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Barakaldo y el alzamiento carlista de 1860 (I)

Barakaldo y el alzamiento carlista de 1860 (I)

La trayectoria del carlismo, especialmente en el siglo XIX, estuvo cuajada de una clara tendencia insurreccional, siendo los levantamientos una constante desde que finalizara la I Guerra Carlista. Este apego al conflicto armado, fomentado por los propios pretendientes al trono, no fue más que un reflejo de la especial situación histórica de Las Españas decimonónicas; allí donde el “pronunciamiento militar” se había convertido en un recurso comúnmente utilizado para dar soporte a los cambios de gobierno.

A pesar de las múltiples intentonas, su éxito fue muy limitado. Ni tan siquiera en aquellos ámbitos geográficos donde “Dios, Patria, Rey (y Fueros)” se habían convertido en herencia familiar, el apego a las vías violentas fue proporcional a la situación socio-económica del momento. De hecho, no todos los pretendientes despertaron el mismo entusiasmo, no siempre el carlismo capitalizó correctamente el descontento social y, en no pocas ocasiones, el momento elegido distó de ser el adecuado para que una insurrección armada pudiera calar y propagarse.

Enmarcado en uno de los episodios de sedición tradicionalista, en abril de 1860, el topónimo “Baracaldo” irrumpirá en los diarios provinciales y nacionales relacionado con unos luctuosos sucesos, que habían dado comienzo en una noche de Jueves Santo. Aquella madrugada, una partida carlista que había secundado la llamada a las armas de su rey, por aquel entonces Carlos VI, quedará bautizada con el nombre de la localidad donde, aparentemente, comenzaron sus desmanes.

A lo largo de varios meses, Barakaldo acaparará -sin proponérselo y, posiblemente, sin merecérselo- la atención política y periodística del país, en un momento donde las pretensiones dinásticas del tradicionalismo se enfrentaron, no solo a un estado liberal, sino a la propia existencia de un “oasis foral”; un espejismo de paz social en el que se encontraban cómodamente asentados los territorios vasco-navarros.

El “Oasis foral”

Tras la finalización de la I Guerra Carlista en el Norte con la firma del Convenio de Vergara en 1839, las provincias forales habían alcanzado una ansiada paz sustentada bajo los términos de “paz y fueros”.

Unos pocos años después, y con la real sanción del Decreto del 4 de julio de 1844, se consiguió un complicado encaje constitucional de “las Viejas Leyes” dentro del moderantismo liberal monárquico. La reina Isabel II se convirtió en garante de los mismos y Madrid acabó considerando el “problema foral” como una enfermedad de asumible cronificación. Gracias a ello, la sociedad de los territorios vasco-navarros pudo vertebrarse en torno a dos pilares: los Fueros y la Religión, en un ambiente de estabilidad social y política que potenciaba el desarrollo económico y que contrastaba con el estado de perpetua zozobra del resto de la nación, donde el liberalismo imperante se ahogaba en sus propias miserias.

De fracaso en fracaso

Mientras, el derrotado carlismo trataba de retornar a la liza contando con la presencia de Carlos Luis María Fernando de Borbón y Braganza, Conde de Montemolín, que desde 1845 optaba al trono de las Españas bajo el título de Carlos VI.

Sin embargo, la anodina figura del nuevo pretendiente y el propio devenir histórico de acontecimientos parecía dar una y otra vez la espalda a las pretensiones carlistas. Así, el “alzamiento Montemolinista” o “Guerra de los Matiners” (Madrugadores) de 1846, o el levantamiento de 1855 se tornarán en fiascos que dejarán en nuestra geografía pequeños grupúsculos de hombres que lanzan arengas que nadie secunda, mientras son perseguidos por unas fuerzas del orden forales empeñadas en hacer prevalecer el espíritu de “paz y fueros”.

En 1858, mientras comenzaba el que iba a ser conocido como “gobierno largo” de O’Donnell, el carlismo inició un arduo proceso de reorganización. Así se fue entretejiendo una intrincada red de simpatizantes a lo largo y ancho del sistema político y militar de Las Españas. Todo parecía indicar un pronto regreso de Carlos VI a la península para reclamar su trono.

Sin embargo, los desvelos de la Junta iban a ser condenados al fracaso ante la imposición de un plan excesivamente azaroso, gestado en un mal momento y sumado a una inconmensurable precipitación.

Jesus Arrate Jorrín

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Actualizado el 29 de mayo de 2025

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