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De las «Agorrolas» a las «Zerraolas»

De las «Agorrolas» a las «Zerraolas»

Tenemos ya, a principios del siglo XVI, la ferrerí­a completa, que habrí­a de mantenerse invariable en su disposición general hasta principios del siglo XIX, cuando comienza a utilizarse en Vizcaya el horno alto. Consta, pues, la ferrerí­a clásica de 5 elementos principales, que son:

1.- Un horno de calcinación de la vena, que solí­a ser de forma muy similar a la de un horno de cal, aunque quizá de menor altura. En algunas ocasiones no se calcinaba la vena en un horno sino simplemente en un montón de troncos y ramaje al que se daba fuego. Esta operación se Ilamaba «arraguar» en las ferrerí­as vascas.

2.- La presa: de mamposterí­a, situada generalmente a unos doscientos o mil metros aguas arriba de la ferrerí­a. Las aguas embalsadas por la presa se conducí­an por un estrecho y largo canal con poco desnivel a la antepara, la cual serví­a de depósito regulador.

3.- Una soplante, que solí­a ser un juego de dos fuelles, movido por una rueda hidráulica. Estos fuelles eran de madera y cuero, o de madera solamente, y trabajaban alternativamente mediante un dispositivo de cigí¼eñal o de balancí­n, para suministrar un soplado continuo en la tobera, que por lo general era un tubo en forma cónica, hecho con chapa de hierro y dirigido con una ligera inclinación hacia el fondo del hogar.

En algunas ferrerí­as estos fuelles se sustituí­an por otro dispositivo de soplado que era la trompa, o como se denominaba en vascuence, la «aicearca». Este ingenio, que fue introducido en Vizcaya por Pablo Antonio de Rivadeneira auxiliado por Antolí­n de Salazar hacia el año 1ó33, tuvo dificultades de adaptación, y nunca se extendió demasiado en el Señorí­o, a pesar de lo cual se sabe fue utilizado en algunas ferrerí­as como la del Poval y las de Butrón.

4.- El («fogal») u hogar, que consistí­a en una cavidad de profundidad relativamente reducida y recubierta parcialmente con chapas de hierro. Era de forma de tronco de pirámide invertido y cada una de sus caras tení­a su denominación particular. El muro que separaba los fuelles del fogal se Ilamaba «bergamazo». La chapa atravesada por la tobera, se Ilamaba «vetarri» en nuestras ferrerí­as. La chapa situada frente a ésta, «asearro>). El costado por donde salí­a la escoria «ciarzulo». El costado opuesto «idiriguela». La chapa que constituí­a el fondo del hogar se denominaba en Vizcaya «cirillo». La masa de hierro semi­fundido, mezclado con escorias, que se sacaba del hogar una vez terminada la operación, se Ilamaba en castellano «zamarra» y en vascuence, «agoa».

5.-E1 martinete, que era todo de madera, excepto la maza, el yunque y algunos aros y zunchos con que se reforzaban algunos de sus componentes.

Además de estos cuatro elementos principales, existí­a también un local para el almacenaje del carbón vegetal, generalmente adosado al edificio de la ferrerí­a.

A estos dispositivos hidráulicas se refirió por primera vez el Fuero de ferrones concedido a los de Oyarzun, en el que se citaban «las presas de las ferrerí­as y las ruedas o molinos que son parte de su uso». La necesidad de disponer de tales dispositivos originó, según hemos indicado, el cambio en la ubicación de los centros siderúrgicos; y ese cambio inició la segunda etapa de la producción industrial aquí­ reseñada. Las «agorrolas» se convirtieron en «zearrolas» (ferrerí­as movidas por agua) y de esa conversión derivó un extraordinario aumento en el número de ellas.

Como información acerca del mencionado aumento, recogemos el dato de que, en el siglo XVI, Ilegaron a ser mas de trescientas en todo el Paí­s Vasco: de ellas (según datos posteriores, correspondientes ya a la centuria siguiente) unas 180 ferrerí­as estaban situadas en Bizkaia, principalmente en la jurisdicción de Barakaldo, donde hubo treinta y dos, y sobre los rí­os lbaizí bal (con 31), Cadagua (con 25), Artibay, Oca y Arratia (con 19 ferrerí­as en cada uno). Guipúzcoa tuvo mas de un centenar, bordeando los cauces del Oria (con 53 centros siderúrgicos), así­ como en los del Urola (con 30) y del Deva (con 17); y existieron asimismo unas veinte ferrerí­as en Alava, y algo más de esa cifra en territorio navarro, donde sólo el Rey posera 28 de ellas, hacia los años finales de la decimocuarta centuria.

Pero una expansión de tal amplitud e importancia no se logró de manera fácil, puesto que además de los cambios de emplazamiento exigió también modificaciones substanciales en el equipo fabril y en el trabajo de las ferrerí­as. Durante un primer periodo de esta que hemos Ilamado segunda etapa, las zearrolas, aún no tan numerosas como en tiempos más cercanos, se situaron todaví­a en las zonas altas de los cauces fluviales, y la mecanización de sus elementos productores fue sólo parcial, afectando únicamente a los barquines o fuelles destinados a inyectar aire en los hornos. Ese periodo de la etapa que nos ocupa se inició, quizás, a fines del siglo XIV, pero según opinión de Barreiros, es más probable que comenzase después de haber entrado ya el siguiente ciclo secular.

De las mencionadas zearrolas, unas pudieron operar durante todo el año, por estar asentadas junto a rí­os de caudal permanente, mientras otras instalaciones sólo Ilegaron a funcionar temporalmente, puesto que los pequeños cauces -casi siempre arroyos- de donde provenga la fuerza motriz en ellas utilizada, sólo tengan agua en determinadas épocas. Estos centros de producción intermitente fueron conocidos con el nombre de ferrerí­as regacheras.

Gracias a la mecanización mencionada -y a los progresos Ilevados a cabo en la construcción de los hornos, que adoptaron ya la forma de fogales bajos, con estructura de tronco de pirámide cuadrangular en posición invertida- se pudieron obtener en las ferrerí­as zamarras más compactas (aunque también mas carburadas) cuya definitiva terminación siguió realizándose forjándolas con mazos manejados todaví­a a brazo.

Pero el necesario aumento del tamaño y de la potencia de los centros siderúrgicos vascos dio lugar a que comenzase un último y definitivo periodo en la evolución de éstos, cuyas técnicas clásicas, nuevamente modificadas, perduraron hasta mediados del siglo XIX. Los aumentos precitados, al crear mayores exigencias en lo referente a la potencia requerida para el trabajo, fueron la causa de que las zearrolas bajasen a los cauces medios o inferiores de los rí­os, a fin de aprovechar integralmente los caudales acuosos de éstos; y todo su equipo recibió importantes mejoras, entre las cuales -como ya hemos indicado antes- figuró la mecanización completa del mismo.

Dentro de ese conjunto de avances instrumentales, merece reseñarse el correspondiente a los hornos, en los que se introdujeron notables perfeccionamientos destinados a elevar la temperatura obtenible en ellos. Con esta misma finalidad se mejoró la estructura de los barquines de tablas y la de los fuelles de cuero, consiguiendo inyectar en los fogales hasta veintidós pies cúbicos de aire por cada impulse’ del aparato soplante: ambas actuaciones permitieron Ilegar a fundir el metal, y dieron nuevas y mejores posibilidades al proceso siderúrgico de las ferrerí­as vascas.

Poco antes de promediar el siglo XVII se introdujeron asimismo nuevos tipos de aparatos soplantes: nos referimos a las trompas de agua (aparato soplador, compuesto solamente de tablas de madera) o aizearkak, capaces de producir corrientes de aire bastante constantes y de intensidad regulable a voluntad. Tales corrientes se obtení­an por desplazamiento de agua en un sierra tubular conectado a una cámara receptora, de la cual el aire, fuertemente comprimido, pasaba a los hornos, donde era inyectado cerca de la solera por medio de toberas dispuestas en una dirección cuidadosamente elegida; una de las primeras noticias sobre las aizearkak procede de haberle sido concedido, en 1ó39, a Pablo Antonio de Ribadeneyra, minero del Perú, privilegio por cincuenta agios para un aparato de ese tipo, que instaló en la ferrerí­a de Salazar, en las Encartaciones. Y parece que también se utilizaron tempranamente otros análogos en la ferrerí­a guipuzcoana de Amaroz (Tolosa), y en las de Butrón y Gordejuela, en Bizkaia, atribuyéndose por algunos el invento de ellos a un hijo de la casa Allende, radicada en la población últimamente citada.

Decidida finalmente la mecanización total de las instalaciones, ésta alcanzó a los martinetes, realizándose por primera vez el agio 1514 en la ferrerí­a La Penilla de Valmaseda, donde Marcos de Zamalabe hizo el montaje necesario para ello. Contra esta actuación reclamó inmediatamente Juan Tomás Fabricario, vecino de Segovia, alegando poseer una Cédula de privilegio real, expedida en Valladolid el mes de septiembre de dicho agio, mediante la cual se le concedí­a, por una década, la exclusividad de uso de tales martinetes mecanizados.

En las instalaciones a que nos referimos -pronto generalizadas en todo el Paí­s Vasco- el accionamiento de los mencionados aparatos de forjar se Ilevaba a cabo por la misma turbina hidráulica que poní­a en movimiento los barquines. Dichas turbinas solí­an tener un diámetro comprendido entre 2,50 y 3,50 metros y una conexión mecánica muy ingeniosa las acoplaba, cuando así­ convenga, con la gabia (martinete o mazo grande de ferrerí­a): ésta tenia una longitud de 4,00 a 4,50 metros y estaba provista, en su terminación, de un pesado mazo capaz de golpear sobre un yunque bien asentado encima de un tronco de árbol, introducido en el suelo y apoyado contra un sustrato rocoso, natural o creado artificialmente. El mazo, cuyo peso Ilegaba a los 700 kilos, podí­a dar hasta 150 golpes por minuto (y a veces aún más) sobre el tocho o lingote que se querí­a forjar; y el yunque tení­a una forma alargada, aproximadamente elí­ptica con los vértices truncados. La longitud del mismo media unos 70 cm. por 25 cm. de anchura en el centro y 22 cm. en ambos extremos.

Como complemento necesario de los progresos introducidos en el equipo de las ferrerí­as, se implantaron en éstas progresivamente nuevas técnicas, más perfectas, destinadas a mejorar la calidad de los productos siderúrgicos obtenidos en ellas. La mena, frecuentemente concentrada por selección, y calcinada luego para purificarla, o para oxidar los carbonatos cuando se beneficiaban minerales espáticos, era seguidamente troceada utilizando los martinetes: los trozos se cribaban a continuación, para separar la mena gruesa (de uno a seis centí­metros de tamaño) de la más fina (menos de un centí­metro), Ilamada grillada. Ambas se cargaban luego en el horno o fogal, separadamente y mezcladas con carbón.

Se empezaba la metalurgia calentando una carga de grillada y combustible picado, y hora y cuarto mas tarde se iban realizando nuevas cargas, formadas ya por cantidades progresivamente mayores de mena gruesa con carbón; simultáneamente se aumentaba, de hora en hora, la presión del aire insuflado en el horno y al cabo de unas seis horas la operación estaba completamente terminada y podí­a extraerse de éste una zamarra poco carburada (de acero dulce maleable o de hierro dulce) que pasaba al martinete para ser forjada.

Mientras tenia lugar el proceso siderúrgico mencionado se iba extrayendo las escorias fluidas que sobrenadaban encima de la carga del horno. Y para facilitar esa escorificación, en los años postreros del funcionamiento de las ferrerí­as (desde 1775), se adicionaron a la carga diversos fundentes, entre los que figuraron más especialmente las piedras cuarzosas blancas y el espato calizo.

Aunque et continuo crecimiento de las zearrolas dio lugar a un aumento simultáneo de sus producciones, tiene interés señalar que la cuanta media de éstas, en cada centro siderúrgico, Ilegó a los 1.000-1.200 quintales de hierro al ahí­. Para cada operación se cargaban en los fogales de 200 a 300 quintales de vena, junto con una cantidad algo mayor de carbón vegetal, o con ó a 7 cargas de leña, cuando ésta era utilizada directamente como combustible y reductor: en general, para obtener 100 quintales de metal industrial eran necesarios 450 a 475 quintales de menas, y et consumo de carbón equivalí­a a unas cinco veces y media mas que el peso del hierro obtenido. Este elevado consumo fue, precisamente, lo que determinó la ruina de las ferrerí­as y su total desaparición en los años postreros del siglo XIX.

De la progresiva paralización y del fin de las actividades metalúrgicas tradicionales en et Paí­s Vasco, nos informa, por ejemplo, el descenso experimentado por las producciones guipuzcoanas de hierros y aceros: los 120.000 quintales obtenidos a fines del siglo XVII -cantidad todaví­a superada en épocas posteriores – bajaron a sólo 2.ó00 quintales en el ahí­ 1880. Y en Bizkaia, los promedios de 200­250.000 quintales correspondientes a las centurias decimoséptima y decimoctava, se redujeron a poco mas de la tercera parte en el primer tercio del siglo XIX.

Poco antes de terminar este, sólo funcionaban cuatro ferrerí­as en Guipúzcoa y un número similar en tierras vizcaí­nas, habiendo cesado prácticamente toda labor siderúrgica primaria en los restantes territorios vasco-navarros. Las de Azkue (Ibarra) y Mirandaola (Legazpia) – luego reconstruida-, ambas ubicadas en el área guipuzcoana, y la de Poval (Galdames), sita en Bizkaia, figuraron entre las últimas en apagar sus otrora famosos hornos metalúrgicos, que no pudieron remontar las condiciones impuestas por los nuevos esquemas económicos vigentes en la producción del hierro y del acero, dominada, desde mediados del siglo XIX, por técnicas modernas, basadas en et racional aprovechamiento de las reacciones termoquí­micas que tienen lugar mientras se desarrolla el proceso del que derivan los citados metales industriales.

Ya en 1789, el Teniente de Naví­o don Jerónimo de Tabern, Han«) la atención sobre el derroche que suponí­a el excesivo consumo de carbón, fácil de reconocer al analizar el mencionado proceso siderúrgico; y la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del Paí­s intente) constituir, dos arias después, una Asociación de ferrones destinada a mejorar y abaratar los procedimientos en uso, racionalizando para ello el esquema económico de los mismos. Pero nada pudo conseguirse, por la imposibilidad de aprovechar, en los fogales existentes, la totalidad del calor puesto en juego durante las sucesivas etapas de la operación metalúrgica que venimos examinando.

En las ferrerí­as clásicas, aparte de realizar solamente una concentración y una purificación muy somera de las menas utilizadas -10 cual encarece ya notablemente el beneficio de éstas- se venia aprovechando para su reducción a metal, únicamente la acción derivada del poder reactivo del carbón vegetal (cada vez mas caro) cuando este se convierte en monóxido de carbono: esa reacción es de naturaleza endotérmica y exige, por lo tanto, una notable aportación de calor para que pueda tener lugar. 0 dicho de otro modo, consume una crecida cantidad de combustible, ya que el carbón no sólo actúa como agente reductor, sino además como generador de las calorí­as precisas para mantener el nivel térmico indispensable durante la operación indicada.

En cambio, el proceso siderúrgico tradicional no aprovechó una segunda etapa reductora debida al paso del monóxido de carbono a anhí­drido carbónico, reacción que se produce a continuación de la antecitada y que no exige apode de calor, por su carácter exotérmico. Operando en las condiciones adecuadas para el aprovechamiento de esta segunda etapa reactiva, puede duplicarse, aproximadamente, la cantidad de hierro obtenido, sin nuevas adiciones de carbón: se logra, pues, una razonable economí­a en el desarrollo del proceso siderúrgico.

Ha sido precisamente esa economí­a la que decidió la introducción de los Ilamados hornos altos -ideados por Darby en 1735 para sustituir a los viejos fogales de las ferrerí­as vascas; en dichos hornos altos puede realizarse el ciclo siderúrgico completo, aprovechando integralmente las energí­as quí­mica y térmica puestas en juego durante el mismo.

El primer homo alto español se construyó en Marbella (Málaga), en una zona peninsular donde existieron, en los siglos XVIII y XIX, numerosas ferrerí­as; y poco después (en 1848) comenzó su funcionamiento otra instalación similar, la de Santa Ana de Bolueta, próxima a Bilbao (aunque quizá podamos considerar como el primer homo alto vizcaí­no el que se construyó en Guriezo, en el ahí­ 1833 que fue explotado casi desde el principio por una empresa constituida con capitales vizcaí­nos y que puede considerarse como el origen de la Sociedad Altos Hornos de Bilbao, al trasladarse esta misma empresa a Barakaldo y fundar allí­ la Fábrica de Nuestra Señora del Carmen el ahí­ 1858); ésta y La Vizcaya de Sestao, al asociarse en 1882, constituyeron la empresa Altos Hornos de Vizcaya S. A. que desde entonces y durante mucho tiempo, ha sido el centro siderúrgico mis importante de nuestro paí­s.

Posteriormente ha proseguido, de modo continuo, el desarrollo de este tipo de instalaciones, basadas en las modernas técnicas aplicables a la metalurgia del hierro; y algunas de ellas situadas sobre territorio guipuzcoano, donde ya en 18ó1 funcionaron, durante algún tiempo, unos Altos Hornos alimentados con carbón vegetal. El mencionado desarrollo ha manifestado ocasionalmente las inevitables crisis y altibajos, que sin embargo, no han detenido su progresión positiva, gracias a la incorporación al mismo de buena parte de los perfeccionamientos derivados de la investigación siderúrgica industrial, especialmente interesada en el progreso económico y técnico de estas actividades metalúrgicas, tan importantes para el actual desarrollo humano.

El mercado nacional -y también otros del exterior- incrementan ario tras ahí­ la demanda de productos siderúrgicos, tanto de arrabio, hierro dulce y otros de varios tipos, como de aceros de todas clases. El Paí­s Vasco ha fabricado acero desde tiempos muy lejanos y parece ser que entre los primeros en obtenerlo figuraron varias ferrerí­as de Mondragón (Guipúzcoa), donde ya se preparaba en el siglo XIII, siendo entonces muy estimado por su excelente calidad: dicha población figuraba en 1740 como uno de los principales suministradores de ese material a las armerí­as de Toledo; y en Guipúzcoa, a fines del siglo XVIII, existí­an seis aceñas en plena actividad.

Por entonces, y patrocinadas por la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del Paí­s, se Ilevaron a cabo diversas experiencias y ensayos sobre la producción de aceros por el método de Reaumur, sometiendo barras de hierro a un caldeo prolongado, rodeadas de una masa pulverulenta formada por carbón, hollí­n, cenizas y sal común; pero los resultados no debieron ser satisfactorios, y se prefirió emplear la cementación, propuesta ya en 1ó32 por Antonio Cortés, según consta en un documento existente en el Archivo de Simancas. En 1778 fue puesta a punto esta técnica por don lgnacio de Zabalo Zuazola, y se instalaron en Alegrí­a de Oria (Guipúzcoa) unos hornos destinados a producir aceros cementados; poco después, en 1782, se construyeron en Mondragón otros tres hornos destinados a esa misma producción.

También en Alegrí­a de Oria, en el ya citado ario de 1778 se fabricaron aceros al crisol, pero hasta bien entrado el siglo XIX no se desarrolló plenamente la actividad de las acerí­as vascongadas, siendo Altos Hornos de Vizcaya quien instaló la primera baterí­a de convertidores Bessemer (en 1882) y luego un horno Martin-Siemens (en 1887) que permitió ya un suministro importante del material siderúrgico mencionado.

 

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