
Perfiles y miradas de un clásico baracaldés: Ernesto Perea Vitorica (1911-1976).

1. Perfil biográfico de Ernesto Perea
El autor de referencia nació en Barakaldo, el 2 de setiembre de 1911, residiendo en el barrio de Lutxana durante más del primer tercio de su vida. Realizó sus estudios primarios, como él mismo lo evoca veintitantos años después, en la Escuela Municipal de Llano, entonces aldea sita entre aquel enclave netamente minerofabril y portuario y el minúsculo, aunque magnificado por su condición de encrucijada histórica, lugar de Cruces:
«Nos parece estar como hace tantos años, ahí arriba, sentados en nuestro pupitre de la octava clase, próximos a la espaciosa ventana. Nos parece oír la enérgica voz de don Justo, el maestro paternal: ¡Orden, silencio, atención. Orden, silencio, atención!» (Perea, 1944: 67).
Estos valores, hábitos y creencias inculcados por la educación escolar, y otros fruto de la socialización familiar, iban a presidir la ejecutoria vital de Ernesto Perea. Hombre de orden, de disciplina y rigor profesional, que profesaba un «cristianismo viejo» -como lo calificó un buen amigo suyo- (Castresana, 1974 a: 8), y que yo definiría más bien como catolicismo integrista. Pero, más allá de este rigorismo, dotado de una cordial sociabilidad para con su familia y amigos, y de una actitud vital identificada con el Barakaldo indígena: sus gentes, su paisaje y sus estilos de vida. Neta actitud, esta última, muy propia de su tradicionalismo.
Prosiguió sus estudios en la Escuela de Altos Estudios Mercantiles, ya en Bilbao. Ingre- sando en la Caja de Ahorros Vizcaína mediante oposición celebrada en diciembre de 1930. En esta entidad ocupó el puesto de jefe de departamento, el de extensión cultural, hasta su jubilación en 1972. En el desempeño de sus funciones, contribuyó a potenciar múltiples ferias y mercados, actividades culturales y sociales, por toda la geografía vizcaína patrocinadas por la precitada Caja. Pero, sobre todo, la Exposición-Certamen del Trabajo, celebrada en 1944 en Barakaldo e instalada en su flamante Escuela de Orientación y Formación Profesional del Trabajo, cuya sede él mismo calificara como «señero y soberbio edificio» (Perea, 1944: 34). Actividad que contó con la colaboración del Ayuntamiento, de las empresas radicadas en el municipio, así como los artesanos, artistas e inventores locales. Lo que no le impidió soñar con posibilidades de desarrollo avícola del agro baracaldés, pese a asumir el imparable desarrollo fabril de la Anteiglesia (Zubiaurre, 1949); o, al menos, de su capitalidad:.
«La moderna capital de la comarca baracaldesa adquiere categórica personalidad y fisonomía de ciudad, de importante ciudad […] que alarga sus tentáculos hacia Gabasa y Beurco, Lurquísiga y Arteagabeitia y amenaza con tragarse a San Vicente, la vieja capital lugareña. El esforzado trabajo, el laborar incesante, hicieron el milagro; ayer desierto; pueblo grande, después; hoy importante ciudad; mañana… gran urbe» (Perea, 1944: 28-29).
Porque el Barakaldo que describe Perea pertenece al contexto de la inmediata posguerra civil, en plena II Guerra Mundial y de la autarquía económica de una España aislada internacionalmente. Todo lo cual se traduce en el estancamiento económico y demográfico, aunque en Barakaldo siga prevaleciendo el binomio industrial-urbano. Pero, más allá de la nueva capitalidad de El Desierto y de los densificados barrios de Lutxana y de Burtzeña, la anteiglesia aún conservaba buena parte de su primitivo carácter rural -caseríos, huertas, montes y bosques- y eran renombrados los productos de sus vegas, lomas y somontanos, espe-cialmente las cerezas de El Regato, las lechugas de Gorostiza y el txakoli de todos sus barrios.
í‰l mismo explicita esa idílica conciliación entre el agro y la industria, recurrentemente evocada en el conjunto de su obra: «me puse a considerar qué sería Baracaldo sin vestidos de percal […] entré en consideración qué sería Baracaldo sin camisas de mahón» […] En ti, Baracaldo, desposados son el agro y la industria, percal y mahón» (Perea: 1946).
Porque, pese al aluvión migratorio, más la conversión de El Desierto y de Lutxana, en núcleos urbanos vinculados a la modernidad y a la industrialización, él siguió fiel a: «Aquel Baracaldo antañón, jocundo, recio, personalísimo, del que aun nos quedan reminiscencias ligeramente soterradas» (Perea, 1951).
Un «viaje a la semilla» para el que no es preciso desplazarse, ni espacial ni temporalmente a lo más recóndito de la anteiglesia. Porque sus raíces están muy cerca, en la propia zona intersticial y periurbana, salpicada de caseríos y de huertas, como en Zuazo:
«Es seguramente este lugar el que mejor conserva las prístinas esencias baracaldesas a pesar de su proximidad con la ya crecida ciudad de El Desierto. Si en la urbe nos sentimos cosmopolitas, en Zuazo nos sentimos baracaldeses, ahincadamente baracaldeses, indígenas acérrimos, respetuosos con la gleba de que vinieron nuestros abuelos» (Perea, 1944: 107).
Esta dialéctica entre urbanidad y ruralidad, entre pragmatismo y romanticismo, le llevaría a residir en pleno Ensanche de Bilbao. Pero también, a modo de compensación, a construirse un chalecito en nuestro barrio agropecuario [y minero] de El Regato/ Errekatxo, tantas veces evocado en el conjunto de su obra; y en su lugar de Urkullu, donde: «Varios arroyuelos murmuradores júntanse al padre río, y ya todos unidos saludan alegremente a la noble aldea con el cascabel de la corriente» (Perea, 1944: 53-54).
Lugar óptimo, según su propio perfil, donde escuchar el murmullo de ese [padre río] Castaños y los trinos de la avifauna con cuyo nomenclatura baracaldesa estaba tan familiarizado. Muy cerca de la iglesia de San Roque, escenario preferente de sus Perfiles baracaldeses, de Percal y Mahón, y lugar de cumplimiento dominical con sus preceptos religiosos.
«Sí, aquí, en el altar de la Iglesia, está San Roque, con su cayado y su perrillo. Aquel santo provenzal, aquel mancebo de poderosa alcurnia que todo lo dejó para favorecer a los pobres, mira complacido, desde el Cielo, a esta humilde aldea baracaldesa que le proclama su patrón. ¡Que él la colme de venturas y a nosotros no nos olvide!» (Perea, 1944: 53).
Muy decepcionado con el olvido de su obra, se volcó exclusivamente en su trabajo, familia y amigos. Entre sus contertulios se contaron los escritores Luis de Castresana y Jesús de Landeta, así como el editor de La Gran Enciclopedia Vasca, José Mª. Martín de Retana, primer reeditor de la integridad de sus Perfiles.
Aunque siempre pensó reemprender su filum literario baracaldés una vez jubilado, al llegar esta coyuntura vital solo le dio tiempo a escribir un «ensayo novelado», ¡Viva la mejorcracia! (1974). Pero aun en éste, de corte entre futurista, galáctico y metafísico, hallan eco los rincones, lutxanatarras y regateños, de su trayectoria vital. Ya que el protagonista es abducido a la ciudad de Nachalu (trasunto de Luchana), observatorio de un Cielo que le envía -por mediación del arcángel Geniozar- a meditar, mientras su espíritu se alimenta de maná: «en el atolón Trasquilocha, perdido en el océano Mingolía del asteroide Póceta, que forma parte de la nebulosa Regataina» (Perea, 1974: 244).
Es decir, a una transfiguración sideral del entorno de su lugar de reposo dominical. Así pues, el macrocosmos parece ser una fiel réplica del microcosmos, local y fideísta, de nuestro autor. Porque como intuyó certeramente su amigo y prologuista, Luis de Castresana, este postrer libro tiene, amén de su propósito didáctico, y precisamente por él, carácter de: «Casi un testamento novelado: una obra en la que el autor ha ido abriendo surcos y ver-tiendo sus experiencias, sus observaciones, sus meditaciones de casi toda una vida» (1974: 8).
Porque, no mucho después -10.08.1976- fallecía Ernesto Perea. Quizás para encontrarse con ese Cielo que pone en boca de su abducido álter ego, Melquíades (a) Patachula, en la página final de su obra publicada. Una Gloria que «sí que es Vida» y donde todo es «de gloriceno« (1974: 265). Esperemos que, en ese Elíseo imaginado del Allí, las aguas del Leteo no borren su imagen de nuestra memoria colectiva local en el Aquí, a orillas de este más prosaico Bengolea o Castaños, no carente todavía de encantos. Como aquellos parajes a orillas del Pantano Viejo, magistralmente evocados por Perea -con miríficas metáforas paganizantes- y que han resistido, casi incólumes, el devenir del tiempo; en calidad de partes del:
«[…] intrincado y laberíntico boscaje, … la selva baracaldesa, la yungla del Bengolea. ¡Te saludamos, selva minúscula, selva de juguete, encantadora selva baracaldesa! […] yungla feliz donde el caimán se llama ligartesa y chindorrillo el marabú! […] rincón de paz, morada de los gnomos, de las hadas y del príncipe azul apresado en el palacio de cristal» (Perea, 1944: 54-55).
2. Un perfil difuminado. Mi relación con Ernesto Perea y su obra
Mi primer contacto con la obra de Ernesto Perea no fue con Perfiles baracaldeses, sino con el folleto que contiene un resumen del libreto de su zarzuela Percal y Mahón más otros textos menores (Perea, 1946). Lo conseguí a través de un joven amigo común cuando, en plena adolescencia, comenzaba a escribir sobre temáticas locales en la revista La Salle (Homobono, 1965 a y b), colegio de cuya asociación de antiguos alumnos ya era miembro. Y, animado por este mismo amigo, me dirigí a nuestro autor de referencia para recabar su asesoría y solicitar viejas fotografías para ilustrar un artículo sobre El Regato, puesto que yo me encontraba estudiando en Sevilla y preparaba un artículo ambientado en este valle hacia 1925 (Homobono, 1965 c). Su respuesta epistolar no pudo ser más alentadora:
«Rezuma tu carta baracaldesismo del bueno, y tal circunstancia, hoy, me conforta. Haces elogios de mi pobre y vieja producción literaria en torno al Baracaldo indígena que yo amo -y tú también, por lo que estoy viendo- […]. Muchas gracias. […] A tus propósitos de escribir sobre temas baracaldeses jatorras, te digo sólo: ¡Aurrerá!».
El libro -agotado- lo conseguí, ya de regreso en Barakaldo, un año más tarde, de manos del propio autor y durante una de nuestras conversaciones en su retiro dominical regateño. Aún conservo su dedicatoria en la página de cortesía de mi ejemplar, breve pero francamente elogiosa: «Para mi querido amigo José Ignacio Homobono («Echachu»), buen catador de esencias baracaldesas. Ernesto Perea (firma). 15-7-1966″.
Entretanto siguieron algunos más de mis artículos primerizos, los últimos en La Salle (1965 d; 1966 a, b y c) y los primeros en Txistulari (1966 d, e); uno de ellos, «La canción del Castaños» en sendas versiones, en ambas publicaciones, aunque considerablemente ampliada la segunda. Todos muy influenciados por el estilo de Azorín y por la temática de Perea, aunque progresivamente más abiertos hacia una mirada más próxima al folclore y la cultura popular que al costumbrismo. También mis primeras reediciones de epígrafes de trabajos de Ernesto Perea. De acuerdo con su permiso explícito y escrito: «Cuentas, desde luego, con mi autorización para disponer de mis textos impresos y hacer con ellos lo que gustes»
Facultad que solo volví a usar casi treinta años después, y a diecinueve de su fallecimiento, para insertar una breve descripción de esa excursión ralentizada en tren entre nuestros barrios de Irauregi y Lutxana (Perea, 1995 a), en un libro colectivo con motivo del centenario del ferrocarril de La Robla. Mis buenos amigos lutxanatarras hicieron lo propio con dos capítulos de sus Perfiles, los relativos a «Lutxana» y «Llano», en el magnífico libro colectivo sobre aquel barrio tan allegado a su autor (Perea, 1995 b).
Entretanto su precitado amigo y editor, J. Mª. Martín de Retana, reeditó al completo una nueva edición ilustrada de los Perfiles baracaldeses, en sendos fascículos de su Gran Enciclopedia vasca (Perea, 1967). Libro que, más de tres décadas después, sería puesto parcialmente en la red por la página Ezagutu Barakaldo -9 de sus 12 capítulos-, y hoy es íntegramente reeditado en las páginas de nuestra revista K Barakaldo Aldizkaria. Todo lo cual contradice, afortunadamente y a la postre, el pesimismo ontológico del autor cuando, mediados los sesenta, su obra había caído en el olvido.
«Nada de reeditar Perfiles Baracaldeses, pues de los 1.000 ejemplares de la tirada sólo se vendieron unos 300, ¡a cinco pesetas el precio! Altos Hornos de Vizcaya tuvo el gesto de adquirir dos partidas importantes y el resto los regaló el infortunado autor. Sería ruinosa hoy una reedición, pues habría que vender no menos de 50 pesetas el ejemplar. Y apenas se encuentran lectores de estas cosas. Me gustaría, y mucho, la reposición de Percal y Mahón, pero no veo en el Orfeón Baracaldés actual el espíritu del de mi tiempo. Y es una pena, pues es buena su música».
En cuanto a esta zarzuela de ambiente local, estrenada en noviembre de 1946 en el Teatro Baracaldo por el grupo artístico y coros del laureado Orfeón Baracaldés, repitiendo al cabo su éxito en el Teatro Buenos Aires, de Bilbao, también se iba a equivocar felizmente el autor de su libreto. Desde la rehabilitación del Teatro Barakaldo, se ha repuesto en el mismo de forma recurrente, representándose incluso en otras poblaciones.
El argumento de esta zarzuela, ambientada en un Barakaldo entre fabril y rural, abunda en el ideario de Perea. Los amores de José (obrero y después perito industrial) y Pauli, iniciados en la romería de San Roque, son vetados por los padres que desean para su hija un esposo labrador que les suceda en el caserío de Gabasa. Pero éste será expropiado por una nueva empresa industrial, aunque todo termina felizmente. José, ahora director de talleres de esta fábrica, se casa con Pauli. Y ambos vivirán, junto con los padres de ella, en el caserío«ampliado, renovado y conservando su prístino estilo, [que] ha de ser utilizado para oficinas y viviendas del alto personal de la empresa» (Perea, 1946: 15-16). Todo un desiderátum precursor de la reconversión urbana, que deberá esperar aún cincuenta años para materializar- se puntualmente en un Barakaldo ya postindustrial, que no se caracteriza por la conservación del patrimonio legado por la industrialización (Homobono, 1987, 2003 b y 2007).
3. Miradas sobre la toponimia, el léxico y el folclore locales.
3.1. Toponimia
Perfiles baracaldeses, al igual que el resto de la obra de Perea, cumple una función didáctica, primordial entre otras: la de publicitar las denominaciones originarias del hábitat y de la topografía baracaldesas. Es decir, la toponomástica local, de la que cualquiera de los itinerarios planteados por el autor está profusamente salpicado. Y otra agónica, de interés por transmitir a los nuevos baracaldeses un saber en vías de extinción.
Este conocimiento lo debía Perea, según me confesó, a dos de sus hermanos, Avelino y Tomás, ambos dedicados a la compra-venta de fincas, por cuyas manos habían pasado las escrituras de muchas de ellas, tanto urbanas como rústicas. Lejos del interés científico, erudito o histórico, la toponimia baracaldesa constituye para él una clave de la identidad local, en cuanto privativa, diferencial e inalienable; aunque se trate de un fenómeno diacrónico y cambiante, amenazado por ende de extinción por la agonía de la sociedad tradicional.
Son unos 290 topónimos los que se incluyen en sus Perfiles, algunos de ellos en sus diferentes variantes, y con inclusión de los propios del anexionado Alonsotegi, más una docena del inmediato entorno geográfico de la anteiglesia, pero ya fuera de la jurisdicción de la misma. Toda una tupida malla virtual de castizo «baracaldesismo» que recubre el territorio de Barakaldo y aledaños, aunque muy lejos de ser exhaustiva. Una buena muestra, en cualquier caso, de un repertorio toponímico mucho más amplio y denso.
Invariablemente, Perea siempre opta por la corruptela o variante local de un topónimo, instado por su profundo localismo; dato indéxico de lo subjetivo de su selección:
«Irenguren o Aranguren da lo mismo, pues de ambas formas se oía denominar por la cuenca del Bengolea o Castaños al desaparecido lugar. Más correcta, acaso, la segunda, aunque a mí me gusten esa y otras corrupciones del lenguaje local: Escábrisa y Maserca (puntos de El Regato) por Escauriaza y Mazarreca, Mingolía por Bengolea, Susúniga por Sesumaga, Luísiga por Lóizaga, Cáriga por Careaga, Subichúbeta por Zubichueta, Egusquiarre por Eguzquiaguirre, Lurquísiga por Lurquizaga, Bercu por Beurco, Gabasa por Bagaza, etc.»
Por cierto, Perea considera territorialmente baracaldés al barrio de Alonsotegi, primitiva anteiglesia anexionada, de motu propio, al municipio de Barakaldo en 1888. Y, por supuesto, al barrio de Irauregi, baracaldés desde la constitución de la anteiglesia hasta su desanexión, conjunta con el precedente, en 1990. Aunque, su calificativo de apegaos evidencia el desapego identitario de los alonsotegiarras para con el municipio de adscripción administrativa. Y matiza, con una cortesía que denota un cierto distanciamiento: «Nosotros hemos tenido siempre hacia esta localidad baracaldesa, afable, distinguida y formal, respetuoso y sincero aprecio» (Perea, 1944: 63-64).
Además, considera como propio del microcosmos baracaldés un pequeño entorno supra-local, poco más allá de los límites jurisdiccionales del municipio, integrado por las barriadas de Ugarte y El Juncal (Valle de Trapaga), Saratxo y su casería de Bazigorta (Gí¼eñes), Castaños (Galdames-Gí¼eñes), y algo más ampliado hacia los montes de Eretza y de Triano: con preferencia al macizo alonsotegiarra de Ganekogorta y Pagasarri. Y en alguno de sus escritos inéditos, considera como propias las ferrerías de ladera o haizeolak descubiertas en este cul de sac del valle del Castaños a comienzos de los años sesenta (cfr. Uriarte y Amiano, 2002). Por otra parte, así lo hemos considerado también muchos otros baracaldeses, por hallarse enclavados todos estos lugares en la cuenca del Castaños y ser objeto de nuestras primerizas -y después recurrentes- salidas montañeras y romeras. Sin que, por otra parte, nadie haya opuesto reparos a las precitadas desanexiones, que han dejado reducido el término municipal de Barakaldo a poco más de la mitad -54%- de su extensión precedente.
3.2. Léxico
En la concisa muestra «Del vocabulario baracaldés» (Perea, 1946, 1965, 1966) incluye 109 voces peculiares de uso local; aunque no todas ellas sean privativas de este ámbito. Léxico que, en su versión inédita, se amplía hasta las 651 palabras. Sobre un sedimento de voces procedentes del euskera, se superpone otro que tiene sus orígenes en una forma dialectal del castellano, un romance antiguo llegado desde Las Encartaciones, más una exigua minoría de palabras de procedencia foránea, introducidas en las márgenes de la Ría a causa del intenso tráfico portuario que sostuvieron sus pueblos con muy diversos países. Así pues, el «vocabulario baracaldés» es un léxico criollo o pidgin, dotado de características peculiares pero que pertenece a un subgrupo de hablas locales emparentadas, en el que también se encuadran el lexicón bilbaíno (Arriaga, 1896), el glosario encartado (Trueba, 1980), el lexicón gordejolano (Kastañabakotza Taldea, 2000) y el habla de Castro y su comarca (Sánchez-Llamosas, 1982). Y, sin duda, con los respectivos de los pueblos de la zona minero-fabril, con menores rastros del euskera en éstos. Presentando ciertos paralelismos, incluso, con voces de otros territorios vecinos como Aiara/Ayala y ílava en general (López de Guereñu, 1958). Estas hablas no han sido objeto de un estudio sistemático, más allá de los inventarios locales de voces (Homobono, 1994 b: 120).
La decadencia de este léxico se inició a comienzos del siglo XX, a causa del doble fenómeno de la modernización y de la inmigración. Cuando lo compila Perea, buena parte del mismo ya ha desaparecido de la vida cotidiana, particularmente en el casco urbano, pese a existir aún gran número de baracaldeses nativos -e incluso los inmigrantes más antiguos- que lo conocen en mayor o menor medida. Y a ser un buen número de vocablos a él pertenecientes del dominio general, persistiendo bastantes de ellos durante un par de décadas más con respecto a la primera publicación, incluso en el Barakaldo periurbano. Este léxico, legado por una tradición reciente, representa para Perea otra neta expresión de identidad baracaldesa.
3.2.1. Geografía -diacrónica- lingí¼ística del Barakaldo contemporáneo
Lo expuesto en los precedentes epígrafes nos conduce, irremisiblemente, a la cuestión de la presencia de las lenguas vasca y castellana en Barakaldo, de su hibridación y del proceso diacrónico de desaparición del pidgin resultante. Aunque éste no sea el objeto de nuestra presente indagación, constituye el contexto de la toponimia y el léxico locales, existiendo entre estas variables una asociación bastante neta. Así, en el informe enviado en 1795 por Silverio Joaquín de Retuerto, corresponsal local del geógrafo Tomás López, se dice textualmente: «La lengua común es el vascuence y castellano, aunque uno y otro mezclado y nada puro». Por su parte, un artículo fechado en 1841, diferencia situaciones lingí¼ísticas como las de Portugalete y Sestao, donde solo se usa el castellano, de la de Barakaldo, donde «se habla un galimatías, que es una mezcolanza de entrambos idiomas».
Cuando, entre 1864 y 1866, el corresponsal de Louis Lucien Bonaparte, le remite los resultados de dos informes, los datos son más precisos. En Barakaldo «se habla mucho bascuence» en los barrios de Landaburu y Beurko, y algo en el de San Vicente. Donde «la gran mayoría es bascongada, porque poseen ambas lenguas, y solo algunos jóvenes no saben bascuence». Los del Regato y Retuerto son «enteramente castellanos», y es más dudosa la situación de Burceña e Irauregi. Pero como «los jóvenes, por lo regular, hablan castellano este idioma es el que domina» (Ruiz de Larrinaga, 1958: 403 y 419; Homobono, 1995: 126).
Paradójicamente, estos datos contrastan con la inexistencia de rastros directos de esta presencia del euskera en la memoria colectiva local. Ni Ernesto Perea ni ninguno de mis numerosos informantes nativos de la encuesta etnológica (1980-81), estos últimos nacidos durante el periodo intersecular del XIX al XX, tenía noticia de que sus padres o abuelos conocieran esta lengua. Sin embargo constataban -y algunas mujeres vehiculaban- el peculiar acento baracaldés al expresarse en castellano, propio de personas conocedoras del euskera, e inexistente en el resto de la Margen Izquierda y Zona Minera o en el bajo valle del Kadagua.
3.3. Folclore y ciclo festivo baracaldés
3.3.1. Bolos, rituales, gastronomía y jotas
El último capítulo, titulado «Perfiles sueltos», dedica breves epígrafes a un ritual de paso y otro de posesión: los «besamanos» en cada encrucijada durante las comitivas funerarias y los enemiguillos (Homobono, 1994 b: 144; 1995: 133). De estos minúsculo auxiliares de un brujo, en nuestro caso León Larrinaga, un pastor arratiano avecindado en el caserío de Uraga (Aranguren), se afirmó que le conferían excepcionales dotes de fuerza y rapidez, afirma: «Más arriba, Uraga, donde un mago baracaldés consiguió, en otros tiempos, someter a las sorguiñes y otros sañudos enemiguillos, introduciéndolos en un alfilitero« (Perea, 1944: 52).
Y también a los deportes tradicionales y gastronomía locales: los bolos a cachete, el afamado txakoli local y el bacalao a la baracaldesa. Nos detendremos, brevemente, en estos rasgos de la idiosincracia baracaldesa efectuando, además, una breve mención de las jotas.
«[…] Baracaldo ha abandonado, lamentablemente el cultivo de un típico deporte: el viril juego de bolos «a cachete». Hace treinta años existían en la Anteiglesia más de veinte carrejos de bolos que, en los días festivos, se veían animadísimos de entusiastas baracaldeses» (Perea, 1944: 128).
Es preciso puntualizar que ni esta modalidad bolística autóctona fue ni es exclusiva de Barakaldo, sino de toda la Margen Izquierda y Zona Minera; y que, tanto en ambas subcomarcas del valle de Somorrostro como en Barakaldo, coexistió, sobre todo, con la de pasabolo y con otras. Un tema exhaustivamente estudiado, más adelante, por diversos investigadores.
Aquí se encuentra, asimismo, un breve epígrafe dedicado a sendas referencias culinarias baracaldesas, la auténtica porrusalda y:
«[…] los «pimientos con bacalao», plato, este último, que nada tiene que ver con el mesturao de bacalao con pimientos. Y así, Baracaldo se apunta en el nomenclator de la cocina del país -de reputación mundial- dos substanciosas aportaciones» (Perea, 1944: 137-138).
Me correspondió desarrollar y explicitar la fórmula de este «bacalao a la baracaldesa», con la asesoría de Perea (Homobono, 1966 c). Previamente ya se había celebrado, durante las fiestas de El Regato de 1962 el Primer Gran Concurso de Bacalao a la Baracaldesa.
Otro ejemplo del folclore local serían esas «jotas baracaldesas viriles y pujantes», de las que recoge dos en sus Perfiles (1944: 53, 78, 115) y varias más en Percal y Mahón (1946). No muy diferentes, por cierto, de las que se escucharon por toda la zona minero-fabril.
3.3.2. Fiestas y romerías
Las fiestas del Carmen, inicialmente sestaotarras, se inician en el nuevo barrio fabril baracaldés de El Desierto en 1864, en plena dialéctica festiva con la romería del concejo vecino, y se consolidan definitivamente como propias de Barakaldo tan solo a partir de 1880 (Homo- bono, 1979; 2003 a: 287-297). Ernesto Perea en su descripción de estas fiestas del Carmen, celebradas en la campa de Murrieta, carga el acento sobre la efervescencia festiva; aunque sin olvidar las solemnidades religiosas, los festejos populares, las barracas y tíos-vivos.
«En la última noche festiva, desbórdase la alegre juventud desde el ferial hasta la plaza, en biribilqueta jubilosa […]. Y sigue la música, el bullicio y la estridencia, hasta las tantas de la noche. En esta fecha hacen falta dos bandas de música para dar satisfacción a los empedernidos danzantes. Hasta que se agotan… los músicos. La banda local añade a las piezas bailables de su repertorio aquella eminentemente baracaldesa, los puerros« (Perea, 1944: 132).
En respuesta a una encuesta sobre posibles reformas de las fiestas patronales del Carmen, casi todas sus propuestas están impregnadas de nostalgia por reinstaurar la señas festivas de exaltación identidad del Barakaldo tradicional:
«Banda de música. Chistu […] Corros de baile al viejo estilo romeril (atavíos típicos, dulzainas y panderetas, guitarras y acordeones). Gran concurso de jotas baracaldesas, de nuestra jota brava y jubilosa (punteaos, revensiadas y enjundiosas coplas primitivas). Gran campeonato de bolos «a cachete» y desafíos de barrenadores» (Perea, 1951).
Sin que por ello olvide los rasgos religiosos de la programación festiva, y proponga «un lucidísimo y original desfile por nuestras calles» de los clubes de fútbol, así como una precursora propuesta de puesta en valor del patrimonio simbólico industrial: cuernos y sirenas, más el resplandor de los convertidores que «incendian el cielo y espejean las aguas con fantástica e inigualable pirotecnia». En suma, gentes «que claman, oran y cantan».
Quizás por no tratarse de una festividad tradicional, soslaya en sus Perfiles las Fiestas de la Liberación de Baracaldo, celebradas por el régimen franquista desde 1938, los días 22 de junio y siguientes. Inicialmente se trata de un programa de festejos, que constituyen el mero soporte de una celebración institucional, un evento conmemorativo de la ocupación de nuestra anteiglesia; cuya parafernalia simbólica convierte al escenario festivo en una exaltación de la España Nacional. Pero que, con el tiempo, y la conversión en más laxos de tales rasgos, irá cristalizando en un ciclo estival de fiestas que incluyen a la propia festividad del Carmen.
En cuanto a las fiestas de los barrios, modesta síntesis de actos eucarísticos, festejos tradicionales, música y bailables, ocasiones propicias para el ejercicio de la sociabilidad y el inicio de noviazgos, destaca entre todas ellas una que congregaba a gentes de todos nuestros barrios, con inclusión de su capitalidad, e incluso de los pueblos vecinos, que es la de San Roque (Homobono, 1966 d: 28-29; 1968: nº 55, 32-33; 1987: 269; 1994 b: 131).
«La fiesta de San Roque, en El Regato, [que] es de romería campera. Son de ver los carros cubiertos de ramaje y las bestias adornadas con flores dirigirse al pintoresco rincón de El Regato. Y es de admirar la gárrula alegría del mocerío ataviado de romería» (Perea, 1944: 133).
Enuncia a continuación las pequeñas romerías de ermitas de«los somos aferrados a la sierra». Para detenerse únicamente en la del santuario de Santa ígueda, en las estribaciones del monte Arroletza y junto a la calzada que sube desde el puente de Kastrexana; para cargar el énfasis únicamente en las rondas corales y las funciones de religiosidad litúrgica; o popular, como fueron los exvotos que recubrían sus paredes hasta la desafortunada restauración de 1959, y las prácticas de circunvalación con la imagen de alabastro hasta los primeros años del siglo XXI?. Bien es cierto que durante la posguerra, y hasta 1955 las festividades de invierno -5 de febrero y su repetición dominical-, no recuperaron el esplendor lúdico del que sí habían gozado en épocas precedentes, pese a las grandes nevadas de ese año y los inmediatos. Y que esas jiras estivales que menciona, organizadas con anterioridad a la Guerra Civil por agrupaciones nacionalistas y tradicionalistas, estaban prohibidas por decreto. Dice Perea:
«De todas las ermitas montañesas de Baracaldo la de Santa Agueda es, sin duda alguna, la más visitada. En las vísperas de su fiesta, el 4 de Febrero, los coros nocturnos cantan, desde tiempo inmemorial, a Agate Deuna. Santa Agueda, aquella bellísima siciliana, mártir gloriosa, es muy hondamente venerada por los baracaldeses […]. Y lo testimonian esas muletas que ya no hicieron falta a los cojos que intercedieron el auxilio de la santa, esos mechones de pelo y esas otras cien ofrendas depositadas en el Santuario por sus favorecidos devotos. En la campa aneja se celebran en verano, frecuentemente, alegres jiras y reuniones campestres» (Perea, 1944: 135-136).
Perea dedica un epígrafe específico de sus Perfiles a las romerías de Cruces, por el ámbito y la concurrencia supralocales de estas celebraciones, durante las Pascuas de Resurrección y de Pentecostés. Aunque propias en su origen del ciclo festivo del santuario de Santa ígueda, ya se festejaban informalmente en la campa de Cruces, al retorno de aquél. Y al trasladarse formalmente, a partir de 1912, a esta encrucijada estratégica local y regional, las romerías pascuales se van desvinculando de las funciones religiosas del santuario, para adquirir identidad propia y convertirse en sendas festividades laicas y lúdicas. Durante ambos días, los grupos de jóvenes que por la mañana han acudido a la función religiosa de aquél, regresan en alegre biribilketa con acordeones, en un contingente insignificante frente a los apiñados racimos de romeros que llegan hasta Cruces desde todas partes. Su campa será escenario, durante la tarde, de unas de las más concurridas romerías vizcaínas. En ellas, como en toda fiesta a la que concurren mozos de diversas procedencias e ideologías, se desatan enconadas y a veces sangrientas peleas (Homobono, 2003 a: 284-287). Pero destacan, sobre todo, por ese climax festivo magistralmente evocado por el autor de referencia.
«En los extremos de la campa se sitúan los tíos-vivos, las churrerías apestando a aceite frito, los fotógrafos ambulantes; los puestos del tiro al blanco, de chiminaques, de rosquillas de Mendaro y de almendra garrapiñada; los vendedores de agua de limón con sus aljibes tripudos, los barquilleros, los carros de helados… […] Aquí, ruidos de charanga y del plañidero acordeón a cuyos sones dibujan las plegadas parejas difíciles trenzaduras; allá, los dulzaineros que chiflan y cantan electrizando a los corros bailadores; acullá, el embrujado gorgoritar del chistu que arranca en los ágiles danzantes asombrosos saltos y piruetas. De cuando en cuando la banda de música, la laureada banda baracaldesa, interpreta una pieza de baile modernista. […] En los chacolíes y choznas inmediatas no faltan consumidores. Cazuelas de caracoles, de callos, de bacalao, de merluza, de picatierras asados…» (Perea, 1944: 141-142).
4. Una mirada bucólica sobre el paisaje y la sociedad local baracaldesa
La mirada de Ernesto Perea se caracterizó, desde su juventud, por una acusada miopía, en sentido estricto y no metafórico. Lo que no implicó impedimento alguno para su notable sensibilidad hacia ese conjunto de experiencias sensoriales y estéticas que es el paisaje; y cuyos elementos son el relieve, la vegetación, el agua, el cielo, la atmósfera, los animales, más el propio hombre y sus obras, formando un todo indivisible. Sirvan como muestra sus descripciones del entorno del Pantano Viejo -ya citada- y de sendas excursiones, a un monte de Barakaldo (Argalario) y a otro de su entorno (Eretza):
«Ha nevado copiosamente durante la pasada noche […] Ascendemos paralelamente a una línea de encantadores árboles de navidad que son estos pinos jóvenes, cubiertos de blanca túnica […] Argalario ha recibido el regalo de dos palmos de nieve esponjosa que sólo a nosotros, sus visitantes, permite pisar. […] Bien nos compensa, montaña generosa, el esfuerzo realizado en tu escalada […]. ¡Gloria al monte Argalario, el más baracaldés de los montes de Baracaldo! […] Cuando nieva cambian sus perfiles el cielo y la tierra» (1944: 113-115, 118).
«Hemos llegado a El Regato […] e iniciamos despaciosamente la derrota del Ereza […] discurre el camino seccionando un enmarañado boscaje de árgomas y helechos, bortos y castaños, patria de silfos y otras deidades silvestres, invadida en esta hora matinal por mil suertes de poéticos ruidos […] que forman esta sin igual armonía de la Naturaleza […] alcanzamos la cúspide del Ereza […] con blanca diadema de niebla, y mirando […] como una colosal esfinge […] hasta que las primeras nieves la tocan de alba chapela de armiño […] Y extendemos la pupila por los montes y collados de existencia perenne que hasta aquí llegan en anfiteatro» (1944: 17-22).
Aunque, más allá de estos ejemplos, todo el conjunto de sus Perfiles está informado por su receptividad hacia el conjunto de impresiones visuales, auditivas, olfativas e incluso táctiles que percibe en la campiña baracaldesa. Una mirada cargada de nostalgia por una sociedad y un paisaje en vías de extinción, pero que en su imaginario es la metonimia de la tradición, la expresión visible de un orden natural y social cargado de valores, cualidades y significados que se resiste a ver morir. Su visión del paisaje baracaldés, a partir de una mirada selectiva de aquello que le interesa ver, es la de un ethnoscape ajeno a la lógica perceptiva y discursiva que genera el agresivo paisaje en expansión del nuevo entramado urbano. Perfilando así todo un bucle melancólico a escala local que, lejos de suscitar adhesión al nacionalismo (cfr. Juaristi, 1999 a; Folch-Serra, 2007), se expresa mediante un acendrado «baracaldesismo» de índole costumbrista, que se remite a los orígenes y a la pureza del indigenismo local, como despertó antes en Trueba adhesión a la identidad encartada (Ereño, 1998), y en otros autores empatía por la montaña y sus gentes. El paisaje es una metáfora sensorial de un Barakaldo entendido como síntesis de la dialéctica entre la razón y el sentimiento, el pasado y el presente, a través de una propuesta de continuidad. Lo que hace de Perea un paladín de la (re)invención de tradiciones románticas a escala local, que subraya las continuidades, las permanencias, los estratos superpuestos de restos de antiguos paisajes, reescribiendo en sus Perfiles un singular palimpsesto. Pero a partir de un costumbrismo crepuscular y nostálgico, que añora una cultura rural agónica: la del Barakaldo preindustrial, en un canto más pleno de resonancias bucólicas que ossiánicas.
Pero el paisaje es un constructo social, fruto de la actividad humana y de las tecnologías propias de cada etapa histórica, en un acelerado proceso de transformación colectiva de la naturaleza (Homobono, 1987; Nogué, 2007). Paisaje modelado por el hacha del carbonero, por las actividades del ferrón y del minero, por el quehacer del pastor, del agricultor, del urbanita e incluso del excursionista. Un sumatorio de las demandas utilitarias, lúdicas o contemplativas de quienes lo habitan y/o frecuentan. Y, cerca de la Ría, caseríos, huertas, vegas y viñedos irán sucumbiendo ante la arrolladora invasión de los pabellones fabriles, sus vertidos y la vivienda obrera primero; de las urbanizaciones más los centros comerciales y feriale después; todos esos no-lugares entre los que Augé (1993) incluye también las autopistas, aeropuertos y el TAV. Que sustituyen a los auténticos lugares del esparcimiento, la sociabilidad, la vecindad y la identificación, donde solo moran el genius loci y su progenie.
Tanto en sus Perfiles como en el conjunto de su obra, Perea nos conduce -como Merlín, en versión de White, al joven Arturo- al corazón del agro, del monte y del bosque. Indexando, a modo de ejercicio pedagógico, sus crhonotopos o lieux de mémoire, lugares de anclaje don- de tiempo y espacio parecen superar las contingencias de la historicidad: el valle de El Regato, la aldea de Zuazo, el puente de Kastrexana, los montes de Argalario y Eretza, las ermitas y sus romerías, las fiestas tradicionales, los bolos, las jotas y la gastronomía locales… En atenta mirada sobre la Jerusalén hortícola sin perder de vista la Babilonia fabril: la ciudad y el barrio de Lutxana, pletóricos de industrias y de viviendas, de población y de trabajo, de ruidos trepidantes, de humos y de trajín.
Para un creyente como Perea, sus Perfiles son como un trasunto del salmo 23 y Barakaldo una réplica de esa arcadia patriarcal del texto bíblico. Treinta años después, arrasada buena parte de nuestro patrimonio natural, el autor plasma en su ¡Viva la Mejorcracia! una fuga onírica de esta tierra, que pierde autenticidad y espiritualidad, hacia un planeta utópico que es un alter-ego más digno, justo y sostenible. Siempre según su particular escala de valores.
Triste destino el de tantos parajes del Barakaldo terrenal, lugar del valle de lágrimas, perfilados con pericia por Ernesto Perea y a los que -por boca del ingeniero de su Percal y Mahón– sentencia con una frase lapidaria, dirigida al expropiado baserritarra de Gabasa: «¡Es ley de vida, don Maximino!». Un final previsible cuando conocí a nuestro autor, consciente de que el último reducto de ese Barakaldo añorado e «indígena» se iba reduciendo al valle de El Regato. Y aun éste amenazado, ya desde pocos años después; materialmente por importantes obras públicas y privadas e ideativamente por la inexorable modernización socio- cultural (Homobono, 1987: 261-271). Confiemos en que, desatados ya todos los males, el arca de Pandora guarde en su fondo un preciado bien: el fermento de nuestro patrimonio cultural.
Advertencia: el artículo completo con sus Notas y amplia Bibliografía puede leerse en la Revista KBarakaldo.
¿Pueden decirme quiénes fueron los padres de Ernesto Perea Vitorica?
Gracias.
El padre era Abelino Perea Begoña
Y la Madre Sabina Vitorica Mendizabal
Buenas, les hablo desde la Argentina. Tengo en mis manos un ejemplar de ¡Viva la Mejorcracia! (Bilbao 1974, Editorial La Gran Enciclopedia Vasca)donde el autor se le dedica el ejemplar en puño y letra a su primo, que era mi abuelo. ¿Hay alguna manera de contactarse con familiares cercanos? Saludos, Esteban Andrés Perea.
Remito su peticion a un buena amigo.
Espectacular. Mi correo electrónico es estebancuales@hotmail.com
Seria muy interesante conocer de donde viene mi ascendencia paterna. Por lo que tengo entendido mi bisabuelo se llamaba Eusebio Perea, por lógica debiera ser hermano del padre de Ernesto, Abelino. EN comunicación Esteban Perea.
Acabo de enviar un e-mail a tu dirección particular con una respuesta que espero que te sirva.
Se trata de buscar su ascendencia en el Archivos Diocesano de Bizkaia.