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La batalla de Lutxana

La batalla de Lutxana

guerra-carlista-batalla-de-luchana-3La primera guerra carlista estalló el 3 de octubre de 1833, a pocos dí­as de morir Fernando VII, quien habí­a derogado la Ley Sálica para que le sucediera en el trono su hija Isabel, en lugar de su hermano Carlos. Los partidarios de éste no aceptaron la arbitrariedad real y se alzaron en armas. La guerra, que inicialmente fue una contienda dinástica, se convirtió en una guerra ideológica, al decantarse los partidarios de Isabel II a favor del liberalismo y los partidarios de D. Carlos a favor del tradicionalismo. El carlismo se hizo fuerte, sobre todo, en el Paí­s Vasco, donde Zumalacarregui contó con un fuerte ejército y con abundante apoyo popular, especialmente en las zonas rurales. El tradicionalismo, además, se abrogó la defensa de los fueros, tan arraigados entre todos los vascos. La villa de Bilbao se decantó a favor de los liberales, y dada su importancia demográfica y estratégica, su conquista se convirtió en el objetivo prioritario de los carlistas. í‰stos intentaron rendir a Bilbao en varias ocasiones (a consecuencia de una herida recibida en una de éstas murió Zumalacarregui, en el año 1835). La conocida batalla de Luchana tire en el último y el más importante de estos intentos, en los meses de noviembre y diciembre de 1836.

 

I. Los carlistas ponen cerco a la villa de Bilbao, desde Lutxana

Grandes vicisitudes habí­a corrido… esta heroica villa (Bilbao) en el año 1835; pero le faltaban mayores para el de 1836, cuyo padecimiento y gloria le habí­an de hacer desestimar todas las anterio­res. A finales de Octubre del mencionado año se resolvió la toma de Bilbao por los carlistas en una grande reunión que tuvieron sus caudillos en Durango. La mayor fuerza, con 20 piezas de artillerí­a y 400 paisanos para trabajar el sitio, se dirigió a la plaza. Eguí­a parecí­a ser el encargado de tomarla… El general Espartero no habí­a perdido de vista a Bilbao… seguí­a situado en los pueblos del valle de Mena… (Tras varios intentos frustrados de sitiar Bilbao), volvieron los carlistas con mayor í­mpetu…; se apoderaron de algunos fuertes de la parte de la rí­a, y la villa se vio más que nunca comprometida… Así­ el dí­a 9 de Noviembre (1836) sólo tení­an ya los defensores de Bilbao comunicación con Portuga­lete por Deusto: ocupaban los carlistas la cortadura de Olaveaga; habiendo obstruido completamente el paso y comunicación con la rí­a. El 10, habí­an estrechado de tal suerte el asedio, que toda comuni­cación era imposible. Fuerzas considerables aparecieron ya frente al fuerte de Banderas con una baterí­a amenazadora: principió el fuego y a los pocos cañonazos fue el fuerte abandonado, replegán­dose su guarnición a Luchana. Lo ocuparon los carlistas y encontraron un cañón de a 12, que utilizaron en seguida contra los sitiados. Era asombrosa la facilidad inesperada con que se dejaban ganar de los carlistas aquellos fuertes, que disputados con empeño podí­an perjudicar notablemente las operaciones ulteriores del sitio y casi llegaron a sospechar los sitiadores que se les tení­a preparado algún lazo. Sin embargo, no por eso dejaron de aprovechar el entusiasmo y ardor que en sus filas se advertí­a para abalanzarse a otros fuertes.

El de Luchana fue el primero contra el que destacaron algunas compañí­as, a pesar de verlo sostenido por los cañoneros Eduardo, Leopoldino y Clotilde. Rompieron un vivo fuego de fusilerí­a; mas luego conocieron que no era la empresa contra Luchana como habí­an sido las de Banderas v Capuchinos (en Bilbao). Los certeros disparos de metralla, tanto de la fortaleza como de los cañone­ros, introdujeron en estas compañí­as el estrago y el desorden, y al final hubieron de retirarse al abrigo de las peñas. En este mismo dí­a y junto a este mismo fuerte se trabó un reñido combate entre las fuerzas numerosas que habí­an apostado los carlistas en el fuerte de la rí­a y los cañoneros que trasladaron los ví­veres al fuerte de Burceña, por reclamarlos el comandante de éste como suyos: una lancha los trasladó con dificultad…

Logrado este triunfo, con una actividad inteligente, construyeron los carlistas un puente en Olaveaga, con lo cual interceptaban completamente el paso de la rí­a. Por la tarde de este mismo dí­a aparecieron algunos batallones (carlistas) en el monte de las Cabras, para proteger una baterí­a que se estaba construyendo en él. El fuerte de Luchana dirigió hacia ellos tan acertados tiros, que hubieron de alejarse de aquel sitio y dejar solos a los que construí­an la baterí­a. Esta tení­a por objeto dominar el puente de Luchana y su paso, a fin de imposibilitar por él todo socorro a los sitiados. Al amanecer del 12, teniendo noticia el comandante general de las fuerzas navales del Norte, de que los carlistas habí­an proyectado el ataque de Luchana, envió dos botes armados a las inmediaciones del puente, al mando de su oficial de órdenes D. Francisco de Paula Paví­a, a modo de una descubier­ta. Los carlistas se estaban ya preparando para el indicado ataque, y a las siete de la mañana rompió el fuego con dos piezas de a 8. Mas contestáronles los cañoneros Leopoldino, Clotilde, Eduardo y Veloz con tal acierto, que a la media hora quedaron apagados aquellos fuegos. Esto no pudo impedir, sin embargo, que descendiese del monte de Cabras un batallón carlista dirigiéndose al puente de Luchana, tan solo guarnecido por un oficial y 50 hombres del 4.° ligero, los cuales sostuvieron el choque por espacio de dos horas con toda la brillantez posible; más hubieran resistido, pero ayudados los carlistas por los tiros de un cañón de a 12 que colocaron en el muelle, al pie del monte, tuvieron que replegarse y embarcarse en los dos botes armados de que se ha hecho mención. Los carlistas se apoderaron del puente: los tres cañones siguieron vomitando balas rasas; las alturas de ambas márge­nes de la rí­a se cubrieron de gente armada que hací­a el más vivo fuego de fusilerí­a a los botes; por lo que y no teniendo ya nada que sostener, se replegaron los cañoneros al Desierto, haciendo un vivo fuego de fusil y de cañón contra sus adversarios. Protegieron esta operación la goleta Isabel II, el bergantí­n de S.M. británica el Sarraceno y la baterí­a del fuerte del Desierto dirigida por el capitán Lapiche. Los carlistas se vieron en la precisión de abandonar a su vez el puente de Luchana; pero le pegaron fuego, destruyéndolo en gran parte, y retiraron el cañón del muelle».

II. Los liberales reconquistan la plaza de Luchana (Diciembre de 1836)

Mandaba Espartero las tropas liberales que hací­an frente a las tropas carlistas que sitiaban la plaza de Bilbao. Las operaciones del sitio estaban confiadas al general carlista Eguí­a, y otro general carlista, Villarreal, debí­a protegerlas contra las operaciones de los liberales, quien para facilitar su misión habí­a destruido todos los puentes, estableciendo defensas en las alturas de Cabras, San Pablo y Banderas, situadas en la orilla derecha y en una curva que junto a Deusto forma el Nervión, estando el puente de Luchana en las inmediaciones del primero de los citados montes. A fines de Noviembre llegó Espartero a Portugalete, y a principios de Diciembre emprendió un movimiento por la orilla izquierda del Nervión: pasó la rí­a por un puente provisional, y dividiendo su ejército en tres columnas, llegó a ocupar las posiciones de Arriaga, Erandio y Asúa, que constituyen una lí­nea paralela al arroyo de este último nombre. Las fuerzas que los carlistas tení­an en la orilla y la inutilización por fuertes temporales del puente construido junto a Portugalete, decidieron al general en jefe a retirarse a la otra orilla del Nervión, tendiendo un puente de barcas en el sitio llamado el Desierto. No sin dificultades y riesgos realizose el plan de Espartero, pasando el dí­a 7 de Diciembre la mayor parte de sus tropas a la otra orilla del rí­o por el puente provisional que acababa de terminarse, no pudiendo aprovecharlo por haberse roto, teniendo que retirarse el general Cevallos Escalera con parte de su división por la orilla derecha hasta llegar al caserí­o de las Arenas, trasladán­dose en barcas a Portugalete, reuniéndose así­ el dí­a 8 todo el ejército a su primitivo acantonamiento.

Entonces intentó Espartero un ataque por la orilla izquierda del Nervión. El dí­a 12 hizo avanzar algunas fuerzas hacia las posiciones carlistas de Burceña, movimiento que siguió todo el ejército el dí­a 15, llegando a Baracaldo y no prosiguiendo más adelante, porque al intentar el paso por el puente sobre el rí­o Cadagua, vio que era imposible forzarle ante las obras construidas por los carlistas en las alturas de Castrejana, cuyo terreno prestábase perfectamente a la defensa. Estas causas y un espantoso temporal de agua que reinaba obligó a Espartero a replegar de nuevo sus fuerzas hacia Portugalete, avisando a Bilbao por telégrafo que no desistí­a del empeño de libertarlo, y al efecto, el 17 dispuso el tendido de un puente bajo las canteras de Axpe, por donde pasó parte del ejército, que tomó posiciones en la margen derecha del Asúa, levantando en ella dos baterí­as, que, unidas a las colocadas en el Desierto, en la otra orilla del Nervión, dirigí­an sus fuegos contra las posiciones enemigas de la otra margen del Asúa. El dí­a 23, bajo la dirección del coronel Wilde, comisionado del gobierno inglés en el cuartel general, tendióse un puente de pontones sobre el Galindo, por el cual pasaron tres batallones de reserva, que cubrieron las alturas de Baracaldo, situadas, como hemos dicho, en la orilla izquierda del Nervión.

Los primeros rayos del dí­a 24 de diciembre pasaban difí­cilmente al través de los espesos nuba­rrones que amontonándose unos sobre otros amenazaban con una nueva tempestad, y como esta era inminente y las tropas habí­an sufrido mucho en la noche y dí­a anterior, se dispuso que algunos cuerpos se replegasen a los pueblos o casas de retaguardia para secarse en ellas la ropa que tení­an empapada en agua, pero con orden de estar prontos a marchar al menor aviso.

El jefe de la P. M. G. general Oráa que habí­a contribuido hasta aquí­ con su pericia a la elaboración de los planes de esta campaña difí­cil, y que habí­a desplegado celo y firmeza en su ejecución, iba a tener ahora en ella una parte más discreta y gloriosa; entre ocho y nueve de la mañana subió Oráa a las baterí­as acompañado del comandante de Soria, Uribarrena para mandar romper el fuego tan luego como el tiempo lo permitiera. Hallábase en este punto cuando a la una de la tarde se le presentaron el coronel Wilde comisionado del gobierno británico en el cuartel general y el Baron de Carondelet quien le hizo presente que hallándose el general en jefe Espartero acosado de una grave dolencia le confiaba todas sus atribuciones para disponer el ataque sobre el puente de Luchana y Casa de la Pólvora.

Oráa aceptó sin vacilar esta misión espinosa y difí­cil; trazó con mano experta el plan que debí­a seguirse en el ataque y a la una y media remitió la minuta de este al general en jefe marcando en ella los puntos de embarque, desembarque, y ataque. Espartero aprobó el plan propuesto por Oráa en todas sus partes y se expidieron las correspondientes circulares a los demás jefes para que hubiera el necesario concierto en los diferentes puntos del difí­cil y atrevido ataque que se iba a verificar.

Batalla de Luchana. Permaneció Oráa en el mismo punto y a las dos mandó romper el fuego sobre el enemigo que defendí­a valerosamente el fortí­n de Luchana y el puente del mismo nombre que se hallaba cortado en la longitud de más de 40 pies, pero aunque los disparos fueron muy continuados y certeros, y aunque se hicieron esfuerzos inauditos por parte de los isabelinos para desalojar a los carlistas de aquellas posiciones privilegiadas, llaves de todas las demás, se propusieron mantenerse en ellos a todo trance y lo lograron durante mucho tiempo.

Existiendo este elemento enemigo en la margen derecha de la rí­a era muy arriesgada la opera­ción del embarque, porque las lanchas tení­an que pasar bajo los fuegos del fortí­n carlista. Sin embar­go, como la embarcación de las tropas no podí­a diferirse sin que el plan de ataque perdiera la circunstancia inapreciable de la oportunidad, se reunieron algunos buques menores y a los tres cuartos para las cuatro de la tarde ya se percibieron desde el campamento isabelino de 28 a 30 lanchas y trincaduras que vení­an hendiendo las aguas para recibir a las tropas que esperaban en la orilla izquierda. Entraron en ellas ocho compañí­as de cazadores de la 2ª división, 3º de Zaragoza, y cuarto ligero; las demás fuerzas que constituí­an una columna respetable pasaron después a bordo y se dio la orden de partir. Marcharon las embarcaciones al amparo del muelle procurando no ser descubiertas por el enemigo: los botes de los bergantines británicos King, Doube, Sarraceno manda­dos por sus comandantes Mr. Lapidge y Mr. Lisarsi, remolcaban dos balsas cargadas de tropa y acémilas con municiones, y dos lanchas de maderaje para habilitar el puente de Luchana; la fuerza sutil avanzó por el canal llevando la vanguardia las trincaduras Infante y Reina Gobernadora y siguiendo los demás buques el derrotero que éstas trazaban, con el orden que permití­an las circuns­tancias de cada uno, su fuerza, su movilidad y el furioso temporal de agua y nieve que sacudí­a con violencia las olas y hací­a la navegación lenta y azarosa. El comandante general de marina marchaba a bordo de la lancha Vizcaya en el centro de la doble columna de embarcaciones para acudir a donde conviniera, y el capitán de fragata D. Francisco Armero iba en el bote del comandante a fin de remolcar y atender a las lanchas que se inclinaban hacia el canal.

En el entretanto el general Oráa habí­a adoptado algunas disposiciones para proteger esta opera­ción. Dos guerrillas de los batallones del Rey y San Fernando marcharon por la derecha del Asúa con el objeto de llamar la atención del enemigo que ocupaba el parapeto de la izquierda apoyando el extremo de su lí­nea en las inmediaciones; algunos de estos puntos debí­an tomarse para asegurar el paso, favorecer las operaciones emprendidas, y habilitar el puente de Luchana. Al mismo tiempo, una brigada dirigida por el coronel Mayols emprendió un movimiento rápido y atrevido, y atravesan­do el Galindo por el puente de pontones se apoderó de la torre de Luchana situada a la derecha del Nervión y de una casa de campo que habí­a en la confluencia de este rio y del Salcedón, desde cuya posición podí­a dirigir sus fuegos de frente y espalda sobre la baterí­a carlista de la Casa de pólvora; las masas de esta columna con media baterí­a inglesa de a lomo fueron remontando por los estribos de las alturas que dominan ambas rí­as y se colocaron al fin en la cresta de estas eminencias.

Acercábase el momento del desembarco y entonces se rompió un fuego horroroso y simultáneo por las baterí­as de tierra, la tropa de infanterí­a y la fuerza sutil que marchaba en los buques. Uno de estos, la lancha cañonera Constitución aprovechándose del fuego de sus pedreros y fusilerí­a avanzó osadamente, y vino a colocarse en frente de la parte del muelle en que estaban situados los carlistas a medio tiro de pistola.

En estos instantes, en que la atmósfera estaba conmovida por centenares de proyectiles que la cruzaban en todas direcciones, cuando el eco aterrador de las baterí­as se quebraba en las altas cimas, y en las profundas grietas de aquella naturaleza imponente, una nieve abundante vino a desgarrar la espesa capa de humo que se extendí­a por el horizonte y a cubrir como una inmensa sábana el convoy de los isabelinos que se adelantaba con rapidez y que llegó sin ser descubierto por los enemigos, merced a esta circunstancia, hasta las inmediaciones del puente de Luchana. Se redobló entonces desde las lanchas el fuego de metralla y fusilerí­a y al amparo de éste saltaron a tierra las tropas de la Reina, ocupando los distintos puntos que se les habí­a designado; los carlistas que los defendí­an huyeron despavoridos sin empeñar el combate.

En esta ocasión dio una prueba de singular intrepidez el capitán de fragata D. Francisco Arme­ro. Apenas salió del buque cuando poniéndose a la cabeza de cinco cazadores del regimiento de infanterí­a de Zaragoza corrió a la baterí­a enemiga, se apoderó del cañón de a cuatro que allí­ teman los carlistas, y a pesar de haber sido herido por una bala de fusil que le atravesó el muslo izquierdo, permaneció en aquel punto, y ayudó al teniente de la Guardia Real Andriani a formar y organizar las tropas que iban llegando. Las lanchas regresaron para conducir al primer batallón de Soria que formaba la reserva de los cazadores. El comandante Ladpi formó con las embarcaciones que habí­an servido de balsas un puente de pontones inmediato al de Luchana por donde fueron trasladándose las tropas a la margen de la rí­a. Los ingenieros españoles y algunos ingleses dirigidos por el coronel D. Quintí­n Velasco habí­an ya empezado a trabajar en la reconstrucción del ojo principal del puente, y aunque verificaban esta operación primero bajo un fuego muy vivo de fusilerí­a, y después al alcance de la metralla que lanzaban las baterí­as carlistas, lleváronla sin embargo adelante con singu­lar constancia y denuedo: hora y media después, estaba el puente transitable no solo para la infante­rí­a sino para la artillerí­a de carril estrecho que pasó por él en efecto a las dos de la mañana.

Reparado el ojo principal del puente de Luchana fueron llegando sucesivamente a la margen opuesta a las fuerzas que constituí­an la 2ª división y avanzaron intrépidamente hacia el enemigo, sin que fueran parte suficiente a detener su marcha ni la ira de los desencadenados elementos, ni la llegada de la noche que se presento lóbrega y sombrí­a, ni la atrevida y ruda topografí­a de aquellos terrenos. Las ocho compañí­as de cazadores y el batallón de Soria que se habí­an lanzado primero al combate se vieron detenidas en su marcha victoriosa por la muerte del comandante de Soria D. Sebastián de Uribarrena; sin embargo, permanecieron en los puntos que este distinguido oficial les habí­a designado y en ellos se hallaban todaví­a cuando el brigadier Vigo, que se embarcó con el primer pelotón de su regimiento, mandó tomar la primera posición del monte de S. Pablo a la compañí­a de Granaderos de Soria y dispuso al propio tiempo que una guerrilla de 20 hombres avanzara para explorar el campo y proteger la formación de los batallones que tení­an que atravesar un desfiladero abierto entre la laguna y el terreno pantanoso que forma el Asúa, esta guerrilla se adelantó con denuedo y a los pocos pasos descubrió el primer parapeto carlista protegido por una baterí­a. Entonces aquellos valerosos soldados reforzados por el resto de la compañí­a se precipitaron al grito de viva Isabel II sobre el parapeto enemigo, apoderáronse de él y de una pieza de a 12 y arrollando a los carlistas y persiguiéndolos sin descanso tomaron una pequeña casa situada al pie de la falda de la segunda posición.

Hasta aquí­ la sorpresa habí­a enervado los brí­os de los carlistas y debilitado el curso de su primera defensa: pero vueltos en sí­ se arrojaron al combate con inaudita bravura decididos a recupe­rar las posiciones perdidas y defender bizarramente las que todaví­a conservaban: cuatro batallones carlistas que se hallaban en el monte de S. Pablo cargaron a los granaderos de Soria y les hubieran indudablemente envuelto a pesar de su experimentado valor, sin la oportuna cooperación de tres compañí­as de la Guardia Real, que lanzándose velozmente al encuentro del enemigo lograron, primero contenerle y después rechazarlo, apoderándose de dos casas inmediatas que fueron bien pronto teatro de una sangrienta lucha; tres veces se hicieron dueños de ellas los carlistas y otras tantas fueron recuperadas a la bayoneta por los valientes de la Guardia; los patios estaban cubiertos de cadáveres y en aquellos alrededores la sangre rojiza y humeante aun de los combatientes salpicaba la blanca alfombra de nieve; mas por fin los carlistas desistieron de su tenaz empeño y los isabelinos lograron mantenerse en estos edificios.

La acción que hasta aquí­ habí­a sido parcial se hizo bien pronto general en toda la extensión de la lí­nea, pero su centro estaba siempre en el monte de S. Pablo. Aumentadas considerablemente las fuerzas carlistas descendieron impetuosamente del cerro de Banderas y se precipitaron sobre la segunda división, al propio tiempo que se combatí­a también con denuedo en el monte de Cabras y en el arrecife; pero las tropas de la reina atacadas de improviso con tanta violencia perdieron un palmo de terreno y los carlistas entonces redoblaron sus esfuerzos, agitaron con energí­a todas sus columnas pretendiendo con un último rasgo de valor dar cima a la sangrienta pelea de aquella noche. El combate se hizo pronto mortí­fero; unos y otros disparaban a quemar ropa: el suelo estaba cubierto de cadáveres y los bramidos del huracán apagaban los ayes de los heridos y moribundos. Era tal la inclemencia del cielo en aquella noche terrible que una violenta andanada de agua y de granizo impelida por grandes torrentes de aire obligó a los combatientes a suspender la lucha corriendo a guarecerse en las peñas y casas inmediatas. Siguió el choque recio y sangriento; los batallones del Rey y 2.° de Gerona que formaban parte de la 2ª división habí­an tenido bajas considerables; el general barón de Meer y los jefes de brigada estaban heridos y de 28 oficiales del regimiento de la Guardia Real que habí­an entrado en acción, quedaron veinte y cuatro fuera de combate.

Las horas de la noche transcurrí­an rápidamente en medio de esta horrorosa contienda y el general Oraá que habí­a elaborado y extendido el plan de la acción, que la habí­a dirigido hasta aquí­, que habí­a alentado a las tropas con su ejemplo, se retiró a comer a las once y media de la noche, cuando se habí­a disminuido el fuego y solo se cruzaban algunos disparos de guerrillas, habiendo dejado bien asegurado el paso del puente de Luchana y el Arrecife. Oráa dio cuenta al general en jefe del curo de las operaciones v del estado de la acción pero el fuego debilitado durante algunos minuto, se arreció de nuevo percibiéndose claro y distinto desde el punto donde se hallaban ambos generales. Oráa montó a caballo y corrió al sitio del peligro y Espartero dictó algunas disposiciones para acelerar el fin de aquella lucha prolongada y sangrienta.

Necesarias eran éstas para salvar a la bizarra 2ª división que considerablemente desmembrada, hallábase además sin jefes superiores que la dirigiesen, pues el brigadier D. Froilán Méndez Vigo que habí­a reemplazado en el mando al barón de Meer, recibió tan fuertes contusiones que no pudo marchar a pié ni montar a caballo. Sin embargo, defendí­a sus posiciones con un valor desesperado, y resistí­a en ellas como una columna de bronce los reiterados choques de las masas carlistas. La intre­pidez e inteligencia del coronel D. Antonio Val­derrama, comandante de la Guardia Real de in­fanterí­a que se habla puesto al frente de la 2ª división fueron de grande utilidad para la causa de la reina en aquella noche terrible.

El conflicto de las tropas isabelinas procedí­a de haberse precipitado los sucesos de la batalla hasta el punto de traspasar los lí­mites del plan. Obrando en armoní­a con éste las tropas debieron después del paso de Luchana permanecer en sus posiciones difiriendo el combate hasta el amane­cer del siguiente dí­a 25. El general en jefe siguien­do este pensamiento en su verdadera dirección habí­a mandado que los cuerpos de la 1ª división se alojaran en un pueblo inmediato esperando allí­ nuevas órdenes. Pero cuando ya los acontecimien­tos se agolparon unos sobre otros y no fue posible retroceder en el combate empeñado y sostenido con tanto brí­o durante ocho horas por los seis batallones de la 2ª división, era ya a todas luces necesaria la venida de tropas de refresco.

Espartero lo comprendió así­ y ordenó al general D. Rafael Ceballos Escalera que la 1ª brigada de su división marcharse rápidamente al sitio del combate y que él puesto a la cabeza de la 2ª’ siguiese la misma dirección. Para reconcentrar todas las fuerzas posibles en el teatro principal de la batalla, dispuso también el general en jefe, que el coronel Mayol dejando un batallón en las posicio­nes que ocupaba, avanzase con otros dos hacia las alturas de S. Pablo, atravesando el Galindo por el puente de pontones y el Nervión por el de lanchas, pues el temporal habí­a deshecho el grande de quechemarines.

Seguí­a en el entretanto Oráa tomando las medidas mas oportunas para mejorar la crí­tica situa­ción de las tropas, pero el fuego cobraba cada vez mayor incremento, repetí­anse las cargas a la bayoneta, y los beligerantes solo podí­an distinguirse al rojizo resplandor de los fogonazos quedando después envueltos en una tenebrosidad profunda.

Mientras las tropas de la 1ª división verificaban el movimiento que se habí­a ordenado por entre los montones de nieve que cu­brí­an tal vez las fauces de un abismo, o el paso de los desfiladeros o la cabeza de las rocas, seguí­a el combate encarnizado e intenso y el eco aterrador del fuego que arreciaba por momentos, la pro­longación de aquella lucha terrible y los partes que constantemente recibí­a y que le revelaban la crí­tica situación de sus tropas, hicieron tal impresión en el general en jefe que haciéndose superior a sus dolencias, se lanzó de la cama, montó a caballo y puesto al frente de la brigada Minuisir pensó dirigirse al campo de batalla. Eran las doce y media de la noche cuando Espartero tomó esta determina­ción y después de haberse asegurado del Arrecife y del puente de Luchana, subió a la posición del monte de S. Pablo a donde llegó entre una y dos de la mañana. Aquellos soldados de la 2ª división que estaban agotando durante ocho horas y media su sangre y sus esfuerzos y que tení­an los pies casi clavados en el suelo por la acción viva y penetrante del frí­o, todaví­a saludaron con entusiasmo la llegada del general en jefe y buscaron nuevos brí­os más que en sus fuerzas fí­sicas, en la energí­a de su corazón.

Pero era va tiempo de economizar sus generosos esfuerzos: iban llegando las tropas de la 1ª división y organizándose en masa, bajo los fuegos del enemigo y se trató de relevar con estas fuerzas y las de la brigada Minuisir a las de la 2ª’ debilitadas en el combate.

Entonces ocurrió uno de esos incidentes que están fuera de los lí­mites del cálculo humano y que sin embargo tienen un valor real en todos los acontecimientos de la vida. Cuando llegaron los cuerpos de la 1ª división al punto donde se hallaba la columna que sostení­a los batallones de la 2ª, mandó el general en jefe que se procediese en aquel momento al relevo de los puestos amenazados y en el instante de verificarse esta operación se le ocurrió a un corneta tocar a ataque cuyo toque hizo tal impresión en el ánimo de los carlistas ya muy abatidos por los rigores de aquella cruenta lucha que empezaron a abandonar las zanjas y parapetos retirándose con celeridad. Un movimiento pro­gresivo y rápido de los cazadores del regimiento de Extremadura aumentó el desorden entre la filas carlistas y entonces el general Espartero, conociendo que en las batallas es inapreciable el valor del tiempo, se puso inmediatamente a la cabeza de una columna formada por doce compañí­as, del precitado cuerpo y avanzó con denuedo por la derecha, mientras el general Oraá al frente del 2º batallón del Infante, secundaba con inteligencia y valor este movimiento en la izquierda.

Entre tres y cuatro de la mañana serí­a cuando ambos caudillos liberales emprendieron esa operación atrevida y vigorosa; las fuerzas carlistas mas inmediatas al notar tanta decisión y arrojo convirtieron su retirada en una fuga completa y llevaron el desaliento y desorden al corazón de una gran masa carlista compuesta de 14 batallones fuertemente posesionados del cerro de Banderas que esperaban ver quebrarse en las coronas del granito de aquellas eminencias, los primeros rayos de la aurora del dí­a 25, para emprender el combate. Desde estos instantes las tropas isabelinas arrollan todos los obstáculos que encuentran a su paso y una carga dada a la bayoneta con un vigor y decisión ejemplares lanza a los carlistas de la formidable posesión de Banderas, precipitándoles en la direc­ción de Asúa, Erandio y Derio.

Dueño el general en jefe del cerro y fuerte de Banderas y de una pieza de artillerí­a que los carlistas habí­an dejado en posición en la cúspide, dejó en este punto los batallones formados en masa y se adelantó acompañado del jefe de la P. M. el general Oraá, del general barón de Carandolet, y de sus ayudantes, y seguido de las compañí­as de cazadores, llegando hasta el caserí­o de Archanda, situado en el camino que sube a los capuchinos poco antes que la aurora del dí­a 25 lanzara sus rayos sobre el sangriento teatro de la acción. Ya por entonces el ejército isabelino se habí­a apoderado también del molino de viento y de los puntos mas culminantes de la lí­nea, mientras que las tropas carlistas refluí­an velozmente de las posiciones que ocupaban en la derecha y se precipitaban disper­sas, sobre los puentes que habí­an establecido en S. Mamés y Olaveaga. La obscuridad de la noche, lo fragoso del terreno y la circunstancia de estar obstruido por los heridos y las tropas de la 2.a división el camino que mediaba entre el campo de batalla y el punto que ocupaba la caballerí­a de la reina, impidieron que ésta maniobrase oportunamente y consumara la victoria alcanzada en aque­lla memorable noche. La ausencia de esta arma aunque aconsejada por la prudencia y justificada por las consideraciones locales, influyó poderosamente en la salvación de las fuerzas carlistas. El movi­miento rápido y hábilmente concertado de la caballerí­a isabelina en medio de la fuga irresistible de los carlistas habí­a necesariamente de ocasionar al enemigo bajas considerables y muchos prisioneros. Solo la escolta del general en jefe que salió a las 7 de la mañana en persecución de los últimos pelotones carlistas, en dirección de Munguí­a hizo 60 prisioneros y el oficial Toledo ayudante del mismo general en jefe, al frente de sus ordenanzas causó al enemigo algunos muertos y 28 prisione­ros. De estos resultados parciales podrá colegirse la decisiva influencia que hubiera tenido en aque­llos momentos de tribulación para las huestes de D. Carlos un golpe enérgico y vigoroso de la caballerí­a de la reina. Una salida de la guarnición de Bilbao habrí­a también dotado al combate de consecuencias más trascendentales, pero no lo hizo por suponer que eran carlistas las tropas que al advenimiento del dí­a coronaban las alturas inmediatas.

La acción habí­a concluido y las tropas de la reina se enseñoreaban de aquellas empinadas crestas cubiertas con un manto de nieve. El estado del campo revelaba el desorden y la precipitación con que habí­an huido los carlistas. Los hospitales militares, los parques de artillerí­a y de ingenieros, gran cantidad de municiones, 26 cañones del calibre de 3 a 24, con sus pertrechos, algunos tiros de mulas y bueyes y 137 prisioneros en cuyo número estaban incluidos el comandante enemigo de artillerí­a y el oficial Peseto ayudante del general carlista Silvestre, cayeron en poder de los vencedores. La pérdida de ambas partes fue de mucha entidad. Las tropas de la reina tuvieron mas de mil hombres fuera de combate, las filas carlistas se mermaron también considerablemente aunque no pudo deter­minarse su baja, porque muchos cadáveres quedaron envueltos entre la nieve.

La importancia de esta célebre acción reconocida y proclamada desde entonces ha sido sancio­nada por la experiencia sucesiva. La batalla de Luchana fue un gran duelo en el que los isabelinos arriesgaron su existencia y los carlistas su porvenir; después de la derrota la causa de D. Carlos vivió todaví­a, pero habiendo perdido su prestigio quedó incapacitada para alcanzar en adelante un triunfo decisivo. Los jefes y soldados del ejército liberal combatieron bizarramente en esta memorable jornada disputándose como a porfí­a el premio del valor y de la constancia; mas el general Oráa desempeñó sin duda el papel mas principal e importante; en la organización del plan de la batalla habí­a mostrado inteligencia y tino; en su ejecución desplegó un celo, actividad e intrepidez ejempla­res. El general Espartero se lo manifestó así­ a una diputación que habí­a salido de la plaza para felicitarle sobre el campo de batalla por esta insigne victoria. Era en efecto tan notorio el mérito contraí­do por Oráa en las once horas que duró el combate, que el gobierno de la reina sin esperar la propuesta,  ni aún  el parte detallado de la batalla, le confirió el grado de teniente general.

Durante la segunda guerra carlista (1872­1876), volvió a repetirse el cerco carlista sobre Bilbao, pese a que, en agosto de 1873, los liberales habí­an asegurado, «en lo posible la comunicación con Portugalete; se repararon los fortines del De­sierto y Luchana, colocáronse pontones de protec­ción en las bocas del Galindo y del Cadagua y se destinó al servicio de vigilancia de la rí­a el vapor ‘Luchana’, blindado». Así­ y todo, los carlistas, al mando del Marqués de Valdespina lograron cer­car Bilbao y «entrado el mes de Enero de 1874 se entregó el destacamento liberal de facción en Lu­chana y el 21 del mismo mes se rindió la guarni­ción de Portugalete».

Los carlistas defendieron los dos márgenes de la rí­a con uñas y dientes. «Al finalizar el mes de febrero, los barcos de guerra (liberales) llegaban todos los dí­as hasta el Abra, y ya que no podí­an hacer otra cosa, desataban cientos de cañonazos contra las cadenas que en Portugalete cerraban la rí­a. Aunque las hubieran roto no les hubiera sido posible subir. En la Benedicta habí­a unas gaba­rras, con piedra, obstaculizando el paso; más adelante en Zorroza, también estaba interceptado el camino fluvial; y en las dos márgenes cientos o miles de fusiles. Imposible, pues, el paso… Bilbao seguí­a siendo una pesadilla. Desde Madrid se apremiaba para que levantaran el sitio, pero éstos nada podí­an hacer ante la tenacidad de los sitiadores. Pero en el campo de los carlistas las cosas tampoco iban bien. Faltaba dinero y sobraban camarillas cerca de la corte de Durango… Al final de abril se hizo otra intentona en los alrededores de Portugalete para dividir en dos el campo carlista y abrirse paso hacia la Villa de Don Diego. Esta vez la empresa tuvo una mayor fortuna para los liberales, y Concha logró levantar el sitio, entrando en Bilbao el 2 de mayo».

Tomado de «Lutxana»

2 Comentarios

  1. Albert Gómez

    Al respecto de este detallado informe de la Batalla de Luchana, quisiera saber si saben el nombre del corneta que por error tocó al ataque. En mi familia por ví­a oral nos han contado de padres a hijos que un antepasado nuestro fue ese corneta. Saben dónde puedo encontrar su nombre? Sólo sé que fue condecorado por dicho error.

    Saludos.

    Albert Gómez

  2. Txelu

    Existen grabados o planos de las torres de lutxana ? Donde podria consultarlos ? Gracias

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