hacía todavía más penosa la tarea.

Por todas estas circunstancias era muy importante elegir la vagoneta adecuada con la que iban a trabajar toda la jornada por lo que «los carga­dores iban mucho antes del inicio de la jornada para escoger la que exigía menor esfuerzo señalándola con una vara o piedra para volver a descan­sar». Prada, en el trabajo repetidamente citado, señala que un cargador, Pepe Vélez que era bajo de estatura, llegaba el primero y, escogida la va­goneta se acostaba a dormir en el interior.

Hilario Cruz, gran conocedor de la minería vasco-cántabra, autor de varios libros y numerosos artículos, describe muy bien el contexto en que se desenvolvían los cargadores cuando señala: «trabajaban en medio de un fragor considerable entre el rodar de las vagonetas, el golpeteo del mi­neral al caer y al deslizarse sobre la vertedera, el vocerío de los hombres y el ruido del mar contra las rocas, todo ello envuelto en una nube rojiza de polvo férrico mientras el barco, bien amarrado a las boyas y a tierra, cabeceaba en aguas de poco fiar» Entendía que la tarea de los cargadores de El Piquillo «era lo más duro, más agitado y penoso, amén de otros im­ponderables que se realizaban en la explotación de la mina». Describe la escena como «todo un espectáculo rudo, áspero, grandioso que medía la capacidad de los mineros para trabajar».

Todo este proceso podía durar tres o cuatro días por cada barco que se cargaba y que podía rebajarse a dos en el caso de los de menor tone­laje en jornadas de diez a doce horas incluso en ocasiones de noche, pues reducir la duración del embarque era fundamental ante la permanente amenaza del mar (los temidos vientos del N., N.O.) que podían obligar al buque a abandonar precipitadamente el cantilever como de hecho ocurría con relativa frecuencia para ir a buscar en arribada mayor seguridad ge­neralmente en el puerto de Castro Urdiales o Bilbao. Cuando desapare­cían o amainaban las condiciones adversas, se terminaba el embarque.

Las dificultades de la entrada y salida de los barcos

Conviene señalar las especiales dificultades del acercamiento, fondeo y atraque de embarcaciones de 600 a 2.000 Tns. e incluso en alguna oca­sión de 4.000 Tns., así como gabarras traccionadas por remolcadores, en cargaderos en mar abierta sin protección de muelles como ocurría en es­tos cantilevers y en concreto en El Piquillo.

Esta operación la dirigían los prácticos que llegaban a la embarcación que tenían que conducir al cantilever en una lancha a remo y más tarde a motor. Emiliano del Barrio, al que precedió en el cargo Antonio Echebarria, ejerció esta función en El Piquillo durante muchos años, sustituido cuando era necesario por Pedro Cruz Iturrieta, práctico de Pobeña. En los últimos años del funcionamiento del cantilever se hizo cargo de estas ta­reas el capataz de amarradores Javier Ibarzabal Zalbabeitia. Terminaban el trabajo en que se auxiliaban de otros trabajadores cuando dejaban la embarcación en el cargadero bien amarrada a las boyas y a tierra. Una vez cargado el buque realizaban la operación inversa.

Hilario Cruz en la obra citada señala «la mar, aún en bonanza, jugaba con el sembrado de boyas de amarre, unidas por gruesas cadenas al arga­neo del ancla; ésta enterrada en el fondo entre rocas, fango y arena. Espe­rando al bote de los amarradores para dar la estacha de las bitas del barco a la argolla de la boya, el acoderado buque se situaba bajo la vertedera, listo para recibir la carga, sin aminorar la presión de sus calderas, de lo cual daba fe el mambrú que daba libertad al vapor sobrante».

Condiciones laborales

Los cuarenta y dos cargadores del El Piquillo que manejaban 21 va­gonetas, eran contratados por las empresas mineras por un sueldo de 180/185 pesetas semanales (los pinches 147) los primeros años cin­cuenta, del siglo XX. Trabajaban a relevo y «a tarea», es decir cuando cu­brían el número de vagonetas asignadas podían dar por terminada la jor­nada laboral. Sin embargo, solían «ajustar el precio de carga de cada barco en razón del tonelaje» lo que les permitía mayores ingresos. Hay que recordar que en la post-guerra civil española, los mineros, al igual que otros trabajadores que desempeñaban tareas especialmente difíciles, recibían un racionamiento superior al del resto de la población.

En su trabajo no llevaban casco ni se les facilitaba ropa laboral pero se les «obligaba a llevar botas y pañuelo al cuello». Los accidentes, por golpes, caídas, etc., eran frecuentes habiéndose producido también varias muertes.

La sustitución de las vagonetas por una cinta transportadora «la correa»en 1.956 supuso una mejora sustancial de las condiciones en que de­sempeñaban su trabajo los cargadores y un aumento espectacular de la capacidad de carga que se estimaba en unas 2.000 toneladas a la hora.

Mi agradecimiento a Carlos López Núñez que como en otras ocasio­nes ha prestado su valiosa colaboración para realizar este trabajo.

Carmelo Urdangarin

José María Izaga

 

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