El Molino de San Juan (Leyenda)
Cuentan que hace muchos años, en el molino de San Juan, residió un matrimonio de cuya unión nació una única hija llamada Marta, cuyos encantos físicos y morales fueron admirados por todos cuantos la conocieron. Pero esta virtuosa joven tuvo la desgracia de no ser correspondida por sus desalmados padres quienes le hicieron la vida imposible al tenerla prisionera en el feudo molinero.
Aquella joven molinera jamás protestó por el trato recibido, sabía muy bien que de hacerlo, sería tratada peor aún. Decidió seguir trabajando para gozo de sus miserables padres cuyo único objeto de cariño era el vil dinero que contaban una y otra vez bajo la luz de un roñoso candil mal aceitado.
La belleza de la joven Marta pronto fue conocida en todos los rincones de Las Encartaciones. No faltaron aquellos merodeadores que lo quisieron comprobar con sus propios ojos. Así llegaron al lugar caballerías cargadas con sacas de grano para ser molidas. Nunca supieron, sin embargo, todos estos admiradores, cuánto mal hacían a la pobre Marta, ya que a más molienda más trabajo y éste la esclavizaba aún más.
La codicia de los molineros llegó a tal extremo que cada día entregaban menos harina por el grano molido, alegando que ellos devolvían todo cuanto se depositaba en la tolva, y que si algo faltaba, se debía, sin duda, a que las ratas se lo comían o a que las brujas se lo llevaban, ya que ellos nada habían robado.
Contaban el dinero cierta noche, cuando en la puerta sonaron unos golpes ténues. Un anciano caminante, deseoso de guarecerse de la abundante lluvia que caía, llamaba pidiendo refugio.
-¿Quién es- preguntó con voz ronca el molinero.
-Un humilde penitente que camina hacia Santiago y que desea guarecerse de esta pertinaz lluvia -respondió el caminante mientras suplicaba le dajara pasar al interior para no mojarse.
-Siga su camino que aquí le van a comer las ratas y eso es peor que mojarse. -contestó la misma ronca voz.
-¡Compadézcase de un semejante! ¡Tenga piedad de mí! -insistió la voz del anciano mientras golpeaba con manos heladas el portalón. Tras el desagradable chirriar de las bisagras apareció la corpulenta figura del molinero con un candil en la mano. Midió un instante la desastrada figura del viejo y de un empujón lo arrojó al suelo del embarrado camino, al tiempo que decía:
-Viejo, aquí no queremos fisgones. Vete rápidamente antes de que coja una estaca y te pegue. -advirtió amenazador el molinero. El maltratado caminante se levantó del suelo buscando a tientas su pequeña cruz de oro que, con el violento golpe, se había desprendido de su cuello. Murmuró algo que el molinero no supo descifrar y que se perdió en el viento:
– ¡Sí, ya me voy! Recuerda que las ratas no me comerán a mí y sí a todo cuanto robas y atesoras en este viejo molino. Te acordarás de este caminante… -se le oyó decir en el momento en que reiniciaba su lenta andadura.
Apenas si se escucharon estas últimas palabras cuando cesó la intensidad de la lluvia. Las nubes dejaron ver la silueta de una blanca luna llena cuyo resplandor convirtió la noche en un radiante amanecer. Y así, como por hechizo, el agua se evaporó y los caminos se vieron surcados por una plaga de repugnantes y asquerosas ratas que asaltaron con temible voracidad la gatera de la puerta del viejo caserón molinero.
Marta apenas se enteró de nada de cuanto había pasado. Sin embargo, cuando se levantó, muy temprano, notó que en la planta molinera había desaparecido una buena parte de la molienda del día anterior. Con terror vio todo aquel tumulto de ratones y, alarmada, salió al exterior. Allí sus bellos ojos descubrieron el brillo dorado de una pequeña cruz que estaba escondida entre las viejas losas de entrada. Tímidamente la cogió besándola tiernamente. En ese mismo momento oyó el aleteo de un búho que en lo alto de un chopo parecía observar todo cuanto ocurría en el entorno del viejo molino.
Alarmado el matrimonio pronto echó pestes y culebras al ver cómo aquellos roedores comían todo cuanto encontraban a su paso. Parecíales que la única responsable era Marta y, sin mediar palabra ni razón alguna, la echaron de casa bajo amenaza de matarla si volvía por allí.
Triste y llorosa se fue monte arriba la joven zagala y bajo un frondoso roble se acurrucó para poder dormir, pero antes acarició la cruz que se había encontrado. Una vez más es escuchó el fuerte aleteo de un Búho Real que permanecía encaramado sobre una de las ramas. Sus ojos no se cansaban de observar a la joven, cuyos sollozos callaron al quedarse dormida.
No tuvieron que pasar muchos días para que los padres de Marta decidieran abandonar la vieja fábrica molinera y, menos mal que se dieron prisa en la marcha, pues de no hacerlo, hubieran sido pasto de las ratas.
Con las prisas, los molineros no pudieron retirar sus ahorros y sí malamente la ropa que llevaban puesta, por lo que tuvieron que vagar por los contornos para poderse guarecer de las inclemencias del tiempo, así como para mendigar para poder comer. En esta situación estaban cuando por un momento se acordaron de su hija Marta y, pensaron en qué circunstancias podría encontrarse la joven muchacha sin amparo de nadie.
Resulta curioso, a la vez que triste, pensar en lo que nos depara la vida: ¡Cuando lo tenemos, no lo queremos! y ¡Cuando lo queremos, no lo tenemos! Con este pensamiento, el padre de Marta creyó consolarse, pero la pena le mataba.
Qué lejos estaban ellos de suponer que Marta no estaba sola. El Búho Real velaba constantemente por ella en su caminar entre los frondosos montes barakaldeses.
Pasado el tiempo, por el mismo sendero, pero ya de regreso, apareció el anciano caminante junto a la roída puerta del molino y tras una breve mirada pudo darse cuenta de que en aquel lugar sólo había ratas. Fue entonces cuando del interior de sus ropajes sacó algo muy extraño y tras ponerlo en su boca se escuchó un penetrante sonido y, tras de él, apareció el Búho Real que se posó majestuosamente en el brazo del caminante.
Tras de un sencillo gesto indicativo de su mano, el búho se lanzó sobre las asquerosas ratas y en pocos instantes no sólo las fue matando, si no que no quedó ni rastro de tal plaga ratuna. Una vez realizado el trabajo, el búho se plantó ante el anciano peregrino, como queriendo preguntar: ¿Y ahora, que?
Tras un pequeño ademán del anciano, el búho tomó altura marcando en el espacio un camino a recorrer. Con paso firme el dudoso mendigo siguió el rastro que le indicaba el extraño e inteligente animal, que tras un vuelo en picado, descendió hasta la copa del más frondoso árbol del tupido bosque, cuyo tronco ahuecado servía de vivienda a la juvenil molinera.
Junto al tronco, sentada, Marta daba buena cuenta de unos sabrosos frutos de los bortales, los madroños. Sin darse apenas cuenta sintió que ante ella se hallaba un señor vestido con ropas pardas de peregrino. Su sonrisa dejó a Marta, en la duda de si estaba soñando o estaba despierta:
– ¡Sí! ¡Cierto es que no soñáis! Soy en verdad lo que veis y vengo para devolveros al lugar del que nunca debisteis salir. El molino es vuestro, ¡Os pertenece! -dijo vehemente el peregrino.
– ¿Quién sois vos? -preguntó Marta sorprendida.
– Soy alguien que no pertenece a este mundo. Soy el bien de los oprimidos y el castigo de los opresores. La fe, en este caso ha sido vuestra salvación. Pero… tenéis algo que me pertenece y que debéis devolverme.
– ¿Qué es ello? -preguntó una vez más Marta.
-Es una cruz que vos guardáis y que yo perdí junto a la puerta del molino el día en que vuestro padre me maltrató con palabra y obra.
– ¿Y qué significa para vos esta cruz? -preguntó confiada Marta. – La cruz es algo que me trae y me lleva en mi caminar constante. Es mi vida y mi fe. -le confesó con ojos brillantes.
-¿Y el búho? ¿Quién es? Ha sido mi constante compañero y defensor de las alimañas que merodean por estos bosques, -comentó la joven mientras le devolvía la cruz dorada.
– Os acompañaremos mi fiel amigo y yo hasta el molino y recordad que es de vuestra propiedad y que en lo sucesivo nadie os pedirá cuentas ni os molestará. Si algo ocurriera, ¡Yo volvería otra vez!
– ¿Y qué ha sido de mis padres? -preguntó la joven.
– Ellos, avergonzados, marcharon muy lejos. Nunca supieron comprender lo que Dios les había dado… y lo perdieron por codiciosos, – le dijo el peregrino poniéndose ya en camino.
Llegaron junto al molino y apenas si Marta pudo exclamar «¡Qué bonito está!» cuando un fuerte aleteo hizo tomar altura al majestuoso Búho Real.
La mirada de la joven Marta se perdió en el espacio tras la estela dejada por aquél su fiel compañero del bosque.
Cuando ya lo perdió de vista, dijo: «Qué bonito y hermoso animal», al tiempo que miraba al sitio que ocupara el ya ausente peregrino.
Marta frotó y frotó sus lindos ojos como si no deseara despertar de aquel bello sueño: el molino seguía estando allí e incluso más remozado. Ya no estaban las ratas, ni sus padres que, aunque no fueron buenos con ella, a fin de cuentas fueron sus padres.
Marta fue una buena esposa y madre. Y cuentan que a sus hijos les solía relatar cómo vio y conoció a un precioso Búho Real, así como a su dueño, un misterioso peregrino de barba blanca que era portador de una cruz de oro. Les dijo también que nunca supo de dónde procedía ni adónde se encaminaba, y que gracias a su aparición providencial hoy ellos estaban allí.
Carlos Ibáñez
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