Los duendecillos de la tejera (Leyenda)
Cuentan que hace muchos años, allí donde comenzaba el ascenso a Peñas Blancas, término que fue del barrio barakaldés de Bituritxa, y que hoy pertenece al barrio de Cruces, hubo una fábrica de cerámica a la que dieron en llamar la Tejera de Cruces. Junto a ésta se asentaba el caserío de Peru Aguirre, donde residían muy felices él, su mujer Maruja y su hija Maite.
El corpulento y bonachón aldeano era el encargado de todos los trabajos más fuertes de la casa, entre los que destacaban el amasijo del barro y moldeado del mismo para la formación de ladrillos y tejas que, posteriormente, se cocían en el horno de la tejera. La inquieta y bien plantada Maruja atendía las cosas de la casa y el ganado, así como el acarreo de leña, que previamente había cortado Peru. Maite era la reina de la casa, querida y adorada por sus padres. Su belleza deslumbraba y su sencillez cautivaba a todos cuantos la trataban. Tanto encanto femenino traspasó los límites barakaldeses y pronto fueron apareciendo los pretendientes casaderos.
Las envidias de las mozas y de sus propias madres pronto dejaron ver sus malas artes y no dudaron en decir que era posesa del Diablo, y que como lamia estaba defendida por duendecillos y amiguillos que habitaban en las grietas rocosas del monte Apuko. Todos estos cuentos de las alcahuetas vecinas dieron lugar a comparaciones sobre la belleza que no ofrecía dudas, pero que no querían reconocer. Cierto día ya de regreso, después de haber oído la Santa Misa en el Convento de Mercedarios de Burceña, las comadres comentaban:
– Pues no es para tanto la hija del tejero – dijo Casiana la de Mexperusa – mi hija no desmerece en nada junto a esa «ladrillera».
– Andá, pues algunas la comparan con la Virgen – opinó la despeluchada Jacinta, la de Bengolea, a la vez que con la toquilla se secaba las legañas.
– Pues no la tenemos mala -terció la bigotuda Gervasia -como si nosotras hubiésemos sido feas en nuestros buenos tiempos.
– No tienes razón Gerva -razonó Maxi la de Telletxe- estarías mejor callada ya que Manolo el cabrero se casó contigo porque era miope y no te vio bien la cara, que si no aún estarías soltera.
No le sentó bien la observación que le hiciera su vecina, pero como todo lo que tenía de fea lo tenía de prudente callando cerró el comentario. Todos estos sucedidos y otras ocurrencias eran el comentario de todos los conjuntados barrios que componían la Anteiglesia de San Vicente de Barakaldo, sin que faltaran los consabidos disparates de envidia que hacían presa sobre la virtuosa Maite, la linda muchacha que al caminar mecía su larga y morena trenza de pelo, pareciendo ser la niña buena de los cuentos de hadas.
Fueron transcurriendo los días sin grandes prisas y los «moscones» seguían merodeando la tejera para rondar a la guapa zagala. Pero sólo Josetxu Zubileta de Irauregui pareció ser el capricho de la vergonzosa Maite, y tanto Peru como Maruja dieron el visto bueno para que el joven pudiera visitar y rondar a su hija.
La alegría del matrimonio fue inmensa cuando vieron que su hija ya casadera hacía cuentas para el día de su boda, pero estos alborozos pronto se vieron empañados por el temor. Alguien merodeaba en la nocturnidad y ese alguien no era una persona normal. Era algo sobrenatural, y por más que lo intentaron nunca pudieron ver a nadie. Pese a ponerle algunas trampas, éstas permanecían intactas al amanecer.
Un atardecer de densa niebla apareció, delante del portalón de la casa, la silueta de un aldeano de finos modales. Majestuosamente se quitó su rancio sombrero al tiempo que sus pálidos dedos hacían sonar la aldaba de hierro forjado.
– ¿Quién llama? -preguntó Maruja a la vez que corría el pasador de la puerta.
– Un caminante -respondió el desconocido-. Señora, le puedo asegurar que soy un tratante de ganado que se ha perdido y no consigo encontrar el camino de carros y senderos que conozco.
– Pase usted, señor -invitó la señora de la casa a la vez que le ofrecía un rústico banco de madera para sentarse-. Es cosa rara que se haya perdido pues el camino principal se encuentra a escasas varas de nuestra casa, y él conduce hasta Burceña o Retuerto.
– Puede que tenga razón, pero con esta niebla que se ha echado no es fácil caminar contestó el forastero.
– Es muy raro este fenómeno -terció la bella Maite, que acababa de colocarse junto a su madre-. Es una niebla muy espesa, pero el suelo está completamente seco.
– Sí que es verdad -dijo la madre mirando de arriba a abajo la silueta del bien parecido, pero sospechoso tratante-. Es raro… muy raro -murmuró más que dijo.
El fino porte y el comportamiento del forastero no pasaron desapercibidos en la mente de la guapa Maitetxu, ya que no perdía un solo movimiento del apuesto galán. í‰ste a su vez miraba constantemente con el rabillo del ojo, sin perder detalle de la madre y de la hija.
– ¿Viene usted de muy lejos? -preguntó la chica.
– Sí por cierto. Vivo muy lejos de aquí. Allá en la falda del monte Gorbea tengo mis propiedades, y ahora que tengo frente a mí tanta belleza pienso que hora es de que vaya pensando en casarme, si no hay impedimento para que la pretenda, señorita.
– Ha llegado usted tarde. Tengo novio y nos casaremos pronto, si Dios quiere, ya que cuento con el permiso de mis padres.
El forastero acusó el nombre de Dios, pero con cinismo continuó la conversación con mucho desparpajo.
– Mi fortuna es fabulosa y nos podremos arreglar. Por mi parte puedo asegurar que soy perseverante y consigo todo cuanto deseo, y la verdad es que ya no es sólo su cuerpo lo que pido sino también su alma. Ya haré yo que su novio desista en sus visitas.
dijo:
Una vez dichas estas palabras cogió el pestillo de la puerta y con sonrisa velada
– Hasta pronto bella Maitetxu, volveré a buscarte.
Poco tiempo después apareció en el umbral de la casa el padre de la joven preguntando:
– ¿Qué pretendía ese hombre? ¿Es que ha ocurrido algo malo?
– No, aita. Es que ese hombre me ha pedido que me case con él, pero a mí no me gusta. Sí que es apuesto, pero tiene cara de demonio.
Apenas si terminó de dar su opinión, cuando una fuerte humareda con olor a azufre quemado dejó un mal respirar en el ambiente sin que pudieran interpretar el porqué del extraño fenómeno. Más tarde Maite contó a su novio todo lo ocurrido, quien no prestó gran importancia a los hechos. Sabía bien que su novia nunca le dejaría por nada ni por nadie, y menos tratándose de un desconocido con pretensiones de rico hacendado.
– No debes preocuparte querida – la consoló el mozo de Irauregui -. Tú y yo nos queremos y nos casaremos aún cuando el mismo Diablo pretenda meter las narices en nuestras vidas.
Una vez más, al mentar al Diablo, surgió una nube cuya fetidez desorientó a la pareja.
– Querida Maite, yo no soy muy creyente en brujerías, pero no estará de más que mañana mismo nos vayamos a la iglesia de San Pedro Zariquete de Zalla, donde dicen que con el agua bendita se ahuyentan todas estas arpías. Después nos iremos a Bilbao y una vez en la Basílica, nos prometeremos ante la Amatxu de Begoña fidelidad eterna. Luego nos casaremos cuanto antes.
– Tengo miedo. Todo esto me inspira temor y creo que no debes marcharte y dejarme sola. Quédate con nosotros esta noche -rogó la joven.
– Eso no puede ser. Mis padres no saben donde estoy y se disgustarían si no regreso a mi casa. Te prometo que mañana de madrugada estaré aquí para irnos a Zalla.
Pasaron no más de ocho días con cierta tensión nerviosa familiar, cuando el sospechoso y elegante aldeano apareció una vez más ante la puerta del caserío y dirigió su hipócrita sonrisa hacia la muchacha, a la vez que daba las buenas tardes.
– No tan buenas para nosotros que le detestamos -amenazó el tejero-. No nos es grata su persona, así que váyase y esperamos no volverle a ver más por estos lares. Si lo que busca o pretende es a mi hija, olvídese de ella puesto que ya está prometida ante Dios y la Virgen de Begoña.
Nuevamente surgió el desagradable olor a azufre, y de los pies del potentado aldeano emanó una nube de humo con lo que se formó la repugnante silueta de un ser vestido de negro, cuyo afilado bigote y perilla así como sus largos cuernos no dejaban lugar a dudas de que era el mismo Diablo en persona.
– ¡Sí, soy yo! ¡El mismo Demonio en persona! -señaló amenazante-. Y os aseguro que Maite jamás hallará la felicidad deseada. En cuanto a la tejera nunca conseguiréis la terminación de los adobes.
Dichas estas palabras, y tras fuerte tronar, la satánica figura desapareció para siempre.
Muy pronto se convenció Peru el tejero de que la profecía del Demonio no había sido ninguna bravata. Las tejas y ladrillos comenzaron a desmoronarse de un día para otro sin dar lugar a meterlas en el horno.
– Es raro que esto ocurra -se decía a sí mismo el bueno de Peru-. Cuando hiela sí que es corriente que suceda, pero en este tiempo de verano no se concibe.
Una vez más pensó en el Diablo y vaya si acertó con su pensamiento. ¡Era la ruin venganza de un ser despreciable, del mismísimo Satán! Peru no quiso hacer comentarios sobre lo ocurrido. Pensó que por un tiempo acompañaría a su mujer a cortar leña y almacenarla junto al horno de la tejera. A fin de cuentas no vendría mal para pasar el invierno sin tener que subir al monte con tiempo frío o nevando.
En aquellos lejanos años no era difícil conseguir leña, ya que el monte estaba cerca y abundaban los bortales y argomas, así como los castaños, las hayas y los robles. En pocos días el matrimonio consiguió hacer una buena pila de leña, pero una vez más el Diablo o la mala suerte hizo que ardiera en pompa todo el acopio de leña, así como el tejado de la fábrica de la tejera. Las familias del entorno, solidarias con la familia de Peru, le ayudaron a reconstruir el tejado. El incendio se consideró casual, por lo que éste no quiso hacer comentarios sobre las visitas del Demonio para no alarmar a la vecindad.
A la vista de tantos fracasos y decepciones, acordaron que cuando se casaran Maite y Josetxu fueran todos a vivir a Irauregui para evitar males mayores. La idea era buena y el novio aceptó de buen grado la insinuación de vivir junto a sus suegros, a la vez que estar más cerca de su propia familia. La víspera de la boda, y una vez realizados todos los preparativos para la ceremonia, los novios decidieron darse un paseo por las cercanías de la tejera, ya que ello suponía un sedante después del ajetreo de los días pasados.
Retornaban ya a la casa de Maite cuando ocurrió un extraño fenómeno atmosférico. Anocheció repentinamente, y los rayos y truenos se dejaron sentir sobre las cabezas de la pareja de novios. Fue entonces cuando uno de los endemoniados rayos clavó su eléctrico estilete en los cuerpos jadeantes de los dos jóvenes sin dejar rastro de sus fulminados cuerpos. La gente supuso que quedaron perdidos en el profundo cráter que ahondó en la tierra el rayo letal.
Cuenta una vieja leyenda que los duendecillos de la tejera, los fieles amiguillos de Maitetxu, taparon el profundo pozo donde, pocos días después, brotó una gran mata de azahar cuyas blancas y olorosas flores simbolizaron la pureza. Dijeron y contaron que de aquel frondoso arbusto se cortaron los más hermosos ramos de azahar que las desposadas barakaldesas portaban entre sus manos en el día de bodas en la Iglesia de San Vicente de Barakaldo.
Carlos Ibáñez
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