Versiones literarias sobre el Puente del Diablo
Las versiones más antiguas de la leyenda barakaldarra son aquéllas recogidas por sendos eruditos y/o escritores decimonónicos.
La primera de ellas es la de Juan E. Delmas, que escribe en 1864, e incluye en su citada Guía: “La tradición conserva una anécdota del puente de Castrejana, muy admitida entre los naturales. Cuéntase que cuando no había puente y se atravesaba el río sobre atrancos o pasos de piedra, habitaba en su orilla izquierda una hermosa joven que amaba apasionadamente a un mancebo, su vecino de la orilla derecha. Esta joven tenía por costumbre subir diariamente al monte de Altamira y prosternarse de hinojos bajo un añoso castaño desde el que se descubría la iglesia de Begoña, para dirigir a la Señora que ocupaba su trono las preces más fervientes de amor y de humildad. Llegó un día en que el mancebo abrigó dudas de la fidelidad de su amada, y que en un momento de desesperación resolvió marcharse a la guerra. Desconsolada la pobre niña y no sabiendo cómo disuadirle de su empeño temerario, le citó a la otra parte del río. La lluvia caía a torrentes; el Cadagua corría impetuoso y se salía de madre, y la hora fatal se aproximaba sin que fuese posible vadearlo. De repente se presenta un hombre a la joven y le propone construir un puente antes de que cantara el gallo por primera vez, si en cambio ella le entregaba su alma. No titubeó la joven en prometérsela, y vio con el mayor asombro que el puente se construía a impulsos de un poder extraordinario. Arrepentida de su debilidad cuando ya estaba próximo a su terminación, y comprendiendo toda la magnitud de la deuda que había contraído, imploró, como tantas veces, el amparo de la Virgen de Begoña. No fue sorda a sus ruegos la excelsa Señora. Ocupábase el obrero en remover la última piedra que era la clave del arco para encajarla en su sitio, cuando otro
hombre que apareció sobre el puente dejó caer una vara en el claro que debía ocupar la piedra. Forcejeó aquél con indecible esfuerzo para arrancarla; bramó de coraje contra su impericia, y brotaban sus labios las blasfemias más impuras, en el momento en que resonó en el espacio el alegre canto del gallo. Al escucharlo huyó el maestro despavorido; el otro hombre quebró la vara; encajóse en su lugar la clave, atravesó el puente la niña; corrió a los brazos de su amante que le esperaba, y se juraron amor eterno y vivir eternamente unidos”. El arquitecto del puente de Castrejana era el diablo, y San José, el que dejó caer la vara”.
Por su parte, Antonio de Trueba, el vate encartado, construye un cuento cuyo motivo central es la construcción del puente de Kastrexana, que sitúa en el siglo XV, probablemente a partir de la versión de Delmas, por más que afirme narrar “esta historia tal como la cuentan los moradores de Iraúregui y Zubileta”. Esta versión que, con el título de “La vara de azucenas”, se incluye en sus Cuentos de varios colores, cuya primera edición está fechada en 1866.
Aquí el diabólico constructor es un viajero quien, de paso por Kastrexana en la orilla derecha del Kadagua, llama a la puerta de la casería donde moraba la joven Catalina con su madre. La joven de
esta casa tiene novio en la de Iturrioz, en la ribera barakaldarra, es decir al otro lado del río. Una noche que llovía torrencialmente, Catalina supo que su amado partiría para participar en las contiendas banderizas. Angustiada por no poder cruzar el río para disuadirle o despedirse, acepta el ofrecimiento del extraño viajero para construir un puente a cambio de su alma.
Al cabo de poco comienza a escuchar ruidos de hachas, piquetas y martillos, “como si una legión invisible de carpinteros y canteros trabajase allí”, construyendo la cimbra y el arco del puente. Aterrada Catalina al sospechar que el arquitecto no es otro que el Diablo, sube hasta Altamira -en el alto de Kastrexana- y se encomienda a la Virgen de Begoña, a la que de víspera había ofrendado una vara de azucenas, implorando la salvación de su alma.
Cuando tan sólo faltaba la clave del arco, apareció sobre el puente una señora portando la vara de azucenas, que dejó sobre la aún no cerrada bóveda. Por más esfuerzos que hizo el hombre vestido de negro, no pudo encajar la última piedra sillar en la abertura del arco. Al sonar las campanas del convento de Burceña, con la medianoche, el hombre se arrojó a la corriente, encajándose la piedra
en su sitio, y atravesando Catalina el Puente del Diablo. El autor añade un breve epílogo a su cuento: “Entre el enorme sillar que constituía la clave del puente de Castrejana y las contraclaves o sillares laterales, brotaban todos los años, unas hermosas azucenas que las doncellas del valle de Ibaizábal iban a coger la mañana de San Juan y llamaban cataloras, nombre que provenía de las palabras vascongadas catalen-lorac, que equivalen a flores de Catalina”.
(KOBIE, Anejo 22)
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