El Diablo de la Cueva de Pozalagua (Leyenda)
En el extremo occidental de Bizkaia, lindando con Cantabria y Burgos, se asienta un bello lugar tan antiguo como la creación del universo. Este lugar no es otro que Carranza o Valle de Carranza. Por concesiones políticas fue incluido dentro de Las Encartaciones de Bizkaia. Su destino y costumbres se rigieron por acuerdos tomados en la Casa de Juntas de Abellaneda, sita en el Concejo de Sopuerta.
Muy pocos pueblos habrá que puedan verse libres de creencias religiosas ancestrales. Maleficios, brujerías, hechizos… fueron algunos de los ritos contra los que nada pudo la Inquisición pese a las persecuciones y torturas. Carranza no pudo ser una excepción, y los sencillos moradores del Valle demostraron ser buenos encartados no ignorando que la brujería era algo en lo que sin querer, creían.
Esta leyenda se remonta a los albores del siglo XVII cuando un joven zagal, Cipriano Ranero el Cipri, decidió encerrar su vacada antes de la hora acostumbrada. Era la noche de San Juan y no quería perderse las hogueras tan tradicionales en el valle que
le vio nacer. Cipri se consideraba un buen carranzano de Aldeacueba. De aspecto viril y manos delicadas, su juventud no pasaba desapercibida entre las muchachas de la aldea. El atuendo peletero añadía si cabe un mayor encanto a su esbelto cuerpo. De su cuello pendía una tosca cruz de madera legada por su abuelo materno pocos días antes de morir.
Anochecía cuando el joven abandonó el establo del caserío de sus tíos. Por primera vez le permitían acudir a las fiestas, aunque antes tuvo que ordeñar la media docena de lustrosas y pintadas vacas lecheras.
– No vengas tarde y diviértete mucho -le aconsejó cariñosamente su tía mientras quitaba de su cabello unas briznas de hierba.
– No os preocupéis. Regresaré tan pronto como haya comido el talo y el chorizo asado en el rescoldo de la hoguera, y eso será antes de que canten los gallos -dijo muy feliz el muchacho.
– No te fíes mucho de esas bobaliconas que parecen satinas y son como la cizaña – recalcó tía Manuela.
– Guapas sí que son las condenadas pero, escucha hijo, presiento que algo malo se está cociendo por estos campos desde que la mandrágora germina en los caminos -dijo el tío entrecerrando los ojos.
– No tengáis preocupación alguna por mí. No tengo miedo ni a las brujas ni al Diablo. Voy protegido con la cruz de madera que el abuelo me legó y es mi amuleto de la buena suerte -dijo el muchacho mientras besaba la tosca cruz.
Con andar lento y seguro Cipri se fue perdiendo en la oscuridad del basto camino que debía de llevarle hasta el poblado más cercano, uno de los tantos que componen las feligresías del Valle de Carranza. Buena intención sí que tenía el mozo, pero el Diablo 0 el destino lo confundieron. Una monumental lengua de fuego conmovió la noche. A modo de artificio se dejó ver sanguinolenta en lo alto de la colina, lugar que le era muy familiar por su cotidiano pastoreo. Con mucho sigilo Cipri se escondió detrás de unos tupidos madroños. Desde allí podría mirar sin ser visto. Sintió entonces como la sangre se le helaba en las venas, ya que ante sus ojos aparecía desnuda toda la crueldad de la ceremonia brujeril. Aquello no podía ser más macabro. Tras el cegador humo de azufre apareció el propio Demonio que, con nerviosos ademanes, parecía dirigir aquella orquesta infernal marcando tiempos en la horrible danza. Pronto se oyeron unos tenues gemidos a los que se unieron los desgarradores gritos de una madre, que veía impotente como su pequeño retoño iba a ser sacrificado por un pecado que nunca cometió. Junto a ella, rodeada de arpías que gesticulaban estrambóticamente, había una vieja semidesnuda arropada con trapos negros cuyos brazos y piernas parecían las cepas de un emparrado. La mujer empuñaba con manos férreas un estilete de piedra afilado con el que pretendía degollar al pequeño para derramar, más tarde, su sangre en el sucio cuenco de barro cocido que le sería ofrecido al mismísimo Satanás.
Cipri no podía dar crédito a lo que sus ojos veían, pero pronto se rindió ante la evidencia. Nunca supo el porqué de su sudor y ni de las lágrimas que cegaban sus pupilas. Quizá fuera miedo, quizá rabia… Comprendió que tenía que tomar una decisión antes de que fuera demasiado tarde. Antes de salir al encuentro de aquellas bestias quiso encomendarse a su cruz de madera. Con manos temblorosas la acercó a sus labios y durante unos instantes rezó:
– Oh Dios, ten misericordia de esta pobre criatura. No permitas que el Diablo se la lleve.
Apenas si acabó de decir la plegaria cuando sonó una gran explosión. El suelo se hundió formando un cráter del que salieron destellos de fuego que producía un humo negrísimo, mientras que por todo el valle se escuchaban pavorosos alaridos que gritaban:
– ¡Traición, esto ha sido una traición!
Nunca supo Cipri cuánto tiempo transcurrió desde que ocurriera aquel extraño acontecimiento. Cuando recobró el conocimiento ya había amanecido. Por un momento pensó que todo había sido un sueño, pero sorprendido pudo ver cómo bajo sus pies se extendía un precipicio cuyo fondo se hundía en las entrañas profundas y ya silenciosas de la tierra.
El sol estaba en lo alto cuando el muchacho decidió volver al caserío de sus tíos. Le parecía un sueño todo lo sucedido aquella extraña noche de San Juan.
– Sí -pensó-. Me habré quedado dormido, pero aquel barranco…, aquella cueva… Muchas veces he pastoreado en esta ladera y nunca lo había visto… Qué extraño… ¡El techo de la montaña está hundido!
Preocupado por lo sucedido, Cipri apresuró su paso. Mojó sus sienes en el pequeño y cantarín arroyo que se deslizaba silenciosamente a su lado, como si éste pudiera llevar algo de cordura al absurdo temor que le recorría el cuerpo. El agua cristalina le devolvió el reflejo de un niño asustado y cuál no sería su sorpresa al ver un brillo dorado que, pendiendo de su cuello, le cegaba los ojos. Sí, no podía dar crédito a lo que veía, pero ahora lo palpaban sus manos. Era frío y cálido al mismo tiempo, parecía tener vida… Era su cruz, su vieja cruz de madera, que aún colgaba del viejo y raído cordel. Escondiendo su torso entre la suave lana de su chaleco continuó su camino. Tan entusiasmado iba que apenas si se dio cuenta de que se hallaba junto a la entrada del caserío familiar y que casi chocaba con su tía. La mujer, preocupada por su tardanza, parecía estar esperándole en el quicio de la puerta
– Cipri, hijo mío, ¿dónde has estado estos días? -dijo intentando frotar sus manos-. Nos tienes a todos pendientes ¿Qué ha sucedido?
– Hola tía… ¿por qué me dices eso de «tantos días»? Pero si fue anoche cuando me marché para ver las hogueras…
– Hijo, te hemos buscado en vano durante tres días por todos los rincones cuando nos dijeron que no habías llegado al pueblo. Temimos por tu vida ¿Sabes que también han desaparecido la joven Amaia y su hijo de pocos días? No sabrás… -balbuceó nerviosa la pobre mujer.
– Mira tía, eres muy buena pero no sé si podrás entender todo lo que te voy a contar. Será mejor que venga también el tío para que así conozcáis todo lo que me ha sucedido -dijo con obstinación Cipri.
Apenas pronunciadas estas últimas palabras, tía y sobrino vieron como se acercaba sigilosamente el tío Ramón desde el establo. A modo de bienvenida el viejo dio un codazo cómplice al joven, diciéndole:
– Vaya, ya has llegado, granuja. ¿Cómo te ha ido con las mozas…? Has estado a la altura, ¿no?
– Sí tío, ya he llegado, o mejor dicho nunca me he marchado de este lugar. Necesito que me escuchéis. Hay muchas cosas raras que quiero contaros. Me gustaría que creyerais en mi palabra… y es tan difícil…
– Sí, hijo, cuenta todas tus andanzas para salir de todas estas dudas -dijo el tío Ramón extrañado ante la seriedad del muchacho.
El joven relató los hechos sin dejar ningún lugar a la duda. Habló del fatídico aquelarre entre las brujas y el Demonio, así como del sacrificio del hijo de Amaia.
Contó, con gesto crispado, cómo fueron tragados todos ellos por un profundo socavón que de pronto se abrió en el prado. Por último los tíos vieron la evidencia del milagro en las propias manos de Cipri: la cruz de oro.
– No es fácil contaros todo esto, ni justificar esta ausencia de tres días durante los cuales yo… no he existido. No es nada fácil… -dijo con voz quebrada-. Pero si no tenéis confianza en mí, me iré para siempre. Yo vi al Demonio y…
Apenas si terminó de pronunciar el nombre del íngel Negro, cuando una nube oscura dejó mudos y sordos a tíos y sobrino.
– Como veis, ya no podéis dudar de mis palabras. Si deseamos el bien familiar tendremos que guardar silencio. En caso contrario nadie me creerá y los inquisidores querrán saber tanto como yo sé… y nunca podré certificar unos hechos de los que sólo Dios es conocedor.
Había tanta verdad en sus palabras y tanta desolación en sus ojos que la pareja calló.
– Ya es tarde hijo mío. Vamos entra y te prepararé la cena. Debes de estar cansado…-dijo la mujer besándole la mejilla.
Pasaron algunos años y Cipriano Ranero, ya maduro en edad y conocimiento, tuvo que tomar la determinación de abandonar su querido valle carranzano para no ser punto de miradas y de referencias de curiosos.
Por todo el valle se decía, y cuentan que algunos también lo oían, que en las noches de luna llena se escuchaban voces lastimeras en lo alto de la colina. Cuánto pudo haber de realidad nunca se supo, pero hubo quienes señalaban el lugar exacto donde el suelo se abrió tragándose al propio Demonio.
Poco a poco los lugareños fueron olvidando el suceso y muy pocos se acordaban ya de las brujas y del Diablo… o de la hermosa joven rubia y su querubín. Otro tanto ocurrió con el zagal que exorcizara al maligno, cuyo nombre ya nadie se atrevió a mencionar. Se le recordó como «El pastor de la Cruz de Oro», tal y como lo mentaban en las leyendas que, en las noches de San Juan, contaban las viejas.
Pasaron más años hasta que cierto día del año 1957, por voladura de un barreno, quedó al descubierto un santuario de excentrísimas estalactitas abiertas en forma de flores en el antiguo valle del aquelarre. Las gentes decían que tanto la cueva como el hallazgo eran cosa del Diablo. Consejas de las viejas, dicen algunos… Sin embargo allí está, como mudo testimonio, la Cueva de Pozalagua en el vizcaíno Valle de Carranza cuya belleza sólo Dios nuestro Señor es capaz de crear.
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