
La industria del hierro y las primeras ferrerías

Se perdió al correr del tiempo, la historia de nuestras Ferrerías y con ellas perdimos la posibilidad de escribir una historia de Vizcaya, cuyos primeros capítulos nos refirieran vicisitudes y episodios acaecidos mucho antes de la época de la cristianización del país.
Mas a pesar de todo, vamos a ver ahora cómo a fuerza de intuición y buen sentido, podemos resucitar, imaginativamente, algo de aquel pretérito del que no poseemos ni datos positivos ni noticias ciertas ni informaciones y referencias que puedan tenerse por indubitadas.
Y para ello, para que reviva ante nosotros el pasado, digamos algo de las viejas Ferrerías, (remito a los lectores a mi ensayo titulado de las Ferrerías a los Altos Hornos), sin perder de vista ni a los tres ríos que riegan la vega de Baracaldo, ni a los montes de Somorrostro y Galdames.
Se puede dar por cierto, aunque el hecho no esté confirmado documentalmente, que ya en tiempo remotísimo, antes de la penetración romana en nuestro país, se explotaban sus yacimientos ferrugíneos, y se elaboraba el hierro, aunque toscamente y por procedimientos rudimentarios. De que la zona minera de la provincia era conocida desde hace más de dos mil años, adquirimos convicción íntima en cuanto se lee a Estrabón, Plinio el mayor y Ptolomeo.
A través de sus textos y de los de otros historiadores de la antigí¼edad, se puede asegurar que todos ¡os invasores de España, después de los griegos, (cartagineses, romanos, visigodos y árabes), se surtieron de armas y útiles elaborados en las Ferrerías vascongadas.
Empero, lo interesante sería poder contestar con exactitud a las siguientes preguntas: ¿Cuándo empezó a extraerse, a fundirse y a elaborarse el hierro en Vizcaya? ¿Cuándo, dónde, y cómo, se instalaron las primeras Ferrerías? ¿Cuál fue el proceso de su evolución en el País Vasco-Navarro?
Para poder responder con posibilidades de acierto no tenemos más remedio que intuir y conjurar, pues sobre este tema no puede ser mayor nuestra penuria de informaciones.
La explotación del hierro no fue actividad genuinamente indígena de nuestro país, ni surgió espontáneamente entre los primitivos pobladores de la región vasco-cantábrica, ocupada por Bardulos, Caristios, Autrigones y Cántabros.
Estas tribus llegaron a conocer la fundición y elaboración del hierro por habérselo enseñado los Griegos, en las comunicaciones y relaciones directas con ellas entabladas, o las que pudieron sostener por mediación de las tribus celtíberas que se escalonaban a lo largo del curso del Ebro desde la Rioja, ocupada en los tiempos de la llegada de los griegos a España, por los Berones.
Los Griegos, fueron en efecto, los que propagaron por toda la cuenca mediterránea la industria del hierro intensamente, si bien los Fenicios ya lo habían hecho antes en menor escala. El hierro fue estimado como metal precioso al comenzar su utilización, y se le destinaba a la fabricación de objetos de adorno. Esta industria tuvo su cuna en Asia Menor, de donde pasó a Egipto, transmitiéndose a través del Mediterráneo, muchos siglos antes de nuestra Era.
La abundancia de venas en la zona occidental de la actual Vizcaya, zona que en los albores de la historia peninsular perteneció seguramente a Cantabria, ó estuvo dominada alternativamente por Cántabros y Autrigones, y la fácil obtención del carbón vegetal en las mismas montañas que ocultaban el precioso metal, impulsaron e1 rápido desarrollo de la industria del hierro en la región poblada por aquellos pueblos organizados tribalmente, y que conservaron tal organización mucho después de la penetración de los romanos en su abrupto territorio.
El hierro se elaboraba rudimentariamente en las Ferrerías primigenias, que estaban dotadas de hogar bajo, barquines y forja, y en las que trabajaban cuatro operarios, el tirador, llamado en vascuence «ifelía», dos fundidores denominados «urrallak» y el desmenuzador de la vena llamado «gazamalbía».
Estas primeras Ferrerías fueron emplazadas en las montañas, a la altura de los criaderos y lo más cerca posible de los bosques que suministraban combustible. Seguramente que se las instalaría en saledizos del terreno próximos a las vaguadas, porque los arroyos se utilizaban para limpieza y temple.
Este tipo de Ferrerías, diseminadas en unos dos mil kilómetros cuadrados de territorio, existía ya cuando los romanos llegaron al litoral cantábrico, pero por ellos, precisamente, por haber introducido aquí los molinos de agua, se produjo la primera evolución, o más propiamente hablando, revolución, en la industria ferrera; las Ferrerías empezaron a instalarse ew las orillas de los ríos, pero no a mucha distancia de los yacimientos, para servirse del agua plenamente como medio de transporte y como fuerza motriz para mover los barquines o fuelles, pues !a utilización del agua para mover los martinetes no comenzó hasta fines del siglo XV y comienzos del XVI.
Aquella primera transformación de la industria ferrera se debió producir seguramente en el siglo I de nuestra Era, al amparo de la Paz Octaviana, que no dejaría de influir también benéficamente en estas apartadas tierras que quizá entonces disfrutaran de una tranquilidad edénica. Ya en el siglo primero de nuestra Era, los molinos de agua estaban diseminados por todo el territorio italiano.
Recuérdese aquí, la que antes he dicho sobre el emplazamiento de esta vega, próximos a la cual se encuentran los montes más ricos en mineral de todo el norte de España, en los que el hierro -se encontraba entonces a flor de tierra; que son tres los ríos aprovechables en una extensión de muy pocos kilómetros cuadrados, que la salida al mar está cercana, y comprenderán los lectores que es natural y lógico colegir que las mejores Ferrerías vascas tuvieron que ser ubicadas, desde tiempo inmemorial, en el espacio comprendido entre el Cadagua, el Nervión y el Galindo, y que las riberas de cada uno de estos ríos sirvió de base a los emplazamientos de sendas instalaciones ferreras.
Continuación de ellas puede considerarse que son, no sólo las fábricas del Carmen y de Santa ígueda, sino todo lo que crepita y llamea desde Burceña hasta Portugalete e ilumina la cuenca del Nervión y el Puerto del Abra, con ese fastuoso resplandor que atrae todas las noches la atención de propios y extraños, y es un perenne testimonio de la laboriosidad baracaldesa, que tanto viene contribuyendo a la recuperación y al engrandecimiento de la Nación desde hace veinte años.
Las Ferrerías, por conveniencias de su propia instalación y de la índole de su trabajo, se construyeron muy distanciadas unas de otras, y sin tener en sus proximidades núcleos de población importantes. El mayor de toda la vega debió ser el formado en la desembocadura del Galindo, por las causas apuntadas por mí, de ser esta base, al pie de la «Punta», un centro de producción, comercial y portuario, de actividad extraordinaria.
Este núcleo de población más considerable de la Vega, que no contaba con más de cincuenta casas, se convirtió en Anteiglesia, al establecerse la organización eclesiástica del territorio, después de la evangelización del país, organización que tuvo como base, las jurisdicciones respectivas de los conventos jurídicos romanos.
El primer período de la historia de Baracaldo, de cuyo comienzo nunca podremos tener noticia, cuenta más de un milenio; el segundo comienza con la fundación de la Anteiglesia, y el tercero, que empieza al separarse la Anteiglesia de las Encartaciones, por privilegio que le concedió el conde don Tello, podríamos decir que dura todavía, sino fuera tan importante para Baracaldo, como hito histórica y punto de partida de una época, la fundación de los Altos Hornos y la creación de la industria siderúrgica.
Antes y durante muchos siglos, la historia de Baracaldo es la de sus Ferrerías, las cuales alcanzaron su máximo esplendor en los siglos XVII y XVIII, en los que le Anteiglesia estuvo también llena de fragores, de afanes, y de inquietudes.
Aunque las Ferrerías baracaldesas no tuvieran un origen tan remoto como el que por lo anteriormente dicho pueda atribuírseles, aunque las más antiguas no contaran un milenio en la época de su desaparición, pudieron dar nombre al lugar de su emplazamiento, conforme a la etimología por mí aventurada, porque del nombre y origen de Baracaldo no se supo nada de cierto hasta la época de la cristianización de Vizcaya, y en ella, antes o después de la creación de la anteiglesia, pudo muy bien formarse el vocablo designativo, por aglutinación de los términos que le forman: vascuence el uno y románico el otro.