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Oficios mineros (Barrenadores)

Oficios mineros (Barrenadores)

Los criaderos ferruginosos vizcaínos son conocidos desde la antigüe­dad, ubicándose los principales en un área de una longitud de unos 30 km. y una anchura máxima de 8, en torno a Somorrostro.

Las minas eran de propiedad comunal y a su explotación tenían dere­cho sin tramitación ni pago alguno todos los vecinos del señorío de Viz­caya, que señalaban con una cruz en el suelo cada yacimiento en que esta­ban trabajando. La extracción de mineral se hacía en galerías subterráneas, iluminadas con velas de sebo, encendiendo hogueras junto a las vetas de mineral para facilitar su arranque, para lo que se utilizaban picos, cuñas, porras, martillos y palancas. Habiéndose impuesto la introducción de la pólvora en el siglo XVII, un gran avance, el mineral se sacaba a la superfi­cie utilizando rastras tiradas por bueyes que más tarde fueron sustituidos por caballerías. La mayoría de las minas sólo se explotaban en verano, de­dicándose los trabajadores el resto del año a tareas agrícolas. Estos modos de trabajo no registraron cambios importantes hasta casi mediados del si­glo XIX.

En esta época se inicia un período que va a modificar sustancialmente la minería tradicional. Hay que destacar la Ley General de Minas, apro­bada en 1825, que entre otras consecuencias, supuso que los trabajadores perdieran la condición de autónomos para pasar a asalariados. A su vez el aumento de la demanda (como consecuencia de la modernización de la si­derurgia) y su diversificación, pues disminuyó hasta desaparecer la explo­tación de «la vena dulce» o de «galería» destinada a las ferrerías, inicián­dose las de campanil y rubio para altos hornos.

Además, la legislación de la época (1849 y 1863) permitió la exporta­ción a nuevos territorios e instituyó los derechos de propiedad sobre el sub­suelo, que pasó a ser privado, y la Ley de Sociedades Anónimas de 1896 fa­voreció la llegada de grandes empresas del exterior que encontraron en Vizcaya el mineral de muy bajo contenido en fósforo, que requería el novedoso procedimiento descubierto en 1856 por Henry Bessemer, que era muy escaso en Europa. La abolición de los Fueros, al término de la última guerra civil (1876), vino a completar el conjunto de cambios históricos.

Las numerosas explotaciones de la zona minera vizcaína, llegaron a emplear más de 20.000 trabajadores a fines del siglo XIX que desempeña­ban varias decenas de oficios de muy diverso contenido entre los que des­tacaban por su dureza, los barrenadores, especialistas en segregar el mine­ral de la masa rocosa de la que forma parte, y de cuya actividad dependía la de los restantes trabajadores.

Según Julio Lazurtegui (La industria minera de la provincia de Vizcaya), en 1910 las 4/5 partes de las explotaciones eran a cielo abierto, o a roza, y empleaban a 9 de cada 10 trabajadores; las restantes eran subterráneas.

La explotación a cielo abierto

La generalización de la extracción del mineral de hierro a cielo abierto, a partir de fines del siglo XIX, supuso un cambio muy importante. Los trabajadores iniciaban la tarea retirando la capa superficial de tierra vegetal, así como la arcilla que recubría el mineral, para arrancarlo por medio de explosivos que se introducían en largos orificios abiertos en las vetas.

Esta labor la llevaban a cabo los barrenadores, profesionales que hasta finales del siglo XIX, efectuaban estos agujeros o barrenos, a mano, «ma­niobra», utilizando una larga palanca, la «barrena». El trabajador la cogía con sus dos manos y de pie, sobre la roca o frente a ella, iba golpeando siempre en el mismo punto, al mismo tiempo que entre golpe y golpe la iba girando. Para facilitar la labor y la salida del polvo de mineral for­mado, añadían agua y para evitar sus proyecciones con cada golpe, ataban a la barra un trapo o anillo de cuero. De esta forma iban perforando el ba­rreno, que podía tener 3 o 4 metros y hasta 5 de profundidad, utilizando en estos casos, herramientas de hasta 6,5 metros de longitud. El tiempo pre­ciso para profundizar un metro oscilaba entre 1 y 4 horas, según el tipo de mineral.

Realizada esta labor, introducían hasta el fondo medio cartucho de explosivo, y lo hacían explosionar, para seguidamente introducir un car­tucho entero y volver a explotarlo, hasta conseguir al fondo del barreno, un ensanchamiento o cavidad, «el hornillo», que se llenaba de explosivo totalmente.

Realizados los hornillos y colocadas las cargas necesarias, se procedía a dar fuego a las mechas, lo que previamente se anunciaba con tres toques de corneta espaciados entre cada uno de ellos, dos minutos.

Las voladuras, «disparos», arrancaban del frente de trabajo entre 15 y 20 toneladas de mineral, quedando en muchos casos rocas de tamaño grande, que no podían ser manejadas a mano, por lo que era preciso redu­cir su volumen. Esta labor la efectuaban también los barrenadores, reali­zando en cada roca un orificio o barreno corto, de unos 70 centímetros de profundidad, que se efectuaba utilizando una palanca más corta o «pis-tolo», manejada por estos especialistas. Una vez logrado el orificio se in­troducía un pequeño cartucho «taco» y se procedía a su voladura.

Cuando se trataba de piedras menores, se adosaba a su superficie un pequeño cartucho recubierto de arcilla, lo que se llamaba «poner una cata­lana» haciéndolo explotar. Se terminaba de desmenuzar el mineral golpeán­dolo a mano con mallos o mazas.

La recogida de mineral así arrancado, la efectuaban los cargadores o peones, quienes lo seleccionaban a mano en el suelo, lo recogían con raederas y cargaban en cestos de castaño, «cestillos», con unos 25 kilogra­mos de capacidad, transportándolos a mano hasta «las vagonas» o vagone­tas, que transportaban entre 1,5 y 2 toneladas, y que se desplazaban sobre raíles.

Estos mineros trabajan en grupos de tres o más hombres y tenían asig­nado un trozo («tope») del frente de extracción.

Mientras los cargadores recogían y cargaban el mineral, los barrena-dores terminaban de arrancar, con picos, las rocas que habían quedado en el frente, agrietadas pero no desprendidas (escombrar), y perforaban nue­vos barrenos.

La extracción en galerías

Para extracción de mineral de hierro en galerías, los trabajos se inicia­ban abriendo un corredor ascendente, utilizando barrenos de poca profun­didad, hasta encontrar una veta de buen mineral. A partir de ese lugar, la galería se continuaba hacia abajo y se ensanchaba extrayéndose todo el material posible, dejando una bóveda y machones o columnones de roca sin retirar, de sección cuadrada de cuatro a cinco metros de lado y separa­dos entre sí siete u ocho, que servían para asegurar y sostener el techo de la cavidad.

En otros casos y según la disposición del material, se abrían galerías laterales ascendentes a la principal, a ambos lados, para facilitar la salida del agua filtrada. A lo largo de todos ellos se instalaban raíles por los que circulaban las «vagonas». El mineral se arrancaba en los frentes de tra­bajo, por medio de explosivos alojados en los barrenos u orificios, que los barrenadores realizaban utilizando palancas.

En cada una de estas galerías laterales o «registros» trabajaba un equipo de tres cargadores, que con raederas y cestos, seleccionaban el mineral arrancado y lo cargaban en grupos de tres vagonas, con las que una vez llenas, uno de ellos se deslizaba suavemente cuesta abajo hasta la galería principal, a través de la cual enganchadas y arrastradas por una cadena, eran sacadas al exterior. Allí, un caballo o burro, arrastraba las vagonas hasta los depósitos de almacenamiento, desde donde se trans­portaba por tranvía aéreo o ferrocarril, a las instalaciones de lavado y calcinación.

A partir de 1903, se fueron introduciendo en algunas minas, los marti­llos perforadores a vapor, y hacia 1918, los eléctricos, sin embargo, aún en los años cuarenta y para algunas labores, se seguía barrenando a mano, con palanca y porra, aunque lo habitual era el martillo neumático de unos 14 kilogramos de peso.

Condiciones y salarios

G.G. Azaola (1827) refleja las duras condiciones de los mineros: «Car­gados con las herramientas y los alimentos para la jornada, diariamente in­vertían varias horas en desplazarse hasta las veneras, pues todos viven le­jos de las minas, a dos, tres y más horas de camino, perdiendo muchas de trabajo, mojándose o cansándose en subir al monte todos los días, y car­gando con herramientas, pan, el cantarillo de agua y preciso sustento».

Agregaba que: «suelen perecer víctimas de sus tortuosas e impruden­tes excavaciones, o de su excesivo trabajo para un escaso sustento como el que toman, y las frecuentes humedades y repentinos tránsitos de una temperatura a otra, (…) a la corta o a la larga se van sepultando unos tras otros en las malas excavaciones que hacen, o vienen a fallecer de pulmo­nías y otras enfermedades que allí atacan con suma frecuencia.

El salario era de cinco reales, el mismo que otro historiador, F. Elhuyar conoció 44 años antes, en 1783.

El informe de la Comisión de Reformas Sociales (1885) tras dejar sentado «que el obrero de Vizcaya, como el resto de los españoles, come poco, malo, caro en relación con las condiciones de trabajo de los mine­ros», señala que «no tienen frenos mecánicos muchos vagones de ferro­carriles mineros, ni guardabarreras algunos pasos a nivel, ni cobertizos algunos tranvías aéreos sobre ciertas vías, que debía protegerse de los desprendimientos del mineral, ni los trenes nocturnos llevan los faroles reglamentarios de señales, ni se avisa con mucha formalidad el momento de la voladura de los barrenos».

Los barrenadores, tanto en las explotaciones a cielo abierto, como en galerías, trabajaban a jornal fijo, siguiendo las instrucciones del capataz, quien les indicaba dónde y cómo hacer los barrenos.

Julio Lazurtegui, en la obra citada, refiriéndose a 1910 y a los trabaja­dos al aire libre, menciona como jornales diarios de los barrenadores, que representaban el 6% del total de la mano de obra, 3,61 pesetas, práctica­mente el mismo que los guardas, debajo de los capataces que percibían 4,70 pesetas y superando a los peones con 3,25 y que representaban más de las tres cuartas partes del conjunto (9.087 sobre 11.799). A su vez los herreros ganaban 4,5 pesetas, una menos que los albañiles. En las tareas subterráneas, los barrenadores ganaban del orden de un 10% más que a cielo abierto. En esta época la jornada en términos medios anuales, era de 10 horas y media todos los días excepto los domingos.

A partir de septiembre de 1939, se fijaron los salarios mínimos diarios de los barrenadores, que comprendían a los martilladores, entibadores, ar­tilleros y saneadores, en 10,50 pesetas, y los de los peones obreros de 18 años en adelante, 9,75 pesetas, a las que se agregaban 0,25 pesetas si «trabajaban ordinariamente en el interior de las minas».

Hubo que esperar hasta los años 40 del siglo xx, para que los trabaja­dores a cielo abierto, recibieran de la empresa buzo y botas de agua.

Era frecuente que los cargadores, trabajaran a destajo, teniendo asig­nado un precio por «vagona» cargada y equipo, que podía ser aumentado hasta un 25%, en el caso de que el capataz estimara que la labor era más dificultosa de lo habitual y en otros, una tarea diaria a efectuar por el equipo, que oscilaba entre 14 y 16 toneladas de mineral cargado en vagonas, según mina y grado de dificultad del trabajo. Una vez alcanzada la ta­rea, en unos casos terminaban el trabajo y en otros lo continuaban, co­brando un tanto por cada carga que sobrepasaba el mínimo establecido. A pesar de ello, las cantidades percibidas eran inferiores al jornal de los barrenadores. Hacia fines de la década de los años treinta del siglo XX, un cargador ganaba del orden de 7,5 pesetas al día. En las galerías subterrá­neas, y hacia 1940, el trabajo habitualmente, se efectuaba en dos relevos, uno de seis de la mañana a dos de la tarde y el segundo de esta hora, hasta las diez de la noche. Los mineros paraban para comer un bocadillo y unas onzas de chocolate, bebiendo únicamente agua.

Hasta la década de los cuarenta, los mineros se alumbraban con candi­les de acetileno, que eran propiedad de cada uno de ellos, siendo su precio en esa fecha de 25 pesetas, equivalente al salario de tres días, entregándo­les la empresa, un kilogramo de carburo (compuesto a partir del que se obtiene el acetileno), a la semana.

Junto a los trabajadores de la zona eran numerosos los que provenían de Galicia y Castilla, así como los asturianos.

El trabajo de los mineros ha sido históricamente muy peligroso al desa­rrollarse en muchos casos, en condiciones extremas, lo que ha afectado muy negativamente a estos especialistas. Además, su retribución no ha guardado relación con las circunstancias en que se ha desarrollado su actividad.

Con el transcurso del tiempo y la mecanización de las explotaciones mineras, se han mejorado sustancialmente las condiciones de trabajo, pero la imagen del minero tradicional, defensor activo de sus derechos, ha lle­gado hasta nuestros días.

Carmelo Urdangarin-José María Izaga

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